Capítulo 3
A la mañana siguiente Seda salió de la torre con una casaca de color rojo oscuro y una gorra abombada y ladeada con elegancia.
—¿A qué vienen esas ropas? —le preguntó tía Pol.
—Me encontré con un viejo amigo en uno de los sacos —contestó Seda con resolución—, su nombre es Radek de Boktor.
—¿Qué ocurrió con Ambar de Kotu?
—Supongo que Ambar es un buen tipo —dijo Seda, un tanto despreciativo—, pero un murgo llamado Asharak conoce su existencia y puede haber hablado de él en ciertos círculos. Mejor no buscar problemas si podemos evitarlos.
—No es un mal disfraz —aprobó el señor Lobo—. Otro comerciante drasniano en la Gran Ruta del Oeste no llamará la atención, sea cual fuere su nombre.
—Por favor —protestó Seda con tono ofendido—, el nombre es muy importante. En realidad, todo el disfraz depende del nombre.
—No veo ninguna diferencia —declaró Barak.
—Hay muchísima diferencia. Sin duda reconocerás que Ambar es un vagabundo con muy poco respeto por la moral, mientras que Radek es un hombre de bien cuya palabra es digna de confianza en todos los centros comerciales del Oeste. Además, Radek siempre va acompañado de sirvientes.
—¿Sirvientes? —Tía Pol levantó una ceja.
—Sólo para dar credibilidad al personaje —le aclaró enseguida Seda—. Por supuesto, tú nunca podrías ser una sirvienta, señora Polgara.
—Gracias.
—Nadie lo creería. Tú serás mi hermana y viajarás conmigo para disfrutar de las bellezas de Tol Honeth.
—¿Tu hermana?
—Si lo prefieres, podrías ser mi madre —sugirió persuasivo—; una madre que hace un peregrinaje religioso a Mar Terrin para expiar sus culpas por un pasado turbulento.
Por un instante tía Pol miró fijamente al hombrecillo, mientras él le sonreía con insolencia.
—Algún día tu sentido del humor te va a traer graves problemas, príncipe Kheldar.
—Yo siempre tengo problemas, señora Polgara; si no los tuviera, no sabría cómo actuar.
—¿Os parece que ya podemos partir? —preguntó el señor Lobo.
—Sólo un momento —respondió Seda—, si encontramos a alguien y hemos de dar explicaciones, tú, Lelldorin y Garion sois los sirvientes de Polgara; y Hettar, Barak y Durnik, los míos.
—Lo que tú digas —convino Lobo ya cansado. —Hay razones para ello.
—De acuerdo.
—¿No quieres escucharlas?
—La verdad es que no. —Seda quedó un poco dolido—. ¿Estáis listos?
—Todo está fuera de la torre —dijo Durnik—; oh, un momento, me olvidaba de apagar el fuego. —Y volvió adentro. Lobo lo miró con exasperación.
—¿Qué importancia tiene? —murmuró—, si de todos modos este lugar es una ruina.
—Déjalo, padre —dijo tía Pol con tranquilidad—, es su forma de ser.
Mientras se preparaban para montar, el caballo de Barak, un tordo grande y robusto, suspiró y dirigió una mirada de reproche a Hettar. El algario rió entre dientes.
—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso? —preguntó Barak con suspicacia.
—Lo que dijo el caballo —contestó Hettar—, pero no tiene importancia.
Luego se subieron a las monturas y se abrieron paso entre las ruinas tapadas por la niebla a lo largo del estrecho y fangoso sendero que conducía al bosque. La nieve líquida yacía a los pies de los árboles húmedos y el agua caía con constancia desde sus ramas. Todos se cubrieron con las capas para protegerse del frío y la humedad. Cuando se internaron en el bosque, Lelldorin alcanzó a Garion y cabalgó junto a él.
—¿El príncipe Kheldar es siempre tan..., bueno, tan complicado? —preguntó.
—¿Seda? Ah, si, es muy astuto. Es un espía, ¿sabes?, y los disfraces y las mentiras son algo natural en él.
—¿Un espía? ¿De verdad? —Los o]os de Lelldorin brillaban al imaginárselo.
—Trabaja para su tío, el rey de Drasnia —explicó Garion—. Según tengo entendido, los drasnianos se han dedicado a eso durante siglos.
—Tenemos que parar a recoger el resto de los sacos —le recordó Seda al señor Lobo.
—No lo he olvidado —respondió el viejo. —¿Sacos? —preguntó Lelldorin.
—Seda trajo algunas telas de lana de Camaar —le explicó Garion—, dijo que nos daría una excusa legítima para andar por esta ruta. Las escondimos en el camino antes de llegar a Vo Wacune.
—Piensa en todo, ¿verdad?
—Lo intenta. Tenemos suerte de que esté con nosotros.
—Tal vez podríamos pedirle que nos enseñara algunos trucos sobre disfraces —sugirió Lelldorin con ingenio—, podrían resultarnos muy útiles cuando vayamos a buscar a tu enemigo.
Garion creía que Lelldorin había olvidado su impulsiva promesa. La mente del joven arendiano parecía demasiado voluble como para concentrarse en una idea por mucho tiempo, pero ahora descubrió que Lelldorin sólo aparentaba olvidarse de las cosas. La perspectiva de una persecución en serio del asesino de sus padres junto a este joven entusiasta, con el añadido del suspenso y la improvisación a cada paso, comenzó a parecerle alarmante.
A media mañana, después de recoger los sacos de Seda y cargarlos sobre los lomos de los caballos de reserva, volvieron a salir a la Gran Ruta del Oeste, el camino principal de Tolnedra que cruzaba el corazón del bosque. Cabalgaron hacia el sur a un medio galope que les permitía cubrir leguas con rapidez.
Pasaron junto a un siervo que llevaba una pesada carga, vestido con harapos y trozos de tela de saco atados con cuerdas. Tenía la cara demacrada y los sucios harapos ocultaban su terrible delgadez. El hombre se apartó del camino y se quedó mirándolos con temor hasta que pasaron. Garion sintió una súbita punzada de compasión, recordó por un instante a Lammer y a Detton y se preguntó que ocurriría con ellos; por alguna razón le parecía importante.
—¿Es realmente necesario mantenerlos en la indigencia? —le preguntó entonces a Lelldorin, sin poder contenerse por más tiempo.
—¿A quién? —preguntó Lelldorin, mirando a su alrededor.
—A aquel criado. —Lelldorin miró por encima de su hombro en dirección al hombre harapiento—. Ni siquiera has reparado en él —acusó Garion.
—Hay tantos... —dijo Lelldorin con un encogimiento de hombros.
—Y todos se visten con harapos y viven al borde de la inanición.
—Los impuestos de los mimbranos —contestó Lelldorin, como si eso lo explicara todo.
—Tú siempre has tenido con qué alimentarte.
—Yo no soy un siervo, Garion —contestó Lelldorin, paciente—. La gente pobre siempre sufre más: así es el mundo. —No tiene por qué ser así —contestó Garion. —Tú no lo entiendes. —No, y nunca lo entenderé.
—Por supuesto que no —dijo Lelldorin con exasperante complacencia—, tú no eres arendiano.
Garion apretó los dientes para reprimir la obvia respuesta. Al caer la tarde ya habían recorrido diez leguas y el camino estaba casi libre de nieve.
—¿No deberíamos buscar un sitio para pasar la noche, padre? —sugirió tía Pol.
El señor Lobo se rascó la barba pensativo mientras echaba una ojeada a las sombras qué proyectaban los árboles a su alrededor.
—Tengo un tío que vive no muy lejos de aquí —ofreció Lelldorin—, el conde Reldegen. Estoy seguro de que se alegrará de darnos alojamiento.
—¿Delgado? —preguntó el señor Lobo—. ¿Y de cabello oscuro?
—Ahora es gris —contestó Lelldorin—. ¿Lo conoces?
—Hace veinte años que no lo veo —dijo Lobo—. Si no recuerdo mal, solía ser bastante impetuoso.
—¿El tío Reldegen? Lo confundes con otra persona, Belgarath.
—Tal vez —dijo Lobo—. ¿A qué distancia está la casa? —A unos ocho kilómetros de aquí. —Vamos a verlo —decidió Lobo.
Lelldorin agitó las riendas y se puso al frente para enseñarles el camino.
—¿Qué tal os lleváis tú y tu amigo? —preguntó Seda, que se había adelantado a la altura de Garion.
—Supongo que bien —contestó Garion, no demasiado seguro de lo que aquel hombrecillo con cara de rata intentaba averiguar—; aunque resulta un poco difícil hacerle entender ciertas cosas.
—Eso es lógico —observó Seda—, después de todo es un arendiano.
—Es sincero y muy valiente. —Garion salió enseguida en defensa de Lelldorin.
—Todos lo son, eso es parte del problema. —Me cae bien —aseguró Garion.
—A mí también, Garion, pero eso no me impide ver la verdad acerca de él.
—Si lo que intentas es insinuar algo, ¿por que no lo dices de una vez?
—Muy bien, lo haré. No dejes que la amistad te haga olvidar tu sentido común. Arendia es un lugar muy peligroso y los arendianos se meten en líos con bastante frecuencia. No dejes que tu joven y apasionado amigo te enrede en algo que no es de tu incumbencia. —La mirada de Seda era sincera y Garion advirtió que el hombrecillo hablaba en serio.
—Tendré cuidado —prometió.
—Sabía que podía confiar en ti —dijo Seda con seriedad.
—¿Te mofas de mí?
—¿Haría yo algo así? —preguntó a su vez Seda con tono burlón.
Luego se rió y siguieron cabalgando juntos en la tarde sombría.
La casa de piedra del conde Reldegen estaba dentro del bosque, a un kilómetro y medio del camino principal y en medio de un claro que se encontraba fuera del alcance de tiro en cualquier dirección. A pesar de que carecía de murallas, tenía un aspecto similar al de un fuerte. Las ventanas que daban al frente eran estrechas y estaban cubiertas con barrotes de hierro. Pesadas torrecillas coronadas con almenas se erguían a cada extremo y el portón que daba acceso al patio central de la casa estaba construido con troncos de árboles, ajustados y unidos entre sí con listones de hierro. A medida que se aproximaban, bajo la luz mortecina del día, Garion miró atento el estandarte del linaje. La casa tenía un aspecto de ostentosa fealdad, una tétrica solidez que parecía desafiar al mundo.
—No es un lugar muy agradable, ¿verdad? —le dijo a Seda.
—La arquitectura de los asturios es un reflejo de su sociedad —contestó Seda—. Una casa sólida no es mala idea en una región donde las disputas entre vecinos suelen escaparse de las manos.
—¿Tienen tanto miedo los unos de los otros? —Es sólo precaución Garion; sólo precaución.
Lelldorin desmontó frente al pesado portón y se dirigió a alguien al otro lado a través de una pequeña rendija. Por fin se oyó un rechinar de cadenas y el ruido de los pesados cerrojos de hierro al abrirse.
—Será mejor que no hagáis ningún movimiento imprevisto cuando estemos dentro —advirtió Seda en voz baja—, lo más probable es que haya arqueros vigilando. —Garion lo miró intrigado—. Una curiosa costumbre de la región —informó Seda.
Entraron a un patio cubierto de grava y desmontaron.
Entonces apareció el conde Reldegen, un hombre alto, delgado y con el cabello y la barba de color gris acerado, que caminaba con la ayuda de un grueso bastón. Vestía una espléndida chaqueta verde y calzas negras, y, a pesar de encontrarse en su propia casa, llevaba una espada amarrada a su costado. Salió a recibirlos con un visible renqueo al descender por las amplias escalinatas de la entrada.
—Tío —dijo Lelldorin con una inclinación respetuosa.
—Sobrino —contestó el conde en cortés reconocimiento.
—Mis amigos y yo nos encontrábamos cerca de aquí —explicó Lelldorin— y pensamos que podríamos abusar de tu hospitalidad y pasar la noche en tu casa.
—Siempre serás bien recibido, sobrino —contestó Reldegen con una especie de seria formalidad—. ¿Habéis comido ya?
—No, tío.
—Entonces todos debéis cenar conmigo. ¿Vas a presentarme a tus amigos?
El señor Lobo se quitó la capucha y dio un paso al frente.
—Tú y yo ya nos conocemos, Reldegen —dijo.
—¿Belgarath? —dijo el conde asombrado—. ¿Eres tú de verdad?
—Pues sí —sonrió Lobo—, aún sigo mi recorrido por el mundo haciendo travesuras.
Reldegen rió y cogió a Lobo del brazo con afecto.
—Entrad todos, no os quedéis fuera con este frío. —Se giro y subió, cojeando, los escalones que conducían a la casa.
—¿Qué le pasó a tu pierna? —le preguntó Lobo.
—Un flechazo en la rodilla —el conde se encogió de hombros—, una antigua disputa que he olvidado hace tiempo. —Si mal no recuerdo, solías meterte en muchas de esas disputas. En aquella época pensaba que tenías la intención de pasar por la vida con la espada siempre desenvainada.
—Era un joven impulsivo —admitió el conde, mientras abría la amplia puerta al final de la escalera.
Los condujo por un largo pasillo hasta una habitación de tamaño imponente con un gran fuego encendido en cada extremo. El techo se apoyaba sobre grandes arcos de piedra. El suelo era de piedra negra pulida, cubierto de alfombras de piel, y las paredes, los arcos y el techo estaban blanqueados con cal, lo que producía un marcado contraste. Aquí y allá había toscas sillas talladas de madera parda oscura y en un extremo, cerca de una de las chimeneas, había una gran mesa con un candelabro de hierro en el centro. Una docena de libros encuadernados en piel estaban desparramados sobre su superficie pulida.
—¿Libros, Reldegen? —dijo Lobo asombrado, mientras los demás se quitaban las capas y se las entregaban a los criados que aparecieron de inmediato—. Te has reblandecido, amigo mío. —El hombre sonrió por el comentario del viejo—. He olvidado mis modales —se disculpó Lobo—. Mi hija Polgara. Pol, éste es el conde Reldegen, un viejo amigo.
—Señora —saludó el conde con una refinada reverencia—, es un honor teneros en mi casa.
Tía Pol estaba a punto de contestar cuando dos jóvenes irrumpieron en la sala en medio de una vehemente discusión.
—¡Eres un idiota, Berentain! —gritó el primero, un muchacho de cabello oscuro que llevaba una chaqueta escarlata.
—Os conviene pensar eso, Torasin —respondió el segundo, un joven con cabello claro y ensortijado que llevaba una túnica a rayas verdes y amarillas—, pero os guste o no, el futuro de Astur está en manos de los mimbranos. Vuestras declaraciones de rencor y vuestra encendida retórica no van a alterar este hecho.
—No me trates de vos, Berentain —dijo burlón el del cabello moreno—; tu imitación de la cortesía mimbrana me revuelve las tripas.
—¡Caballeros, ya es suficiente! —dijo cortante el conde Reldegen, y golpeó el bastón contra el suelo de piedra—. Si os empeñáis en discutir de política tendré que separaros, incluso a la fuerza si fuera necesario.
Los dos jóvenes se miraron con desprecio y luego se retiraron hacia ambos extremos de la habitación.
—Mi hijo Torasin —admitió el conde en tono de disculpa mientras señalaba al joven de cabello oscuro— y su primo Berentain, hijo del hermano de mi difunta mujer. Han estado así durante las ultimas dos semanas, tuve que quitarles las espadas al día siguiente de la llegada de Berentain.
—La discusión política es buena para la circulación, señor —observó Seda—, especialmente en invierno. El calor evita que se formen coágulos en las venas.
El conde rió entre dientes ante la afirmación del hombrecillo.
—El príncipe Kheldar de la casa real de Drasnia —presentó Lobo a Seda.
—Majestad —respondió el conde con una reverencia.
—Por favor, mi señor —dijo Seda con un imperceptible sobresalto—, me he pasado la vida intentando huir de ese trato ceremonioso y estoy seguro de que mi relación con la casa real avergüenza a mi tío tanto como a mí.
El conde volvió a reír con desenfadado buen humor.
—¿Por qué no nos acercamos a la mesa del comedor? —sugirió—. En la cocina hay dos grandes ciervos en el asador desde el alba y hace poco he conseguido un barril de vino tinto del sur de Tolnedra. Según recuerdo, Belgarath siempre fue muy aficionado a la buena mesa y al buen vino.
—No ha cambiado, señor —dijo tía Pol—, mi padre es muy fácil de calar cuando se lo conoce un poco.
El conde sonrió y le ofreció el brazo mientras todos se dirigían a una puerta en el extremo de la habitación.
—Dime, señor —dijo tía Pol—, ¿por casualidad tendrás una bañera en casa?
—Bañarse en invierno es peligroso, señora Polgara —le advirtió el conde.
—Señor —aseguró ella seria—, me he bañado en invierno y en verano durante más años de los que puedas imaginar.
—Déjala que se bañe, Reldegen —insistió el señor Lobo—, su humor se deteriora de modo notable cuando se siente sucia.
—Un baño tampoco te haría daño a ti, viejo Lobo —contestó tía Pol con acritud—, empiezas a oler mal cuando hay viento a favor.
El señor Lobo adoptó un aire algo ofendido.
Mucho más tarde, después de hartarse de comer carne de venado, pan mojado en salsa y pasteles de cereza, tía Pol se disculpó y fue a supervisar los preparativos de su baño con una doncella. Todos los hombres se demoraron en la mesa saboreando sus vasos de vino, sus caras inundadas con la luz dorada de las múltiples velas que había en el comedor de Reldegen.
—Permitidme que os enseñe vuestras habitaciones —sugirió Torasin a Lelldorin y a Garion, al tiempo que retiró su silla y dedicó una mirada de velada satisfacción a Berentain por encima de la mesa.
Salieron del comedor detrás de él y subieron unas altas escaleras hasta llegar a los pisos superiores de la casa.
—No quiero ofenderte, Tor —dijo Lelldorin mientras ascendían—, pero tu primo tiene unas ideas muy peculiares.
—Berentain es un idiota —gruñó Torasin—, cree que puede conquistar a los mimbranos con la imitación de su forma de hablar y mediante la adulación. —Bajo la luz de la vela que llevaba en la mano, la cara morena reflejaba su enfado.
—¿Por qué lo hace?
—Está desesperado por conseguir una propiedad —respondió Torasin—. El hermano de mi madre no tenía muchas tierras para dejarle. El imbécil ha perdido la cabeza por la hija de uno de los barones de su distrito, y como el barón ni siquiera tomaría en consideración a un pretendiente sin tierras, Berentain intenta conseguir una hacienda del gobernador de Mimbre. Juraría fidelidad al fantasma del mismísimo Kal Torak si creyera que de ese modo lograría sus tierras.
—¿No se da cuenta de que no tiene ninguna posibilidad? —preguntó Lelldorin—. Hay demasiados mimbranos deseosos de conseguir tierras alrededor del gobernador como para que le concedan una hacienda a un asturio.
—Yo le dije lo mismo —declaró Torasin con mordaz satisfacción—, pero con él no hay razonamiento que valga. Su conducta degrada a toda la familia.
Lelldorin agitó la cabeza, comprensivo. Llegaron a la planta superior y echó una rápida mirada en torno.
—Tengo que hablar contigo, Tor —prorrumpió, bajando el tono de voz hasta convertirlo en un susurro. Torasin lo miró intrigado—. Mi padre me puso al servicio de Belgarath para un asunto de gran importancia —se apresuró a decir en un murmullo— y no sé cuánto tiempo estaré fuera, así que tú y los otros tendréis que matar a Korodullin sin mí.
Los ojos de Torasin se agrandaron con horror.
—¡No estamos solos, Lelldorin! ¡Cuidado con lo que dices! —dijo con voz contenida.
—Te espero en el otro extremo del pasillo —se apresuró a decir Garion.
—No —dijo Lelldorin con firmeza mientras lo cogía de un brazo—, Garion es mi amigo, Tor, y no tengo secretos para él.
—Lelldorin, por favor —protestó Garion—, yo no soy un asturio, ni siquiera un arendiano. No quiero conocer tus planes.
—Pero los conocerás, Garion, como prueba de mi confianza en ti —declaró Lelldorin—. El próximo verano, cuando Korodullin viaje a la ciudad en ruinas de Vo Astur para presidir la corte durante seis semanas y mantener así la ficción de la unidad arendiana, le tenderemos una emboscada en el camino...
—¡Lelldorin! —interrumpió Torasin, mientras su cara palidecía.
Pero Lelldorin seguía explayándose.
—No será una simple emboscada, Garion, sino un golpe maestro al corazón de Mimbre. Vamos a atacarlo llevando uniformes de legionarios tolnedranos y lo mataremos con espadas de Tolnedra. Nuestro ataque obligará a Mimbre a declarar la guerra al Imperio de Tolnedra y Tolnedra destruirá a Mimbre como si se tratara de una cáscara de huevo. ¡Mimbre será destruida y Astur será libre!
—Nachak te hará matar por esto, Lelldorin —dijo Torasin—. Hemos jurado mantener el secreto en un pacto de sangre.
—Dile al murgo que escupo sobre su juramento —dijo Lelldorin enfadado—. ¿Para qué necesitamos a un escudero murgo los patriotas de Astur?
—¡Él es quien nos da el oro, cabeza hueca! —se enfureció Torasin, casi fuera de sí—. Necesitamos su maravilloso oro rojo para comprar los uniformes y las espadas y para convencer a algunos de nuestros amigos más débiles.
—Yo no quiero débiles conmigo —dijo Lelldorin con vehemencia—, un patriota hace lo que hace por amor a su país, y no por el oro de los angaraks.
La mente de Garion sacaba conclusiones con rapidez. El primer momento de asombro había pasado.
—Había un hombre en Cherek —recordó—, el conde de Jarvik. También él cogió oro de los murgos para matar a un rey. —Los dos jóvenes lo miraron sin comprender—. Algo le ocurre a un país cuando uno mata a su rey —explicó Garion—; no importa lo malo que sea el rey ni lo buena que sea la gente que lo mata, el país se viene abajo por un tiempo; reina la confusión y no hay nadie capaz de encaminarlo en ninguna dirección. Además, si uno provoca una guerra entre otros dos países al mismo tiempo, sólo se consigue aumentar el caos. Creo que si yo fuera murgo ése es el tipo de confusión que querría ver en todos los reinos del Oeste. —Garion escuchó su propia voz con sorpresa; había un dejo seco y desapasionado en ella que reconoció de inmediato. Esa voz había estado allí desde su infancia, dentro de su mente; ocupaba algún rincón silencioso y oculto, y le indicaba cuándo estaba equivocado o actuaba con necedad. Pero nunca antes había participado de forma activa en su comunicación con otra gente. Ahora, sin embargo, había hablado sin tapujos con aquellos dos jóvenes, y les había explicado las cosas con paciencia—. El oro de Angarak no es lo que parece —continuó Garion—, tiene una especie de poder que corrompe a la gente, tal vez por eso sea del color de la sangre. Yo, en vuestro lugar, lo pensaría muy bien antes de aceptar más oro rojo de ese murgo llamado Nachak. ¿Por qué creéis que os da el oro y os ayuda con vuestro plan? No es un asturio, así que no es el patriotismo lo que lo mueve, ¿verdad? También habría que reflexionar acerca de eso. —De repente Lelldorin y su primo parecían preocupados—. No pienso decir nada de esto a nadie —dijo Garion—, me lo dijisteis como una confidencia y no debía haberlo oído, pero recordad que en este momento, en el mundo, están ocurriendo muchas cosas además de lo que sucede en Arendia. Ahora creo que me gustaría irme a dormir; si me indicáis dónde está mi habitación, os dejo para que discutáis toda la noche, si así os place. En términos generales, Garion pensó que había manejado el asunto bastante bien, al menos les había creado unas cuantas dudas. Conocía lo suficiente a los arendianos como para saber que aquello no bastaría para detenerlos, pero al menos era un comienzo.