DEL DESTRONAMIENTO A LA DEMOCRACIA
DEL DESTRONAMIENTO A LA DEMOCRACIA
Después de que en 1610 Galileo descubriera las lunas de Júpiter con su telescopio casero, sus críticos religiosos condenaron su nueva teoría centrada en el Sol afirmando que era un destronamiento del hombre. No sospechaban que ése no era más que un primer destronamiento. Cien años más tarde, el estudio de las capas sedimentarias llevado a cabo por el granjero escocés James Hutton tumbó el cálculo que había hecho la Iglesia de la edad de la Tierra, afirmando que era ochocientos mil años más antigua. No mucho después, Charles Darwin relegó a los seres humanos a una rama más del populoso reino animal. A principios del siglo XX, la mecánica cuántica alteró de manera irreparable nuestra idea del tejido de la realidad. En 1953, Francis Crick y James Watson descifraron la estructura del ADN, reemplazando el misterioso fantasma de la vida por algo que podemos anotar en secuencias de cuatro letras y almacenar en un ordenador.
Y a lo largo del siglo pasado, la neurociencia ha demostrado que la mente consciente ya no es la que lleva el timón de nuestra vida. Apenas cuatrocientos años después de nuestra caída del centro del universo, hemos experimentado la caída del centro de nosotros mismos. En el primer capítulo vimos que el acceso consciente a la maquinaria que hay bajo el capó es lento, y a menudo ni siquiera ocurre. Luego hemos visto que el mundo que vemos no se corresponde necesariamente con lo que hay ahí fuera: la visión es una construcción del cerebro, y su único trabajo es generar una narrativa útil en nuestras escalas de interacciones (digamos, con las frutas maduras, los osos y las parejas). Las ilusiones visuales revelan un concepto más profundo: que nuestros pensamientos son generados por una maquinaria a la que no tenemos acceso directo. Hemos visto que las rutinas útiles quedan impresas en el circuito del cerebro, y que una vez allí, ya no tenemos acceso a ellas. Lo que parecía ser la conciencia es, más bien, imponer metas acerca de lo que debe imprimirse en el circuito, y poco más aparte de eso. En el capítulo 5 descubrimos que la mente contiene multitudes, lo que explica por qué uno puede insultarse, reírse de sí mismo y hacer tratos con uno mismo. Y en el capítulo 6 vimos que el cerebro puede operar de manera muy distinta cuando se ve transformado por una apoplejía, un tumor, los narcóticos o cualquier suceso que altere su biología. Ello sacude nuestras pueriles nociones de responsabilidad.
A consecuencia de todo este progreso científico, una inquietante pregunta ha surgido en las mentes de muchos: ¿qué les queda a los humanos después de todos estos destronamientos? Para algunos pensadores, a medida que la inmensidad del universo se vuelve más aparente, lo mismo ocurre con la intrascendencia del género humano: comenzamos a menguar en importancia prácticamente hasta quedar en nada. Ha quedado claro que las escalas temporales de las civilizaciones representaban apenas un destello en la larga historia de la vida multicelular del planeta, y que la historia de la vida no es más que un destello en la historia del propio planeta. Y ese planeta, y la vastedad del universo, no es más que una diminuta mota de materia que se aleja de otras motas a una velocidad cósmica a través de la desolada curvatura del espacio. Dentro de doscientos millones de años, este vigoroso y productivo planeta será consumido por la expansión del Sol. Como escribió Leslie Paul en The Annihilation of Man:
Toda vida morirá, toda mente se extinguirá, y todo será como si nunca hubiera ocurrido. Para ser honesto, ésa es la meta hacia la que se dirige la evolución, ése es el final «benévolo» de la furiosa vida y la furiosa muerte. (…) Toda vida no es más que una cerilla que se enciende en la oscuridad y vuelve a apagarse. El resultado final (…) es privarla completamente de sentido.[221]
Después de construir muchos tronos y caer de otros muchos, el hombre miró a su alrededor; se preguntó si había nacido de manera accidental en un proceso cósmico ciego y sin propósito, y se esforzó por salvaguardar algún tipo de propósito. Como escribió el teólogo E. L. Mascall:
El problema que experimenta hoy en día el hombre civilizado occidental radica en convencerse a sí mismo de que se le ha asignado alguna posición especial en el universo. (…) Muchos de los trastornos psicológicos que son un rasgo tan corriente y angustioso de nuestra época se remontan, creo yo, a esta causa.[222]
Filósofos como Heidegger, Jaspers, Shestov, Kierkegaard y Husserl se esforzaron por abordar la falta de sentido que esos destronamientos parecían haber causado. Albert Camus, en su libro de 1942 El mito de Sísifo, presentó su filosofía del absurdo, en la que el hombre busca sentido en un mundo básicamente sin sentido. En este contexto, Camus postuló que la única cuestión real de la filosofía es si uno ha de suicidarse o no. (Concluyó que uno no debería suicidarse; más bien debería vivir para rebelarse contra el absurdo de la vida, aun cuando siempre sea sin esperanza. Es posible que se hubiera visto obligado a llegar a esta conclusión porque lo contrario habría dificultado las ventas del libro, a no ser que siguiera su propia receta: una peliaguda situación sin salida).
Sugiero que los filósofos quizá se han tomado las noticias del destronamiento demasiado a pecho. ¿De verdad no le queda nada al hombre después de todos estos destronamientos? Probablemente sea lo contrario: a medida que profundicemos, descubriremos ideas mucho más amplias que las que hoy en día tenemos en nuestras pantallas de radar, del mismo modo que hemos comenzado a descubrir la magnificencia del mundo microscópico y la incomprensible escala del cosmos. El destronamiento suele revelar algo más grande que nosotros, ideas más maravillosas de lo que habíamos pensado. Cada descubrimiento nos ha enseñado que la realidad supera con mucho la imaginación y las conjeturas humanas. Todos esos avances han rebajado el poder de la intuición y la tradición como oráculo de nuestro futuro, sustituyéndolo por ideas más productivas, realidades más grandes y nuevos niveles de sobrecogimiento.
Gracias al descubrimiento de Galileo de que ya no somos el centro del universo, ahora sabemos algo mucho más importante: que el resto del sistema solar es de miles de millones de billones. Como he mencionado anteriormente, aun cuando la vida surja tan sólo en un planeta entre mil millones, eso significa que hay millones y millones de planetas en el cosmos rebosantes de actividad. En mi opinión, ésa es una idea más importante y halagüeña que permanecer en un solitario centro rodeado de lámparas astrales frías y distantes. El destronamiento condujo a una comprensión más rica y profunda, y lo que perdimos en egocentrismo quedó equilibrado por la sorpresa y el asombro.
De manera parecida, comprender la edad de la Tierra abrió panorámicas temporales anteriormente inimaginables, que a su vez abrieron la posibilidad de comprender la selección natural. La selección natural se utiliza diariamente en los laboratorios de todo el mundo a la hora de escoger colonias de bacterias en las investigaciones para combatir las enfermedades. La mecánica cuántica nos ha proporcionado el transistor (la base de la industria electrónica), los rayos láser, la producción de imágenes por resonancia magnética y los lápices de memoria USB, y pronto podría proporcionarnos las revoluciones de la computación cuántica, el efecto túnel y el teletransporte. El comprender el ADN y la base molecular de la herencia nos ha permitido identificar enfermedades de una manera inimaginable hace medio siglo. Gracias a que nos hemos tomado en serio los descubrimientos de la ciencia, hemos erradicado la viruela, viajado a la Luna y emprendido la revolución de la información. Hemos triplicado la duración de la vida y, gracias a la identificación de enfermedades a nivel molecular, pronto la vida media superará los cien años. Los destronamientos a menudo equivalen al progreso.
En el caso del destronamiento de la mente consciente, estamos avanzando a la hora de comprender el comportamiento humano. ¿Por qué algunas cosas nos parecen hermosas? ¿Por qué se nos da mal la lógica? ¿A quién insultamos cuando nos insultamos a nosotros mismos? ¿Por qué la gente sucumbe al hechizo de las hipotecas de interés variable? ¿Cómo podemos conducir también un coche y ser incapaces de describir el proceso?
Estos avances a la hora de comprender el comportamiento humano se pueden traducir directamente en una política social perfeccionada. Como ejemplo, comprender el cerebro tiene importancia a la hora de estructurar los incentivos. Recordemos el hecho que vimos en el capítulo 5, cómo la gente negocia consigo misma, estableciendo una interminable serie de contactos Ulises. Eso conduce a ideas como la dieta propuesta en ese capítulo: la gente que quiere perder peso puede depositar una buena cantidad de dinero en un fideicomiso. Si consiguen su meta de perder peso en una fecha límite determinada, recuperan el dinero; si no es así, lo pierden. Esta estructura permite a la gente, en un momento de sobria reflexión, recabar apoyo contra su toma de decisión a corto plazo; después de todo, saben que su futuro yo sentirá la tentación de comer con impunidad. Comprender este aspecto de la naturaleza humana permite que este tipo de contrato sea útil en diversos escenarios; por ejemplo, a la hora de conseguir que un empleado desvíe una pequeña porción de su paga mensual a una cuenta de jubilación individual. Al tomar esa decisión por adelantado, evita la tentación de gastar posteriormente.
Nuestra comprensión más profunda del cosmos interior también nos ofrece una visión más clara de los conceptos filosóficos. Tomemos la virtud. Durante milenios, los filósofos se han preguntado qué es y qué se puede hacer para fomentarla. El esquema del equipo de rivales nos ofrece nuevas perspectivas. A menudo podemos interpretar los elementos rivales del cerebro como algo análogo a motor y frenos: algunos elementos le impulsan hacia un comportamiento, mientras que otros intentan detenerle. A primera vista, uno podría pensar que la virtud consiste en no querer hacer cosas malas. Pero en un marco de referencia más matizado, una persona virtuosa puede sufrir poderosos impulsos lascivos siempre y cuando conserve suficiente capacidad de frenado para superarlos. (También se da el caso de que un sujeto virtuoso puede sentir tentaciones mínimas, y por tanto no necesitar unos buenos frenos, aunque se podría sugerir que la persona más virtuosa es la que tiene que librar una encarnizada batalla para resistir la tentación, y no el que nunca la siente). Ese tipo de enfoque es posible sólo cuando vemos claramente la rivalidad que ocurre bajo el capó, pero no si creemos que la gente posee una sola mentalidad (como en mens rea, «la mentalidad culpable»). Con las nuevas herramientas, podemos contemplar una batalla más matizada entre las diferentes regiones del cerebro y hacia dónde se inclina la lucha. Y eso abre nuevas oportunidades para la rehabilitación en nuestro sistema legal: cuando comprendemos cómo funciona realmente la batalla y por qué el control de los impulsos falla en una parte de la población, podemos desarrollar nuevas estrategias directas para reforzar la toma de decisiones a largo plazo e inclinar la batalla en su favor.
Además, comprender el cerebro nos permitirá dictar sentencia de una manera más inteligente. Como hemos visto en el capítulo anterior, podemos reemplazar el problemático concepto de la responsabilidad por un sistema correctivo práctico y que mire hacia el futuro (¿Qué hará esta persona a partir de ahora?) en lugar de mirar hacia el pasado (¿Hasta qué punto fue culpa suya?). Puede que algún día el sistema legal sea capaz de abordar problemas nerviosos y conductuales de la misma manera que la medicina estudia los problemas de los pulmones o los huesos. Dicho organismo biológico no pondrá en la calle a los delincuentes, pero introducirá la racionalidad en las condenas y una rehabilitación personalizada al adoptar un enfoque prospectivo en lugar de retrospectivo.
Comprender mejor la neurobiología podría llevar a una política social mejor. ¿Pero qué significa la hora de comprender nuestras propias vidas?