PRIMEROS ATISBOS DE LA VASTEDAD DEL ESPACIO INTERIOR

PRIMEROS ATISBOS DE LA VASTEDAD DEL ESPACIO INTERIOR

A Santo Tomás de Aquino (1225-1274) le gustaba creer que las acciones humanas procedían de la reflexión acerca de lo que es bueno. Pero no podía evitar observar todas las cosas que hacemos y que tienen poca relación con la reflexión razonada: como por ejemplo el hipo, el llevar inconscientemente el ritmo con el pie, la risa repentina ante un chiste, etc. Eso presentaba un escollo a su marco teórico, de manera que relegó todos esos actos a una categoría distinta de las acciones humanas propiamente dichas «puesto que no proceden de la reflexión de la razón».[3] Al definir esta categoría aparte, plantó la primera semilla de la idea del inconsciente.

Nadie regó esta semilla durante cuatrocientos años, hasta que el erudito Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) propuso que la mente era una combinación de partes accesibles e inaccesibles. De joven, Leibniz compuso en una mañana trescientos hexámetros latinos. Posteriormente inventó el cálculo, el sistema numeral binario, varias escuelas nuevas de filosofía, teorías políticas, hipótesis geológicas, la base de la tecnología de la información, una ecuación para la energía cinética, y las primeras semillas de la idea de la separación del software y el hardware.[4] Mientras todas estas ideas brotaban de él, comenzó a sospechar —al igual que Maxwell, Blake y Goethe— que quizá en su interior había cavernas más profundas e inaccesibles.

Leibniz sugirió que existen algunas percepciones de las que no somos conscientes, y las denominó petites perceptions. Los animales poseen percepciones inconscientes, conjeturó, así pues, ¿por qué no las iban a tener los seres humanos? Aunque la lógica era especulativa, sin embargo se olió que pasábamos por alto algo fundamental si no asumíamos la existencia de algo parecido a un inconsciente. «Las percepciones insensibles son tan importantes [para la ciencia de la mente humana] como los corpúsculo insensibles lo son para las ciencias naturales», concluyó.[5] Leibniz sugirió también que hay actividades y tendencias («apetitos») de los que no tenemos conciencia, pero que sin embargo impulsan nuestras acciones. Ésa fue la primera exposición importante de los impulsos inconscientes, y conjeturó que su idea sería clave para explicar por qué los humanos se comportan como lo hacen.

Anotó todo esto con entusiasmo en su libro Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, pero el libro no se publicó hasta 1765, casi medio siglo después de su muerte. Los ensayos chocaron con la idea de la Ilustración de conocerse a uno mismo, de manera que languidecieron sin que nadie les prestara atención hasta casi un siglo después. La semilla volvía a quedar en estado de latencia.

Mientras tanto, otros acontecimientos sentaban las bases para que la psicología llegara a ser una ciencia material y experimental. El anatomista y teólogo escocés Charles Bell (17741842) descubrió que los nervios —las finas radiaciones que surgían de la médula espinal y se propagaban por todo el cuerpo— no eran iguales, sino que podían dividirse en dos clases: motores y sensoriales. Los primeros transmitían la información procedente del centro de mando del cerebro, y los segundos la mandaban a ese centro. Ésa fue la primera pauta importante que se descubrió en la por lo demás misteriosa estructura del cerebro, y en manos de los posteriores pioneros condujo a la idea de que el cerebro era un órgano construido con una organización detallada en lugar de con una uniformidad imprecisa.

Identificar este tipo de lógica en un bloque de tejido de un kilo doscientos gramos por lo demás desconcertante resultó enormemente alentador, y en 1824 un filósofo y psicólogo alemán llamado Johann Friedrich Herbart propuso que las propias ideas podrían comprenderse dentro de un marco matemático estructural: a una idea se le podría oponer su opuesta, debilitando así la idea original y provocando que se hundiera por debajo de un umbral de conciencia.[6] En contraste, las ideas que poseían una similitud podrían apoyarse una a otra a la hora de llegar a la conciencia. Cuando llegaba una idea nueva, arrastraba con ella otras ideas parecidas. Herbart acuñó el término «masa aperceptiva» para indicar que una idea se vuelve consciente no de manera aislada, sino en concordancia con un complejo de ideas que ya están en la conciencia. Así fue como Herbart introdujo un concepto clave: existe una frontera entre los pensamientos conscientes e inconscientes; somos conscientes de algunos pensamientos pero no de otros.

En este telón de fondo, un médico alemán llamado Ernst Heinrich Weber (1795-1878) se interesó en aplicar el rigor de la física al estudio de la mente. Su nuevo campo de la «psicofísica» tenía como meta cuantificar lo que la gente es capaz de detectar, lo rápido que puede reaccionar y qué puede percibir exactamente.[7] Por primera vez las percepciones comenzaron a medirse con rigor científico, y surgieron las primeras sorpresas. Por ejemplo, parecía evidente que los sentidos daban una representación exacta del mundo exterior, pero en 1833 un fisiólogo alemán llamado Johannes Peter Müller (1801-1858) había observado algo desconcertante. Si dirigía una luz al ojo, ejercía presión sobre él, o estimulaba eléctricamente los nervios del ojo, las sensaciones de visión eran parecidas; es decir, se tenía una sensación de luz, y no de presión ni electricidad. Tal cosa le sugirió que no somos directamente conscientes del mundo exterior, sino sólo de las señales del sistema nervioso.[8] En otras palabras, cuando el sistema nervioso nos dice que algo está «ahí fuera» —como por ejemplo una luz—, eso es lo que uno creerá, independientemente de cómo lleguen las señales.

Ya estaba dispuesto el escenario para que la gente considerara que el cerebro físico estaba relacionado con la percepción. En 1886, años después de que tanto Weber como Müller hubieran muerto, un estadounidense llamado James McKeen Cattell publicó un ensayo titulado The Time Taken up by Cerebral Operations (El tiempo que consumen las operaciones cerebrales).[9] La tesis de su ensayo era engañosamente simple: lo rápido que puedes reaccionar a una pregunta depende del tipo de pensamiento que tengas. Si simplemente hay que indicar si se ha visto un destello o una explosión, se puede hacer bastante rápido (190 milisegundos en el caso de los destellos y 160 en el caso de las explosiones). Pero si hay que llevar a cabo una elección («Dígame si ha visto un destello rojo o verde»), se tardará varias decenas de milisegundos más. Y si es preciso especificar lo que se acaba de ver («He visto un destello azul»), todavía se tarda más.

Las sencillas mediciones de Cattell no llamaron la atención de casi nadie en todo el planeta, y sin embargo constituyen el presagio de un cambio de paradigma. Con el surgimiento de la época industrial, los intelectuales comenzaron a pensar en máquinas. Al igual que la gente aplica hoy en día la metáfora del ordenador, la metáfora de la máquina permeó el pensamiento popular de la época. Por entonces, la última parte del siglo XIX, los avances en el campo de la biología habían atribuido cómodamente muchos aspectos del comportamiento a las operaciones automáticas del sistema nervioso. Los biólogos sabían que una señal tarda cierto tiempo en ser procesada por los ojos, que después viaja por los axones que la conectan con el tálamo, luego recorre las autopistas nerviosas hasta el córtex, y finalmente sigue la pauta del procesado cerebral.

Pensar, sin embargo, seguía siendo comúnmente considerado algo distinto. No parecía surgir de procesos materiales, sino que formaba parte de la teoría especial de lo mental (o a menudo, lo espiritual). El enfoque de Cattell afrontaba directamente el problema del pensar. Al dejar los estímulos iguales pero cambiar la tarea (ahora toma una u otra decisión), podía medir cuánto más se tardaba en tomar una decisión. Es decir, podía medir el tiempo del pensamiento, y lo propuso como una manera directa de establecer una correspondencia entre el cerebro y la mente. Escribió que esa clase de experimento sencillo proporciona «la demostración más contundente del completo paralelismo entre los fenómenos físicos y mentales; muy poca duda cabe de que nuestros cálculos miden al mismo tiempo la velocidad de cambio en el cerebro y en la conciencia».[10]

Dentro del espíritu del siglo XIX, el descubrimiento de que el proceso de pensar lleva su tiempo reafirmó los pilares del paradigma de que el pensamiento es inmaterial. Indicó que pensar, al igual que otros aspectos del comportamiento, no era pura magia, sino que más bien tenía una base mecánica.

© Randy Glasbergen, 2001

¿Podía equipararse el pensar con el procesado que llevaba a cabo el sistema nervioso? ¿Podía funcionar la mente como una máquina? Pocas personas le prestaron la debida atención a esa idea incipiente; por el contrario, casi todos siguieron con la intuición de que sus operaciones mentales surgían inmediatamente a su antojo. Pero para una persona, esa sencilla idea lo cambió todo.