¿POR QUÉ TENEMOS CONCIENCIA?

¿POR QUÉ TENEMOS CONCIENCIA?

Casi todos los neurocientíficos estudian modelos de comportamiento animal: cómo se retrae una babosa de mar cuando se intenta tocarla, cómo reacciona un ratón ante las recompensas, cómo localiza un búho el sonido en la oscuridad. A medida que estos circuitos salen a la luz de manera científica, se revela que todos ellos no son más que sistemas zombis: modelos de circuito que responden a entradas concretas con salidas apropiadas. Si nuestro cerebro estuviera compuesto solamente por esas pautas de circuitos, ¿por qué íbamos a sentirlo como algo vivo y consciente? ¿Por qué íbamos a sentirlo, igual que les pasa a los zombis?

Hace una década, los neurocientíficos Francis Crick y Christof Koch preguntaron: «¿Por qué nuestro cerebro no consiste simplemente en una serie de sistemas zombis especializados?».[175] En otras palabras, ¿por qué tenemos conciencia de las cosas? ¿Por qué no somos más que una enorme agrupación de rutinas integradas y automatizadas que resuelven problemas?

La respuesta de Crick y Koch, al igual que la mía en los capítulos anteriores, es que la conciencia existe para controlar los sistemas ajenos automatizados, y para distribuir el control sobre ellos. Un sistema de subrutinas automatizadas que alcanza cierto nivel de complejidad (lo que desde luego se puede aplicar al cerebro humano) exige un mecanismo de alto nivel que permita que las partes se comuniquen, administre los recursos y asigne el control. Como hemos visto antes con el ejemplo del tenista que intenta aprender a servir, la conciencia es el director ejecutivo de la empresa: él establece las directrices de nivel superior y asigna nuevas tareas. En este capítulo hemos aprendido que no tiene por qué comprender el software que cada departamento utiliza en la organización; tampoco tiene por qué ver sus detallados libros de cuentas ni los recibos de ventas. Lo único que tiene que saber es a quién acudir y cuándo.

Siempre y cuando las subrutinas zombis fluyan sin problemas, el director ejecutivo no tiene de qué preocuparse. Sólo cuando algo funciona mal (pongamos que de repente todos los departamentos se dan cuenta de que sus modelos de negocios han fracasado de manera catastrófica) avisan al director ejecutivo. Piense en cuándo su conciencia tomó las riendas: en aquellas situaciones en las que los sucesos del mundo violan las expectativas. Cuando todo funciona según las necesidades y habilidades de sus sistemas zombis, prácticamente no es consciente de lo que ocurre; cuando de pronto ya no pueden con la tarea, usted se da cuenta del problema. El director ejecutivo va frenético de un lado a otro, busca soluciones y llama a todo el mundo para ver quién puede abordar mejor el problema.

El científico Jeff Hawkins ofrece un buen ejemplo de ello: un día, después de entrar en su casa, se dio cuenta de que no había sido consciente del hecho de alargar el brazo hacia el pomo de la puerta, agarrarlo y girar. Era una acción completamente robótica e inconsciente por su parte, y ello ocurría porque todo lo que tenía que ver con esa experiencia (el tacto y la localización del pomo, el tamaño y peso de la puerta, etc.) estaba ya totalmente impreso en el circuito inconsciente de su cerebro. Era algo esperado, por lo que no necesitaba participación consciente. Pero se dio cuenta de que si alguien se hubiera colado en su casa, hubiera sacado algo y lo hubiera vuelto a colocar unos cuantos centímetros a la derecha, se habría dado cuenta de inmediato. Sus sistemas zombis no le habrían permitido entrar directamente en su casa sin alertas ni preocupaciones: habría tenido lugar una violación de expectativas, y la conciencia habría tomado el mando. El director ejecutivo se despertaría, pondría en marcha las alarmas e intentaría averiguar qué podría haber ocurrido y qué había que hacer ahora.

Si cree ser consciente de casi todo lo que le rodea, piénselo de nuevo. La primera vez que va en coche a su nuevo lugar de trabajo, está atento a casi todo lo que ve por el camino. El trayecto en coche parece muy largo. Cuando ya ha ido muchas veces, es capaz de llegar sin una gran deliberación consciente. Es libre para pensar en otras cosas; tiene la impresión de haber salido de casa y haber llegado al trabajo en un pispás. Sus sistemas zombis son expertos a la hora de ocuparse de todo como siempre. Sólo que cuando ve una ardilla en la carretera, o se pasa una señal de STOP, o hay un vehículo volcado en el arcén, de repente cobra conciencia de cuanto le rodea.

Todo esto resulta coherente con un descubrimiento que hemos hecho hace dos capítulos: cuando alguien juega por primera vez a un videojuego, su cerebro rebosa actividad. Está quemando energía como un loco. A medida que tiene más práctica, la actividad cerebral es menor. Ahora tiene más eficiencia energética. Si mide la actividad cerebral de alguien y ve que es escasa durante una tarea, eso no significa necesariamente que no lo esté intentando, sino que en el pasado ya se esforzó por grabar los programas en el circuito. La conciencia intervino durante la primera fase del aprendizaje, y queda excluida del juego después de que éste haya quedado impreso en el circuito. Jugar a un sencillo videojuego se vuelve un proceso tan inconsciente como conducir un coche, hablar o llevar a cabo los complejos movimientos con los dedos necesarios para atarse el zapato. Se convierten en subrutinas ocultas, escritas en un lenguaje de programación no descifrado de proteínas y sustancias neuroquímicas, y por ahí merodean —a veces durante décadas— hasta la próxima vez que se solicita su presencia.

Desde un punto de vista evolutivo, la existencia de la conciencia parece indicarnos lo siguiente: un animal compuesto de una gigantesca cantidad de sistemas zombis sería eficiente energéticamente pero cognitivamente inflexible. Tendría programas económicos para realizar tareas concretas y sencillas, pero carecerían de una manera rápida de pasar de un programa a otro o de imponerse la meta de convertirse en experto en una tarea nueva e inesperada. En el reino animal, casi todos los animales hacen ciertas cosas muy bien (por ejemplo extraer semillas del interior de una piña), mientras que unas pocas especies (como los humanos) poseen la flexibilidad de desarrollar dinámicamente software nuevo.

Aunque la capacidad para ser flexible suena mejor, tiene su precio, y es la carga de un prolongado aprendizaje en la infancia. Ser flexible de adulto exige años de desamparo como crío. Las madres humanas normalmente dan a luz un hijo cada vez y tienen que proporcionarle un largo período de cuidados insólito (e impracticables) en el resto de los animales. En contraste, los animales que llevan a cabo tan sólo unas cuantas subrutinas muy sencillas (como por ejemplo «Cómete sólo lo que parezca comida y aléjate de los objetos muy grandes») adoptan una estrategia de crianza distinta, generalmente algo como: «Pon muchos huevos y ten fe». Sin la capacidad de crear nuevos programas, el único mantra de que disponen es: Si no puedes ser más listo que tu oponente, al menos sé más numeroso.

Así pues, ¿tienen conciencia los otros animales? En la actualidad la ciencia es incapaz de responder a esta pregunta de una manera experimental, pero yo propongo dos intuiciones. Primero, la conciencia probablemente no es una cuestión de todo o nada, sino que aparece gradualmente. Segundo, sugiero que existe una correspondencia entre cierto grado de conciencia animal y su flexibilidad intelectual. Cuantas más subrutinas posee un animal, más necesita un director ejecutivo que lidere la organización. El director ejecutivo mantiene las subrutinas unificadas; es el encargado de los zombis. Para expresarlo de otro modo, una pequeña empresa no necesita un director ejecutivo que gane tres millones de dólares al año, pero una gran corporación sí. La única diferencia es el número de trabajadores que el director ejecutivo tiene que supervisar, asignándoles tareas e imponiéndoles metas.[*]

Si coloca un huevo de color rojo en un nido de gaviotas argénteas, el animal se vuelve loco. El color rojo activa la agresividad del ave, mientras que la forma del huevo activa su instinto de empollar: el resultado es que simultáneamente intenta atacar el huevo e incubarlo.[176] Es como si los programas funcionaran a la vez sin ningún resultado productivo. El huevo rojo activa programas soberanos y en conflicto, impresos en el cerebro de la gaviota como feudos en liza. La rivalidad está ahí, pero el pájaro no tiene capacidad para arbitrar una cooperación fluida. De manera parecida, si un pez picón hembra se adentra en el territorio de un macho, éste muestra un comportamiento agresivo y de cortejo al mismo tiempo, y ésa no es manera de seducir a una dama. El pobre picón macho parece ser simplemente una colección de programas zombis de serie accionados por entradas de funcionamiento básico (¡Intrusión! ¡Hembra!), y las subrutinas no han encontrado ningún método de arbitrar entre ellas, lo que parece sugerir que ni la gaviota argéntea ni el picón son animales especialmente conscientes.

Propongo que un índice útil para medir la conciencia es la capacidad de mediar con éxito entre sistemas zombis en conflicto. Un animal, cuanto más parezca un revoltijo de subrutinas integradas de entrada y salida, menor es la probabilidad de que tenga conciencia; cuanto más pueda coordinar, demorar la gratificación y aprender nuevos programas, más posible es que la posea. Si este enfoque es correcto, en el futuro se podría iniciar una serie de pruebas para medir de manera aproximada el grado de conciencia de una especie. Pensemos de nuevo en la desconcertada rata con la que nos topamos al principio del capítulo, la cual, atrapada entre el impulso de ir a buscar comida y el impulso de retroceder por la descarga eléctrica, se quedaba atascada entre ambos y oscilaba entre uno y otro. Todos sabemos lo que es tener momentos de indecisión, pero nuestro arbitraje humano entre los programas nos permite escapar de esos callejones sin salida y tomar una decisión. Rápidamente encontramos la manera de ir en un sentido o en otro mediante el engatusamiento o la censura. Nuestro director ejecutivo es lo bastante sofisticado para sacarnos de los atolladeros sencillos que inmovilizan a la pobre rata. Quizá sea en esto en lo que nuestra mente consciente —que sólo desempeña un pequeño papel en nuestra función nerviosa total— destaca realmente.