MANTENER LA UNIÓN: LAS GUERRAS CIVILES EN LA DEMOCRACIA DEL CEREBRO
MANTENER LA UNIÓN: LAS GUERRAS CIVILES EN LA DEMOCRACIA DEL CEREBRO
En la exagerada película de culto Terroríficamente muertos (Evil Dead 2), la mano derecha del protagonista adquiere vida propia e intenta matarlo. La escena degenera en una reproducción de lo que podría encontrar en un patio de recreo de sexto curso: el héroe utiliza la mano izquierda para contener la derecha, que intenta atacarle la cara. Al final se corta la mano con una sierra mecánica e inmoviliza la mano que todavía se mueve bajo un cubo de basura boca abajo. Apila libros sobre el cubo para que la mano no pueda salir, y el observador atento puede ver que el libro que hay encima de todo es Adiós a las armas de Hemingway.
Por absurda que pueda parecer esta escena, se trata de hecho de un trastorno llamado síndrome de la mano ajena. Aunque no es tan dramático como la versión de Terroríficamente muertos, la idea es más o menos la misma. En el síndrome de la mano ajena, que puede ser consecuencia de la operación de cerebro dividido que comentamos unas cuantas páginas más atrás, las dos manos expresan deseos en conflicto. Un paciente con una mano «ajena» puede que intente coger una galleta para llevársela a la boca, mientras que la mano que se comporta normalmente agarra la otra por la muñeca para impedírselo. Luchan. O una mano coge el periódico y la otra lo aparta de un manotazo. O una mano sube la cremallera de una chaqueta y la otra la baja. Algunos pacientes con el síndrome de mano ajena han descubierto que chillar «¡Basta!» hace que el otro hemisferio (y la mano ajena) dé marcha atrás. Pero, aparte de ese mínimo control, la mano actúa según sus propios programas inaccesibles, y por eso se la califica de ajena, porque la parte consciente del paciente parece carecer de capacidad predictiva por lo que se refiere a ella; no la siente como si fuera parte de su personalidad. Un paciente que se halla en esta situación a menudo dice: «Juro que no estoy haciendo esto». Lo cual nos devuelve a uno de los puntos principales de este libro: ¿quién es el yo? Lo está haciendo su propio cerebro, no el de otra persona. Lo que ocurre es que no tiene acceso consciente a esos programas.
¿Qué nos dice el síndrome de la mano ajena? Revela el hecho de que en nuestro interior hay subrutinas mecánicas y «ajenas» a las que no tenemos acceso y con las que no estamos familiarizados. Casi todos nuestros actos —desde el habla a coger una taza de café— siguen subrutinas ajenas, también conocidas como sistemas zombis. (Utilizo estos términos de manera intercambiable: zombi resalta la falta de acceso consciente, mientras que ajeno pone énfasis en lo extraños que nos son esos programas).[168] Algunas subrutinas ajenas son instintivas, mientras que otras son aprendidas; todas las que poseen los algoritmos altamente automatizados que vimos en el capítulo 3 (un servicio de tenis, sexar pollos) se convierten en programas zombis e inaccesibles cuando quedan impresos en el circuito. Cuando un jugador de béisbol profesional conecta su bate con un lanzamiento que viaja demasiado rápido para que su mente consciente pueda seguirlo, está aplicando una subrutina ajena bien afinada.
El síndrome de la mano ajena también nos dice que bajo circunstancias normales todos los programas automatizados están estrechamente controlados de tal manera que sólo puede darse un comportamiento a la vez. La mano ajena pone de relieve la manera normalmente eficaz con que el cerebro mantiene ocultos sus conflictos internos. Basta un pequeño daño estructural para destapar lo que está ocurriendo por debajo. En otras palabras, mantener la unión de los subsistemas no es algo que el cerebro haga sin esfuerzo, sino que más bien es un proceso activo. Sólo cuando las facciones comienzan a escindirse de la unión la cualidad ajena de las partes parece evidente.
Una buena ilustración de las rutinas en conflicto se encuentra en el test de Stroop, una tarea que no podría tener instrucciones más simples: diga el color de la tinta en la que una palabra está impresa. Supongamos que le presento la palabra JUSTICIA escrita con letras azules. Usted dice «Azul». A continuación le presento la palabra IMPRESORA escrita en amarillo. «Amarillo». No podría ser más fácil. Pero el truco llega cuando le presento una palabra que es en sí misma el nombre de un color. Le presento la palabra AZUL de color verde. La reacción entonces no es tan fácil. Puede que a usted le salga «¡Azul!», o a lo mejor se reprime y consigue exclamar: «¡Verde!». En cualquier caso, tiene un tiempo de reacción mucho más lento, y eso oculta el conflicto que tiene lugar por debajo. Esta interferencia de Stroop desvela la colisión que hay entre el impulso poderoso, involuntario y automático de leer la palabra y la tarea inusual, deliberada y esforzada que exige expresar el color de las letras.[169]
¿Recuerda la tarea de asociación implícita del capítulo 3, la que pretendía sonsacarle el racismo inconsciente? Gira en torno al tiempo de reacción más lento que el normal cuando le piden que relacione algo que le desagrada con una palabra positiva (como felicidad). Al igual que ocurre con la tarea de Stroop, existe un conflicto subyacente entre sistemas profundamente arraigados.