EL MITO DE LA IGUALDAD HUMANA
EL MITO DE LA IGUALDAD HUMANA
Existen más razones para comprender cómo el cerebro guía el comportamiento. Con cualquier eje que utilicemos para medir a los seres humanos, descubrimos una amplia distribución, ya sea en empatía, inteligencia, habilidad natatoria, agresividad o talento innato para el violonchelo o el ajedrez.[212] Las personas no nacen iguales. Aunque a veces se considera que esta variabilidad es un tema que más vale mantener oculto, de hecho es el motor de la evolución. En cada generación, la naturaleza prueba con todas las variaciones que puede generar, en todas las dimensiones posibles, y los productos que mejor se adaptan al entorno son los que se acaban reproduciendo. Durante los últimos mil millones de años, este enfoque ha sido tremendamente fructífero, y ha producido unos seres humanos que viajan por el espacio partiendo de moléculas que se autorreplicaban en una sopa prebiótica.
Pero esta variación es también fuente de problemas para el sistema legal, que se construye parcialmente sobre la premisa de que los seres humanos son todos iguales ante la ley. Este arraigado mito de la igualdad humana sugiere que todas las personas son igualmente capaces de tomar decisiones, controlar los impulsos y comprender las consecuencias. Aunque la idea es admirable, simplemente no es cierta.
Hay quien argumenta que aunque puede que el mito haga aguas, todavía podría ser útil seguir aferrándose a él. Este argumento sugiere que sea realista o no la igualdad, proporciona «un tipo de orden social especialmente admirable, y aunque quizá los hechos lo desdigan, la justicia y la estabilidad rendirán beneficios».[213] En otras palabras, se puede demostrar que un supuesto es falso y seguir teniendo utilidad.
Yo disiento. Como hemos visto a lo largo del libro, la gente no llega al mundo con las mismas capacidades. La genética y la historia personal moldean el cerebro con resultados muy distintos. De hecho, es algo que la ley reconoce en parte, porque la tensión es demasiado grande como para afirmar que todos los cerebros son iguales. Consideremos el factor de la edad. Los adolescentes cuentan con habilidades distintas en la toma de decisiones y el control de los impulsos que los adultos; el cerebro del niño simplemente no es como el cerebro de un adulto,[214] por lo que en Estados Unidos la ley lo reconoce sin mucha sutileza trazando una línea nítida entre los diecisiete y los dieciocho años. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictaminó en el caso Roper versus Simmons que a los menores de dieciocho años, cuando cometen un crimen, no se les debe condenar a la pena de muerte.[215] La ley también reconoce que el coeficiente de inteligencia es importante. Así, el Tribunal Supremo emitió un dictamen parecido afirmando que los retrasados mentales no pueden ser ejecutados por crímenes capitales.
Así pues, la ley ya reconoce que no todos los cerebros nacen iguales. El problema es que la versión actual de la ley utiliza divisiones toscas: si tienes dieciocho años, podemos matarte; si te falta un día para cumplirlos, estás salvado. Si tu cociente intelectual es de 70, vas a la silla eléctrica; si es de 69, te quedas cómodamente en el colchón de la cárcel. (Como la puntuación del cociente de inteligencia fluctúa en días distintos y según sean las condiciones al hacer la prueba, más nos vale que todo nos sea favorable si estamos en el límite).
No tiene sentido afirmar que todos los ciudadanos mayores de edad y que no son retrasados mentalmente son iguales entre sí, porque no lo son. Con genes y experiencias distintas, la gente puede ser tan distinta por dentro como por fuera. A medida que la neurociencia avance, tendremos más capacidad de comprender a la gente a lo largo del espectro, y no en toscas categorías binarias, lo que nos permitirá adaptar la condena y la rehabilitación a cada individuo en lugar de seguir fingiendo que todos los cerebros responden a los mismos incentivos y merecen los mismos castigos.