LA CUESTIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO, Y POR QUÉ LA RESPUESTA PODRÍA NO IMPORTAR

LA CUESTIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO, Y POR QUÉ LA RESPUESTA PODRÍA NO IMPORTAR

El hombre es una obra maestra de la creación, aunque sólo sea porque ni el mayor determinismo puede impedirle creer que actúa como un ser libre.

GEORG C. LICHTENBERG, Aforismos

El 20 de agosto de 1994, en Honolulu, Hawái, una elefanta de circo llamada Tyke actuaba delante de cientos de espectadores. En algún momento, por razones ocultas en el circuito nervioso de la elefanta, explotó. Embistió a su cuidadora, Dallas Beckwith, y a continuación pisoteó a su entrenador, Allen Beckwith. Delante de la aterrada multitud, Tyke atravesó las barreras de la pista; una vez fuera, atacó a un publicista llamado Steve Hirano. Todos esos sangrientos sucesos fueron grabados por las videocámaras del público. Tyke se fue trotando por las calles del distrito de Kakaako. Durante los treinta minutos siguientes, la policía de Hawái le dio caza, disparándole un total de ochenta y seis balas. Al final, tras todos esos impactos, Tyke se desplomó y murió.

Los ataques de elefantes como éste no son raros, y la parte más extraña de cada historia es el final. En 1903, el elefante Topsy mató a tres de sus cuidadores en Coney Island y, en una exhibición de la nueva tecnología, fue electrocutado por Thomas Alva Edison. En 1916, en Tennessee, la elefanta Mary, que actuaba en los Sparks World Famous Shows, mató a su cuidadora delante del público. Respondiendo a la sed de sangre de la comunidad, el propietario del circo ahorcó a Mary de una inmensa soga que colgaba de una grúa de los ferrocarriles, el único elefante de la historia que se sabe que ha muerto ahorcado.

Ni siquiera nos molestamos en cuestionarnos la culpa cuando se trata de un elefante de circo que de repente pierde la cabeza. No hay abogados especializados en defender elefantes, ni juicios interminables, ni argumentos en favor del atenuante biológico. Simplemente tratamos al elefante de la manera más directa para mantener la seguridad pública. Después de todo, se entiende que Tyke, Topsy y Mary son simplemente animales, nada más que un voluminoso conjunto de sistemas elefantinos zombis.

Por el contrario, cuando se trata de seres humanos, el sistema legal se basa en el supuesto de que todos poseemos libre albedrío, y se los juzga en base a esa libertad percibida. Sin embargo, puesto que nuestro sistema nervioso funciona fundamentalmente según los mismos algoritmos que el de nuestros primos paquidermos, ¿tiene sentido esta distinción entre humanos y animales? Anatómicamente, nuestros cerebros están compuestos de las mismas piezas y partes, con nombres como corteza, hipotálamo, formación reticular, fórnix, núcleo septal, etc. Las diferencias en la estructura corporal y los nichos ecológicos modifican ligeramente las pautas de conectividad, pero por lo demás, encontramos en nuestro cerebro el mismo esquema que en el cerebro de un elefante. Desde un punto de vista evolutivo, los cerebros de los mamíferos se diferencian tan sólo en mínimos detalles. Así pues, ¿en qué parte del circuito de los humanos hemos de suponer que se cuela esta libertad de elección?

Por lo que se refiere al sistema legal, los humanos son razonadores prácticos. Utilizamos la deliberación consciente para decidir cómo actuar. Tomamos nuestras propias decisiones. Así, en el sistema legal, el fiscal no solamente debe demostrar un acto culpable, sino también una mente culpable.[191] Y siempre y cuando no haya nadie que estorbe a la mente a la hora de controlar el cuerpo, se supone que esa persona es completamente responsable de sus actos. La idea del razonador práctico es a la vez intuitiva y —como debería quedar bien claro en este punto del libro— enormemente problemática. En esta intuición existe una tensión entre la biología y el derecho. Después de todo, existen vastas y complejas redes biológicas que nos llevan a ser quienes somos. No llegamos al mundo como una hoja en blanco, libres para asimilar el mundo y tomar decisiones sin ninguna cortapisa. De hecho, no está claro hasta qué punto el yo consciente —en oposición al yo genético y nervioso— consigue decidir nada.

Hemos llegado al quid de la cuestión. ¿Cómo exactamente deberíamos asignar la culpabilidad a la gente por su variado comportamiento cuando resulta difícil defender que realmente puedan elegir libremente?

¿O quizá, a pesar de todo, la gente realmente puede elegir cómo actúa? Incluso teniendo en cuenta la maquinaria que lo constituye, ¿existe alguna voz interior que es independiente de la biología, que dirige las decisiones, que susurra incesantemente lo que está bien y lo que está mal? ¿No es eso lo que denominamos libre albedrío?

La existencia del libre albedrío en el comportamiento humano es el tema de un antiguo y acalorado debate. Aquellos que apoyan el libre albedrío suelen basar su argumento en la experiencia subjetiva directa (considero que he tomado la decisión de levantar el dedo justo ahora), lo cual, como acabamos de ver, puede ser engañoso. Aunque nuestras decisiones podrían parecer fruto de nuestra libre elección, no existe prueba alguna de que lo sean.

Consideremos la decisión de mover una parte del cuerpo. Es como si el libre albedrío le llevara a sacar la lengua, hacer una mueca o pronunciar el nombre de alguien. Pero el libre albedrío no es necesario que desempeñe ningún papel en estos actos. Tomemos el síndrome de Tourette, en el que una persona padece movimientos y vocalizaciones involuntarios. Un típico paciente de ese síndrome saca la lengua, hace una mueca o pronuncia el nombre de alguien, y todo ello ocurre sin que escoja hacerlo. Un síntoma común de este síndrome es la llamada coprolalia, un desdichado comportamiento en el que la persona profiere palabras o frases socialmente inaceptables, como insultos o epítetos raciales. Por desgracia para el paciente de Tourette, las palabras que salen de su boca son lo último que querría decir en esa situación: la coprolalia se activa cuando se ve a alguien o algo que prohíbe dicha exclamación. Por ejemplo, puede que uno de esos pacientes, al ver a una persona obesa, se vea impelido a gritar: «¡Gordo!». El hecho de que sea un pensamiento prohibido provoca la compulsión de gritarlo.

Los tics motores y las exclamaciones inapropiadas del síndrome de Tourette no los genera lo que denominamos libre albedrío, por lo que inmediatamente aprendemos dos cosas de los pacientes de este síndrome. Primero, una acción sofisticada puede ocurrir en ausencia del libre albedrío, lo que significa que ejecutar un acto complicado o presenciarlo en otra persona no debería convencernos de que tras él está el libre albedrío. Segundo, el paciente de Tourette no puede no hacerlo: no puede utilizar el libre albedrío para anular o controlar lo que otras partes del cerebro han decidido hacer. No posee una libre prohibición. Lo que la falta de libre albedrío y la falta de libre prohibición tienen en común es la falta de «libertad». El síndrome de Tourette es un caso en el que los sistemas zombis toman decisiones y todos coincidimos en que la persona no es responsable.

Dicha falta de decisiones libres no se restringe al síndrome de Tourette. También lo vemos en los trastornos llamados psicogénicos, en los que el movimiento de las manos, los brazos, las piernas y la cara son involuntarios, aun cuando desde luego parezcan voluntarios: si le preguntamos a un paciente por qué mueve los dedos arriba y abajo, explicará que no ejerce ningún control sobre su mano. No puede dejar de hacerlo. De manera parecida, tal como hicimos en el capítulo anterior, los pacientes del cerebro dividido a menudo pueden desarrollar un síndrome de mano ajena: mientras una mano se abrocha los botones de la camisa, la otra mano intenta desabrocharlos. Cuando una mano intenta coger un lápiz, la otra lo aparta. Tanto da lo mucho que se esfuerce el paciente, no puede impedir que la mano ajena haga lo que está haciendo. La decisión de poner en marcha el movimiento o pararlo no es «suya».

Los actos inconscientes no se limitan a los gritos involuntarios ni a las manos díscolas. Veamos el ejemplo de Kenneth Parks, un hombre de Toronto de veintitrés años, casado, con una hija de cinco meses y una estrecha relación con su familia política. Padecía dificultades económicas, problemas maritales y adicción al juego, por lo que quedó en verse con sus parientes políticos para exponerles sus problemas. Su suegra, que lo describió como un «afable gigante», estaba impaciente por comentar esas cuestiones con él. Pero el día antes de su encuentro, en la madrugada del 23 de mayo de 1987, Kenneth se levantó de la cama, pero no se despertó. Sonámbulo, se subió al coche y condujo veinte kilómetros hasta la casa de sus parientes políticos. Irrumpió en ella y apuñaló a su suegra hasta matarla. A continuación atacó a su suegro, que sobrevivió. Posteriormente cogió el coche y se dirigió a la comisaría. Una vez allí dijo: «Creo que he matado a algunas personas…, mis manos», dándose cuenta por primera vez de que tenía profundos cortes en las manos. Lo llevaron al hospital y le operaron los tendones de las manos.

A lo largo del año siguiente, el testimonio de Kenneth fue extraordinariamente coherente incluso cuando el fiscal intentó que incurriera en alguna contradicción: no recordaba nada del incidente. Además, mientras que todo el mundo estaba de acuerdo en que Kenneth había cometido el asesinato sin la menor duda, también coincidían en que no tenía ningún móvil. Sus abogados defensores arguyeron que era un caso de asesinato en estado de sonambulismo, conocido como sonambulismo homicida.[192]

En 1988, en la vista del tribunal, el psiquiatra Ronald Billings, como experto, prestó la siguiente declaración:

P: ¿Existe alguna prueba de que una persona pueda trazar un plan mientras está despierta y luego asegurarse de llevarlo a cabo mientras duerme?

R: No, rotundamente no. Probablemente el rasgo más sobresaliente de lo que sabemos que ocurre en la mente durante el sueño es que es muy independiente de sus estados mentales en la vigilia en términos de objetivos y demás. En comparación con cuando estamos despiertos, cuando dormimos existe una falta de control a la hora de dirigir nuestras mentes. En el estado de vigilia, por supuesto, a menudo planeamos cosas de manera voluntaria, lo que denominamos volición —es decir, decidimos hacer esto en oposición a lo otro—, y no hay prueba de que eso ocurra durante el sonambulismo…

P: Y suponiendo que estuviera sonámbulo todo el tiempo, ¿habría tenido la intención de hacerlo?

R: No.

P: ¿Se habría dado cuenta de lo que estaba haciendo?

R: No, no se habría dado cuenta.

P: ¿Habría comprendido las consecuencias de lo que hacía?

R: No, no creo que las comprendiera. Creo que habría sido una actividad inconsciente, incontrolada y no meditada.

El sonambulismo homicida ha resultado ser un reto difícil para los tribunales, pues mientras la reacción de la opinión pública consiste en gritar «¡Farsante!», el cerebro opera de hecho en un estado diferente cuando duerme, y el sonambulismo es un fenómeno verificable. En los trastornos del sueño, conocidos como parasomnias, las enormes redes del cerebro no siempre transitan de manera fluida entre el sueño y la vigilia: pueden quedarse atascadas en medio. Dada la colosal cantidad de coordinación nerviosa que se exige para la transición (incluyendo las cambiantes pautas de los sistemas neurotransmisores, las hormonas y la actividad eléctrica), lo que quizá resulte sorprendente es que las parasomnias no sean más frecuentes.

Mientras el cerebro normalmente emerge del sueño de ondas lentas hacia estados más livianos, y finalmente a la vigilia, el electroencefalograma (EEG) de Kenneth mostraba que su cerebro intentaba salir de la fase de sueño profundo directamente a la vigilia, e intentaba llevar a cabo esa peligrosa transición entre diez y veinte veces por noche. En un cerebro normal, esa transición no se intenta ni siquiera una noche. Como era imposible que Kenneth falsificara los resultados de su EEG, esos descubrimientos fueron el factor decisivo que convenció al jurado de que realmente sufría un problema de sonambulismo, un problema lo bastante grave como para que sus actos fueran involuntarios. El 25 de mayo de 1988 el jurado del caso de Kenneth Parks lo declaró no culpable del asesinato de su suegra, y también, posteriormente, del intento de asesinato de su suegro.[193]

Como ocurre con los pacientes del síndrome de Tourette, los que están sometidos a trastornos psicogénicos, y los pacientes de cerebro dividido, el caso de Kenneth ilustra que ese comportamiento de nivel superior puede ocurrir en ausencia del libre albedrío. Al igual que el latido de su corazón, la respiración, el parpadeo y el tragar, también su maquinaria mental puede ir en piloto automático.

El quid de la cuestión es si todos sus actos ocurren fundamentalmente en piloto automático o si existe alguna pequeña área en la que seamos «libres» de elegir, independientemente de las reglas de la biología. Éste ha sido siempre un problema insoluble tanto para los científicos como para los filósofos. Que nosotros sepamos, toda actividad cerebral viene impulsada por otra actividad cerebral, en una red enormemente compleja e interconectada. Para mejor o para peor, esto no parece dejar mucho sitio a nada aparte de la actividad nerviosa; es decir, no hay sitio para una mente separada del cuerpo. Para considerarlo desde la otra perspectiva, si el libre albedrío ha de tener alguna influencia en los actos del cuerpo, no le queda más remedio que influir en la actividad cerebral en curso. Y para ello necesita estar físicamente conectada con al menos algunas neuronas. Pero no encontramos ningún lugar del cerebro que no sea impulsado por otras partes de la red. Por el contrario, todas las partes del cerebro están densamente interconectadas con otras partes del cerebro, e impulsadas por éstas, lo que sugiere que no existe ninguna parte independiente y por tanto «libre».

Así pues, según nuestros conocimientos científicos actuales, no hay manera de encontrar el espacio físico en el que colocar el libre albedrío —la causa incausada—, porque no parece haber ninguna parte de la maquinaria que no siga una relación causal con las otras partes. Todo lo que hemos afirmado aquí se basa en lo que sabemos en este momento de la historia, que desde luego parecerá bastante tosco dentro de un milenio; sin embargo, en este punto, nadie puede ver una manera clara de sortear el problema de cómo una entidad no física (el libre albedrío) interactúa con una entidad física (el material del cerebro).

Pero pongamos que, a pesar de lo que diga la biología, siente usted la poderosísima intuición de poseer libre albedrío. ¿Hay alguna manera de que la neurociencia pueda poner a prueba directamente su existencia mediante un test?

En la década de 1960, un científico llamado Benjamin Libet colocó unos electrodos en la cabeza de unos sujetos y les pidió que llevaran a cabo una tarea muy sencilla: levantar un dedo en el momento que eligieran. Tenían que observar un reloj de alta resolución y se les pedía que se fijaran en el momento exacto en que «sentían el impulso» de llevar a cabo el movimiento.

Libet descubrió que la gente era consciente del impulso de moverse más o menos un cuarto de segundo antes de llevar a cabo el movimiento. Pero ésa no fue la parte sorprendente. Al examinar los EEG —las ondas cerebrales— descubrió algo más sorprendente: la actividad del cerebro comienza a surgir antes de que sientan el impulso de moverse. Y no sólo por poco. Por más de un segundo. (Véase la figura en la página siguiente). En otras palabras, había partes del cerebro que tomaban decisiones mucho antes de que la persona experimentara conscientemente el impulso.[194] Regresando a la analogía entre la conciencia y el periódico, parece que nuestro cerebro se pone en marcha entre bastidores —desarrollando coaliciones nerviosas, planificando actos, votando planes— antes de que recibamos la noticia de que se nos acaba de ocurrir la gran idea de levantar un dedo.

Los experimentos de Libet causaron gran conmoción.[195] ¿Podía ser cierto que la mente consciente es la última en la cadena de mando que recibe información? ¿Era ese experimento el último clavo en el ataúd del libre albedrío? El propio Libet temía esa posibilidad suscitada por sus experimentos, y finalmente sugirió que es posible que conservemos la libertad en forma de poder de veto. En otras palabras, aunque no podemos controlar el hecho de sentir el impulso de mover el dedo, quizá podemos conservar una diminuta ventanilla de tiempo para impedir ese movimiento. ¿Salva eso el libre albedrío? Es difícil decirlo. A pesar de la impresión de que un veto podría elegirse libremente, no hay ninguna prueba que sugiera que eso no sea también el resultado de una actividad nerviosa surgida entre bastidores, oculta a la conciencia.

«Mueva el dedo cuando sienta el impulso de hacerlo». Se puede medir el aumento de actividad nerviosa mucho antes de llevar a cabo un movimiento voluntario. El «potencial premotor» es más grande cuando los sujetos juzgan el tiempo de su impulso para moverlo (línea gris) en lugar del movimiento mismo (línea negra). De Eagleman, Science, 2004, adaptado de Sirigu et al., Nature Neuroscience, 2004.

La gente ha propuesto varios argumentos alternativos para intentar salvar el concepto de libre albedrío. Por ejemplo, mientras que la física clásica describe un universo que es estrictamente determinista (cada cosa se sigue de la anterior de manera predecible), la física cuántica a escala atómica introduce lo impredecible y la incertidumbre como parte inherente del cosmos. Los padres de la física cuántica se preguntaban si esta nueva ciencia podría salvar el libre albedrío. Por desgracia, no es así. Un sistema probabilístico e impredecible es igual de insatisfactorio que un sistema determinista, porque en ambos casos no hay elección. Se trata o bien de lanzar una moneda o de golpear una bola de billar, pero en ningún caso es identificable con la libertad en el sentido en que desearíamos tenerla.

Otros pensadores que intentan salvar el libre albedrío se han fijado en la teoría del caos, señalando que el cerebro es tan enormemente complejo que en la práctica no hay manera de terminar su siguiente movimiento. Mientras que es algo realmente cierto, no aborda de manera significativa el problema del libre albedrío, porque los sistemas estudiados en la teoría del caos siguen siendo deterministas: cada paso conduce inevitablemente al siguiente. Resulta muy difícil predecir adónde van los sistemas caóticos, pero cada estado del sistema está causalmente relacionado con el anterior. Es importante recalcar la diferencia entre que un sistema sea impredecible y que sea libre. Cuando se hunde una pirámide de pelotas de ping-pong, la complejidad del sistema hace que sea imposible predecir las trayectorias y posiciones finales de las pelotas, pero cada una sigue sin duda la reglas deterministas del movimiento. El hecho de que no podamos decir adónde van todas no significa que el conjunto de pelotas sea «libre».

Así que a pesar de nuestras esperanzas e intuiciones acerca del libre albedrío, en la actualidad no hay ningún argumento que demuestre su existencia de manera convincente.

La cuestión del libre albedrío tiene mucha importancia cuando abordamos el tema de la culpabilidad. Cuando un delincuente se presenta delante del juez tras haber cometido un delito reciente, el sistema legal quiere saber si se le puede echar la culpa. Después de todo, que una persona sea esencialmente responsable de sus actos tiene mucho que ver con la manera en que la castigamos. Usted puede castigar a su hijo si escribe con un lápiz en la pared, pero no lo castigaría si hiciera lo mismo estando sonámbulo. ¿Por qué no? Se trata del mismo niño con el mismo cerebro en ambos casos, ¿o no? La diferencia radica en sus intuiciones acerca del libre albedrío: en un caso su hijo lo tiene, en el otro, no. En un caso decide hacer una travesura, en el otro es un autómata inconsciente. Le asigna culpabilidad en el primer caso, pero no en el segundo.

Los sistemas legales comparten su intuición: la responsabilidad de sus actos tiene que ver con el control volitivo. Si Kenneth Parks estaba despierto cuando mató a su suegra, lo cuelgan. Si estaba dormido, lo absuelven. De manera parecida, si usted le da un puñetazo en la cara a alguien, al abogado le importa saber si lo hizo por agresividad o si padece hemibalismo, un trastorno en el que sus extremidades se agitan violentamente sin previo aviso. Si estrella su furgoneta contra un puesto de fruta de la carretera, la ley quiere saber si conducía como un loco o si fue víctima de un ataque al corazón. Todas estas distinciones giran en torno a la suposición de que poseemos libre albedrío.

¿Pero lo poseemos? ¿No lo poseemos? La ciencia todavía no puede encontrar una manera de decir que sí, pero a nuestra intuición le cuesta mucho decir no. Después de siglos de debate, el libre albedrío sigue siendo un problema abierto, válido y de relevancia científica.

Lo que yo propongo es que la respuesta a la cuestión del libre albedrío no tiene importancia, al menos no para la política social, y he aquí por qué. En el sistema legal, existe una defensa conocida como automatismo. Se alega cuando una persona lleva a cabo un acto automático; por ejemplo, si un ataque epiléptico hace que un conductor estrelle su coche contra una multitud. La alegación de automatismo se utiliza cuando un abogado afirma que un acto fue debido a un proceso biológico sobre el cual el acusado ejerce poco o ningún control. En otras palabras, hubo un acto culpable, pero no obedeció a ninguna elección.

Pero espere un momento. Basándonos en lo que hemos aprendido, ¿esos procesos biológicos no describen casi todo o, diría alguien, todo lo que ocurre en nuestro cerebro? Teniendo en cuenta nuestra genética, nuestras experiencias infantiles, las toxinas medioambientales, las hormonas, los neurotransmisores y el circuito nervioso, son tantas las decisiones que escapan a nuestro control explícito que se podría decir que no somos nosotros los que estamos al mando. En otras palabras, el libre albedrío podría existir, pero si existe, tiene muy poco espacio en el que actuar. Así que voy a proponer lo que denomino el principio de automatismo suficiente. El principio surge de manera natural al comprender que el libre albedrío, si existe, no es más que un pequeño factor montado en lo alto de una enorme maquinaria automatizada. Tan pequeño que podríamos pensar que una decisión es mala del mismo modo que pensamos en cualquier otro proceso físico, como la diabetes o la enfermedad pulmonar.[196] En principio afirma que la respuesta a la cuestión del libre albedrío simplemente no importa. Aun cuando dentro de cien años se demuestre de manera concluyente la existencia del libre albedrío, eso no cambia el hecho de que el comportamiento humano opera en gran medida casi sin atender la mano invisible de la volición.

Para expresarlo de otra manera, Charles Whitman, Alex el repentino pedófilo, los ladrones frontotemporales, los pacientes de Parkinson que se dan al juego y Kenneth Parks comparten todos el haber cometido los actos que no se pueden considerar separadamente de la biología de quien los comete. El libre albedrío no es tan simple como intuimos, y la confusión que nos provoca sugiere que no podemos utilizarlo de manera significativa como base para las decisiones de castigo.

Al considerar este problema, Lord Bingham, presidente del Tribunal Supremo británico, lo expresó hace poco de la siguiente manera:

En el pasado, la ley solía basarse (…) en una serie de supuestos de trabajo bastante toscos: los adultos de capacidad mental competente son libres de escoger el actuar de una manera u otra; se supone que actúan de manera racional y según lo que ellos consideran sus propios intereses; se les concede que pueden prever las consecuencias de sus actos tal como lo haría cualquier persona razonable en su situación; y generalmente se considera que lo que dicen es lo que quieren decir. Sean cuales sean los méritos o deméritos de supuestos de trabajo como éstos en los casos más corrientes, es evidente que no ofrecen una guía uniformemente exacta del comportamiento humano.[197]

Antes de avanzar hacia el meollo del argumento, que nadie piense que las explicaciones biológicas acabarán eximiendo a los delincuentes con la excusa de que nada es culpa suya. ¿Seguiremos castigando a los delincuentes? Sí. Exonerar a todos los delincuentes no es el futuro, ni el objetivo de comprenderlos mejor. Explicación no equivale a exculpación. Las sociedades siempre necesitarán sacar de la calle a los malvados. No abandonaremos el testigo, pero perfeccionaremos el modo en que castigamos. Veamos cómo.