Un llamado en Manila
A Félix Lizárraga
I
Un edificio o una selva de nubes, blancas o prietas, con figuras de ramas, cabezas, continentes, gruesas o finas, opacas o brillantes; el avión se remonta y penetra silenciosamente los jirones de gasa.
Desde la ventanilla, el niño observa las tiras de agua de distintos colores que abajo se entrecruzan formando parches en la piel del océano. Su padre, en el asiento de al lado, parece dormitar. Pero Alex sabe que su padre no duerme; sólo cierra los ojos un rato, y de repente los abre y pregunta:
—¿Tienes miedo?
—Un poco. Cuando sube o baja.
—No hay que tener miedo. ¿No tienes sueño?
—Un poco. ¿Cuánto falta?
—Creo que más de seis horas. Qué sé yo. Manila está muy lejos.
—Ismael debe saber. ¿Puedo ir a preguntarle?
—Deja a Ismael tranquilo. Faltan seis horas. Duérmete. —Duérmete tú también.
Pero ni el niño ni el padre se obedecen. Ambos atraviesan por primera vez el Pacífico.
Alex mira los islotes de nubes, las franjas en el mar, y luego de reojo a este hombre con los ojos cerrados, a este padre de pocas palabras, cuyo perfil se aja como una tela con cada remeneo del aparato. Una voz en un inglés fañoso anuncia turbulencias y conmina a ajustarse el cinturón; esto ha ocurrido ya un montón de veces, casi desde el mismo comienzo del viaje; Alex apenas le presta atención. Presiente que su padre tiene más miedo que él, y esta idea lo divierte y conforta.
No fue así durante el viaje hace más de tres años, cuando Alex acababa de cumplir los nueve, en el que los dos, acompañados por la madre de Alex y ocho personas más, cruzaron en una endeble balsa el mar que separaba a Cuba de Estados Unidos. Tal vez su padre había sido en otra vida un pez, y no un ave; tal vez su fuerza no venía del aire, sino del agua; la abuela de Alex, la madre de su madre, le había enseñado que uno ha vivido siempre, que uno ha sido muchas cosas antes, hombre, mujer, planta, animal; por eso muchos se burlaban de ella, la tildaban de loca, le ponían nombretes, pero no él; Alex creía en su abuela.
—¿Y yo, que fui? ¿Un gato? ¿Un maestro? ¿Una palma?
—Eso nadie lo sabe —contestaba la abuela—. Sólo Dios.
La abuela, a pesar de su fe, se había negado a subirse a la balsa; seguramente, en sus otras vidas, jamás había tenido que vérselas en serio con aquel vasto líquido; Alex se alejó entre las olas y la anciana se perdió de vista en la orilla cada vez más difusa. Navegaron bañados de salitre, por el día quemados por el sol, por la noche tragados por la oscuridad, con hambre, sed, pavor; los tiburones, arteros, los rondaban; la madre lo estrechaba hasta casi asfixiarlo; los viajeros vomitaban, rezaban, pedían misericordia al cielo monumental pero también vacío; sólo su padre permanecía sereno, remando con vigor, dando instrucciones breves con su voz cortante, siempre alerta, sin pegar un ojo; el hijo, lleno de admiración, se le pegaba; por algo su padre había sido una vez un joven militar enérgico, robusto, con su impecable uniforme verde olivo; era el primer recuerdo que el niño tenía de él. Más tarde el uniforme desapareció y su padre se puso flaco, hostil; él, que nunca habló mucho, en esos días ya no hablaba nada; llegaba por la noche de vender plátanos en un carretón, y con el rostro cerrado ni siquiera lo miraba a él, a su único hijo; su padre se había vuelto un viejo cascarrabias; pero ahora, en el medio del mar, recuperaba toda su juventud, le pasaba la mano por la cabeza a Alex, tranquilizaba a la gente asustada, repartía sorbos de agua y ripios de galletas.
Hasta que una avioneta surgió de la nada, hizo piruetas sobre sus cabezas y les lanzó bolsas con comida y refrescos. Un gigantesco barco los recogió cuando amanecía; horas más tarde desembarcaron en Estados Unidos; en total la travesía duró dos días y medio.
En tierra, en Miami, su padre volvió pronto a meterse en sí mismo, a ser el hombre hosco que jamás saludaba, ni sonreía, ni mostraba afecto. De día trabajaba de albañil y de noche limpiaba oficinas; las pocas horas que estaba en la casa, un diminuto apartamento en La Pequeña Habana, sólo dormía o refunfuñaba. Belkis, su esposa, la madre de Alex, le reprochaba:
—Alejandro, mi amor, habla un poco conmigo, danos un poco de calor a mí y a tu hijo. Acuérdate que estamos nosotros solos en un país extraño. El dinero no es todo.
—Pero sin dinero no podemos vivir —contestaba entre dientes. Una mueca le desfiguraba la boca; las cejas se estrechaban.
Alex sufría ante el padre áspero y remoto, que tirado en la cama se hacía el que miraba un insulso programa en español en la televisión. Pero su pesar no duraba mucho: juguetes, minucias deslumbrantes e intrincadas tareas escolares evaporaban cualquier desazón; un universo empapado de inglés lo reclamaba. El niño se saturaba del compacto idioma hasta que con los meses llegó a hacerlo suyo, para asombro de sus padres, que no lograban pronunciar una sola palabra, con la excepción de please, yes, thank you, you’re welcome.
Belkis, arrastrada también por la fuerza centrífuga del sueño americano, comenzó a cuidar día y noche, de lunes a viernes, a una anciana cuyos hijos pagaban con generosidad para no lidiar con las humillaciones de la vejez. Alex llegaba del colegio y se encontraba con la casa sola, se preparaba un sándwich, se acurrucaba frente al televisor y penetraba en un mundo inaudito hasta que la noche se cernía en la sala. Alejandro, cubierto de pies a cabeza de polvo de cemento, entraba como una exhalación, se daba un baño, se cambiaba de ropa y comía de pie. Antes de irse para el empleo nocturno, observaba a su hijo echado entre cojines, absorto en la pantalla engatusadora, y preguntaba:
—¿Cómo te fue en la escuela?
—Bien.
—¿Por qué no estás haciendo las tareas? Anda, ponte a hacer las tareas.
—Ahorita, papá.
—Bueno, me voy. Acuéstate temprano.
Los fines de semana, paralizado ante el espejismo, el niño escuchaba las voces ácidas de Alejandro y Belkis discutir en el cuarto. Sus padres siempre habían peleado desde que él tenía uso de razón, pero este tono chirriante de sus gritos sonaba diferente. Para no oírlo, subía a todo volumen el televisor del que brotaba a chorros el idioma que amaba. Algún domingo los tres daban una vuelta en el carro y al final se internaban en la selva luminosa del mall, del que salían cargados de mercancías, pero también, en el caso de Alex, de euforia por la ropa, las chucherías, los libros infantiles, y en el del matrimonio, de mutuas acusaciones de despilfarro y de tacañería. Alex palpaba la creciente zanja entre las dos personas que le habían dado vida, y a las que veneraba: sobre todo a una de ellas. Pero su devoción no lograba trocar la aspereza del padre, no hacía la menor mella en su mutismo huraño.
Hasta que un día Alejandro volvió a cambiar. En los rictus y gestos de su padre Alex había aprendido a interpretar un rumbo, como en una brújula que no anda bien del todo, pero que termina por señalar algo. Una mañana, mientras desayunaba a toda prisa para agarrar a tiempo el ómnibus escolar, el niño observó una alegre energía en cada movimiento del hombre, pese a que la noche anterior había llegado del trabajo más tarde que nunca; cuando el amanecer blanqueaba las persianas, Alex, entre sueños, lo había sentido abrir sigiloso la puerta y andar de puntillas de un lado para otro; en el baño, mientras orinaba, tarareó una canción. Ahora, calentando el café, silbaba el estribillo. ¿De dónde había salido aquella melodía? Su padre no prestaba atención a la música. El sábado anunció con ambigua sonrisa a su esposa y su hijo:
—Un amigo me va a prestar un carro nuevo. A lo mejor lo compro.
Ese fin de semana fue el más feliz desde que habían llegado de Cuba: un apogeo de risas y de frases amables dentro del automóvil poderoso, que circulaba por las autopistas como un mullido avión. Las ventanillas cerradas, para que no escapara el aire acondicionado polar, protegían a los paseantes de las vicisitudes del verano, de los ruidos, del calor nauseabundo, de la zozobra de toda ciudad. Al final de la noche del domingo, antes de llegar a la casa, Alejandro bajó el cristal en una esquina, le compró una rosa a un vendedor y se la dio a su esposa.
—La primera flor que me regalas —dijo Belkis con voz imperceptible.
—Ya empiezan los reproches.
—No es reproche, es la verdad.
—Si no la quieres bótala.
Porque ni la velocidad, ni el hermetismo de las ventanillas, ni la potencia del motor podían proteger a Belkis y a Alejandro de ellos mismos. Alex, ensimismado en el paisaje urbano, intentaba ignorar el regreso de las frases hirientes, de los silencios bruscos que conocía de sobra. Una semana más tarde murió la anciana que Belkis cuidaba, y el ciclo de las discusiones de marido y mujer se renovó con saña. Cada noche. Cada amanecer. Y sin embargo, Alejandro continuaba su transformación: se hizo un corte de pelo juvenil, se dejó el bigote, usaba camisas de rayas vistosas; a veces no venía a dormir. Eso sí, le daba a Belkis más dinero que nunca, compraba muebles, equipos, tarecos.
—El dinero no es todo. Yo sé que trabajas duro, pero también andas en algo. ¡Tú andas en algo, no me digas que no! Estoy harta.
Hasta que una noche Alejandro recogió su ropa y la metió en dos bolsas con gran aspaviento, para que nadie se atreviera a dudar. Alex apagó el televisor y le pidió:
—No te vayas, papá.
—Tu madre y yo no nos entendemos. No nos vamos a entender más nunca.
—¿Dónde vas a vivir?
—En casa de un amigo. Yo vengo el sábado y te llevo a pasear.
Tiendas, cines, playas y parques: su padre, puntualmente, lo llevaba cada sábado por la mañana a los sitios que a Alex se le antojaban. Ajeno, distraído, con olor a perfume, Alejandro acompañaba al hijo durante todo el día, mientras el niño hablaba sin parar, en una mezcla de inglés y español, tal vez consciente de que no importaba si de vez en cuando decía palabras que el padre no entendía, porque de todas formas le hablaba al vacío. A veces insistía:
—¿Por qué no me llevas donde tú vives? Yo quiero ver dónde tú vives.
—Otro día.
Meses después, cuando Alex menos lo esperaba, el automóvil penetró un mediodía por vericuetos, a través de arboledas, entre viviendas aisladas por jardines, por tupidos follajes, hasta que se detuvo frente a una casa cubierta de hiedra; enredaderas colgaban del techo, devoraban aleros y paredes. Sin dar explicaciones Alejandro le dijo:
—Bájate. Ya llegamos.
Cruzó el césped, abrió con una llave la puerta maciza y entró con firmeza, sin esperar por el hijo que titubeaba afuera, mirando el cielo raso vegetal del portal.
—Vamos, entra.
Alex imaginó que el interior sería húmedo y sombrío, pero se equivocó: la fuerte luz que entraba por los grandes ventanales ponía al descubierto filas de cuadros, muebles atiborrados de revistas, anaqueles con miles de libros. En una esquina de la enorme sala, un hombre que fumaba y sonreía se acercó a Alex con la mano extendida, nervioso, como si el niño se hubiera convertido en un temible adulto con sólo haber cruzado la puerta.
—Alex, me da mucho gusto conocerte. Alejandro me ha hablado tanto de ti. Yo me llamo Ismael —y luego, ante la mirada turbada del niño, repitió las mismas palabras en inglés.
La treta funcionó; en el idioma postizo que lo relacionaba con todo lo nuevo, Alex exclamó:
—¡Qué cantidad de libros y de cuadros! ¡Y qué ventanas tan grandes!
—Me hace falta mucha luz para trabajar. Yo soy pintor.
—¿Esos cuadros los pintaste tú?
—No, no me gusta poner mis cuadros en la sala. Los tengo atrás, en mi taller. Si quieres después te los enseño. Pero me parece que no te van a gustar.
Alejandro mostraba el semblante que su hijo temía: la mueca huraña, las cejas que expresaban cólera o desdén. Apretó el brazo del niño y dijo ásperamente:
—Ven, para que veas mi cuarto.
A diferencia del resto de la casa, la habitación se encontraba en penumbras, resguardada por espesas cortinas. Una lámpara redonda, como una luna llena, la aclaró con un brusco fogonazo. Alex se sentó en la cama mullida y luego se acostó largo a largo.
—Este colchón sí es rico.
Un televisor ocupaba gran parte de una pared. Alejandro lo encendió con el control remoto y con la vista fija en la pantalla comenzó a cambiar canales velozmente, tal vez para demostrarle a su hijo que él podía ofrecerle decenas de opciones. Mientras apretaba una y otra vez el botón, confirmó:
—Se pueden ver más de cincuenta canales. Películas, deportes, muñequitos, noticias, novelas. En inglés y español.
Pero Alex, aunque deslumbrado por el aparato, no quería entrar ahora en esos territorios simulados, sino quedarse aquí, al lado de su padre, y saber más de esta casa, de esta habitación.
—¿Vas a vivir siempre aquí?
—Tengo también un video. Puedes jugar al Nintendo, o ver alguna película. Mira —e indicó en una esquina la imponente colección de casetes.
—¿No puedo vivir aquí contigo?
—¿Y tu mamá, qué va a decir?
—A lo mejor ella puede vivir aquí también. En otro cuarto, para que no se fajen. ¿Qué tú crees?
—¿Quieres jugar al Nintendo, o ver una película? ¿Tienes hambre?
Preguntas sin respuesta, lanzadas como objetos, que por último se desvanecieron durante el almuerzo en la terraza detrás de la casa, bajo un roble, muy cerca de un lago. Pájaros saltarines con plumas relucientes venían a picotear las migajas de pizza que subrepticiamente Alex echaba debajo de la mesa. Hubiera sido un idílico paisaje campestre si mosquitos, jejenes y avispas no se hubieran empeñado en zumbar y picar; pero aquí estaban, haciendo de las suyas en perversas bandadas, importunando cabezas y brazos. Al rato el banquete se volvió intolerable y los tres corrieron a refugiarse en el taller donde Ismael pintaba.
—Wow!— gritó Alex delante de los óleos, un remolino de intensos colores en el que flotaban, a la deriva, figuras semejantes a seres humanos, escondidas detrás de empalizadas, o de setos de un verde escandaloso. Cabezas asomaban por encima de techos bermejos; cuerpos colgaban de tendederas que se afianzaban en las copas de árboles sin raíces, retorcidas por un vendaval.
—¿Te gustan? —preguntó Ismael— Dime la verdad. Tu padre, que es muy franco, dice que son horribles.
—Me gustan los colores —protestó Alejandro—. Si por lo menos pintaras un retrato, o un paisaje bonito.
—A mí me gustan los colores también —dijo Alex, no sólo por imitar a su padre, sino porque los tonos lo habían impresionado.
—Yo nunca podría pintar retratos. Si por ejemplo pintara el retrato de Alex, sería como encerrarlo en el cuadro y eso no sería justo, ¿no, Alex? Yo estaría muy feliz, porque sería mío, pero entonces él no podría moverse, estaría preso, pegado a la tela.
Y estoy seguro que Alex quiere andar por ahí, conocer muchas cosas, viajar. ¿No es verdad, Alex? —y saltando al inglés, encaró al niño— ¿No te gustaría pasear mucho, viajar?
Alex, con timidez, dijo que sí con la cabeza. Eso fue suficiente. Al mes siguiente pasaron un fin de semana en New York. Luego otro en Disney World. En el receso escolar de Navidad fueron a México. Subieron hasta el último escalón de la pirámide más alta de Teotihuacán, pero Ismael sufrió vértigos y tuvo que bajar casi a rastras, escoltado por sus dos acompañantes, que apenas podían disimular la satisfacción de ayudar a aquel generoso anfitrión, que en un par de minutos se había vuelto un inválido. Ahora este mismo hombre, sentado en la última fila del avión, la única en que permitían fumar, sonrió envuelto en su perpetuo humo al ver a Alex que se acercaba por el pasillo, examinando los rostros dormidos, la mayoría de facciones asiáticas.
—¿Falta mucho para llegar a Manila?
—Parece que muy poco. ¿Cómo está tu padre? —y guiñándole un ojo— ¿Ya se le quitó el nerviosismo?
Alex, riéndose, contestó:
—Se le quitó porque está dormido.
El inglés, la ausencia de Alejandro, la facilidad de los dos para bromear, los volvía siempre cómplices. Además, sin que ninguno tuviera que decirlo, a ambos los unía el tercer pasajero que en este instante, con la boca entreabierta, soñaba con tiros y granadas, con vividas escenas de la guerra de Angola en la que había peleado siendo un adolescente. Pero sus dos admiradores, ajenos totalmente a esa violencia, aprovechaban para mencionarlo con un tono burlón que intentaba encubrir el afecto.
—¿Tú crees que a él le guste Filipinas?
—Tú y yo sabemos que a él no le gusta nada. Pero no importa. A nosotros sí nos va a gustar, y él tendrá que resignarse.
Cuando él estaba presente, los separaba con sus silencios, con sus frases cortantes. Pero las pocas veces que no estaba con ellos, como ahora, porque al fin se había dormido en el último tramo de este viaje a Manila, ellos casi siempre sólo hablaban de él. Incluso cuando la conversación tomaba otro giro, como la tarde en que él tuvo que trabajar en su sábado libre y los dejó solos, y los dos hablaron como nunca de cosas distintas, de la vida de Alex en Cuba, de su madre (que jamás se mentaba cuando los tres se encontraban juntos), de cómo ella ahora vivía con otro hombre, al que Alex había primero rechazado y a la larga aceptado, el diálogo al final paraba en él.
—Siempre quise tener un hijo —le dijo Ismael a Alex esa tarde, cuando Alejandro ya estaba a punto de regresar del trabajo—. Pero no un hijo cualquiera, sino un hijo que fuera como tú, y como no lo tengo, me alegra mucho que tú seas el hijo de él.
Ismael ratificó lo que ya Alex sabía: él era sobre todo, o quizás solamente, el hijo de su padre. Nada más. Las teorías de su abuela fallaban con Alex; él no tenía recuerdo ni deseo de otra cosa; en esta vida y en cualquier otra había sido siempre el hijo de Alejandro.
Pero este hombre que ahora sonreía y fumaba junto a la ventanilla del avión, ¿quién era? ¿Qué había sido antes? Alejandro había sido, sin duda, un gran pez, un pirata, un capitán de un submarino o de un buque de guerra. Belkis probablemente había sido un árbol, un algarrobo o una mata de mangos. De haber sido animal, había sido una hormiga, o mejor, una oveja, el animal favorito de Alex, que sólo la había visto en láminas de libros, en películas o en muñequitos. Sin embargo, no podía relacionar a Ismael con nada, con ninguna imagen, ni con la tierra, ni el agua, ni el aire. Era sí, por supuesto, un pintor (su rostro aparecía con frecuencia en periódicos y revistas, a veces con el fondo de sus cuadros; cada dos o tres meses salía incluso por la televisión; Alex siempre miraba estupefacto esos ojos impresos en la página, o parpadeando en la pantalla), un viajero, un fumador, atento, sonriente, pero que se escapaba, se desvanecía, como el humo continuo que velaba su rostro: un fantasma, a lo mejor un fantasma famoso, pero sin asidero, ni pasado ni historia.
En ese instante una azafata se inclinó ante ellos.
—El niño debe volver a su asiento. Hay que ponerse el cinturón y apagar los cigarros. Dentro de unos minutos vamos a aterrizar.
II
Y ahora, en pleno corazón de Manila, Ismael había desaparecido. Sin dar un aviso. Sin dejar un rastro. Alex siempre pensó que esto iba a suceder, que este hombre misterioso se esfumaría algún día, que volvería al enigma del que había surgido, pero no ahora, en esta ciudad amorfa y desquiciada. Nunca ahora, en medio de este mercado brutal, donde los filipinos regateaban y hacían sus cambalaches gritando ese lenguaje que se enroscaba alrededor de todo como una cerca de alambre de púa.
Este idioma metálico, en el que se mezclaban desatinadamente, aquí y allá, esparcidas como piedras en un matorral, palabras en español, fue lo primero que asombró a Alex al llegar a Manila una semana atrás. Con el oído atento, sin dejar de absorber con la vista las calles desbordadas de gentes que rezumaban electricidad, inmersas en el humo intoxicante de los tubos de escape de los carros, zumbando alrededor de puestos de comida, de artesanía y de ropa que se aglutinaban a lo largo de aceras, Alex había escuchado palabras como silla, mesa, cuchara, camisa, pantalón, nadando como a contracorriente en medio de un raudal de jerigonza.
Igualmente, en el segundo día, cuando paseaban en una calesa por el barrio colonial de Intramuros, Alex había visto rincones de La Habana injertados en este laberinto de opulentas iglesias, de mansiones antiguas, que contrastaban con las mugrientas ruinas donde brotaban chozas, gentes con caras de pocos amigos.
Alex se había criado en un solar de La Habana Vieja, entre escombros con las mismas trazas de este desbarajuste que se alzaba bajo el sol filipino. Los tres viajeros, apiñados dentro de la calesa hecha para transportar sólo dos pasajeros, con frecuencia dos enamorados, pasaban ante muros escoriados, ante patios deshechos en los que muchachos jugaban con fervor al baloncesto, saltando sobre piedras negras como el betún.
—Se parece a Cuba —murmuró Alex.
—¿Ves? —dijo Ismael— Esa es una de las razones por las que quería venir. Cuba y Filipinas tienen una historia parecida. Son islas que fueron dominadas por España y que se independizaron el mismo año. Manila es una Habana deformada por Asia. Vine en busca de imágenes, y aquí están.
—¿Imágenes? A ti lo que te gusta es ver miseria —farfulló Alejandro. Era su primer comentario sobre la ciudad.
Ismael, como de costumbre, ignoró la ofensa. Alex había notado que el tono de Alejandro era siempre el mismo en los últimos tiempos al dirigirse al hombre que no era el padre ni el hijo de nadie, que sólo sabía sonreír y pintar, y encender y apagar cigarros. Y pagar.
Como ahora, al anochecer, cuando al llegar al hotel arreglaba cuentas con el conductor de la calesa, que a punto de reverenciarlo se comía con los ojos el fajo de billetes. Ismael despreciaba el dinero (“porque te sobra”, le lanzó en la cara Alejandro una vez en México), pero en esta ocasión tenía razones para ser desprendido: después del paseo por Intramuros, prácticamente obligó al calesero, indicándole con un dedo el mapa de Manila y hablándole enérgicamente en inglés, a ir esquivando con su caballo ajetreado y nervioso el tráfico infernal de las avenidas principales, a cruzar puentes sobre los canales que dividían en islas la ciudad, hasta internarse en la maraña de Chinatown.
—Aquí viven los chinos —anunció Ismael mientras se adentraban en el barrio decrépito.
—¿Pero no son chinos todos? —preguntó Alex.
—Claro que no. Los filipinos son filipinos, y los chinos son chinos. Se parecen, pero no son iguales. El mundo está lleno de personas que se parecen, pero que son distintas.
—Para mí todos son chinos —dijo Alejandro fingiendo un bostezo.
Y esto sí era La Habana. Callejones con nombres como Santa Ana, Remedios, Guadalupe, recovecos infestados de cuerpos que se arrimaban en un tejemaneje, vetustos edificios repletos de balcones a punto de desmoronarse, con rejas que formaban complicados encajes, carcomidos por el moho y el óxido; portones de madera que se abrían a zaguanes sombríos; ventanas de arco en las que se asomaban rostros indescifrables. Pero no, no podía ser La Habana: la semejanza se desvanecía con la espesura de letreros en chino, inglés y tagalo, señalando pensiones, restaurantes, escuelas de kung fu, tiendas de ropa, de hierbas naturales, clínicas de masaje y de acupuntura.
Por la terca insistencia de Ismael, que parecía conocer Manila tan bien como el calesero, al menos en el mapa, terminaron bordeando un fétido canal hasta llegar a un barrio de tugurios entre monumentales tongas de basura, que exhalaban un humo amarillento; más allá, en medio del agua corrupta, otras casuchas de lata y cartón se levantaban sobre una red de palos, unidas entre sí por tablones cimbreantes por los que cruzaban, como equilibristas, hombres, mujeres, niños, doblados por talegos y cestas.
—Tú dijiste que yo quería ver miseria —le dijo Ismael a Alejandro—. Pues bien, aquí la tienes. Quise darte la razón.
—Muy linda cosa para el niño —dijo Alejandro, con el rostro rojo.
—El niño debe verlo todo. Debe aprender que el mundo está lleno de cosas distintas. Debe aprender a comparar, a buscar diferencias y similitudes.
Alejandro se acercó a la orilla del canal, bufando. Pateó una piedra; luego la levantó y la hundió en el agua. Pero agua y piedra no eran suficientes.
—No es tu hijo, es mi hijo. Es mío. Por él me arriesgué y me tiré en una balsa al mar, para sacarlo de la mierda de Cuba. Y yo soy el que decide lo que tiene que ver y cómo se tiene que educar. Para eso es mi hijo. Es mío. Dile a ese hombre que nos lleve al hotel ahora mismo.
Es mío. Alex había escuchado la frase muchas veces en boca de su padre durante las sesiones de gritos e injurias en el cuarto de Alejandro y Belkis, pero ésta era la primera vez que se la oía decir en mucho tiempo. Estas dos palabras, es mío, sonaban fuera de lugar en este malecón de pacotilla que sujetaba el agua densa y oscura como el chapapote, en la que apenas podían sobrevivir los gusarapos. Y más porque habían sido dichas en un grito, a la intemperie, en un diálogo entre dos hombres cuya piel y facciones contrastaban con las de los transeúntes que andaban de un lado para otro en un efervescente movimiento, como si la proximidad de la noche (porque el sol comenzaba a ocultarse detrás de la ciudadela de chozas) los obligara a apretar el paso. Es mío. Era posible que el calesero, con la vista clavada en su caballo y una expresión turbada, entendiera una frase tan simple. ¿Acaso sus antepasados no habían chapurreado el español?
Ismael no refutó una declaración tan contundente. Sin recurrir a su habitual sonrisa se trepó en la calesa y se arrinconó, como si quisiera evitar el contacto del hombre y de su hijo, porque por supuesto era suyo. Los tres lo sabían perfectamente, como también lo había sabido Belkis, a pesar de que ésta podía reclamar al menos una parte de esa vida, ese cuerpo, que dentro de muy poco crecería hasta llegar a ser adolescente. Hasta llegar a tener la estatura, la firmeza, tal vez incluso la audacia de los jovencitos y jovencitas que deambulaban esa misma noche por el vestíbulo del hotel, que recorrían pasillos y entraban y salían de los elevadores, mirando a todas partes con astucia, con gracia artificial.
En el restaurante, mientras se servían en silencio (ni siquiera Alex se atrevía a hablar) de las fuentes repletas de pescados, arroz y vegetales, ninguno de los tres podía ignorar estos rostros asiáticos que a pesar de su extrema juventud mostraban un germen de vejez, patente en sus miradas. Algunos de estos muchachos y muchachas acompañaban a hombres maduros, obviamente europeos o norteamericanos, con quienes dialogaban en voz baja, en un murmullo que de lejos tenía las inflexiones del inglés.
—Es una vergüenza dijo Alejandro al acabar el postre —. ¿Estas también son las imágenes que tú buscabas?
—Es terrible —dijo Ismael, mirando fijamente los ojos del pescado en su plato—. No sabía que este hotel fuera así. Cuando volvamos de Ifugao nos vamos para otro, aunque tenga que pagar el doble.
Alejandro había olvidado en qué lugar debía poner la cuchara, y la agitaba en el aire como un arma.
—¡Y ahorita cuando fui al baño de la cafetería vi en el piso un par de jeringuillas!
—¿Jeringuillas? —preguntó Alex.
La cara de Alejandro se contrajo al oír a su hijo, pero sin hacerle caso siguió increpando a Ismael:
—¡Debías haber averiguado antes de alquilar aquí! ¡Tú que todo lo sabes de Manila, hasta donde está la mierda, debías haber sabido que este puñetero hotel era pura cochambre!
—¿Jeringuillas? —insistió Alex.
—¡Coño, no sigas con esa pejiguera! —gritó Alejandro, soltando de una vez la irritante cuchara y dando un manotazo en el mantel.
Ismael, que apenas había probado la comida, apartó el plato totalmente cubierto por el pescado de apariencia feroz, con la cola y la cabeza intactas.
—De todas formas, mañana nos vamos a Ifugao. Una noche se pasa como quiera.
En el caso de Alex esto no era verdad. Estas noches en cuartos extraños se le volvían grima y desasosiego. La rutina no cambiaba jamás: él y Alejandro se hospedaban en una habitación de dos camas, mientras que Ismael lo hacía en otra contigua, o al menos cercana. Pero desde la primera noche de viaje, en un hotel de Nueva York, hacía más de dos años, el niño se había dado cuenta de que su padre salía del cuarto al poco rato de haberse acostado, creyendo que su hijo se encontraba dormido, y no regresaba hasta el amanecer.
Alex no se atrevía a confesar que le daba miedo quedarse solo en un lugar desconocido. (“No hay que tenerle miedo a nada”, le repetía Alejandro desde hacía muchos años, tanto en Cuba como en Miami. “Tú eres un hombre, y los hombres no le tienen miedo a nada, ni lloran por nada”.) Envuelto en la sábana como en una mortaja, penetrando en el sueño a repelones, esperaba impaciente la llegada furtiva de su padre cuando la claridad empezaba a insinuarse por la ventana que daba a los rascacielos de Manhattan, o a un lago cerca de Disney World, o a una avenida en el centro de la ciudad de México, o a estos brillantes edificios aquí en Manila, modernos y suntuosos, que no dejaban adivinar que un poco más allá se amontonaban barrios que recordaban a partes de La Habana, vecindarios escuálidos en los que gente peligrosa se entregaba a trasiegos de miseria, a ritos de crueldad.
Y sin embargo, esta noche Alex esperó, inmóvil en la oscuridad, la habitual salida de su padre, pero Alejandro no dejó su cama.
Por la mañana partieron en un jeepney repleto de una punta a la otra de pasajeros, canastas y sacos. Manila quedó atrás y aparecieron valles, cañaverales y árboles cuyas copas se perdían en la altura sin que Alex alcanzara a divisarlas. Pararon a almorzar en un pueblo al pie de las montañas, en una fonda cerca de una iglesia de piedras ruinosas. En la cocina, una barraca sin paredes junto al comedor, seis hombres asaban tres cerdos en púa.
—Así los asaban en la finca de mi tío en Cuba. Es como si viajara a mi pasado —dijo Ismael—. Pero un pasado que ya no es el mío, que cambió para siempre, como todo pasado.
Las reflexiones no podían competir con los platos de carne. Los tres comían los trozos de puerco (los filipinos lo llamaban lechón, igual que los cubanos) cuando una caravana de búfalos de agua cruzó la plaza tirando de carretas que chirriaban bajo lomas de piñas.
—Esos son los bueyes de este país —comentó Ismael en voz baja. Y de repente interrumpió su almuerzo, sacó de una carpeta cartulina y lápices, se fue a otra mesa y empezó a dibujar, mientras el padre y el hijo devoraban las grasientas masas y trituraban el crujiente pellejo.
Al poco rato Alex se levantó y miró por encima del hombro de Ismael para ver los trazos, y exclamó sorprendido:
—¡Pero esos somos papá y yo! ¡Qué feos estamos!
Alejandro se dignó a ponerse de pie y echó también un vistazo al boceto, en el que aparecían, en un pedregal, dos figuras frente a un muro de cuerdas.
—Pensé que ibas a pintar los búfalos, o algo de Filipinas. Para pintarnos a nosotros no había que venir tan lejos ni pasar tanto trabajo.
—A veces hay que ir lejos para pintar lo que uno tiene cerca —dijo Ismael, sin dejar de trazar con rapidez las líneas, y Alex percibió en la voz del hombre la misma aspereza que en la de Alejandro, como si las palabras dichas con dureza fueran una enfermedad contagiosa a la que Ismael había al fin sucumbido.
Estas montañas, este camino casi vertical que ahora el jeepney se empeñaba en subir entre los estertores del motor, esta remota provincia de Ifugao, ¿podían acaso mitigar el encono de los dos adultos entre los que se sentaba, apretujado, Alex, empinándose para ver por encima del cuerpo de su padre las hondonadas y los despeñaderos? Pasaron ríos, barrancos, campos de orquídeas que cubrían de un carnoso tapiz las laderas; pasaron cuevas, maizales ondulantes, aldeas donde se alzaban, como altares, chozas cargadas de cruces, de huesos de animales, de ornamentos. Ancianas con los brazos tatuados vendían frituras junto a la carretera. El jeepney se detuvo a la entrada de un pueblo para ceder el paso a una procesión de muñecos gigantes. Luego siguió, jadeante, mientras caía la tarde, bordeando farallones. En la distancia ya se dibujaban las terrazas de arroz. Todo vestigio de Cuba se extinguía.
Llegaron de noche a Banaue, en medio de un intenso frío. En el hotel, un caserón en el filo de un risco, a Alex se le ocurrió que ellos eran los únicos huéspedes, a no ser que los otros se escondieran, como hizo Ismael durante los tres días que pasaron en el mismo centro de aquel paisaje sobrecogedor.
Rendido por el madrugón, arropado por una gruesa frazada, Alex se durmió de inmediato esa primera noche, con el fondo de la lluvia que golpeaba las tejas del hotel, y no pudo esperar, como era su costumbre, a ver si el padre salía o no del cuarto; en un momento de la madrugada le pareció sentir murmullos y gemidos en la habitación de Ismael, que estaba al lado; a diferencia de todos los lugares en los que se habían hospedado antes, la pared de madera permitía que los sonidos la atravesaran como osados fantasmas; pero un denso sueño maniataba al niño, lo embotaba, lo inmovilizaba; abrió los ojos cuando el sol le daba en pleno rostro. Su padre, con expresión sombría, se peinaba cuidadosamente en el espejo; las ojeras acentuaban sus pómulos.
También la cara de Ismael, mientras desayunaban en el comedor, parecía descosida; las patas de gallo se habían profundizado; mordisqueó una tostada, bebió un sorbo de té y dijo:
—Vayan ustedes a ver las terrazas de arroz. Yo no me siento con ánimo de salir. Voy a quedarme pintando en el cuarto. Después me cuentan.
A la salida del hotel, Alejandro y Alex se enfrentaron a la vista inaudita del vasto territorio fragmentado que los filipinos llamaban la escalera al cielo: la tierra descendía en enormes peldaños, como islas de formas caprichosas, anchas y estrechas, romas y puntiagudas, de colores diversos, verde, gris y amarillo, hasta empequeñecer en lo más hondo de los precipicios para volver a ascender en la distancia, multiplicándose hasta rozar las nubes. Figuras diminutas se inclinaban en medio de las islas, sembrando o recogiendo arroz. La luz del sol, que se desparramaba sobre este archipiélago construido con paciencia a lo largo de siglos, desleía la frialdad.
Sin embargo, tanta magnificencia terminaba por agotar, después de haber provocado asombro. Alejandro, poco habituado a las exclamaciones, a los rituales de la admiración, que exigían un reposo que no estaba a su alcance, tomó instintivamente la mano del hijo para llevarlo a un sitio más modesto, que conservara alguna escala humana, que propiciara la acción, el movimiento. Se quitaron los jackets, bajaron escalones casi tragados por la tenaz maleza, atravesaron espesos pinares, se aventuraron por tortuosos atajos entre oleadas de vegetación cuyo profundo olor emborrachaba. En un claro del monte una cascada se derramaba sobre una poceta.
Padre e hijo nunca habían estado solos en el medio de la naturaleza. Ahora ni Belkis ni Ismael se interponían entre ellos dos y este espléndido sitio, lejos de las ciudades, el tráfico, la gente. Alejandro le mostró la mejor forma de bajar la pendiente accidentada, deslizándose de costado, con pisadas firmes. Al llegar junto al agua dijo en voz baja:
—En Africa yo me bañaba en una poceta igual.
Lugares de otros tiempos parecían secuestrar a las personas. Ismael salía y entraba de una Cuba que ya no existía, y ahora Alejandro evocaba una región de la que Alex no tenía la más remota idea.
—¿Te gustó Africa?
—Sí y no. ¿Quieres que nos bañemos?
—Podemos pedirle a Ismael que nos lleve a Africa.
—Ismael es muy pendejo para ir a Africa. ¿No te vas a bañar?
—Hace un poco de frío, pero si quieres nos bañamos. ¿Y con qué nos secamos?
—Con los abrigos.
Entrar al agua helada, en calzoncillos, no significaba sacrificio alguno comparado al placer de chapotear a solas con su padre en este escondrijo, de hacer piruetas, de desmadejarse bajo los chorros duros como granizo de la catarata. Regresaron al hotel de tarde, eufóricos, hambrientos; Ismael no quiso bajar al comedor; encerrado en el cuarto, pintaba sin cesar dos personajes con diferentes fondos, en distintas posturas; Alex apenas pudo mirar tres o cuatro del montón de dibujos regados en la cama cuando después de la cena él y Alejandro fueron a visitarlo.
—No quiero que los veas —dijo Ismael, metiendo las cartulinas debajo de las sábanas, como si fueran cuerpos—. No están terminados. Son ideas, bosquejos. Cuando llegue a Miami trabajaré en ellos, los convertiré en cuadros.
—¿No vas a ver mañana las terrazas de arroz?
—Ya las vi. Se ven desde el balcón. Voy a aprovechar estos días aquí para dibujar, en Manila no puedo. Diviértanse ustedes, veo que están muy felices.
A pesar de que Ismael sólo habló en español, una prueba de que se dirigía a ambos, Alejandro se mantuvo callado. Sin embargo, esa noche Alex se despertó y oyó su voz, amortiguada por la pared de madera, repitiendo, casi en un chillido:
—¡No te entiendo! ¡Nunca te he entendido!
La respuesta de Ismael se alzó clara:
—Ni yo tampoco a ti.
Después las palabras se volvieron un eco, un amasijo de sonidos confusos. Alex, con miedo, se tapó la cabeza con la almohada y al fin volvió a dormirse.
Al otro día él y su padre regresaron por el mismo camino a la poceta, esta vez con trusas y toallas. Pero Alejandro, aunque nadó con su habitual destreza, como el pez que probablemente fue en alguna otra vida, y se lanzó varias veces al agua desde una enorme piedra, no era el mismo de ayer: distraído, replegado en sí mismo, no prestaba atención al hijo que repitiendo frases anodinas esperaba risas, o advertencias, o instrucciones, o incluso regaños, cualquier cosa que le confirmara que estaban ellos dos, sin trabas de por medio, viviendo esta aventura de hallarse solos en un paraje tal, que no era ni Africa, ni Cuba, ni Miami, en el que ambos podían demostrarse que eran uno del otro, que también Alex podía decir de su padre: Es mío. Pero el rostro cerrado de Alejandro a lo largo del día desafió los reclamos, las pruebas de pertenencia y amor que le exigía su hijo.
Horas después, al filo de la medianoche, Alex se despertó sobresaltado y vio una silueta monstruosa posada en la ventana de su cuarto. La cama de al lado se encontraba vacía; en el cuarto de Ismael oyó gritos, insultos, ruidos de objetos chocando contra el piso. Descalzo, salió corriendo de la habitación y tocó en la otra puerta. Se hizo un silencio; Alex volvió a tocar. La voz casi irreconocible de Ismael preguntó en inglés:
—¿Quién es?
—Soy yo. Hay algo extraño en mi ventana, como un pájaro grande. ¿Papá está ahí?
La puerta, que al parecer nadie iba a abrir, se levantaba como una muralla.
—¡Ve para el cuarto y espérame allá! —gritó Alejandro. Yo voy ahora.
Alex regresó tiritando a su cama; en la ventana se esparcía la niebla. A los pocos minutos Alejandro entró dando un portazo.
—A ver, ¿dónde está eso que viste?
—Ya se fue.
—¿Pero qué era?
—No sé, como un pájaro. Grandísimo.
—¿Te dio miedo?
—Sí.
—¿Cuántas veces te he dicho que no hay que tenerle miedo a nada?
Alex miró la neblina compacta que se tragaba por completo el paisaje: el pueblo de Banaue, las montañas, las terrazas de arroz. Si este padre pudiera disolverse en la bruma. Volverse humo. Derramarse en el piso como agua. Pero aquí estaba, sólido y odioso.
—¿Cuántas veces te lo he dicho? Contesta.
—Muchas veces.
—Pues que no se te olvide. Ahora vamos a dormir. Mañana regresamos a Manila.
Al poco rato Alex se levantó a orinar. Su padre se había tapado de pies a cabeza. No tiene frío, se dijo Alex, lo que tiene es rabia. Y no quiere que yo me dé cuenta. Pero veo la rabia debajo de esos trapos. El cuerpo se esforzaba por quedarse tranquilo, pero la fuerte respiración agitaba la tela. ¿Y esos ruidos quedos, no eran sollozos que el falso durmiente trataba de ahogar?
Y al pasar sigiloso frente a la cama aliado de la suya, el odio que Alex había sentido hacía un instante se transformó de pronto en algo parecido a la lástima.
III
Y ahora, en este mercado gigantesco, en medio del escándalo de la gente que compraba y vendía, entre peces vivos remeneándose sobre lajas de hielo, sangrientas hileras de reses desolladas, palomas que llenaban las jaulas de un aluvión de plumas, vegetales de un color obsceno, zanjas inmundas que zigzagueaban entre timbiriches, fondas de olores acres, Ismael había desaparecido.
Esa misma mañana Alejandro había manifestado, por primera vez desde la llegada a Filipinas, un deseo concreto:
—He visto anuncios de peleas de gallos. Dicen que las peleas de gallos de aquí son las mejores. Quisiera verlas.
Desayunaban en el lujoso hotel al que se habían mudado al llegar de Ifugao. En las mesas, adornadas con flores, brillaban petulantes los cubiertos de plata. Un camarero trajeado se inclinaba ante ellos, al parecer dispuesto a caer de rodillas, mientras limpiaba los estragos que una yema de huevo había dejado en el mantel. Ninguno de los tres se sentía parte de la escenografía, y comían con torpeza. Ismael, después de una pausa, murmuró:
—Voy a averiguar. Podríamos ir ahora, si hay peleas de día. A mí no me gustan, pero si tú quieres...
—Tú puedes ir a un museo —dijo con sequedad Alejandro—. Tú siempre vas a museos adonde quiera que vamos, y aquí no has ido a ninguno.
—No vine a ver museos —respondió bruscamente Ismael—. Vine a ver vida.
—Allí vas a ver vida, pero también muerte. Es mejor que veas vida en otra parte.
Ismael se volvió a Alex:
—¿Dónde tú quieres ir?
Esto ocurría a menudo. Cuando los dos hombres no se ponían de acuerdo, apelaban al niño.
—Yo voy adonde quiera ir papá.
Nadie había puesto en duda la respuesta: era un simple recurso de Ismael para ceder al menos con cierta dignidad. Ismael quería ver vida, pero desde hacía ya tiempo la vida se filtraba a través de Alejandro. Así lo intuía Alex, sin poder entenderlo ni mucho menos poder expresarlo. Pero sí, lo sabía, sabía que Ismael y él tenían en común esa cortina, o más precisamente esa pared que ambos debían cruzar para entrar en el mundo.
Y sin embargo, Alex también sentía que Ismael empezaba a rebelarse contra esta sujeción. Uno esperaba que de un momento a otro tirara la colilla, la aplastara iracundo contra el piso y armara de una vez la pelotera. Pero después del desayuno aquí estaban los tres, en un taxi contratado por el propio hotel, con un chofer que hablaba inglés, tagalo y español, como si en él se resumiera toda la historia del lenguaje en Manila. Había vivido en Madrid cuando joven y se había casado con una asturiana. Tenía tres hijos, uno de la edad de Alex. Era un católico devoto: lo atestiguaban estampas de santos, rosarios, crucifijos y estatuillas de la Virgen que convertían el pequeño automóvil en un altar rodante.
—¡Ah, una gallera!
Así llamaban también los filipinos, en genuino español, lo que en Cuba se conocía como valla de gallos. Sólo que allá, en esa isla que desde aquí, en el turbio remolino de Asia, pasaba a ser un insignificante pedazo de tierra donde el diablo dio una vez las tres voces, como hubiera dicho la abuela de Alex, los juegos y las apuestas habían sido prohibidos incluso antes de que Alejandro naciera. Pero el gusto por los gallos obligaba a transgredir cualquier ley, y Alex recordaba que siendo muy pequeño su padre lo llevaba a una quinta de un tío, en las afueras de La Habana (vestido de civil, como hacía cuando salía a pasear con su mujer y su hijo, y más en esas ocasiones, teñidas de ilegalidad) y allí, en un patio cercado por una alta tapia de madera, para burlar la impertinencia de cualquier chivato, los gallos se fajaban desde el mediodía hasta el anochecer, ante hombres gritones que los azuzaban, que perdían y ganaban montones de pesos entre los brincos de las aves furiosas.
—Ah, quieren ir a una gallera.
Virgilio, el chofer filipino, se mostraba orgulloso y entusiasta. Un país pobre, plagado de indolencia, de confusión, de caos político, de inundaciones, de lava de volcanes, tenía al menos sus célebres gallos. El automóvil apenas se movía, atrapado en el río estancado del tránsito, lento como la sangre en las venas de un cuerpo monumental: Manila. Una ciudad atolondrada, sin ton ni son, de energía tremebunda, donde uno se sentía como metido en un atolladero, pero a pesar de todo, o por eso mismo, cautivadora, sí, despampanante.
Al fin, a la vuelta de una plaza, en una callejuela de adoquines, el chofer indicó:
—Miren esa bandera. Esa bandera roja, colgada del bambú. Eso quiere decir que en esta gallera hay pelea ahora.
No hacía falta ninguna señal; el trapo colorado sobraba; el rugido que salía a borbotones del edificio enclenque bastaba para anunciar que adentro ocurría algo descomunal.
Ismael pagó por los mejores asientos. Se abrieron paso entre filas de bancos atestados de hombres sudorosos, con la camisa abierta y el pelo chorreante, inmersos en un tufo de licor y cigarros, hasta sentarse junto al redondel en el que un hombre con los brazos en cruz hacía rápidos signos con las manos, mientras en la multitud se escuchaban los gritos de treinta, ochenta, cien.
—Ese es el cristo, que coge las apuestas. Se las aprende de memoria.
Virgilio les explicó el complicado sistema, pero sólo Alejandro parecía interesado; aún más, enfebrecido. Registró su cartera, sacó varios billetes y se los dio al chofer. Ismael, con un gesto de desdén, hizo patente que estaba allí contra su voluntad y no iba a involucrarse.
—¿Y a cuál le va a apostar? —le preguntó Virgilio a Alejandro, mientras contaba el dinero— ¿Al llamado o al dejado? El llamado es el gallo favorito; el dejado es el menos popular. Pero si el dejado gana, el que le apostó gana más, precisamente porque se arriesgó más. Es la justicia de aquí de la gallera.
Los dos gallos, que ahora llegaban en brazos de sus dueños, se enardecieron con sólo mirarse; para atizarlos, los hombres los acercaron hasta que casi rozaron sus picos; las plumas de los cuellos se levantaron como un abanico. El cristo gesticulaba con frenesí con los brazos abiertos.
—El llamado es el rojo —dijo Virgilio—. El otro, el azuloso, es el dejado.
—Yo le apuesto al llamado —dijo Alejandro—. Es mejor apostarle al que está acostumbrado a ganar.
Los galleros, cada uno por su lado, se retiraron a esquinas opuestas y empezaron a trajinar con las patas de los animales.
—¿Qué les están haciendo? —preguntó Alex.
—Poniéndoles navajas en las espuelas —contestó Virgilio—. Con eso la pelea dura menos. En unos minutos uno mata al otro.
—Eso es salvaje —dijo Ismael.
—Así tiene que ser —dijo Alejandro—. Uno se muere y el otro queda vivo. Así no hay duda de cuál es el que gana.
Los galleros los colocaron con extremo cuidado en la arena, como vasijas frágiles, y con gran aspaviento los soltaron. Los animales corrieron como bólidos y encrespados se unieron en el aire; vertiginosamente, con golpes explosivos, procuraban cortarse con sus falsas espuelas contagiadas de muerte. Un bramido cundió por los bancos, un estruendo que ensordeció a Alex, que boquiabierto miraba la riña pero también a su padre, que de pie gritaba y maldecía a la par de los espectadores. Virgilio, a su lado, no se quedaba atrás. De reojo observó un momento a Ismael, que se había encogido en el asiento, como si la madera lo hubiera chupado, con los ojos fijos en el torbellino del que se desprendían plumas ensangrentadas. Patas, alas y picos se arremetían hasta dañarse, hasta desgajarse; las navajas, al igual que las plumas, se llenaban de manchas coloradas. Alejandro le gritaba al rojo:
—¡No te rajes!
De pronto el gallo azul oscuro, el dejado, le hizo honor a su apodo y se dejó caer, desmadejado, tieso, con la cola chorreada y las alas despedazadas, manando sangre por los ojos; su pico se enterró en la arena. El estrépito en la gallera se volvió un clamor; Alejandro, jubiloso, saltó con ímpetu y abrazó al chofer. Alex jamás lo había visto abrazar a un amigo; su padre al saludar siempre tendía la mano.
Más tarde todos rodearon al cristo, que recibía y entregaba dinero con la misma inexpresividad con que había hecho las murumacas con los brazos abiertos antes de la pelea.
Alejandro regresó con sonrisa altanera; pero no era a su hijo al que miraba, sino a Ismael, que agarrando la mano de Alex dijo colérico:
—Quédate tú si quieres. Yo me voy a dar una vuelta con el niño. Te molesta que vea la pobreza, y no te importa que vea esta violencia, esta degradación, que es mil veces peor que las casuchas de los muertos de hambre.
—Vete tú si quieres, yo te lo advertí. Pero el niño no se va a ninguna parte. Ver estas cosas lo enseña a ser hombre.
—¿Hombre, como su padre?
El puñetazo en el centro del pecho lo sentó en el banco. Pero Ismael se incorporó al momento, frunció la nariz, se pasó la mano por el rostro, como si quisiera cambiar sus facciones, o más bien borrarlas, y dijo lentamente:
—Los espero afuera.
Nadie de aquel tumulto, ni siquiera Virgilio, había visto la escena, sólo Alex, que desconcertado no le quitaba la vista a su padre. Tampoco hubiera sorprendido a los apostadores, habituados a broncas semejantes, por gallos, por dinero, por vanidad herida. Pero Alex no era un apostador, sino el hijo del hombre que había dado el golpe. Solamente una vez había visto a Alejandro pegarle a alguien (a él nunca le había levantado la mano; amenazaba con hacerlo cuando lo regañaba, pero todo se quedaba en palabras) y había sido a la madre de Alex, una tarde, poco antes de que salieran huyendo de Cuba. Alejandro primero la había abofeteado; luego la arrinconó en la cocina y la golpeó en los senos y los hombros; Alex, gritando, se interpuso entre ellos; Belkis lloró hasta que poco a poco fue cayendo la noche. Al final Alejandro se arrodilló ante ella, llorando también.
Pero ahora, a la salida de la gallera, se encontraron a un Ismael impávido, con los ojos secos, recostado al taxi, fumando el crepitante cigarrillo; Alex no pudo ver en su expresión ni una señal de angustia ni de tirria; su mirada no dejaba entrever el vituperio; ni sumiso ni fanfarrón, el hombre era la estampa de la abulia. Alejandro, sin levantar ni una vez la cabeza, contaba el dinero que le debía a su gallo, sobaba los billetes con fruición. Virgilio pareció olfatear un rastro de peligro y explicó sonriente:
—Por aquí cerca está una de las iglesias más grandes de Manila —y bajando la voz, preguntó respetuoso—. ¿Ustedes creen en Dios?
Alejandro, sin dar un pestañazo, cruzando del más craso terreno material a la esfera impalpable del espíritu, guardó los billetes y afirmó:
—Sí, claro.
Alex repitió, como un eco:
—Sí, claro.
Ismael miró sorprendido al chofer, como si éste le hubiera pedido una acción temeraria, como desnudarse aquí mismo en la calle, o darse un chapuzón en el canal que corría por detrás de la gallera.
—Vamos a la iglesia —se limitó a decir, dejando en el aire cualquier interrogante—. Allí por lo menos no habrá sangre ni piñazos. Por lo menos habrá tranquilidad.
Esto fue dicho en un tono distante, totalmente ajeno, sin mirarle los ojos a nadie. A Alejandro se le crispó la boca.
Sin embargo, Ismael se equivocó al imaginar un espacio de calma. Al parecer no existía tal lugar en Manila. En la iglesia, repleta de devotos, la jerigonza de las oraciones se alzaba en una barahúnda hacia el cielo, o más bien hacia el techo pintarrajeado de ángeles filipinos, casi tan estridente como los gritos de los jugadores dentro de la gallera. Una caterva de fieles (tal vez entre los hombres, tan numerosos como las mujeres, se encontraban algunos de los que antes rodeaban al cristo de las apuestas, como el propio Virgilio, que corrió a zambullirse en la turba) se arremolinaba alrededor de la estatua de un santo, con la evidente intención de tocarla, es más, de acariciarla, incluso de besarla.
En Cuba, Alex había acompañado a su madre varias veces a un par de iglesias en La Habana Vieja, y en la penumbra pespunteada por velas, en medio de una irrompible quietud, se había arrodillado igual que Belkis frente a estatuas parecidas a éstas. Su padre nunca había querido ir con ellos, tal vez por su incapacidad de mostrar fe, lo que en esos lugares era una obligación; sólo se había sumado, cuando ya había pasado de militar a vendedor de plátanos, a una procesión a la capilla de San Lázaro, en un pueblo cerca de La Habana, donde una vez al año los enfermos y los necesitados peregrinaban a exponer sus miserias al santo de los pobres, de los lisiados, de los desahuciados. Ellos tres, en aquel entonces, formaban parte genuina del gentío que requería el auxilio de invisibles fuerzas.
La abuela de Alex, la madre de Belkis, la que creía que uno no muere nunca sino que simplemente se transforma, iba con ellos, cargando como una penitencia un lingote de hierro; tal vez pedía, sin decírselo a nadie, despojarse de este cuerpo de anciana sometida a un sinnúmero de vicisitudes, entre las que resaltaban la pobreza y el hambre, y volver a este mundo como planta, animal, hombre, mujer, cualquier cosa, pero sin tener que inquietarse por resolver comida cada día, sin tener que sufrir por esta hija que se había casado con este hombre extraño, uno diría que orate, víctima de arrebatos de furia, de repentinos cambios de carácter, de ominosos silencios; sin tener que temer por el futuro de este nieto precoz.
La petición de Alejandro y Belkis, más concreta, se circunscribía a esta vida de ahora; Alex se la había escuchado a su madre y podía resumirse en una frase: ayúdanos a salir pronto de Cuba. El santo había escuchado la plegaria y la había concedido.
¿Pero qué pedir en esta iglesia, en esta mojiganga, en esta mezcla de sonidos asiáticos en los que el español se revolcaba, hasta desbaratarse, para surgir de pronto, tasajeado, entre sílabas rotas? ¿Había algo que pedir? Ismael deambulaba, indiferente, echando un vistazo a los altares con la misma desidia con que solía mirar las acuarelas de un pintor mediocre en una galería.
Y el rostro de Alejandro había empezado a cubrirse de la malsana pátina que Alex había observado desde muy chamaco: una sombra que velaba la frente, los ojos, la barbilla.
Sólo Virgilio, que había alcanzado al fin a tocar brevemente la túnica de yeso, parecía ennoblecido, dispuesto a interceder por un milagro. Pero Alex no podía confiar en el rezo de un chofer filipino. Al salir de la iglesia se tropezaron con un aguacero. Virgilio propuso visitar un mercado, “para que conocieran de verdad a Manila”.
¿Era Manila esta nave gigantesca y oscura, que se desparramaba por varias manzanas? Olores rispidos, agrios y dulzones empapaban el aire: a marisco, cilantro, excremento de pollo, frituras, flores, guarapo y jengibre. Las aves cacareaban enjaulas, se golpeaban las alas contra muros de malla; los atunes, amontonados sobre hielo baboso, parecían espiar con ojos desmedidos el jelengue de los compradores; los filetes, las costillas, los hígados enrojecían las tablas de los tenderetes, asediados por moscas y guasasas; el carapacho de las tortugas se adivinaba bajo el agua enturbiada de los tanques; los puercos, con sus patas amarradas con soga, chillaban atronadoramente.
Virgilio señalaba con el dedo langostas, fintas carnosas, frascos con hojas y jugos fermentados, mientras intentaba hacerse escuchar por encima del zumbido feroz de los pregones y los regateos; pero sólo Alex le prestaba atención. Alejandro veía y no veía, oía y no oía, al parecer absorto en sonidos e imágenes vedados a los otros; Ismael se había quedado atrás, en una tienducha con cestas de mimbre, recipientes de ungüento y platos esmaltados. De pronto el niño se volvió en redondo y vio que Ismael, con un par de copas de barro en la mano que tal vez se disponía a comprar, en realidad no miraba las vasijas, sino a él, a Alex. Fue sólo un segundo. Luego bajó los ojos, revisó las piezas y con aire de marchante se puso a discutir con el vendedor. Cuando Alex, después de dar unos pasos, se viró otra vez, ya Ismael no estaba allí.
Virgilio y Alejandro se detuvieron frente a una cría de gallos de pelea metidos en corrales, separados entre sí por láminas de metal, para que los animales no se desbarataran; pero Alejandro parecía persistir en mirar más allá de los gallos otra escena; tal vez simplemente no miraba nada; tal vez algo, uno no sabía qué, no lo dejaba ver la hechura de las aves, que dándose lija se erguían tras los alambres.
Una mujer, sentada en una fonda, rodeada de botellas de cerveza vacías, llamó a Virgilio y le cuchicheó algo al oído, señalando a Alejandro, mientras varios clientes comían y bebían en mesas destartaladas. Al fondo, tirado en un camastro, un hombre dormitaba, y otro salía en chancletas de un baño, con una toalla enrollada en la cintura; del otro lado, un ejército de cocineros, sin parar de gritar, hervía, freía y picaba. Fleteras maquilladas, jaquetonas, parecidas a la que secreteaba con Virgilio, se contoneaban cerca del local. Alex le dijo a su padre:
—Todas te miran.
—Yo sé lo que quieren.
El chofer llegó hasta ellos y con los ojos bajos susurró:
—Esa mujer de los aretes grandes me pidió que le presentara al señor. Pero yo le dije que no sabía si el señor quería conocerla.
—¿No ve que ando con el niño?
—Es verdad. ¿Y el señor Ismael, dónde está?
Alejandro se encogió de hombros.
—Estaba en una tienda, allá, en aquella esquina, pero me parece que ya no está allí —contestó Alex.
—Vamos a buscarlo —dijo Virgilio—. No es bueno que ande solo. No es que este lugar sea peligroso, pero nunca se sabe. Mientras estén conmigo, no hay problemas.
Recorrieron kioscos, carnicerías, puestos de frutas, bares; cruzaron zanjas, vertederos, pasajes enlodados; en tinglados oscuros, junto a mostradores con huevos y hortalizas, verduleras restregaban bultos de ropa en bateas coronadas de espuma; perros se hurgaban en la pelambrera echados entre tripas, cáscaras y hollejos; niños descalzos metían en carretillas tiestos de flores cuyo aroma mareaba.
—A lo mejor nos está esperando allá afuera —dijo Virgilio, inquieto.
Salieron del mercado entre bandazos, abriéndose paso por la muchedumbre. La llovizna volvía resbaladizos los cuerpos, las aceras. Bajo un toldo, rodeados por un coro de tipos sin camisa, dos gallos se peleaban, pero sin contundencia; la riña tenía un viso de retozo, de simulacro de virilidad.
—Quédense ustedes aquí. Yo voy a buscarlo otra vez allá adentro. Me conozco el lugar de memoria, seguro se perdió.
El aguacero arreciaba. Padre e hijo, envueltos en el vaho que brotaba del asfalto y de la multitud, se refugiaron en una marquesina, junto a un escaparate con muñecos gigantes. El lenguaje cortante de los transeúntes enmudecía al hombre y al muchacho, como si ante la avalancha de frases sin sentido el idioma de ellos dos no tuviera vigencia. Al fin Alex dijo:
—Debe haberse ido para el hotel.
—¿Cómo tú dices?
—Que debe haberse ido para el hotel.
Pero Alejandro no le hizo caso a una oración tan simple. Sus pensamientos, embrollados, sinuosos, parecían escurrirse como el agua que se precipitaba calle abajo, empapando adoquines, sumergiendo las ruedas fangosas de los carros.
En el momento en que la lluvia cesó, Virgilio apareció, gesticulando.
—No lo encontré allá adentro.
Alex repitió:
—Debe haberse ido para el hotel.
—¿Qué usted cree, señor Alejandro? ¿Por qué iba a irse sin decirnos nada?
Ante el silencio pertinaz del padre, que al igual que los muñecos detrás del cristal no se movía ni hablaba, Alex insistió, esta vez sin dudas:
—Se fue para el hotel. O se fue por ahí, a pasear él solo. —¿Nos vamos para el hotel entonces? ¿Qué usted cree, señor Alejandro?
Alex, el intérprete del hombre sin palabras, contestó: —Vamos.
Y para corroborar su decisión, agarró el brazo del padre y lo haló con firmeza.
—¿Habrá vuelto a la iglesia? —preguntó Virgilio— ¿Usted quiere que vayamos allí?
Pero dentro del taxi, cercados, sofocados por la colección de vírgenes y santos, que al parecer servían para recordar los continuos pecados de los pasajeros, y por supuesto del propio chofer, ya no se hacía necesario hablar. Rodaban callados en el demente tráfico. Alex, con el rostro pegado al cristal, esperaba ver las facciones esquivas de Ismael en cualquier recoveco de esta Habana asiática. Alejandro, en cambio, había fijado la mirada en la nuca de Virgilio, como lo hubiera hecho en la estampa del Nazareno Negro que colgaba del espejo retrovisor, o en el río Pasig, ancho y cochambroso, que ahora bordeaban a paso de tortuga.
En el hotel se encontraron con la puerta del cuarto de Ismael de par en par; una empleada metía las sábanas en una canasta. Nada, ni el más mínimo objeto, revelaba la presencia de un huésped. La mujer sólo hablaba un dialecto sin huellas de español, y no entendía qué le preguntaban. Padre e hijo bajaron al vestíbulo y después de vacilantes vueltas Alex se dirigió en inglés a la recepcionista.
La mujer los observó con curiosidad y luego dijo:
—Mister Viamontes is gone. He just checked out. Who is Alex? Ismael se había ido. ¿Cómo se decía en español checked out? Sí, él era Alex.
La filipina le entregó un sobre grueso, con el nombre del niño escrito en letras enormes, como para evitar algún error.
En el ascensor Alejandro se lo arrebató de las manos y al llegar al cuarto lo rasgó precipitadamente. Había dinero, dos pasajes de avión, una foto y una carta. Resollando, Alejandro le dio el papel al hijo y dijo con voz ronca:
—Es para ti. Dime qué dice.
El niño leyó en voz alta:
“Dear Alex, you’re a wonderful kid and I’ll never forget you”. Sin firma. Eso era todo.
—¡Dime qué dice en español!
El joven traductor se esforzó, balbuceando.
—Querido Alex, tú eres un niño maravilloso y nunca te olvidaré.
Nadie le había dicho, ni mucho menos escrito esas palabras. Jamás. Ni siquiera su madre, que a veces lo mimaba. Pero quien las decía era sólo un fantasma, y por lo tanto tampoco existían, a pesar de estar escritas con tinta. Hubiera sido distinto si esas mismas frases las hubiera pronunciado este hombre que en el centro de la habitación, con la vista baja y el rostro deformado, luchaba por contener las lágrimas. Pero Alejandro se negaba a hablar. En vez de decir algo, cualquier cosa, un insulto, una mala palabra, cogió el papel y lo hizo pedazos. Luego rompió la foto, en la que estaban los tres junto a la fuente del parque Rizal. Un heladero los había retratado al segundo día de llegar a Manila. Por último contó el dinero, lo metió en el bolsillo y se encerró en el baño. Alex recogió los fragmentos de la carta y la foto y los guardó dentro de una gaveta.
—¿Cuándo nos vamos? —se atrevió a preguntar cuando Alejandro salió, secándose la cara y el pelo con la toalla.
—Mañana.
Había tantas preguntas que Alex quería hacer. Pero no las haría. En el último año, Alex de sopetón había cambiado. Ya no era siempre el niño hablador; cuando hacía falta guardaba silencio. Quizás por eso, porque ya sabía llegar a la frontera y detenerse allí, sin dar un paso más, era sin duda el hijo de su padre.
En silencio bajaron a almorzar en la cafetería; en silencio deambularon por un parque cerca del hotel; en silencio, mientras caía la tarde, llegaron hasta una avenida junto a la bahía.
Sólo una vez el padre y el hijo caminaron por el largo malecón de La Habana. Fue en verano. A un lado la ciudad, ansiosa y supurante bajo el tórrido sol, reverberaba; al otro, el mar se relamía sobre los arrecifes, golpeaba con sus crestas el muro mutilado. En esa época ninguno de los dos podía prever que ambos cruzarían en una embarcación esa llanura. Estaban allí porque Alejandro, que quizás en alguna otra vida fue un pez, se sentía a gusto al lado de las olas. Pero esta agua aceitosa de Manila, embarrada de la podredumbre de toda la ciudad, de los prietos desechos de los barcos, no hacía feliz a nadie. Además, el pez capituló. Recostado a la orilla, se había pulverizado.
Esa noche, mientras Alex veía el televisor, Alejandro, sentado en el balcón, bebía una mezcla agridulce de vodka revuelto con limón y azúcar. Nunca le había gustado el licor. Pero ahora tenía que borrar a Manila y recurría al mejunje. Más allá de la baranda de madera calada, su rival, su enemiga se extendía imperturbable, como un prado de luces, hasta disolverse en la oscuridad del mar.
Vistas desde arriba, cubiertas por la noche, estas ciudades eran todas la misma: claridades y sombras donde corría el dinero; mansiones y tugurios que acogían por igual a durmientes y a insomnes; escondrijos en los que el deseo iba parejo con la simulación. Un hervidero de gente que gozaba, que se asfixiaba, que se desesperaba, machacando secretos, acechada por encuentros fortuitos, por éxitos, fracasos, traiciones y muerte.
De madrugada Alex se despertó y al no ver a su padre en la cama pensó por un momento que había salido, como era su costumbre, para visitar algún cuarto vecino. Luego recordó que esa posibilidad ya no existía. Tras el cristal de la terraza, la silueta inmóvil, recortada contra el resplandor, tenía la forma de un bulto macizo, sin contornos humanos. El niño abrió la puerta corrediza.
—Papá, acuéstate a dormir.
Alejandro se tapó la cara.
—Vamos, papá.
Alex podía reunir los trozos de la carta y la foto, recomponer el texto y las imágenes, aunque quedaran costurones visibles; pero su desafío era ahora pegar uno a uno los restos de este hombre, una tarea que podía tomar años, tal vez toda la vida.
Tomándolo por la cintura lo llevó hasta la cama, como si él fuera el padre y el otro su hijo. Lo arropó con la sábana y se sentó a sus pies, mirando el perfil roto, con la certeza de que sí, crecería, tendría mujeres, quizás un par de hijos, pero seguiría cuidando a este padre, amando por encima de todo a este padre, como insensatamente uno ama a las personas que nunca llega a conocer de verdad.