Liberación
A Gabriel González
In memoriam
I
Julio. Julio. Su nombre era el de un mes. Envuelto en una sábana, como un aparecido, dormitaba recostado a la espalda maciza de un recluso. En el cañaveral, la neblina del amanecer flotaba sobre los surcos, donde pululaban insectos invisibles. La carreta avanzaba con penuria sobre el camino enlodado.
Anoche había vuelto a soñar con... No, no lo recordaría. Por su culpa, él, Julio, estaba aquí: de soldado a prisionero. Unas frases de amor, unos gestos equívocos, lo habían conducido, primero a un calabozo empotrado en un sótano, luego a una cárcel en lo alto de una loma, y por último a esta granja de barracas cercadas por alambres de púa.
En su niñez, él le había dado de comer a un gato callejero que luego le arañó los brazos y la cara. Era el instinto, le explicó una tía, salpicando las heridas con un líquido oscuro, desmenuzando algodones con la habilidad del que no siente dolor. Julio. Julio. No seas mujercita. Era la voz del primo que, sofocado por una carrera, le calaba la gorra hasta los ojos, interrumpiendo la labor de la improvisada enfermera. Busca al gato y mátalo, le dijo el primo. Y él, por obedecer, lo intentó. Pero el animal evadió las pedradas escondiéndose en las hierbas que crecían junto al arroyo. Más tarde hicieron las paces, Julio y el gato. Al primo le duró más tiempo el odio. El, Julio, no había nacido para guardar rencor.
Afortunadamente. Porque el niño débil se convirtió después en joven afeminado, encontrando a su paso múltiples oportunidades para odiar. Su padre dejó de hablarle. Sus compañeros de escuela lo humillaban. Sus profesores se dirigían a él con una irónica condescendencia. Sus vecinos reían al saludarlo. Un muchacho de rostro afortunado, que provocaba suspiros a su madre y a su tía, cuando ensayaba unos pasos de baile frente al espejo. Alto, buen mozo, un hijo de la isla, con oído para la música, con gracia para el ritmo, de voz aguda y cantarína. El ídolo de su hermana menor. Julio. Córtame el pelo, Julito. Péiname. Píntame las uñas. Enséñame a bailar.
Ahora su hermana era esta jovencita de ojos asustados, que venía a visitarlo los domingos, acompañando a la madre llorosa. Bajo una ceiba devoraban los trozos de cerdo frito, el seco arroz, la ensalada marchita. El hablaba sin cesar, gesticulando. Recordaban escenas de la niñez, peleas inofensivas, un accidente pueril en la primera bicicleta, un viaje a la finca del abuelo Ramón, donde los chivos y cameros entraban por la sala principal con la misma soltura que los huéspedes. Ni una sola alusión a este lugar absurdo, a esta granja de trabajos forzados levantada en el medio de un monótono campo, en la que él malgastaba su juventud, expiando una culpa que nadie mencionaba.
Era sencillo, al parecer: un soldado no debe enamorarse de otro. Tan simple. Reclutado a los dieciocho años por el Servicio Militar, Julio, a regañadientes, se había dejado rapar por el barbero, había enfundado su flexible cuerpo en el rígido uniforme color verde botella. Había marchado de sol a sol a través de un pavimento ardiente. Había aprendido, con torpeza, a rastrillar un arma. Había tenido pesadillas en la penumbra viscosa del albergue militar, sudando en su litera. A su lado, un joven de su edad bromeaba con él, llamándolo por apodos injuriosos, burlándose de su manera de hablar, pero sin crueldad: casi, pensaba Julio, con afecto. Al cabo de dos meses su compañero insinuaba retozos en la oscuridad, concedía caricias furtivas. Julio sólo había cedido al impulso que el otro había despertado con sus mañas. Pero un soldado no cede. Nunca. Y en medio de los insultos, los golpes, las vejaciones, había sido trasladado a una celda. Después a una prisión. Luego a esta granja. Abierta, sí, era verdad: las nubes se desplazaban por el cielo, construcciones efímeras, remotas. Pero entre el verde del potrero y los ojos de Julio se levantaba, irrefutable, la poderosa cerca.
Allí pasó dos años. De madrugada, el viaje en la carreta lo remontaba a su temprana infancia. En los surcos, el sol azuzaba su cuerpo, curtía sus hombros; la lluvia, con su esporádica prodigalidad, atemperaba el ardor de la tarde. Por la noche parejas sigilosas se escabullían en la sombra: los rincones se poblaban de quejidos, de suspiros obscenos. El también repetía, jadeando en la tiniebla, los juegos que había descubierto tras la tapia del colegio, cuando era todavía un mozalbete imberbe: abrazos que quitaban el aliento, Violentos escozores, ejercicios de dudoso placer que al acabar dejaban una impresión de enfado o de derrota.
Al cumplir su condena, comprobó en el vidrio de la ventanilla del tren que su rostro no era ya el de un adolescente, y al bajarse en la estación de su pueblo natal, recordó las palabras de un compañero de prisión:
—Sal de esa aldea lo más rápido que puedas. Vete para La Habana. Tienes que liberarte.
Julio Roldán. Vecino de Cristo 25, piso segundo, habitación 14, Habana Vieja. Su nombre y su dirección se hicieron conocidas a través de los años en las estaciones de policía, seguidas del sustantivo (o adjetivo) que evidenciaba su condición sexual, y de las típicas acusaciones formuladas a las gentes de su naturaleza: escándalo, conducta indecorosa, acto inmoral, reincidencia, perversión. Sorprendido infraganti en un cine, en un parque, en el baño de una cafetería, en el solar yermo al fondo de la terminal de ómnibus. Detenido por una patrulla cuando deambulaba frente a una heladería en el Vedado. Desconcertado en medio de una fiesta por la irrupción de militares que portaban armas de fuego, aparejados para una batalla. Sacado de su cama en plena madrugada por hombres de uniforme que invocaban la ley de peligrosidad. Huésped de atiborrados calabozos, pasajero de vehículos con emblemas oficiales. Un individuo risueño, siempre dispuesto a bromear sobre sí mismo, dotado para la mímica y el choteo. Con ojeras oscuras que ocultaba con una leve capa de polvos, comprados de contrabando a la anciana octogenaria que vivía en el piso de arriba, acompañada por dos perros chihuahuas.
En una noche de noviembre le entregó inesperadamente su corazón a Jesús, el Salvador, conmovido por la prédica del pastor evangélico que daba cultos clandestinos en el apartamento al final del pasillo, en el mismo edificio donde Julio vivía. “Bienaventurados los pobres en espíritu...” Sí, pensó Julio, eso era él. Un bailador de primera, un bromista inagotable, pero también un hombre obsesionado por los hombres, un sujeto sin un ideal, confundido y vacío. Perseguido por algo que ni él mismo podía explicar. Sin fe. El predicador puso las manos sobre su cabeza, sobre la de él, de Julio, orando en alta voz, reprendiendo demonios. Pero éstos terminaron por volver bajo el disfraz sutil de adolescentes, de trabajadores del puerto estimulados por un trago de más, de oficinistas hastiados de cifras y de informes, de fugitivos de la justicia que regalaban con presteza su cuerpo a cambio de un techo y un plato de comida.
Antes del fin de año Julio había vuelto a recorrer el inusitado camino de las cárceles, golpeando a veces con una cuchara los cilindros de las rejas.
II
Pero Miami es un mundo distinto: bares repletos de gente como él prosperan, se multiplican; locales estremecidos por los acordes ensordecedores de una música de baile, reciben cada noche a una multitud que rezuma energía.
Sí, ahí entra Julio. Dos o tres cabezas se vuelven cuando pasa. Qué tipazo. Ya tiene más de treinta, pero parece diez años más joven. El adivina estos comentarios mientras se abre paso entre el tumulto, hasta llegar al bar donde ordena sonriente un trago a la roca. Su estatura le permite dominar con mirada brillante el salón donde, destilando un ácido sudor, las parejas de un mismo sexo bailan. El mismo formará parte de ellas dentro de unos instantes. El ritmo, el ritmo. El contagioso estribillo. Las luces enloquecidas que deforman los movimientos de los bailadores. El aliento contaminado por el alcohol. El humo de cigarro que flota como una nube sobre las cabezas. Al fondo del salón, habitaciones a oscuras protegen un comercio de cuerpos afiebrados. Julio. Julio. Lo llaman en la sombra. El inglés y el español se mezclan con el fondo rugiente de la música. Alguien le brinda una línea de cocaína que él acepta entre risas. Pero sólo una línea, dice. Luego, al amanecer, atraviesa en el auto una ciudad desierta, un puente que une islas, unas playas donde los yates oscilan con un roto vaivén, cabeceando en las olas.
Los domingos, se aturde entre el gentío que atesta las arenas de Miami Beach; él, un inmigrante, un refugiado con escasos recursos, goza de este día de descanso chapaleando en el mar. Su amante americano, con quien se entiende prácticamente a señas, observa desde la orilla su retozo en el agua. Un niño grande, Julio. A big child. Noble, sí. A heart of gold. Un poco infiel, pero no es tampoco para hacer de eso una tragedia. La vida, en fin de cuentas, es breve. Life is short, isn’t it? La cuestión es vivirla.
A veces llegan cartas de Cuba, escritas con la letra ilegible de la madre, que describe con minuciosidad los achaques de su vejez, la intimidad de los vecinos, el fallecimiento de parientes lejanos. Nombres que la memoria intenta en vano asociar con rostros. Una sirena desgarra el silencio del anochecer. En la televisión una esposa ofendida abofetea al marido, después de sorprenderlo cuando besaba a la amante. “Te encantarían las novelas de aquí...”, le escribe Julio a su madre, a la luz de la lámpara del comedor. Lleva semanas escribiendo esta carta. No encuentra nada que decir. “Soy feliz, a mi manera”, escribe. Está esperando con impaciencia la llamada de un joven colombiano que conoció anoche en una discoteca. Ha decidido terminar con el gringo. No puede concentrarse en escribir.
Desde hace cuatro años trabaja de costurero en una factoría. Las mujeres lo adoran. “Qué lástima de hombre. Qué desperdicio”, comentan algunas, a la hora del almuerzo, mientras cuentan mentalmente las calorías de una empanada de queso, o de un sandwich de jamón de pavo. “Qué cara, qué figura”, dicen. “Parece un actor de cine.” Julio lo sabe. Pero cada día resulta más difícil conservar fresca la piel que se desgasta, disimular la pérdida del pelo, disminuir la implacable papada, revivir el brillo de los dientes. Julio. Gran parte de su vida transcurre ahora frente al espejo. En el gabinete del baño no hay espacio para los nuevos frascos de shampús y de cremas. El teléfono se empeña en permanecer mudo.
Se ha propuesto no salir esta noche, pero cerca de las doce olvida su resolución. Los cines pornográficos, con sus imágenes a color, no cierran hasta la madrugada. Las lunetas hieden a orines, pero por suerte él, un poco resfriado, ha perdido parte del olfato. Las miradas de los espectadores relucen en la penumbra con un fulgor felino. El diálogo de los actores —si es que se le puede llamar actores a esas mujeres de senos portentosos y a estos hombres cuantiosamente equipados, que impresionan con sus actos de acrobacia sexual— se limita a frases obscenas. Bien. Julio casi las puede entender. Más tarde, incitado por los cuerpos dueños del celuloide, se entrega a unas caricias incoherentes con un desconocido, ambos iluminados por la tensa pantalla. Al regresar a su apartamento, siente el deseo de viajar. De perderse. De desaparecer. Quiere y no quiere vivir acompañado. Hasta el momento le ha ido mejor estando solo. Julio, se dice, lo que te hace falta es descansar. Dormir.
Con el rostro embadurnado de una crema brillante, sueña que lo han atado en el fondo de un pozo. Pero no, no es un pozo: más bien es una estera. O el piso de un ascensor. Cilantros del tamaño de un dedo crecen sobre su barba. Luego corre desnudo por una explanada gigantesca, donde un grupo de hombres y mujeres sacrifica animales, como en un rito antiguo. Su madre oficia, empuñando una daga, murmurando frases en un idioma irreconocible.
El gime durante el sueño: lo despierta el sonido de su propia voz.
III
—En este lugar hay una buena atención, a usted no le va a faltar nada. Mire, incluso va a tener teléfono.
La trabajadora social lo ha acompañado hasta la habitación, manteniendo una prudente distancia entre ella y él. Es evidente que la mujer hace un esfuerzo por ocultar su miedo. Julio asiente con la cabeza, distraído. Luego dice:
—El cementerio de los elefantes.
—¿Cómo dijo? —pregunta, alarmada, la mujer—, no entiendo.
Pero ya Julio se puede permitir el lujo de callar. De romper el círculo de preguntas y respuestas que se ensancha a lo largo de la vida. Afuera, en el patio interior del edificio, cuatro ancianos juegan a las cartas a la sombra de un roble.
—Hay árboles —dice Julio. Pero esta vez la mujer no lo escucha. Se despide prometiendo venir tan pronto pueda. Al instante su veloz taconeo se pierde en el pasillo, en el que se escuchan voces quejumbrosas, o las risas grabadas de un programa cómico en la televisión.
Julio se acuesta en la cama impersonal resguardada por barrotes blancos. Se ha acostado en muchas camas semejantes a ésta en los últimos meses, en cuartos de hospitales con olor a éter y a desinfectantes, con ventanas que ofrecen la engañosa visión de un mundo en movimiento. Pero Julio no se deja engañar. Al principio se resistió a creer que también fuera una víctima de la plaga. Imposible tener los días contados, se dijo: había tanto que hacer o que decir. Pero ahora sentía dudas. ¿Era cierto, que había tanto que hacer o que decir? Tenía cuarenta años, pero su rostro se había convertido en el de un anciano más viejo que su padre, o lo que recordaba como su padre, la última vez que lo vio, hacía ya mucho tiempo. Violentado por abrazar al hijo que él había dejado de considerar como tal. Gestos vanos, perdidos en la infinita sucesión de actos que componen la relación entre dos personas que nunca han llegado a conocerse, a pesar de las pruebas en contra. No, terminó por pensar, no había tanto que hacer ni que decir. Además, estaban las miserias del cuerpo. Y las torturas: los sueros, las punciones, las cámaras de oxígeno, los aerosoles, las radiaciones, las diálisis.
Ahora, en este asilo para los enfermos de muerte que no tienen quién se ocupe de ellos, en este home de la avenida veintidós del northwest, Julio devana con incertidumbre el hilo escurridizo del pasado. Los amigos, por supuesto, han renunciado a ver a este fantasma en el que apenas pueden reconocer al hombre cuya compañía una vez disfrutaron. Julio no puede odiar a esas figuras frágiles, víctimas del temor, la indiferencia o la debilidad. Eran tan poca cosa, sus amigos. Como él mismo, quizás. Sólo el sacerdote de una parroquia en La Pequeña Habana insiste en visitarlo para repetirle lo que a él, a Julio, le cuesta tanto trabajo aceptar: que Dios existe. Que cuida de nosotros. No. No. ¿Por qué? ¿Y para qué? Claro que Julio, por cortesía, escucha sin protestar esas palabras que ya escuchó una vez, esas citas del Libro de los Libros, esos salmos de versos musicales, esas historias de Job y los profetas, esas frases de bienaventuranza.
—Hijo —le dice el buen hombre, procurando, como es de suponer, no acercarse demasiado al enfermo—. Hijo, la fe mueve montañas. No te des por vencido. Cree.
Los periódicos sobre su mesa de noche, dejados como al descuido por la enfermera del turno de la tarde, especulan sobre la epidemia de la que él es una prueba más, ratifican con grandes titulares la falta de una cura, exhiben ostentosamente cifras, clasificaciones, por cientos. A Julio no le interesa esa lectura. Nunca le interesó. Y ahora menos. La letra escrita, los números, no guardan relación con su vida. O lo que queda de ella.
En una silla de ruedas, es conducido a veces al patio interior, para que tome sol. Rehuye esa visión fugaz en el espejo del salón de visitas: ese sujeto macilento, consumido, con la piel pegada a los huesos y las piernas cubiertas por una manta. En el patio, bajo el escándalo de los pájaros que sacuden las ramas, escucha por primera vez la voz. Opaca. Imperceptible. Julio. Un susurro. Julio. Nada más.
De noche se oye otra vez. Julio. Quedamente. Luego se apaga. Regresa. Julio. Viene y va. Al rato se hace más clara. Ah, Julio, dice la voz, si pudieras rasgar esa cortina que no te deja ver. Traspasar ese cerco de llamas. Julio. El no contesta. No quiere contestar. Retazos de su infancia se deslizan sobre la pared como un río vertiginoso. Rostros olvidados se inclinan sobre él hasta casi rozarlo. Ecos brotan del techo con la fuerza de un manantial. Después desaparecen. La voz se filtra bajo su almohada. Julio. Pero el ruido de los autos que cruzan por la avenida deshace las palabras, estorba la comunicación con la vida del espíritu. El acaba por dormirse sentado, tiene miedo tenderse.
Pero aquí está la mañana. Julio. Sí, responde él al fin, ese es mi nombre. Julio. Igual que el mes. Julio, dice la voz, siempre has sido cobarde, frívolo, tenue. Ha llegado tu hora. La hora de demostrar tu valía. Redímete esta vez, sin pausas ni titubeos. Julio. Despídete de ese vértigo de cuerpos, de músicas sin melodía, de promesas incumplidas, de amenazas, de mentiras; despídete de esos paisajes donde el verano no se acaba jamás, de esas ciudades donde cada palabra pronunciada contradice la anterior; despídete de esos movimientos superfluos. Julio. Suelta. Despréndete. Tienes adentro la fuerza oculta. Tú mismo eres el universo. Cruza. Salta. Y Julio, envuelto en una sábana, como un aparecido, desciende entre jadeos, entre gestos convulsos, se crece, forcejea, se transfigura. Desafía el agua, la tierra, el fuego, el aire. Destruye rejas, cercas, muros, con la osadía de un asaltante. De un desertor.