Enrique
A Liliane Hasson
Yo trabajaba de noche cuando Enrique murió. El jefe de turno, envuelto en el disfraz que permitía sobrevivir en la frialdad de la inmensa nevera, con el cabello y el rostro cubiertos por una caperuza moteada de escarcha, me avisó que me llamaban por teléfono.
—Es urgente —me dijo.
Enrique había muerto.
La voz de mi primo apenas ocultaba la satisfacción que da el transmitir una noticia grave.
—Tuvo un accidente —me dijo mi primo—. Chocó contra un puente.
—¿Pero cómo fue eso?
—No sé, parece que se quedó dormido. Dicen que andaba drogado.
El almacén donde yo trabajaba quedaba a unas seis millas de mi casa. Yo bordeaba el aeropuerto de Opa Locka para acortar camino. Me gustaba trabajar de noche porque a la hora de salida —las cuatro, las cinco de la madrugada— no había tránsito; aceleraba el auto y ponía la radio a todo volumen, hasta que las canciones que evocaban escenas o rostros tal vez inexistentes me comunicaban su febril energía; los faroles alumbraban el negro pavimento, y en la pista del aeropuerto unas luces azules y rojas pestañeaban; era un prado de luces; yo me decía: “Soy libre”, y aceleraba más.
Pero esa noche que Enrique murió no encendí la radio. Tampoco aceleré. Tenía miedo. Una vez leí que un hombre que conducía por una carretera solitaria había visto una mano pegada al parabrisas —una mano sin brazo, una mano sola, con dedos manchados de nicotina y unas líneas profundas en la palma. La mano lo acompañó hasta el siguiente pueblo.
Al bordear el aeropuerto me pareció que Enrique estaba sentado a mi lado. En ese instante comenzó a llover, y cuando cerré las ventanillas los cristales se nublaron en cuestión de segundos, como si el aliento de Enrique, intensificado por la muerte, empañara de súbito los vidrios. La impresión era tan real que no me atrevía a mirar. Dije en voz alta:
—Enrique, por favor, no me asustes. Acuérdate que soy tu amigo.
No quise ir al velorio, ni tampoco al entierro. Una tumba solemne no guardaba relación con su risa liviana, su deseo de vivir sin ataduras, de idear nuevas formas de desplazamiento, de un sitio a otro, hablando sin descanso, procurando placer, olvido y ocio. Recordé que Enrique sólo escribía cartas cuando montaba en tren (su modo favorito de viajar) y decidí que era mejor imaginarlo siempre tras el cristal de un coche que el de un férreo ataúd.
Durante varias semanas me resultó trabajoso dormir, porque temía que se me apareciera en el sueño. Por suerte yo tenía el turno de la noche y me tocaba dormir por el día, lo que me daba más confianza, como si la luz diurna ahuyentara su posible afán de mostrarse ante mí y narrarme en detalles su nueva aventura. No había reunido dinero suficiente para comprar un aire acondicionado, y el mido del enorme ventilador retumbaba en mi cuarto, con un vigor que en esas circunstancias yo interpretaba como un signo de vida. Más tarde las bocinas de los autos, las voces de vecinos que exponían su intimidad al barrio y los gritos de los niños jugando en las aceras, me despertaban cerca de las dos de la tarde.
—Enrique está muerto —era lo primero que pensaba al abrir los ojos. Ponía el ventilador a más velocidad y me quedaba dormido de nuevo.
Por la noche, mientras manejaba el montacarga entre hileras de cajas congeladas y ristras de jamones que sudaban nieve, bajo una luz mortuoria que impregnaba la piel de un tinte fantasmal, me acordaba de Enrique. Una vez, cuando los dos éramos un par de adolescentes, viajamos juntos de La Habana a Camagüey. Yo había cambiado un disco de los Doors por uno de Bob Dylan y me sentía feliz. La canción que más me gustaba de ese disco era “Mr. Bojangles”. Enrique lo sabía y la cantó varias veces durante el recorrido, para asombro y enfado de los otros viajeros. Imitaba muy bien la voz de Dylan. En Santa Clara tuvimos que pasar a otro tren, en medio de una densa neblina, y corrimos a comprar una botella de vino en un sórdido bar frente a la estación, donde un joven militar dormitaba en el piso, totalmente borracho, con los cabellos llenos de aserrín.
—Así quiero estar yo —le dije a Enrique.
A Enrique casi no le gustaba el alcohol y no entendía por qué yo bebía tanto.
—Ya se te empieza a caer la cara —me decía, cuando me veía a punto de emborracharme— ¡Carajo, levántame esa cara!
Pero esa noche se tomó la mitad de la botella, quizás para evitar que me la bebiera solo. Mientras pueblos de calles desoladas desfilaban sin cesar tras los vidrios, Enrique escribía cartas bajo las luces opacas del vagón. Su letra infantil llenaba pliegos con lo que él mismo calificaba de una sarta infinita de mentiras, inventadas para ofrecer a los destinatarios la imagen de un joven audaz que sorteaba peligros sin perder una compostura risueña y desafiante, inaccesible al resto de la gente. Enrique era teatral. Una vez, casi al amanecer, en un parque vacío, escupió y abofeteó a una estatua.
Más tarde cayó preso con este primo mío que me anunció por teléfono su muerte. Los acusaban de haber virado unos latones de basura en la calle, la madrugada del 26 de julio. El delito, según la policía, era atentar contra el buen desenvolvimiento de una fiesta revolucionaria. Por lo tanto, agregaron, era un crimen contra la misma patria. Estuvieron incomunicados durante cuatro meses, y luego, después de un juicio absurdo, los trasladaron a una granja de trabajos forzados en las afueras del central Siboney, en medio de un potrero donde árboles enjutos apenas daban sombra. Yo fui a visitarlos un domingo. Enrique no quería hablar de otra cosa que no fuera cine. Me pedía que le contara las películas que habían estrenado en esos meses, aunque luego me interrumpía para hablar de Fellini o Bergman, con una voz enronquecida de tanto fumar. Un tic le desfiguraba la boca. Encendía un cigarro tras otro, y a cada rato se golpeaba con el dedo índice la cabeza rapada.
—Así que pateando latoncitos de basura —bromeaba yo.
—Cállate —decía Enrique—, aquí hasta las paredes hablan —y se rascaba el cuello suspirando.
Ahora yo manejaba el montacarga y recordaba todo esto, mientras figuras embozadas daban vueltas a mi alrededor; figuras silenciosas, cuyos nombres aún no me había aprendido, y que en las pocas ocasiones que hablaban despedían por la boca palabras en otro idioma y humo. En el trayecto solitario a mi casa rezaba en voz baja por él, no por fe o devoción, sino para tratar de tenerlo a distancia. Nunca miraba el asiento de al lado, donde me parecía escuchar una respiración. Luego ponía la radio a todo volumen y aceleraba. Al pasar junto al aeropuerto, veía a veces un avión planear sobre la pista, entre las luces azules y rojas.
Enrique vivió en sus últimos meses con una muchacha americana, que antes de tomar la menor decisión consultaba primero las cartas y los astros. Nunca supe cuál estrella la autorizó a vivir con Enrique, o si las barajas dejaron entrever el cercano final. Ambos tenían muchos amigos, y la casa se llenaba de gente desde el anochecer hasta la madrugada.
—Tiene dos plantas —me decía Enrique— y una terraza. Tienes que venir.
—No puedo. Estoy trabajando.
—Pide permiso esta noche y ven. Quiero que estés en la fiesta.
Siempre daban fiestas: Enrique había conseguido un buen empleo, y a la americana le gustaba lo que en inglés le llaman socialize.
—No me hables de Cuba —me decía por teléfono—. ¿Qué es eso, Cuba? Un país que conocí una vez, y que quiero olvidar. Yo soy americano. I’m an American, don’t you understand? Hey, don’t mess around with me, Marielito. You don I know what I am.
—Yes I know— me reía yo —. You're a bitch.
—Okay, you’re right— me contestaba —. But I’m an American bitch.
Pocos meses después de la muerte de Enrique, la muchacha americana dio un baile de máscaras en su casa de dos plantas. Fue el día de Halloween. A pesar de que en esos momentos yo empezaba a luchar contra mi alcoholismo —y debía asistir a diario a pequeños cuartos saturados de humo donde desconocidos narraban sin pudor detalles tragicómicos de sus extrañas vidas, mientras yo sudaba y temblaba en un rincón, deseando con vana intensidad no haber nacido nunca— me decidí por fin a ir a la fiesta. Sólo estuve una hora: me pareció que Enrique estaba allí, que era uno de los disfrazados, y al entrar en el auto sentí el mismo terror de la noche de su muerte. Me acordé de la historia de la mano y dije:
—No, Enrique. Acuérdate que soy tu amigo.
Al llegar a mi casa escribí un cuento sobre esa fiesta. Lo titulé “Halloween”. Terminé de escribirlo a las seis de la mañana. Ya había amanecido, pero no tenía sueño. Cerca de mi casa hay un parque con un lago, donde de noche los jóvenes se drogan y las parejas se besan en la sombra, y de día los niños corretean mientras los padres intentan olvidar el trabajo, pero al amanecer casi no se ve a nadie. Pensando en el relato que había acabado de escribir, me puse a caminar alrededor del lago. Unas ráfagas agitaban las aguas, y un anciano tiraba pedazos de pan a los patos, que venían a comer en bandadas. Un borracho, descalzo y harapiento, con una barba de diversos colores, interpelaba a alguien que sólo él podía ver. Su monólogo, pespunteado por palabras obscenas, tenía como objetivo humillar a aquel ser invisible a su lado, cuya capacidad para aguantar ofensas parecía ilimitada. A los pies del borracho se amontonaban latas de cervezas vacías.
Esa mañana soñé al fin con Enrique. Estábamos en un aula oscura, en la escuela donde estudié cuando era adolescente, en Camagüey, frente a la iglesia de San Francisco. Antes de la revolución solía ser un convento, pero luego fue una secundaria. En el sueño Enrique tenía un lunar que le cubría toda la mejilla. Se trataba de una clase de Química, en la que el profesor, a la vez que explicaba con tubos y sustancias un nuevo experimento, mencionaba pasajes de la Biblia, mientras acuclillado en el fondo del aula un hombre con sombrero disputaba con blasfemias la existencia de Dios, lo que enfurecía a Enrique. De pronto una figura, quizás otro estudiante, estalló en un pupitre, y un chorro de luz subió hasta el techo, iluminando por un breve instante la sombría habitación. Enrique me agarró con fuerza el brazo y me dijo:
—¿Ves? Ese es él.
En ese momento los ruidos de la calle me despertaron. El ventilador había dejado de funcionar, y mi sudor empapaba la sábana.
Al cabo de dos años mi cuento “Halloween” fue traducido por Liliane Hasson para el diario Le Monde. Me emocionó ver algo escrito por mí en otro idioma. Sin embargo, sentí a la vez la impresión de que no lo había escrito. Más tarde Liliane me escribió desde París diciendo: “Le Monde te va a pagar 1,500 francos, pero necesitan saber el nombre y la dirección de tu banco en Miami, y el número de tu cuenta bancaria”. Como yo no tenía cuenta en el banco, le pedí a un amigo que me dejara utilizar la suya. Pero al cambiar los francos me sentí culpable, como si los hubiera ganado de una forma ilegal.
Con el paso del tiempo mi obsesión con la muerte de Enrique llegó a desvanecerse. Otras personas que yo quería murieron. La única foto suya que conservo exhibe a un joven fatuo, de sonrisa engreída, en cuyos ojos hoy percibo la arrogancia de quien sabe que no envejecerá.
Enrique casi no bebía, pero era un fumador exasperante. Tenía los dedos manchados de nicotina, y unas líneas profundas surcaban la palma de sus manos. Recuerdo también una marca de viruela en su cara. El a veces se la tapaba con polvo.