Pólvora

A David Lago

Esta mujer que fuma sentada en el sofá destartalado, mirándose la punta de los dedos, no se ha molestado en decimos su nombre cuando el marido la señaló al invitarnos a pasar. Aunque no, es posible que dijera en voz baja:

—María.

Y luego continuara mirándose las manos.

Pero no se puso de pie ni sonrió, como se espera que haga la dueña de una casa. Tal vez no se considera ya la dueña, y en esto tenemos que darle la razón. Los dueños ya no existen, hemos leído en alguna parte, en una página del periódico, en el respaldo del asiento de un ómnibus; o quizás hemos soñado que hemos visto la frase en la mesa de la cocina, o en una punta del espejo, y hemos pensado, con esa inexplicable lucidez del que sueña, que tiene mucha razón el que la ha escrito, y luego, al despertarnos, nos hemos tomado el desayuno o nos hemos peinado creyendo que no tenemos nada, que nadie tiene nada, porque de pronto no hay una sola cosa que podamos sentir como nuestra. Esto es lo malo de los sueños, y en especial de las llamadas pesadillas: son reales, allí están, son verdad.

Pero esta mujer sí es dueña de sus manos, y por la forma en que las mira, uno piensa que algo en ellas no la satisface: quizás las uñas sucias. De ser así, el asunto tiene arreglo. Lo peor sería que se hubiera cortado —aunque no se ve sangre por ninguna parte—, o que se le haya enfermado la piel, o que tenga un defecto de nacimiento, o que simplemente las arrugas plasmen ya su dibujo inevitable. Pero no podemos precisarlo. A esta distancia los detalles se ocultan, pudorosos. Y eso que ya nos hemos comido con la vista las piernas delgadas, el pelo que cae como un chubasco sobre los hombros, el empezar de los senos que sobresale por la blusa media abierta.

Por otra parte, el marido acapara la atención. Es justo que lo haga. A él fue a quién vinimos a ver; él nos invitó por su lado, sin contar con ella para nada; él es el que nos prometió que nos iba a enseñar... algo distinto. Esas fueron sus palabras. Un hombre así merece deferencia. Cuando se dice “algo distinto”, cuando alguien se atreve a decir “algo distinto”, en un sitio donde hace tantos años las cosas son iguales, y donde por lo visto seguirán iguales por muchos años más, uno le debe prestar atención, al menos un momento. A no ser que el tipo sea un charlatán o un loco, como suele ocurrir. Pero eso ya lo comprobaremos. Tenemos toda la tarde, y quizás parte de la noche. O quién sabe si la noche completa. Porque al parecer no tienen niños. Aunque al poco rato María —o como se llame—, ha mencionado de repente al “muchacho”.

—El muchacho quiere dejar los estudios, pero tiene miedo que lo agarre el Servicio Militar.

Y enseguida nos hemos puesto de parte del muchacho. Muy juicioso para su edad, decimos. Porque el hombre explicó que apenas ha cumplido los diecisiete. Y ya piensa como si tuviera ochenta, ha sido el comentario. Y no lo hemos hecho solamente para halagar a los padres: de verdad que el muchacho está en lo cierto. La niña es otra historia.

—La niña prefiere vivir con la abuela —ha dicho el padre—, desde chiquita se crió con ella.

Bueno, en ese caso es natural, decimos. Es la fuerza de la costumbre. Y más si ya cumplió los trece.

—Tu madre tiene la culpa, por consentirla, por complacerla en todos los caprichos —dice la mujer, y por primera vez se ha levantado a servirse un trago de la botella. Es flaca, pero tiene un buen cuerpo.

Por la ventana entra un aire rancio, una brisa que no llega a ser brisa, y el paisaje de Camagüey se extiende amodorrado en el centro de la tarde sin nubes. Porque estamos en un tercer piso. Y en una ciudad plana, alargada y raquítica como ésta, un tercer piso es la cima del mundo. Desde aquí se puede ver el final de la Vigía, el tanque de agua de Villa Mariana, y las vueltas de la carretera Central: una cinta salpicada de lodo, un reptil de escamas negras. Pero a quién le interesa eso. Tenemos el mapa entre ceja y ceja, un trazado febril, un proyecto incoherente, que data de los tiempos coloniales. Lo hemos visto todo desde distintos ángulos, y es siempre la misma cosa: las tejas de barro, las calles de adoquines, los campanarios con su ropa de musgo, los tinajones en los patios de piedra.

Pero hoy todo puede cambiar. A lo mejor vemos grandes avenidas, o casas que no estén apuntaladas, o tiendas repletas de mercancías, de luces. No importa que nunca sean nuestras. Ya estamos acostumbrados a no tener nada, ni siquiera una mujer con el pelo teñido de rojo. Y ella, ¿acaso tiene a sus propios hijos? El muchacho no aparece por ningún lado, y a la niña le gusta más vivir con su abuela, que la mima y consiente. Nadie tiene nada ni nadie tiene a nadie. Sólo tenemos nuestros propios cuerpos, y a veces hasta queremos salir de él. ¿Qué quedaría entonces? Porque aquí nadie cree en nada tampoco. Las creencias son para los locos, los flojos o los ingenuos.

Ahora la mujer se ha vuelto más conversadora, y ya vamos por la segunda botella. Hombre, era hora. Hasta se ha sonreído, y parece que tiene la dentadura sana. Y eso que todavía... ¿qué esperará este hombre? Quizás todo es un cuento, y esto resulta una tarde más, una noche más, unos tragos como todos los tragos, una pareja como todas las parejas, primero peleando y después mimándose, y nosotros siempre de curiosos, de gente metida donde no tiene que estar, sin encajar aquí ni allá. Aunque ya el hombre dijo:

—Ahorita voy a buscar el asunto. Eso sí que es algo diferente.

No faltaba más, decimos, eso es lo que esperamos. Algo que separe este día del resto de los días. Porque todos nuestros días son iguales a todos nuestros días, y todos nuestros años son iguales a todos nuestros años. Como se ve, tenemos algo de poetas. Pero aquí el que quiere ser poeta es uno solo. Por la cara se adivina cuál es. Es este mismo, el que parece más distraído, por no decir más imbécil. Pero cuidado con él. No hay que dejarse llevar por las apariencias.

—Eso para mí no existe —dice la mujer, y la blusa se le abre un poco más—. Pero mi marido es tremendo. A él le gusta probarlo todo.

Pues es igual que nosotros, decimos, igualitico. Hay que gozar la vida. Y ella se inclina, riéndose, y lo sabe, claro, sabe que nos está enseñando más de la cuenta. Seguro que se zafó el otro botón cuando nadie la estaba mirando. Pero después de todo, ¿qué importa? ¿Y qué importa si ahora queremos tocar? Todos queremos siempre tocar, palpar, agarrar... ¿Y para qué? Si no hay amor, lo que se toca termina repugnando, y si hay amor, lo que se toca termina —pero para qué hablar de eso.

—Eso yo lo probé por primera vez, cuando estaba en el ejército —dice el hombre—. Yo pertenecí al ejército rebelde, me alcé con Fidel en el año cincuenta y siete. Yo baje de la Sierra Maestra con los grados de capitán. Pero en el año sesenta me metieron preso, cuando esto empezó a volverse comunista. Yo era revolucionario, pero no ñángara.

Y ahora sí que no decimos nada. De política ni un pelo. Por eso empezamos a hablar de otra cosa. Y luego, como al descuido, aclaramos que sí, por supuesto, a nosotros nos gusta divertimos, pero que no nos metemos en problemas. Respetamos la Revolución, las autoridades, etc. Y al hombre le ha dado por reírse y se levanta —ya está un poco borracho— y cuando viene del cuarto trae el puño cerrado. Y coloca las tres balas en la mesita de centro.

En eso entra el muchacho quitándose la camisa, y nos mira como si fuéramos perros. Perros feos y sucios. A lo mejor lo somos. En la ventana el cielo se va oscureciendo, las nubes de piel rojiza se aglomeran más allá de la ciudad, al final de la llanura. Ya las luces de las calles debían estar encendidas, pero hoy el apagón eléctrico es de seis a nueve. La mujer fue a buscar el farol. Mejor. Nosotros somos gente de oscuridad, gente de media luz, gente que le huye al día, que confunde el atardecer con la madrugada; eso es lo que somos; gente de sombra, gente que anda por las calles cuando las calles ya están vacías. Así que el farol viene bien. Y allí está, colgado de la lámpara —o de la que fue lámpara: ahora es un trasto polvoriento— y de paso favorece la sala. Ya casi no se ven las grietas en las puertas, las cáscaras de pintura en la pared, la madera carcomida de los muebles, los hoyos en el piso. Y a nosotros también nos favorece. Y a ellos. Porque la mujer anda por los cuarenta, y el maquillaje no la ayuda demasiado. Y el hombre es un esperpento. Claro, sólo gente como ésta se siente a gusto con nosotros, reconocidos ya como tipos peligrosos, desubicados, vagos, locos, viciosos, nocivos a la familia y a la sociedad, inmorales, corruptos, antipatrióticos, condenados a la destrucción. Y lo curioso es que nos hemos destruido. Y ya nadie nos pide que confiemos, porque primero no queríamos confiar y terminamos confiando, y cuando quisimos seguir confiando terminamos dudando para siempre.

Pero el muchacho no quiere ser parte de esto. Se lo aprobamos. Nosotros no queríamos ser parte tampoco, y mira dónde estamos. Míranos bien las caras. En el fondo no somos lo que parecemos. Y mucho menos lo que dicen que somos. Pero haces bien en viramos la espalda, en negamos el saludo, en pensar que somos una partida de degenerados. A quién se le ocurre estar aquí, en una casa extraña, a la luz de un farol, bebiendo ron, haciendo chistes obscenos, y hablando de lo que fue y no es, o lo que pudo ser, y esperando a ver si el hombre por fin se decide.

Ahora el muchacho se ha cambiado de ropa y ha salido dando un portazo. La luz se demora en venir. Deben ser casi las diez. Y en esta casa no hay ni radio portátil para oír un poco de música, de modo que el hombre ha empezado a cantar, y nosotros lo hemos acompañado, con voces sentimentales y bien intencionadas. Luego hasta la mujer ha cantado un bolero.

—A lo mejor la pruebo esta noche —dice ella. Y nosotros sabemos lo que quiere decir. Porque para eso estamos aquí. Para probar la pólvora.

Entonces el marido ha abierto con una pinza las tres balas y ha vertido el polvo oscuro sobre un papel.

Pólvora con ron, hemos dicho nosotros. Nunca oímos hablar de eso. Y que conste, que hemos oído hablar de muchas cosas.

—Es un secreto muy viejo —dice el hombre—, es una de las drogas más fuertes del mundo.

Claro que nadie pregunta de dónde ha sacado las balas. ¿A quién le importa eso? El pasado, el futuro, eso es lo que nos ha convertido en lo que somos. El no haber aprendido a vivir para hoy. El miedo a lo que fue, el miedo a lo que será. El miedo a las causas y a las consecuencias. El saber que lo que fue fue malo, y lo que será será peor. Pero eso ya no importa. La pólvora ayudará a olvidar. ¿Quién sabe? Ya el hombre la mezcló en un vaso. Y los callejones serán avenidas, y las casas apuntaladas se erguirán otra vez, y esta mujer será joven y hermosa, y el hombre volverá a ser el peleador, el guerrero que fue en su tiempo. Y nosotros tendremos fe en nosotros. Y allá va el trago, que no sabe tan mal. No se nos ha ocurrido pensar que esto pueda ser veneno. A lo mejor este hombre sí está loco. Pero qué nos importa.

Lo gracioso es que ahora vino la luz. Pero no pasa nada. Las cosas siguen en su sitio, sólo que un poco más feas. Hay que esperar un rato, dice el hombre. Y de pronto se queda dormido en el balance. O a lo mejor está fingiendo.

Fingir, pensamos. Eso es lo que nos ha faltado hacer. Fingir que este pueblo no es este pueblo, que nosotros no somos nosotros, que esta mujer nos gusta más de lo que nos gusta, que el trago con pólvora nos traslada a una nueva dimensión, que nos da igual tocar con amor que tocar sin amor, pues al final es el mismo callejón sin salida, que las paredes están recién pintadas, que somos dueños de nuestros actos, de nuestros sueños, que...

Pero aquí seguimos sin movernos, hablando de lo que fue y no es, o lo que pudo ser, sin tener nada y sin tener a nadie, bebiendo lentamente, cantando con voz desafinada, y luego hemos salido a la calle cuando ya todo el mundo se ha dormido, cuando todo está vacío y no se ve ni un alma, y ahora nos parece que este pueblo es el único posible, y que la vida en él nos pertenece. La vida nuestra. Y también la de ellos.