El armagedón
A Daniel Fernández
—Sí, a mí también me gusta Víctor Hugo. Hace unos meses releí Los miserables, una novela estupenda. Pudiera releerla otra vez, es un libro del que no me canso.
—Pero tiene partes aburridas.
—Claro, como todo libro, y más si tiene muchas páginas. Ese que usted me dijo, Los trabajadores del mar, también a veces se vuelve lento.
—A mí lo que más me gustó fue el final.
—Sí, el final es lo mejor. Es muy hermoso, y también muy cruel, ¿no cree usted?
—Es una lástima que en este lugar no permitan libros.
—No, aquí la crueldad no le hace concesiones a la belleza, ni por equivocación. En realidad esto es un método muy viejo, el método de llevar a la gente más allá del límite, a ver qué pueden sacarle. No es nada novedoso.
—¡Qué triste que tengas que hablar así, con la edad que tienes! Porque tú debes andar por los veinticinco. Pero te sabes expresar muy bien.
—El mes pasado cumplí los veintiocho. Pero el problema mío es que lo único que sé hacer es hablar. Y hablo bastante mierda, la mayoría de las veces.
—Pero tú me dijiste que escribías, y que imitabas de lo mejor a Hemingway. Y además eres un muchacho inteligente. Yo me di cuenta a los diez minutos de entrar aquí, y ya llevo tres días. ¡Quién me lo iba a decir! ¡Tres días en esta pocilga!
—No creo que usted esté mucho más, por lo que me ha contado. Posiblemente la próxima vez que lo llamen sea para llevarlo a la cárcel para esperar el juicio. Porque no espere fianza en una causa política. Eso se queda para los delincuentes.
—Pero ya yo les expliqué a ellos que la causa mía no es política. Aunque yo no soy imbécil, yo sé que están tratando de convertirla en política para pedirme por lo menos diez años. De esta gente hay que esperar cualquier cosa. Ya yo estoy curado de espanto.
—Tiene razón. Pero el caso suyo no es tan grave. Aunque yo pensaba que el mío no era grave tampoco, y ya usted ve, llevo aquí casi dos meses.
—¡Dos meses entre estas cuatro paredes! En dos meses aquí cualquiera se vuelve loco.
—Bueno, yo no he estado solamente entre estas cuatro paredes. Me han cambiado cinco veces de celda. Primero estuve en la diez, después en la dieciséis, después en la siete, después en la veintinueve, y ahora aquí. Mire, en la veintinueve sí estuve medio loco. ¿No le conté lo de la cuchara? Es que me da vergüenza. Allí yo estuve solo como una semana, y a los cuatro días me puse a cantar. Necesitaba oír algún sonido. Claro que hubiera preferido otro sonido, pero qué iba a hacer. Llevaba la cuenta de cada canción que cantaba. Canté ciento cincuenta y siete canciones, algunas hasta en inglés. Al principio me mandaban a callar, me mandaban al carajo, me amenazaban, pero después se aburrieron. El oficial que me interrogaba no quería hablar conmigo en esos días. Me había dicho que solamente iba a hablar conmigo después que yo firmara un papel. Un papel que decía una mentira.
—¿Qué mentira?
—Nada, una estupidez. Querían que yo dijera que un amigo mío también había leído la novela que dio lugar a esta jodienda. Que yo le había dado a leer la novela. Pero esa estupidez le costaría a mi amigo que lo metieran aquí, y yo no quiero verlo en esta ratonera. Aparte de que no es verdad que él la leyera... Pero bueno, le iba a contar lo de la cuchara. El oficial esperaba que yo le mandara a decir que iba a firmar, y yo no podía aguantar el silencio ni las conversaciones que inventaba, ni tampoco podía dormir, y me pasaba todo el tiempo cantando...
—¿Pero ciento cincuenta y siete canciones? Yo nunca pensé que una persona pudiera saberse esa cantidad de canciones...
—Yo tampoco. Pero el caso es que me las sabía bastante bien.
Y quiero que sepa, después de eso hice un inventario general, y me sé más de cuatrocientas.
—¡Cuatrocientas canciones! Yo ni sabía que había cuatrocientas canciones. Nosotros cantamos muchos himnos en el Salón, pero no pasan de cincuenta. Y yo nunca me he aprendido de memoria más de diez.
—Eso es sin contar los himnos. ¿No le dije que fui evangélico hasta los quince años? Yo me sé como cien himnos. Pero no quería cantarlos en ese momento, no quería ni acordarme...
—Yo creo que en el fondo tú eres medio ateo. Me dijiste que sí, que crees en Dios, pero a veces hablas de una forma...
—No, usted está equivocado. Yo creo en Dios. Pero esos himnos me recordaban algo que quería olvidar. La música revive muchas cosas. En fin, lo que le decía, que ya yo iba por la canción ciento cincuenta y siete cuando me trajeron la comida, y de pronto me vino una idea, así, como de la nada. Como no tenía hambre, metí la cuchara por la rejilla y rompí el bombillo, y empujé la punta hasta el sócket. Fue una idea muy estúpida.
—Lo que yo digo. Si creyeras en Dios no hubieras hecho eso.
—No, en esos momentos no creía en Dios. Luego me arrodillé y le pedí perdón. Ya le dije, yo estaba medio loco...
—Pero te desmayaste...
—No, nada, cuando rompí el bombillo sentí un corrientazo, nada del otro mundo. Fue una cosa muy estúpida. Pero después de tantas canciones ya yo no sabía ni lo que estaba haciendo. El guardia abrió la puerta y me dijo riéndose que si volvía a hacer esa gracia iba a comer con la mano.
—A ti lo que te falta es un nuevo encuentro con Dios. Yo sé que Jehová nos ha traído aquí con ese propósito, para que te acerques a El por medio de mi mensaje. Estamos viviendo en los últimos tiempos...
—Usted no lo va a creer, pero ya yo tuve aquí un encuentro con Dios. Se lo digo en serio. El último día en la veintinueve me lo pasé cantando himnos. Después el oficial me mandó a buscar y me dijo que no tenía que firmar ese papel si yo no quería. Y entonces me pasaron a esta celda.
—¿Qué le habrá pasado al otro muchacho que estaba con nosotros? ¿Cómo se llamaba, Pedro?
—A saber si se llama Pedro. Aquí muchos inventan un nombre. Todo el mundo piensa que los otros son infiltrados, y nadie confía en nadie al principio. En la celda diez un hombre estuvo casi quince días sin decirme cómo se llamaba. Era una buena persona, que había caído en una trampa. Estando aquí le avisaron que el padre se había muerto, y por fin lo llevaron escoltado al velorio. Estaba muy ojeroso, pero siempre sonreía. Digo, si a eso se le puede llamar sonrisa. Yo trataba de mirarlo lo menos posible. Cuando entramos en confianza, me confesó que había pensado que yo podía ser un chivato, y se disculpó muchas veces, siempre con la misma sonrisa.
—Pues para que tú veas, yo nunca he pensado eso de ti. Tú no pareces un chivato, sino más bien un poeta.
—Bueno, después de dos meses en este lugar cualquiera parece poeta. Pero se lo agradezco, porque la cosa que yo más quiero en el mundo es ser poeta. Pero uno de verdad, no uno de esos farsantes que se ven ahora donde quiera, oportunistas, vendidos, dispuestos a hacer cualquier cosa por publicar un librito pendejo. Yo le agradezco su confianza, a mí usted tampoco me parece un infiltrado. Aunque en el fondo, para serle sincero, no me importaría si lo fuera, en ese caso sólo me daría asco. Lo miraría como una araña, o una rana, o uno de esos bichos...
—Yo pienso igual de esa calaña, pero pueden hacer mucho daño, tienen poder para destruir. Aunque si uno confia en Jehová, no hay por qué temer a los enemigos. Tú deberías leer la Biblia otra vez. Leerla en serio, estudiarla a conciencia, con la guía de...
—Yo leo mucho la Biblia, es mi libro favorito.
—¿Pero crees en lo que dice?
—Yo no pienso en la Biblia en términos de verdad o mentira.
Su profundidad está por encima de eso, y además, es un libro hermoso, un...
—Es la Palabra de Dios.
—Pero no se olvide que fue escrita por hombres. Lo que sí reconozco es que tiene una inspiración divina, por llamarlo de alguna...
—Allí está el error de ustedes, los intelectuales. Complican demasiado las cosas. La Biblia dice que estamos en los tiempos finales, y ustedes a lo mejor lo toman como una metáfora. ¿Metáfora, así es como se dice, no?
—Sí, es posible que lo que usted quiera decir sea metáfora. Pero conmigo se equivoca, yo no me considero un intelectual. Ni siquiera confío mucho en el intelecto.
—¿Y en qué confías tú?
—No le sé explicar. Confío en que un día saldré de aquí, por ejemplo.
—Vamos, esa es una evasiva. Pero es una lástima que un joven como tú no se prepare para el juicio final. Y el día está allí mismo, a la vuelta de la esquina, te lo garantizo. Las señales de los tiempos se ven...
—Perdone, pero vamos a cambiar el tema. De algo tenemos que hablar, pero a mí no me gustan las polémicas, ni religiosas, ni políticas, ni de ningún tipo. Yo respeto a los Testigos de Jehová, creo que son una gente valiente, como usted mismo ha demostrado. Yo admiro mucho la valentía, la admiro sobre...
—Tú también eres valiente, pero cuando hiciste eso de la cuchara se te salió lo de cobarde.
—Sí, tiene razón. Es extraño, porque siempre he pensado que soy muy cobarde, y en ese momento me sentí valiente. Personalmente, no tengo nada contra la cobardía, mientras ésta no haga daño a otras personas, fuera del propio cobarde. Pero la cobardía es fea, muy fea. Yo estoy tratando de ser lo más valiente que puedo, porque no quiero sentir repugnancia de mí mismo. Eso es terrible, sentir asco de uno mismo después de haberse portado como un cobarde. No creo que Judas se matara por cargo de conciencia, sino por repugnancia.
—En parte eso es verdad. Pero el suicidio también es soberbia, es tomarse uno la atribución de Dios. Y cuando llegue el día...
—¿Está seguro que se aprendió la dirección de mi familia? ¿Y el nombre de mi tío? Acuérdese que usted seguro se va primero que yo, y quiero que me haga el favor de escribirles una carta. Por favor, no deje de hacerlo, ellos tienen que estar desesperados, sin saber si...
—No me queda más remedio que reírme. Tienes arte para cambiar la conversación. No, muchacho, no hay quién te convenza. No te preocupes, me lo sé todo de memoria, ya te lo he repetido una pila de veces. Yo también tengo buena memoria. Aunque no para aprenderme ciento cincuenta y pico de canciones...
—Vale la indirecta. Pero usted tiene que entender mi situación. Mi familia no sabe de mí, no sabe ni siquiera que me trasladaron de Camagüey a La Habana. A lo mejor piensan que estoy muerto, usted sabe cómo son la gente del campo, todo los asusta. Yo quiero que usted le diga...
—Sí, ya sé lo que tengo que decir, que no te han golpeado, que estás comiendo bien, que esperas que todo se resuelva pronto, y que le digan a tu mamá que te llevaron para Angola, y que no te dieron chance a despedirte. Esa es una buena historia, ¿pero tú piensas que ella se la va a creer?
—Sí, mi madre tiene mucha voluntad para creer. Por creer demasiado, por tener tanta fe, hoy está como está, frustrada, decepcionada de todo.
—Tú hablas como si estuvieras contra la fe.
—No, yo admiro la fe, la admiro sobre todo. No me entienda mal. La fe es un don extraordinario, pero puede resultar dañina. Mire también el caso de nuestro país. El pueblo de Cuba se jodió porque una vez tuvo fe.
—No hables tan alto. A lo mejor el guardia está detrás de la puerta. O puede ser que tengan grabadoras.
—No creo que aquí haya grabadoras. En estos seis metros no tienen dónde ponerlas, ya nos hubiéramos dado cuenta. Y los guardias se ven demasiado imbéciles para poder repetir lo que uno habla. Pero tiene razón, no es bueno hablar así. Aunque ellos saben lo que uno piensa, no se engañe.
—Yo lo que pienso es que el fin está cerca, y mi deber es decirlo. No entiendo nada de política, ni tengo nada que ver con política. Yo estoy aquí por decir que el mundo se va a acabar.
—Pensándolo bien, no es tan mala la idea. Pero no, no me burlo de usted. Vamos, cambie esa cara. Ya le dije que soy un creyente a mi manera, y además, respeto su opinión. Pero no podemos estar tan serios; un chistecito de vez en cuando no viene mal. Si nos ponemos solemnes esto no hay quién lo aguante.
—Pero La Palabra de Dios sí hay que tomarla en serio. No se puede relajear lo sagrado. Aunque tú no quieras, me vas a oír un momento, hazme el favor de no interrumpirme. Fíjate, la Biblia dice que los ángeles van a venir con un sonido de trompetas. Allí está, en el Evangelio de San Mateo: allí dice que los que están en la ciudad van a querer huir a los montes. Y pobres de aquellos que no están en el número de los redimidos. (Son muy contados los que están, óyeme bien, son poquiticos.) Pero tú todavía estás a tiempo. Mira que los impíos van a ir directo al fuego, no va a haber clemencia, no va a haber piedad. La Biblia habla bien claro. Dice que allí entonces será el lloro y el crujir de dientes...
En ese instante la puerta se abrió con estrépito. Un guardia de rasgos aindiados dijo con sequedad:
—Dos once tres setenta y ocho, recoja.
—Eso quiere decir que no regresa. Recuerde lo que le dije. Le deseo muy buena suerte.
—Yo deseo que te arrepientas de tus pecados, y también que te den pronto la libertad. Pero acuérdate que aquí en esta tierra nada importa. El reino de los cielos se acerca.
—No hable más porquería, y apúrese en recoger sus cosas —dijo el guardia—. No estamos para sermones.
—Eso mismo piensa este muchacho. Bueno, ha sido un placer conocerte, a pesar de las circunstancias. Y Víctor Hugo fue un gran escritor. Me alegra que a ti también te guste.
—Lo mismo le digo. No se olvide de mí.
Cuando se cerró la puerta, el que quedó en la celda miró fijamente el bombillo tras la rejilla negra. Luego contó los cuadritos de hierro. Pero al rato decidió que necesitaba distraerse de otra forma. Podía cantar el repertorio de los Beatles. Sí, esa era una gran idea. Y por supuesto, comenzaría por la melodía que los hizo famosos. La letra era sencilla, y él la recordaba completa. El título de la canción era Love me do.