El baile de San Vito

A Elio Poblador

I

Aunque sus padres eran comunistas, a la joven Adelita le gustaba el rock'n'roll.

Una juventud gritona, de ropas ceñidas y cabello indócil, llenaba su casa cada sábado, mientras los padres se refugiaban en el patio bajo la enredadera, más allá de los tinajones y de la enorme cocina. Era una casa del siglo diecinueve, con puertas y ventanas coloniales y patio interior, cuyas paredes reclamaban pintura. El hermano de Adelita, el único hermano, estaba preso desde los dieciocho años, y ya había cumplido los veintiuno, fumando ávidamente tras un notorio enrejado de barrotes. Los padres no eran un matrimonio feliz.

Sin embargo, la casa resistía los embates de las fiestas semanales.

El Comité de Defensa de la cuadra no se preocupaba por el alboroto, ya que ellos mismos presidían el Comité. La policía tampoco molestaba, pese a las peleas provocadas por los tragos, pues Manuel Olivera era un fiel informante. De modo que los bailes duraron desde el año setenta y cuatro hasta el setenta y seis.

La enredadera floreció varias veces en estos dos años. En el patio centenario, las flores, las quebradizas hojas, se amontonaban frágiles alrededor de los balances de hierro. El viejo Olivera había improvisado un pequeño salón bajo las ramas, y a la luz de una lámpara el matrimonio leía o conversaba, mientras en la sala se desataba la orgía. Porque si bien ninguno de los celebrantes se desnudaba, ni los escarceos sexuales pasaban de simples besitos, o de rápidos apretones detrás de las cortinas, la forma de bailar era una desvergüenza. No había otra palabra en el diccionario, se decían los padres. ¡Y cómo tomaban el alcohol de farmacia preparado con agua!

Era una desvergüenza, una desfachatez, murmuraban los viejos, entre suspiros, mientras humedecían con dedos nerviosos las páginas de libros que nunca llegaban a leerse del todo.

—Nos vas a matar —le decía Adela a su hija cada domingo por la mañana, tratando de enmendar los estragos—. Nos vas a matar, mala hija.

—Esto se tiene que acabar, se tiene que acabar ya, ¿me oíste? —decía Manuel con manos temblorosas (él también había tomado largos tragos durante la noche, sentado bajo la enredadera)— Está bien una fiesta cada dos o tres meses, pero esta bacanal todos los sábados no puede seguir. ¿Me oíste? ¡No puede seguir!

—Pues si no puedo hacer lo que me da la gana me voy de esta casa —contestaba Adelita— y me voy a tirar por la calle del medio.

Y con un hijo en la cárcel y una hija puta no piensen que van a seguir en el Partido.

—¡Puta eres ya, malagradecida! —gritaba el viejo— ¡Y a Manolita no lo menciones, que bastante tiene con su desgracia! El Partido sabe que no tenemos la culpa de que tu madre pariera un diablo como tú.

—Tú pusiste tu parte —decía la madre, sacudiendo con violencia una estera.

—Yo sé que tú prefieres a Manolita —le decía Adelita a su padre—. No te importa que se limpiara con tu comunismo, y que lo agarraran montado en una lancha.

—Baja la voz, que los vecinos te van a oír —pedía Adela.

—¡Qué me oigan! ¿Lo oyen? ¡A Manolita lo agarraron en una lancha! ¿Lo oyen todos? ¡Manolita se quería ir de Cuba en una lancha!

—¿Estás loca, Adelita? ¿Tú estás loca? —decía Adela, y añadía— Esta vida así es una maldición.

Pero por la tarde ya los tres habían olvidado el asunto. Porque la hija quería a los padres, y los padres querían a la hija. La siesta del mediodía, con su breve letargo, borraba la contienda. Además, tenían una casa antigua pero hermosa, y la sombra era fresca bajo la enredadera cuando caía la tarde.

Los padres, que desempeñaban cargos en el Gobierno, eran respetados (y temidos también) por los vecinos. Adelita era inteligente y graciosa, sólo que un poco atolondrada: problemas de la edad. Manolito saldría de la cárcel en menos de un año: le habían echado cuatro por intento de salida ilegal. Marta, su novia, lo esperaba para casarse, y quizás, pensaba Adela, para la fecha de la boda de su hermano Adelita querría casarse también. Pero que ni pensara en eso: primero tenía que terminar sus estudios. ¿Qué se creía, la muy pizpireta? Todavía era una mocosa.

Los lunes por la mañana, Adelita salía con su uniforme colegial, el pelo recogido en una trenza, la mirada arrogante bajo las gruesas pestañas. Su caminar era provocativo, y la falda dejaba al desnudo las rodillas; pero hay que admitir, se decían los padres, que la moda siempre había sido la moda. Bajo los árboles del Casino Campestre, la muchacha, rodeada de varones, ignoraba la maledicencia de sus compañeras.

—Es muy sata —decían algunas.

—Es una machorra —decían otras.

Pero en el fondo todas la envidiaban.

Al llegar a la casa colonial, Adelita encendía el tocadiscos de la sala, y recostada en el sofá hacía el recuento de sus enamorados, siguiendo con el pie el ritmo de la música. En ese instante, sin saber por qué, sentía un vago deseo de ser otra, de tener otro nombre, otra casa, otra vida. Por la calle pasaba un carretón tirado por un viejo caballo, cuyos cascos repicaban sobre los adoquines. Las losetas del piso habían perdido el brillo, y la claridad del atardecer resbalaba sobre los diseños de débiles trazos. El retrato de su hermano reposaba en un marco suntuoso. Manolito le había dicho la semana anterior:

—Hasta aquí llega la música de tus fiestas.

—Tú te buscaste estar en esta pocilga, mijito, y yo no voy a pagar por eso —le dijo ella. Pero luego añadió, compungida— Seguro que esa chismosa de Marta te ha venido con cuentos.

—No le digas chismosa a mi novia —alzó la voz el hermano—. Marta vale mil veces más que tú.

El guardia que los cuidaba levantó la cabeza.

—¿Es que van a pelear después que hace dos meses que no se ven? —preguntó la madre en un murmullo—. Pórtense como hermanos aunque sea una vez.

Las puertas que separaban el salón de visita del resto de la cárcel recordaban puertas de nevera. Claro que detrás de ellas no había carne congelada, sino carne viva. El policía de turno, con las cejas fruncidas, se tocaba a cada rato la gorra verde olivo que le cubría la frente: lo inquietaba la muñeca de pelo lacio que cruzaba las piernas exageradamente, mostrando en su descuido una prenda interior. Luego acompañaba a la madre y la hija hasta el patio donde el sol deslumbraba con su súbita fuerza. Los muros estaban coronados por alambres de púas. Adelita le rogaba a su madre que apurara el paso.

Temprano en la mañana, Adela se maquillaba en el espejo del baño, retocando en vano la piel irreparable, mientras el viejo Manuel carraspeaba en el cuarto, tosiendo varias veces antes de ponerse el calzoncillo. Siempre había dormido desnudo. Luego, durante el desayuno, observaba de reojo a su única hija.

—Muchas personas no toman esta leche —le decía a Adelita—. Pero algún día la van a tener. Para eso tu madre y yo estamos luchando.

Entre tanto, la Casa Provincial del Partido les suministraba mensualmente una cuota especial de víveres, que enriquecía la alacena y el refrigerador, y que provocaba la admiración de los invitados a las fiestas. Poco antes que comenzara el baile, Adelita colocaba las botellas del “preparado de alcohol” (los jóvenes no tenían recursos para comprar legítima bebida) en la nevera, apartando hacia un lado las carnes congeladas, y botando en ocasiones un pollo apetitoso, o un arroz mojado con manteca de cerdo. Entonces René, el enamorado más insistente, repetía lo mismo:

—Deja algo para nosotros, los muertos de hambre.

Pero Adelita le daba preferencia a la bebida: este aspecto práctico lo había heredado de su padre. Un sábado había llegado incluso a echar en la basura una fuente de viandas. En ese instante Arturito entraba en la cocina, y gritó, dando un salto:

—¡Los Beatles se van a volver a reunir! Let it be!

La tía de Miami le había enviado a Arturito un long-playing de los maestros, y el disco comenzó a retumbar en la sala desde la media tarde. Manuel Olivera y su mujer lo consideraron aceptable, llegando a tararear, al cabo de unas horas, dos de las melodías, hasta que Adelita, totalmente borracha, vomitó en el baño un líquido herrumbroso. Unas manchas de color sangre salpicaron los antiguos mosaicos. Manuel y Adela, alarmados, se apresuraron a señalarles a los fiesteros la puerta de la calle.

Pero a la media hora Adelita se sintió mejor, y se empeñó en poner otra vez el disco que Arturito había dejado en la precipitada despedida. La muchachita se negaba a acostarse, a pesar de que ya amanecía. Llamaba a gritos a un tal Fernando. Los padres le frotaron la cabeza con hielo, le aflojaron la ropa, y le dieron a oler un frasco de amoníaco. Luego, mientras recogía las botellas y vasos, Adela pateó con disimulo el tocadiscos que todavía sonaba. Una delgada grieta en la pared aumentaba su resentimiento.

—Ni una fiesta más —dijo Adela.

Pero al sábado siguiente trajeron un disco nuevo de los Rolling Stones.

II

En la boda de Manolito los invitados fueron escogidos con riguroso celo. Nada de pepillería histérica, dijeron los padres, y los novios, demasiado ocupados con sus rostros (y cuerpos) no pusieron objeción alguna: Manuel y Adela les avisaron sólo a los familiares más allegados, y claro, a los amigos del Partido.

Hubo danzones y guarachas en vez de música estridente en inglés, y Adelita bailó con su novio Fernando hasta la medianoche. Después de la boda, Marta se puso un juego de blusa y pantalón azul turquesa, comprado en La casa de las novias después de una cola que duró una noche y parte de un día, y Manolito dijo un adiós aturdido a los presentes para disfrutar de su luna de miel. Todos besaron efusivamente a la pareja, con ese calor que se experimenta por breves minutos ante la felicidad ajena, y que luego se convierte en un vago escozor. El carro de alquiler había sido contratado con varios días de antelación, y su chofer aceptó comprensivo las latas colgadas en el parachoques, cuyo estrépito los acompañó a través de la ciudad desierta.

De inmediato los invitados —los pocos invitados— estimulados por tres botellas de verdadero ron (no ese veneno que toman los muchachos, dijo Adela), se trasladaron eufóricos al patio, mientras Fernando y Adelita se besaban a tientas en la sala.

Al rato Julián, el tío de Marta, comentó de manera casual que se había negado a ir a Angola cuando lo citaron para el reclutamiento.

—Yo estoy dispuesto a morir por mi patria —dijo Julián—. Pero no me voy a joder por un montón de negros de una tierra que ni conozco.

—Porque tú eres un egoísta —le dijo Armando, el jefe de la Empresa Forestal, amigo íntimo del padre de Adelita—, tú no tienes visión política.

—A mí eso me parece intervencionismo —dijo la mujer de Julián—. Lo mismo hicieron los yanquis con Cuba.

(En realidad la mujer estaba enamorada de su marido.)

—¡No pongan ese ejemplo! —gritó Manuel, olvidando que era su casa, y que se trataba de la boda de su hijo—. Si vamos a Angola es porque queremos mejorar la situación allá; los pobres angolanos necesitan ayuda —y tosió con un resuello nervioso—. Pero luego no nos vamos a aprovechar, como hicieron con nosotros los puñeteros americanos.

—Todos somos americanos —dijo la mujer de Julián, esta vez en voz baja.

—No, nosotros no nos vamos a aprovechar —dijo Julián—. ¡Qué va! Son los rusos los que van a coger el jamón. Ellos nos mandan. Ellos nos dicen lo que hay que hacer. Nosotros somos la carne de cañón, y ellos después se anotan el tanto. No son bobos, no son bobos.

—¡Ellos son los que nos han sacado de la mierda! —gritó un invitado—. Tú siempre fuiste un asqueroso muerto de hambre, y ahora eres gente. Gracias a los rusos, como tú dices. Yo te conozco de atrás. Los americanos no te pagaban ni una peseta cuando tú les limpiabas las botas.

Todas las caras se habían puesto serias. El ron circulaba con rapidez bajo la enredadera, en vasos de metal que al chocar entre sí resonaban como hojas de cuchillos. Las mujeres habían dejado de mirar los zapatos de las otras, y entre avergonzadas y confundidas, esperaban a que los esposos dijeran la última palabra. Pensaban además que la mujer de Julián era una pretenciosa. Adela se levantó en silencio para limpiar el cristal de una mesa, donde se había derramado bebida, y al inclinarse se le vieron los senos, lo que provocó una risita en la hermanita de Marta. Pero la niña se tranquilizó pronto, al sentir un fuerte pellizco de su abuela.

—Tú lo que eres es un vendido —le dijo Julián al hombre que lo había insultado—. Seguro que te has vuelto chivato para comer carne de vaca todos los días. Pero la carne de vaca no vuelve gente a nadie. Y quiero decirte una cosa: yo siempre fui gente, aunque lo que comiera fuera piltrafa. Y más que gente fui hombre, lo que tú nunca has sido.

Allí vino el primer puñetazo, tan rápido que nadie pudo evitarlo. El hermano de Julián, no por política, sino por lealtad, se puso de su parte, y en menos de un minuto cinco individuos se enredaban a golpes. La pelea, magnificada por atroces insultos, repercutió al instante en los objetos: dos o tres mesitas de cristal se astillaron; un búcaro se quebró en el piso; las sillas cambiaron de lugar como arrastradas por hilos invisibles, volcando en su tropel los vasos, las botellas. Las mujeres dijeron unos griticos, mezcla de entusiasmo y angustia. En ese instante Adela abofeteó a Manuel. Ella se consideraba responsable de la situación, ya que ésta era la noche en que su hijo se había casado.

—¡Parece mentira, Manuel! —gritó Adela—. ¡Los muchachos dan fiesta todos los sábados, y nunca han roto nada!

Pero Manuel le respondió con otra bofetada. Luego gritó:

—¡Cuando se tiemplan a tu hija en la sala tú te tapas los ojos! ¡Pero cuando hacen contrarrevolución en mi casa, tú quieres que yo me quede callado, como si yo fuera pendejo!

En ese momento Adelita apareció chillando en el pasillo. Golpeaba los tinajones y apartaba las arecas con sus manos delgadas, estropeando el anillo que Fernando le había robado a su abuela para complacer a su primera novia.

—¡O se acaba todo esto, o me voy yo! —gimió Adelita—. ¡O se va toda esta gente, o me voy yo! —y volviéndose a su padre le dijo— Y quiero que me oigas bien: ¡a mí nadie me ha templado en la sala! Pero después de esta noche no respondo, y si lo hago, ¡tú vas a tener la culpa!

Esta intervención, que impresionó a todos, paralizó la riña. De repente el problema de Angola perdió vigencia bajo aquellas estrellas que brillaban. Un penetrante aroma de jazmín ponía una nota incongruente en la atmósfera tensa del patio, y Adela, con un gesto mecánico, vació medio litro de ron en el cantero, mientras su hija se arreglaba el peinado.

—Perdonen, compañeros, esto no debía haber pasado —decía Manuel, conduciendo a la puerta a los invitados, que se apresuraban por salir.

Pero Julián, el tío de Marta, el que no quiso conocer el África, escupió en el pasillo, y le dijo a Manuel:

—Mira, viejo, yo creo que tú eres buena gente, pero te arrastras como la otra calaña. Tú no crees en Cuba ni en Angola ni en nada, tú lo que quieres es vivir bien. Y en esta casa yo no vuelvo a poner un pie. Lo siento por mi sobrina, que es como si fuera hija mía.

—Tú no me conoces —dijo Manuel, tropezando con una lámpara; la sangre se agolpaba en su cabeza—, pero lo que yo siento es que tú seas el tío de mi nuera. Si no fuera por eso te sacaba de aquí a patadas.

Y un simulacro de pelea se promovió a la entrada del comedor. En realidad ninguno de los dos quería agredir al otro: ambos trataron de no romper nada y de no golpearse seriamente. Eran dos hombres mayores, orgullosos de tener opiniones propias, preocupados por mantener su hombría ante los ávidos espectadores, pero con cierto respeto al prójimo. Hay un trecho entre la violencia y la irresponsabilidad propias de la juventud, y esta jodedera de tener la razón o no, pensaron más o menos los dos.

Y ambos también se dijeron:

—Esto es una estupidez, y a lo mejor llega la policía.

Al instante las mujeres los separaron sin dificultad, mientras se lanzaban entre sí miradas furibundas. La cortina de la saleta había sido arrancada, y en el pasillo, donde una lámpara se había fundido, Fernando, el novio de Adelita, que había bebido más de lo que solía, celebrando su reciente noviazgo, dormitaba recostado a una silla. El muchacho roncaba, con la boca entreabierta, ignorando la pequeña tragedia que había malogrado la fiesta de la que él consideraba su futura familia.

Y Adelita, todavía agitada, limpiándole la sangre de la cara a su padre, dijo con firmeza:

—No piensen que me voy a casar con ese guanajo.

III

La insistencia de la gente por preservar el pasado —sobre todo cuando se trata de cosas, y no de personas— hizo que la Comisión Histórica de la ciudad de Camagüey les propusiera a los Olivera un buen negocio: ceder su casa para Monumento Nacional —algo como un museo. Ellos, los preservadores, le darían a cambio una residencia moderna. Y los mal pensados de la Comisión añadieron en secreto:

—Los Olivera se deben a sus hijos. El muchacho dejó a la mujer después que la sorprendió en la cama con otro. Y la hija piensa que todavía tiene quince años, dando fiestas todo el tiempo. Les conviene más una de esas casas que los gusanos dejaron en Vista Hermosa, cuando se fueron para el Norte, que ese caserón jodido de la plaza San Juan de Dios. Ya los ratones y las cucarachas están acabando con las paredes, por no hablar de las carcomas, que el día menos pensado tumban los horcones y el techo.

En efecto, los ratones y cucarachas abundaban, pero sólo tarde en la noche, después que cesaba la música. Porque ahora Adelita, en el tercer año de Instituto, daba fiestas los viernes, sábados y domingos. En el año setenta y seis Arturito recibió de Miami el Band on the run de Paul McCartney (and Wings), y la casa se llenaba de adolescentes, de ojos voraces y piernas intranquilas, fanáticos de la música moderna.

—Ya los Beatles no se van a reunir —decía Arturito—, todo por culpa de esa maldita china.

—McCartney solo suena casi mejor —decía Adelita, y subía el tocadiscos a todo volumen.

—¡Adelita, baja eso! —gritaba Adela desde el cuarto.

Pero la familia se resistió a abandonar el lugar.

Por las ventanas enrejadas, ahora abiertas, los curiosos se asomaban a observar a aquella jovencita de pelo lacio que bailaba con brusquedad entre una multitud de mozalbetes. Pocas muchachas asistían a las fiestas. Adelita no tenía amigas, ni tampoco las procuraba. Al parecer se sentía satisfecha entre los bailadores del otro sexo, que saltaban sobre las losetas como si quisieran hundirlas.

El padre se había buscado una querida, y apenas paraba en casa. Las cosas no andaban bien por su trabajo: el Partido, después de deliberaciones y actas de oscura retórica, lo había sancionado por dos años, alegando pereza, indisciplina. Adela se refugiaba en casa de las vecinas, que la recibían con una sonrisa compasiva que apenas ocultaba una intensa satisfacción. Mano —lito, después de la infidelidad de su mujer, bebía todos los días y armaba jaleos en los bares. Había adoptado el papel de bufón, y si llegaba a la casona de San Juan de Dios cuando todavía la animaban los discos— casi siempre los mismos —daba algunos pasos de baile en medio de la sala, hacía gestos obscenos que los invitados aprobaban con carcajadas, y luego se acostaba en el cuarto a oscuras. La música, y tal vez los recuerdos, lo perturbaban durante un rato, pero al final el sueño empapado de alcohol terminaba por rendirlo. Nunca se quitaba la ropa ni los zapatos. A veces la madre se deslizaba en la sombra y lo desvestía en silencio. Adela sabía que la hija iba a continuar con su alboroto hasta tarde, y que el marido no vendría en toda la noche.

Cuando Manuel llegaba por la mañana, y tomaba el café con solemnidad, mirando a su alrededor con mirada acusadora, como si todo el mundo fuera culpable de algo, se dirigía a su mujer con pocas y secas palabras.

—¿Hasta cuando vas a dejar que tu hija siga con sus escándalos? —le decía—. Los vecinos se quejan de que no pueden dormir.

—Tú tampoco puedes dormir —decía Adela—. Pero es que ella no te deja. Aquello le pica demasiado. Pero tú no sabes rascarla bien, y ese es todo el problema. Tú hijo lo haría mejor que tú.

—Mi hijo lo único que hace es tomar ron. Tú no le enseñaste otra cosa mejor.

—¡Oigan quién habla! ¡El ejemplo de padre! —decía Adela, revolviendo el montón de vasos y platos sucios: había olvidado de pronto cómo fregar—. Trae esa sarnosa aquí y acuéstasela en la cama, a ver si vuelve a hacerlo contigo.

En ese momento Adelita, ojerosa, aparecía en la puerta.

—Si siguen hablando así me voy de la casa —decía, abriendo la puerta del refrigerador—. Da vergüenza que los vecinos oigan.

—Pero no da vergüenza que oigan la bulla del tocadiscos toda la noche —decía Adela, y echaba la leche en el jarro para hervirla—. Anda, siéntate para que te desayunes. Mira como estás, pareces una muerta. Un día de estos tú vas a saber lo que pasa una madre.

Y Adelita bajaba la cabeza.

Manolito se despertaba por el mediodía, quejándose de dolor de estómago. Apenas recordaba lo que había ocurrido la noche anterior. A esa hora el padre ya se había marchado, y el joven, al no encontrar leche en la nevera, insultaba a su hermana, que le contestaba a su vez con una vil ofensa. En ese instante los amigos de Manolito tocaban a la puerta, y la cara de éste se transformaba: el saber que había otras personas en el mundo fuera de su familia le bastaba para apaciguarse.

Porque allí en la acera estaba Arturito con sus discos, que la tía de Miami seguía enviando fielmente cada cinco o seis meses. Arturito venía vestido con ropa americana, rodeado de cuatro jóvenes que se disputaban el derecho de sujetar los discos bajo las axilas manchadas de sudor. ¿Y qué hacía Fernando en todo esto? Manolito se sentía incómodo al ver el rostro apenado del que una vez fue novio de su hermana. Ahora a Adelita la cortejaba un checo. Los cinco visitantes entraban con timidez por aquella puerta grande de madera, que la Comisión Histórica envidiaba, y se sentaban a escuchar a Led Zeppelin, mientras mandaban a buscar una botella de ron con Reinaldo, el vecino borracho de la esquina. Adelita se maquillaba cuidadosamente en el cuarto y luego salía sin decir una palabra. Se sentaba en el brazo del balance donde su hermano se mecía, y mientras en el tocadiscos sonaba por tercera vez Stairway to heaven, ella le acariciaba la nuca con descuido, para demostrarle que ya había olvidado las groserías que ambos se habían dicho una hora antes.

El arquitecto checo llegaba al poco rato, para embarazo de los visitantes, que no sabían cómo comportarse frente a un extranjero. Adela colaba un café que casi nadie tomaba, ya que el ron desplazaba a cualquier líquido. Las tacitas quedaban a medio llenar, entre carátulas gastadas de discos y vasos en los que se ha bebido hasta la última gota.

Cuando finalizaba la botella Manolito se despedía, y seguido de su tropa se disponía a iniciar el recorrido habitual por cabarets y bares, donde juergueaba hasta la medianoche. Sus secuaces lo dejaban solo a lo temprano, para regresar a tiempo para la fiesta, donde el checo, ya un poco borracho, se sentaba a mirar el grupo en cuyo centro giraba su novia. Ya Adelita se había acostado con él varias veces, y él esperaba paciente la próxima ocasión. Pero la estridencia de la música lo embotaba. La joven tampoco parecía prestarle atención: obviamente disfrutaba mucho más con el baile. Al fin el hombre se levantaba, simulando un perfecto equilibrio, y ella lo acompañaba hasta la puerta diciéndole que sí, que tal vez mañana.

Cruzando la plaza con paso tambaleante, se juraba que al otro día llamaría a la Embajada, y diría que necesitaba regresar a Checoslovaquia, que el clima de este país tropical le hacía daño. Pero nunca lo hacía. El amanecer lo encontraba entre sábanas y prendas interiores impregnadas de una densa humedad. Corría hacia el baño, se lavaba los dientes, y comenzaba un nuevo día entre aquellos edificios que jamás acababan de construirse, cuyos esqueletos levantados a medias parecían pesar sobre sus hombros, mientras la música de la noche anterior resonaba en su cabeza, como si en vez de en casa de su amante hubiera estado en la primera fila de un concierto de rock.

IV

Al cabo de semanas de insomnio, y sin siquiera decírselo a sus hijos, Adela decidió solicitar el divorcio.

En una mañana de febrero, después de un mes de silencio en la casa —Adelita había eliminado las fiestas, y concluida también su aventura europea, se encerraba ahora en su cuarto a leer; Manolito, después de una borrachera desenfrenada de varios días, se había ido a pasear a Santiago de Cuba con unos amigotes— Adela consultó el asunto con un abogado, confesándole a éste que su marido no se aparecía por la casa desde el día de año nuevo.

El abogado, un hombre joven pero calvo, trató de disuadirla. No se pueden echar veinticinco años por la borda, le repitió una y otra vez. En su pequeña oficina, decorada con retratos de mártires, un aire plomizo entraba por la puerta, a pesar de las bondades de febrero.

El asiento que le tocó a Adela tenía un muelle zafado, de modo que el alambre le estuvo molestando una nalga durante todo el diálogo. Ella mantuvo una postura digna, sus palabras sonaban convincentes, pero la atmósfera de la habitación terminó por asfixiarla. Además, la forma de articular del abogado, que hablaba como masticando, la hizo de pronto renunciar a la idea que había elaborado en la soledad de su cama, escuchando el trasiego de insectos y roedores.

Caminó las catorce cuadras que la separaban de su casa, y al entrar se sorprendió al ver a su hija sentada en el piso junto al tocadiscos, con los ojos llorosos y un pañuelo sobre la falda.

—Lo agarraron —dijo Adelita—. Lo agarraron cerca de Guantánamo —y llevándose el pañuelo a la boca, exclamó sollozando— ¡Qué estúpido es, qué idiota! Mira que nadar con este frío. Mira que tratar de irse de Cuba con este frío. ¡Qué mierda es todo, qué mierda!

En ese instante Manuel Olivera salió del cuarto, tosiendo. Apartó la cortina como si saliera a un escenario.

—¿Qué tú haces aquí? —preguntó Adela—. ¿Qué quiere decir todo esto?

—Que tu hijo trató de irse de Cuba otra vez —le dijo Manuel—. Trató de nadar hasta la Base de Caimanera. Y lo agarraron. Le piden cinco años.

Adela miró hacia el fondo del patio, donde la enredadera se deshojaba con un tinte terroso, y después de colocar la cartera en la mesa se alisó los pliegues del vestido.

—Vete —le dijo al marido—. Vete con esa mujer que te gusta, y hazme el favor de no volver más.

Y avanzando hacia el tocadiscos, que había estado callado en las últimas semanas, le gritó como a una persona:

—¡No va a haber más música en esta casa! —y quitando con brusquedad el enchufe, se volvió hacia la hija—. ¡Esta es la causa de la desgracia de tu hermano! —y se tapó la cara con la mano derecha—. ¡La música tuvo la culpa de la desgracia de tu hermano!

Y seis meses más tarde, cuando las carcomas invadieron las maderas del mueble, la pieza fue retirada de la sala.