Pornografía

A Blanca Reyes

Cada noche de sábado, cinco minutos antes de las doce, la película cesaba abruptamente. Un ruido seco, como un fogonazo, estallaba en la enorme pantalla, donde se disolvían en un segundo los hombres y mujeres que se refocilaban en medio de alaridos de gozoso dolor; sus cuerpos voraces daban paso a la tela blanca e inexpresiva; el mundo se vaciaba.

Las luces en el alto techo del teatro se encendían a intervalos, tal vez para conceder un respiro a los espectadores de ojos encandilados. Una música ensordecedora se abría paso detrás de la pantalla, que al rato comenzaba a levantarse. Una voz masculina anunciaba por un altoparlante el inicio de la función de la medianoche. En ese instante Abel se cambiaba de asiento.

Había pasado parte de la noche en la última fila de lunetas, entregado, por así decirlo, a las secuencias un tanto exageradas que se reproducían a todo color: mujeres de senos contundentes y hombres de enhiestos miembros, que se enzarzaban en vividos combates, ansiosos por mostrar su vigor, contoneándose en camas, en balances, incluso en escaleras, entre gritos y risas y gemidos, y que luego terminaban exhaustos, pero a la vez felices, sin rastros del hastío o la incomodidad que en la vida real provoca a veces el repentino final de esas proezas.

Pero esta noche, al cabo de dos horas, Abel se había cansado de mirar los mismos actos en diversas posturas repetidos hasta la saciedad, de acariciar mecánicamente su erección en ciertos momentos de intensidad del filme, de encender un cigarro tras otro en la penumbra saturada de humo e impregnada de sudor y humedad, de ahuyentar con maldiciones dichas en voz baja (pero persuasiva) a individuos que amparados en la oscuridad se le acercaban con gestos codiciosos, y se hubiera marchado de no ser porque esperaba el espectáculo de las bailarinas.

Por eso estaba allí. Por eso él, un hombre de salario mediocre, había pagado sin remilgos los quince dólares en la taquilla, como cada sábado de los últimos meses. No por las películas que hubiera podido alquilar y luego disfrutar en la intimidad de su cuarto, ni por el desfile de mujeres desnudas que competían por adoptar la pose más audaz, sino por verla a ella.

Y ahora, cuando el rock estridente que estremecía los altoparlantes y las luces que retozaban en el escenario presagiaban su aparición, Abel abandonaba su escondite en la hilera del fondo y se sentaba en la segunda fila. Al cambiarse de asiento evitaba mirar a los espectadores; ya él sabía cómo eran, aunque fueran distintos: ancianos de rostros consumidos por pasiones secretas, incapaces de renunciar a lo que para ellos debía ser un acto del pasado; adolescentes tímidos, fervientes, acostumbrados a la masturbación; homosexuales al acecho de una presa fácil; bebedores en la etapa final de su noche de juerga; drogadictos que en la atmósfera vagamente ilegal del teatro se sentían a sus anchas; u hombres solitarios como él, que por alguna razón preferían participar de lejos de las fiestas camales en vez de aprovechar esta noche de sábado para estar entre amigos o acompañados por una esposa, novia, u ocasional pareja.

Ahora en el escenario, iluminado por focos rojos, verdes y amarillos, cuatro mujeres con tacones altos, trusas de lentejuelas y altos peinados que culminaban en penachos de plumas, desfilaban en tomo a una silla vacía. A medida que se iban desnudando, comenzando con los falsos brillantes que oprimían sus brazos, doblaban torpemente las canciones cuyo volumen amenazaba con hacer estallar los altavoces.

Más tarde, con el fondo de la rugiente música, representaban la parodia de un juicio. La acusada se sentaba en la silla y debía despojarse de la prenda que a duras penas ocultaba el sexo. Un anciano decrépito en la primera fila gritaba a viva voz una frase de elogio. Una de las mujeres convertidas en jueces desenrollaba de su cintura un látigo. Abel se levantaba para comprar mentas o chocolates en el estanquillo del vestíbulo: el sadomasoquismo lo aburría.

También de niño, recordaba de pronto, se levantaba para jugar en el patio de la iglesia cuando el sacerdote comenzaba a describir durante su sermón las penas y torturas del infierno: Abel siempre le había vuelto la espalda al dolor. Comía con lentitud la barra de chocolate y almendras recostado al estante de vidrio, hasta que calculaba que la sesión de golpes y latigazos había llegado a su fin; luego entraba subrepticiamente y se acomodaba de nuevo cerca del escenario.

Tras unos bailes exóticos ejecutados por una brasileña, la voz en el altoparlante anunciaba con altanería la llegada de la joven Sabrina.

Lo más sobresaliente era su piel: bruñida y pura, recién estrenada, tersa como la de una mejilla infantil, hecha para el placer del tacto. Su vestido de encaje transparente realzaba el cuerpo firme. Movía con regocijo los brazos y las manos al entrar en la escena, al compás de una vieja melodía tropical.

Sin embargo, su rostro casi adolescente expresaba ansiedad, y sus ojos asombrados provocaban ternura, no lujuria. No doblaba las canciones al igual que las otras, sólo se limitaba a tararearlas. A veces parecía huir del reflector que la seguía implacable a todas partes, resaltando sus pequeños senos, sus muslos sólidos, sus hombros juveniles; el cabello caía sobre su rostro con la espontaneidad de una llovizna. Al quitarse las prendas interiores se volvía de perfil. Su sombra, agrandada por el reflector, vacilaba en el círculo de luz sobre la roja cortina de fondo. Su busto puntiagudo quedaba al descubierto.

Totalmente desnuda, danzaba con el brío de un jazz escandaloso. Su último número era una balada de Bryan Adams.

Sólo en el estribillo su tenue voz, la de ella, repetía claramente: Everything I do I do it foryou. Y al parecer todo lo que ella hacía lo hacía por este espectador recalcitrante, el único que aplaudía con entusiasmo al final de las piezas. Sus palmadas, incongruentes en el silencio oscuro del teatro, eran acompañadas a veces por un sordo silbido que provenía de las últimas filas. O por las carcajadas de un borracho aburrido, que comenzaba a salir de su sopor. Sabrina se inclinaba en silencio y murmuraba gracias mirando hacia el vacío. Abel se había enamorado otra vez.

A la salida del teatro, en la quietud del estacionamiento, entre vehículos cubiertos por el rocío de la madrugada, se detenía a escuchar una agresiva melodía de despecho en el bar de la esquina; o los maullidos de gatos en celo en un yermo solar; o el remoto ulular de una sirena. Por un instante el tiempo quedaba suspendido, a merced de sonidos familiares y a la vez inconclusos; luego Abel entraba con premura en el auto. Al llegar a su casa se masturbaba frenéticamente. Era el único acto sin interrupciones que llevaba a cabo en los últimos años; el único que llevaba hasta el final.

En otra época padeció de obsesiones; tal vez desde su infancia; definitivamente desde su juventud. Se entregaba a un ideal, a un proyecto, a una relación amorosa o a un simple pasatiempo con fervor, con manos temblorosas, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera conseguir lo que se proponía: así había llegado a casarse, a divorciarse, a terminar lo que luego resultó ser una insulsa carrera, a conspirar contra el régimen comunista cubano hasta ser arrestado, a abandonar la isla en una frágil embarcación que estuvo a punto de zozobrar en el mar, y por último a escribir dos libros que en su momento tuvieron relevancia, y que a la larga fueron olvidados. Su foto apareció una vez en el periódico, pequeña e irreconocible. Su nombre dio lugar a un titular. Luego la impresión se volvió amarillenta; el papel adelgazó, se plegó como la piel de un anciano. Ulceras de humedad, de tiempo en forma líquida, emborronaron las letras impresas.

Su mundo hogareño se había reducido en los últimos tiempos a la inocua compañía de un gato. El animal se echaba con regia indiferencia en la mesa de centro, o en la alfombra del baño, mientras su dueño llevaba a cabo las tareas domésticas sin penas ni entusiasmo; la lámpara brillaba de noche en la sala, alumbrando a sus anchas un universo donde los recuerdos se disolvían en la perpetua lectura de libros, o en cartas que no pasaban del segundo párrafo, o en simple somnolencia.

Luego llegaba el sábado.

II

Y aquí estaba de nuevo, en el teatro, ensimismado en la orgía luminosa que no cesaba jamás en la pantalla. La vida transcurría de placer en placer, de risa en risa, de orgasmo en orgasmo, en una plenitud de carne joven, de cuerpos suculentos que se fundían y se separaban para luego volverse a fundir.

Había llovido desde el mediodía, y Abel, antes de salir de su casa, se había preguntado si valía la pena empaparse, al contemplar las calles convertidas en ríos y el agua que caía a borbotones.

Pero su sueño exigía un sacrificio: al fin había atravesado en su vehículo los barrios ensopados del norte de Miami, lentamente, asustado por la escasa visión que ofrecía el parabrisas nublado por el recio aguacero. Un halo incorregible opacaba las luces de carros y semáforos. Una bruma líquida envolvía la ciudad. Entró al teatro con la ropa calada, tiritando. En la penumbra se dio cuenta de que esta noche era el único espectador. Tal vez suspenderían la función de las bailarinas; o tal vez ella, presintiendo la ausencia de público, había determinado no venir. La lluvia repiqueteaba en el techo del cine, prestándole un monótono fondo a los amantes que jamás vacilaban, seguros de sí mismos, empecinados en dar y recibir deleite.

Pero a las doce, como de costumbre, los cuerpos a color en la pantalla se disolvieron con un estampido; las luces se encendieron para confirmar que él era el único capaz de arriesgarse a salir en semejante noche para asistir a esta opaca función; porque era opaca, si se tenían en cuenta las promesas de los carteles, con su anuncio de un espectáculo variado y deslumbrante; opaca porque sólo una bailarina se había presentado bajo la ingrata lluvia a actuar sobre la escena; pero para él, esta función era la más importante de todas, porque la bailarina resultó ser ella.

Tal vez por negligencia, el encargado de apagar las luces que iluminaban las lunetas vacías olvidó su función, de modo que al Sabrina subir al escenario sus ojos se encontraron con los del solitario espectador. La joven sonrió al ver al único que la aplaudía luego de cada baile, al único que, en medio de la rala muchedumbre de rostros trasnochados, obtusos o avivados por una lujuria pasajera y vulgar, la admiraba.

La muchacha se acercó al borde del proscenio, como si quisiera eliminar la distancia que los separaba; dio media vuelta y se puso de espaldas, y de inmediato comenzó a desnudarse, sin llevar a cabo esta vez el ritual de despojarse de las prendas con maliciosas pausas. Su arte o su timidez parecían ceder ante la urgencia: a la par que la canción de moda desbordaba el teatro, una furia se apoderó de pronto de sus piernas, de sus hombros, sus brazos, su cabeza, sus pechos, que se ladeaban, se contorsionaban; la sombra sobre el fondo de la cortina roja se agigantaba y empequeñecía en movimientos raudos, demenciales.

Los vellos en la hendidura donde se unían sus robustos muslos se cubrían de un rocío cuyo aroma Abel adivinaba con la penosa intuición del deseo.

Ella no apartaba la vista de su rostro, contraído por una mueca de exasperación: era evidente que él también deseaba desnudarse, o al menos poner al descubierto la parte de su cuerpo que en ese instante reclamaba atención. Pero mientras más intensa se volvía la danza, más rígida era la pose del espectador, con sus manos cuidadosamente dobladas sobre el vientre.

En el techo la lluvia resonaba con un violento ritmo; estrépitos de truenos ahogaban las melodías de amor; la humedad engrosaba la densidad del aire. De repente una detonación estremeció el local; las luces pestañearon varias veces hasta desvanecerse; en la oscuridad el ruido de la lluvia se intensificó.

Abel se quedó quieto con los ojos clavados en el negro vacío del proscenio, donde tal vez se escuchaba un gemido, o una leve risa, o el jadeo de una respiración. El viento silbaba en las altas paredes. Pasaron varios minutos hasta que un hombre, de paso renqueante, iluminó las lunetas con una linterna como si manejara un hostil reflector; su luz cegó por un instante los ojos desconcertados de Abel.

—No hay electricidad —dijo el hombre, como si anunciara una catástrofe—. El show se acabó, vamos a cerrar.

Abel se puso de pie, tratando de observar si el escenario oscuro se hallaba vacío. Tal vez una sombra esperaba en el borde del proscenio. Tal vez no.

Salió por una puerta lateral al estacionamiento convertido en lago, donde las luces de mercurio de la cercana autopista, las únicas que habían sobrevivido al apagón, arrojaban una claridad fantasmal sobre los pocos vehículos que resistían el embate del rabioso aguacero. Cuando abría el automóvil sintió una voz de mujer que lo llamaba desde lo alto de una escalerilla de hierro pegada a la pared del teatro.

—¡Señor! —dijo la voz a través de la lluvia—. ¡Señor!

La bailarina le hacía señas desde una puerta entreabierta. Un relámpago iluminó su bata transparente. Abel saltó los hondos charcos, subió atropelladamente por el caracol de metal y se detuvo frente a la puerta oscura, donde una mano helada se apoderó de la suya. Los cuerpos se unieron en un forcejeo, con la torpe premura del reconocimiento. La ropa ensopada del hombre empapó el encaje que envolvía los senos de la mujer; las bocas se apretaron, mientras las uñas y los dientes dejaban marcas rojizas en la piel.

—Cuidado —dijo la bailarina—. No podemos hacer ruido.

En ese instante regresó la luz. Su rostro no tenía la tersura que los reflectores realzaban, pero aun así era hermoso; su cuerpo resultaba tan firme como él lo había imaginado; su aroma penetrante, mezcla de perfume y sudor, lo exacerbaba. Allí estaban, frente al espejo de un camerino, desnudándose entre frases obscenas; él mordisqueó sus senos; ella se inclinó hacia adelante y besó varias veces su erección. Luego, haciendo un gesto para que él la esperara, entró en un minúsculo baño.

Abel se sentó frente a la cómoda. Un trueno sacudió el enclenque piso de tabloncillos. La luz se fue de nuevo, pero regresó en menos de un minuto. Luego volvió a apagarse con un sordo estallido. Luego vino otra vez, iluminando con fuerza la estrecha habitación.

En ese instante, al mirar su rostro en el espejo, a Abel le pareció que la película había cesado otra vez abruptamente. El camerino se encontraba abigarrado de fotos, vestidos, potes de maquillaje, cintas y estolas y látigos y abrigos, y toda suerte de adornos de mujer. Al espeso sonido de la lluvia se había añadido el ruido de la ducha en el baño, donde una voz desafinada se empeñaba en cantar.

Abel se abrochó el pantalón, sin dejar de observar el rostro casi desconocido que se reflejaba con cruda palidez en el azogue. En la pared, en una hilera de fotos de mujeres desnudas, la de Sabrina ocupaba una esquina. Abel la quitó con cuidado, la colocó dentro de su camisa, entre la tela y la piel; abrió la puerta y se internó en la lluvia.

Esa noche, luego de masturbarse, permaneció desvelado en la oscuridad durante un largo rato, escuchando el agua inundar el jardín. El gato, quejumbroso, se frotaba contra las paredes, tal vez pidiendo salir, ignorante de la andanada de aguacero y viento, de los peligros de la tempestad. Abel recordaba una sombra iluminada por un reflector, una silueta sobre el fondo de la cortina roja: una imagen sin facciones ni cuerpo que ágil se desplazaba por la tela, esclava de una obsesión, de un ritmo, voluble víctima de la fragilidad.

Pero al amanecer la figura se materializó en la espléndida foto al lado de su cama, sobre la mesa, bajo la ventana de cristales que ahora daban paso a la luz. Sus senos se perfilaban quietos; sus muslos reposaban. La lluvia había cesado, y Abel pensó que pronto el sol la alumbraría mejor, a esta mujer que ahora se hallaba al alcance de su mano, esperando perpetuamente ser tocada, o adorada sin tregua, o poseída, en toda su radiante desnudez.