Dos actores

A Rogelio Quintana

¿Era La Habana distinta a Camagüey? Pasado el túnel de la bahía, un aguacero empañaba los cristales del ómnibus escolar. Tras la cortina de agua, el Paseo del Prado se recortaba contra el cielo sombrío como una masa uniforme de piedras y árboles. Marcos Manuel levantó la ventanilla y el aire mojado le empapó la cara. Era un amanecer del año sesenta y cinco. Una imitación de lluvia primaveral cercaba la capital de la isla. A los ojos del muchacho campesino, el burdo telón que oculta la esencia de las cosas debía abrirse a partir de ese instante.

Años después, comprendió que no hay telón ni esencias. Las matemáticas se le escaparon, envueltas en su halo impenetrable de ecuaciones y cifras. La física le parecía hermosa, pero la vida nocturna de La Habana le atraía más. La química fue una guía de fastidios. La literatura resultó punzante, y por ello, gravosa e inservible: un obstáculo más en un mundo de obstáculos. Sólo quedaron las cuartillas borrosas, los números mal hechos.

En las aulas saturadas de calor, la retórica de los maestros se volvía irritante. Las arengas políticas se mezclaban como un estribillo a las pausas del aprendizaje. Por suerte los alumnos cultivaban la complicidad: una pajarita de papel que aterrizaba en un pupitre hacía al mundo salir de su bostezo. Marcos Manuel se esforzó en sus exámenes, pero no alcanzó a ser un buen estudiante. Divagaba entre las nociones primitivas del bien y del mal. Le gustaban las muchachas y los muchachos. Añoraba su ciudad natal, pero quería conocer el significado del universo, de la historia, del pecado. Pretendía hurgar en las razones de la muerte, pero a la vez gozar de la vida disipada —y poco de esto le parecía posible en su lejana provincia. A su edad ignoraba que el conocimiento menosprecia los lugares, y se ciñe a un sitio muy pequeño: la persona. Y entretanto las preguntas brillaban ante su rostro, como el reverso de las cartas frente a un jugador.

¿Era La Habana diferente a Camagüey? Lo era. ¿Era el catolicismo mejor que el protestantismo? No lo sabía. ¿Y el materialismo que el idealismo? No estaba seguro. Por otro lado, ¿llegaría el socialismo a borrar el capitalismo de la faz de la tierra? Prefería ignorarlo. Los años de revolución habían dejado una estela de dudas, y pese a las apariencias, la juventud cubana le rehuía a estas cuestiones. Cuando uno se ve obligado a comer política, se harta fácilmente de ella. Y a Marcos Manuel lo habían forzado a masticarla y tragarla desde su niñez. Se explicaba que el joven tratara de evadirla. Pero no era una tarea sencilla. No, no lo era.

En esos años Elias Almarales le reveló el mundo del teatro. En una estrecha sala de La Habana Vieja, Elias ensayaba Aire Frío, de Virgilio Piñera, con un grupo de aficionados. Faltaban actores, dinero, materiales básicos para el decorado, vestuarios, luces. Pero Elias, con sólo veintidós años, intentaba ser empresario, actor y director. Buscaba los recursos por su cuenta. Achataba su pelo rizado con una boina, sonriendo mientras daba órdenes. En el escenario iluminado con una opaca lámpara, sus palabras y movimientos prolongaban un hecho ilusorio; luego la pesadez de las cortinas y la fatiga cotidiana le recordaban a los presentes que la simulación tiene también sus límites.

Terminado el ensayo, los dos amigos se dirigían al malecón de La Habana, donde sentados en el muro discutían de religión y poesía. No mencionaban el destino singular de su patria, y, por razones diversas, tampoco aludían a los temas sexuales. Eran diálogos largos y confusos, adornados con cierto patetismo: el tenue patetismo de la juventud, ajeno al verdadero drama de los hechos, al severo dibujo de la realidad que luego los años trazan diligentes.

Al llegar la medianoche, la lancha de Casablanca cruzaba la bahía, y los muchachos saltaban a las maderas de la borda, chanceando entre sí, golpeándose con falsos puñetazos. Una tabla crujía bajo la bota de Elias, pesada como una piedra. Lo siguiente es sólo un fragmento de su historia.

I

—¡Qué calor!

Así comenzaba la obra de Virgilio Piñera. Para colmo, el calor en la sala superaba al de la ficción. La actriz en el papel de Luz Marina se empolvaba las mejillas sudadas a cada interrupción del director. Pero Marcos Manuel, que conocía la pieza de memoria, y desconfiaba del resultado final de los ensayos, no esperaba el final del primer acto.

Además, los dos ventiladores frente a las lunetas no aliviaban la humedad pegajosa, y los invitados curiosos no cesaban de fumar: el humo y el sudor servían también de excusas para abandonar la sala. En el tablado la familia inventada se consumía entre quejas, se regodeaba en proferir insultos. Elias dirigía y a la vez representaba a Oscar, el poeta frustrado. Sus versos perdían fuerza en boca de la hermana: “El pez de la torre nada en el asfalto...” El rostro de la joven, envejecido por el maquillaje, poseía cierta gracia, pero la voz era chillona y desagradable, y en vano Marcos le repetía a Elias que si esa actuación no se perfeccionaba, la puesta en escena iba a ser un fracaso.

—Es el personaje más importante. Y esa tipa no tiene ni siquiera una dicción clara.

—La dicción se aprende —contestaba Elias—. El caso es que Elina siente el papel. Lo demás ya se le pegará poco a poco.

—Aparte de lo que tú le pegas a las nalgas, yo no veo qué otra cosa —le decía Marcos Manuel, malhumorado.

—Tú lo que estás es celoso —se reía Elias, arreglándose la boina—. Ahora hace falta saber de cuál de los dos.

Marcos terminaba por sonreír.

—Como director más te valdría meterte en un cabaret. Allí por lo menos te acostarías con las mujeres del elenco sin cargo de conciencia.

Elias había conseguido un turno para comer en un restaurante chino, y a las dos de la mañana los manteles, que a nadie se le hubiera ocurrido cambiar a esa hora, brillaban bajo la grasa. Entre las copas de agua y los platos humeantes la conversación no amainaba un segundo, salpicada de citas, de ostentación febril. El camarero los miraba con soma, tomándolos por un par de maricas. En las otras mesas unos borrachos alborotaban, zarandeando sin cesar los brazos. Una energía humana se desplazaba en el sucio local, en forma de voces y gestos, poderosa y vibrante. Luego la zona de La Rampa semejaba un desierto bajo las turbias luces de mercurio: sólo algunos afeminados deambulaban desorientados, mientras un grupo de trasnochadores discutía frente a un club nocturno sobre una propina, que según uno de ellos no se debía haber dejado, a causa de la insolencia de los cantineros.

—Vámonos antes de que llegue la patrulla —dijo de pronto el más sensato de los bebedores.

Y sin hacerse esperar, el Ford gris y blanco, con la lámpara rojiza girando en el techo, apareció en la calzada. Sin embargo, no se detuvo al pasar junto a Elias y Marcos, que, aliviados, doblaron con rapidez en la próxima esquina: Elias nunca llevaba carnet encima, y aquello de director de un grupo teatral de aficionados siempre despertaba recelo en los policías, como si el oficio en sí evocara un proyecto subversivo. El joven había amanecido en un calabozo varias veces, a causa sobre todo del cabello largo, ceñido por la boina. En una ocasión un teniente le preguntó si él se creía francés, a lo que Elias le contestó:

—Oui.

Y el chiste le costó un juicio popular por burlarse de las autoridades.

Pero esta noche los muchachos se sentían felices con caminar en paz. Una luna llena blanqueaba la calle y parte de la acera. En ese momento un taconeo vigoroso comenzó a repicar a sus espaldas. Dejaron pasar a una morena con una estola roja, que de repente se volvió para gritarles:

—¡Tengan cuidado, jovencitos! ¡Miren que un día les va a pesar! —y luego se perdió por los recovecos de un callejón. Las luces de un ómnibus la iluminaron por un instante, haciendo resaltar sus caderas, cuyo ritmo recordaba una danza; su pelo despeinado parecía una peluca.

—Esta es como Casandra, la esclava de la tragedia griega —dijo Elias—. Nada más que huele desgracias.

En el parque de San Lázaro descubrieron a Eulogio, enredado en una discusión con un grupo, y bebido como de costumbre.

—¡Rimbaud y Verlaine! —exclamó al ver a sus amigos—. Vamos, ¿no van a invitar a un trago a este viejo poeta? Sé de buena tinta que la Taberna Checa todavía está abierta, y que a uno de los camareros le gustan mis versos.

Al otro día Marcos no se levantó a tiempo para la clase de Latín. Sabía que iba a perder el derecho a examen por falta de asistencia, pero prefirió dormitar otro poco. Sus sueños eran vehementes, duraderos, y en la viveza de sus argumentos Marcos encontraba un sucedáneo luminoso para lo que, en general, resultaba una pálida vida. O lo que él consideraba como tal. El ruido del mar vibraba en las persianas, induciendo en el soñador una historia que tenía lugar junto al océano, con una cueva, una mujer desnuda, un animal marino. Al levantarse, Marcos decidió que un día como éste —el cielo era espléndido, sin la mancha de una nube— no debía malgastarse en la escuela. Entró en la habitación del ruso Kostia, que por ser extranjero se le permitía disfrutar de un cuarto solo, pero en su litera encontró a una muchacha arrebujada en las sábanas. El cabello largo lo engañó: era Norberto, un estudiante de Sociología.

—Ni me hables —le dijo Norberto—, tengo fiebre y me metí en el cuarto del soviético. Aquí nadie viene a molestar.

—¿Donde está Kostia?

—No sé, no vino anoche. Seguro que se quedó con esas deportistas que están en el Hotel Presidente. Si sigue así lo van a mandar a Rusia. Tú que eres su amigo debías darle un consejo.

—Y a nosotros, ¿quién nos va a aconsejar? —preguntó Marcos, sentándose en el borde de la litera.

Los dos jóvenes se quedaron juntos toda la mañana. Cerraron las ventanas y le pasaron el pestillo a la puerta. Es extraño cómo el día puede convertirse en noche. La delgada línea de luz en la persiana rota no parecía la claridad del sol, sino una lámpara inoportuna en la densa penumbra. Al mediodía ambos se separaron sin decirse una palabra.

Elias no esperaba ver a su amigo a las dos de la tarde.

—¿Qué tú haces aquí a esta hora? —le preguntó asombrado.

—No quise ir a clases.

—A ti te pasa algo.

—Nada. Esta mañana me acordé de ti.

—¿De verdad? Eso me hace sentirme el artista más feliz de La Habana. Anda, pasa y no alces la voz, Elina está durmiendo en el cuarto.

Los libros atestaban la sala. Marcos Manuel se sentó en un balance, con los ojos fijos en los diseños de los mosaicos.

—Prepárame algo de comer —dijo al fin, y miró de reojo a su amigo, que lo observaba con curiosidad.

—Lo que diga el señorito. Tengo huevos en el refrigerador, y un poco de arroz de ayer. Si el señorito se digna a hacer la cola de la tienda, creo que me tocan cuatro plátanos. Si no los compro hoy pierdo el derecho.

—Dile a Elina que vaya a buscarlos.

—Déjate de malacrianzas. ¿Por qué no vas tú? Esta mujer está con dolor de cabeza desde por la mañana, y tú lo que haces es faltar a clases y recitarme versitos de amor. Porque “esta mañana me acordé de ti”, me sonó como un verso.

—También podía haber dicho “el pez de la torre nada en el asfalto” —dijo Marcos, tratando de sonreír—. Vamos, cher Artaud, dime qué quiere decir esa imagen.

—¿Qué interpretación quieres, la marxista o la freudiana? Pero por lo que veo, esta tarde Freud tiene la última palabra. Anda, ve, yo también tengo hambre. La libreta de la comida está encima de la fiambrera.

—Si no hay ensalada no puedo comer —dijo Marcos, pero de pronto la sonrisa se le volvió una mueca. Se levantó y caminó hasta la ventana, y bajando la cabeza se echó a llorar.

—Pero esto sí que es grave —dijo Elias conmovido, y le pasó la mano por el pelo—. ¿Cuál es el problema?

En ese instante Elina salió del cuarto.

—¿Qué le pasa a mi niño? —preguntó, cerrándose la blusa—. ¿Qué le han hecho a mi chiquitico?

Por último Marcos bajó a la tienda. Un tumulto reñía en el mostrador. Una mujer, que se quejaba de dolor en los pies, pedía que la dejaran comprar primero. En realidad tenía las piernas hinchadas, y las venas resaltaban bajo la piel como los ríos en un mapa. La cara del dependiente enrojeció cuando Marcos se quejó del tamaño de los plátanos. Eran tres ejemplares de un color enfermizo: Elina se burló de la ineficacia de Marcos como comprador mientras los freía en la sartén tiznada.

Luego, mientras comían, Elias le acariciaba los muslos a la joven por debajo de la mesa, y Marcos Manuel, fingiendo que no advertía el movimiento, señalaba algunos detalles del montaje de la obra, atragantándose con los tostones mojados en la yema.

La tarde enrojecía los cristales de la fiambrera, alumbrando las copas cubiertas de polvo. Por un rato los tres guardaron silencio.

Cuando Elias comenzó a fregar los platos, dos de los actores del grupo llegaron con la noticia de que la Dirección de Cultura había prohibido montar las obras de Virgilio Piñera: acusaban a éste de contrarrevolucionario, o algo por el estilo. Ninguno precisó la acusación, y al final todos dudaron de que fuera verdad.

Pero meses más tarde, mientras Marcos se estrenaba en labores agrícolas, a Elias se le comunicó oficialmente el decreto.

El grupo de aficionados también llegó a su fin —la sala de teatro pasó a las milicias.

II

Marcos Manuel, que nunca había cortado caña, se apocó al golpear con el machete la primera planta del surco.

—Yo pensé que era más fácil —le dijo a Rogelio, que ya había avanzado algunos metros.

—No te desanimes, Supermán, que adentro no tienen Kriptonita.

Y el novato volvió con fuerza a la carga. Hizo un picotillo sobre la paja verde; la caña se doblaba, rebelde, como un muñeco de goma, resistiéndose a ser cortada en dos. La vaga claridad que precede al amanecer alumbraba benigna la densa plantación. Un frío impertinente endurecía las manos. Pero Marcos, que no quería hacer el papel de inútil ante sus compañeros, agitaba con desdén la mocha, como un espadachín venido a menos. Tres días más tarde, cuando se hizo patente que el joven no aprendería a cortar, lo pusieron de acomodador encima de los camiones.

—Baudelaire tampoco hubiera sido un buen cortador —bromeó el Jefe de Brigada, que era también estudiante de Letras.

—Si no fueras jefe te mentara la madre —dijo Marcos—. Deja a Baudelaire tranquilo, y dime cómo tengo que poner las cañas en este puñetero camión.

A las pocas horas se movía como si hubiera nacido en el vaivén del montón resbaloso. El hombre que operaba la alzadora colocaba las cañas con cuidado, pero aún así le golpeó una costilla a Marcos con las tenazas antes de finalizar la jornada.

—Eso te pasa por no estar mirando —le dijo el campesino—. ¿Hay que llevarte al hospital?

Y Marcos Manuel, ofuscado por el golpe y enojado consigo mismo, se agarró la portañuela.

—Esta es la que hay que llevar —le contestó.

El guajiro le dijo que esa se la metiera ahí mismito, y que mejor se fijara en las tenazas de la alzadora, en vez de estar comiendo mierda. A lo que el muchacho no respondió, porque en el fondo era cobarde. El campesino, acostumbrado a los arranques de mal humor de los estudiantes, que trabajaban obligados, ya sabía cómo lidiar con ellos. Y este flaco parecía de lo peor, se dijo el hombre; para colmo, bocón. Por suerte ya las pilas de cañas se habían acabado, dejando en el terreno una inservible alfombra de hierbas y de paja.

Al descender el sol tras los surcos torcidos, las voces se alzaron en el comedor sin paredes. El rector de la Facultad de Humanidades aprovechó la hora de la comida para decir que las metas no se habían cumplido, y que los campos tenían que quedar limpios, costara lo que costara. Al terminar la perorata, el tintineo de las cucharas resonó en la barraca: el metal se acoplaba en un ritmo. Algunos bromistas habían improvisado un estribillo sobre la ración diaria de harina, y la canción cayó como un aguacero sobre las palabras del rector.

Pero luego, cuando sólo las moscas zumbaban sobre las mesas, Marcos Manuel, que llevaba varios días sin bañarse, se sentaba indolente frente al plato. El mejunje le sabía a agua arenosa. Pensaba en Elias con frecuencia. Sus manos magulladas lo hacían sentirse más viril, pero a la vez le estorbaban a la hora de escribir, o masturbarse. En ocasiones pensaba también en su propio futuro: sólo imaginaba un largo espacio en blanco, como un remoto país que uno sabe que no visitará.

Una noche trajeron una grabadora gigantesca, pesada como un mueble, para festejar una fecha patriótica. Las muchachas de la Escuela de Biología fueron invitadas al baile. Marcos se quedó acostado en la litera, totalmente vestido: a última hora había decidido no ir a la fiesta. Empapado en sudor, trataba en vano de leer a Dashiell Hammet. Los altoparlantes repetían las melodías de moda, mientras alguien repiqueteaba un tambor, imprimiéndole a la música una cadencia de conga. Los estudiantes coreaban desafinados: las barbas, los cabellos grasientos, las ojeras coreaban.

Luego de madrugada los celebrantes decidieron ir a la costa. A las muchachas se les prohibió unirse al grupo. Casi todos se habían emborrachado, porque el jefe de zona, en contra de las reglas, había traído unas botellas de ron como estímulo (hacía tres meses que se hallaban en el campo, y la zafra del año setenta no avanzaba) y de pronto Marcos Manuel se animó a acompañarlos.

En un camión transportador de caña, recorrieron las carreteras de Matanzas a una velocidad suicida. Al amanecer entraron en la Ciénaga de Zapata. A ambos lados del camino, la hierba pantanosa resplandecía con la salida del sol. El agua verdosa se colmaba de arbustos extraños, de malezas obstinadas en prosperar en charcos rebosantes de cieno y fetidez. Marcos se sintió feliz en el nuevo paisaje, y los ruidos del campo —el concierto de insectos, de pájaros, de seres invisibles dispersos en la vegetación— le evocaron el gozo de la simplicidad.

Llegaron a una cafetería turística en Guamá, una alta casa de guano alzada sobre el pantano; una mujer de pelo lacio y cobrizo los atendió con una sonrisa nerviosa. Mirándola de cerca, era evidente que usaba una peluca. Al bajar los muchachos al camino, ella gritó desde la puerta:

—¡Tengan cuidado, jovencitos! ¡Miren que un día les va a pesar!

Pero sólo Marcos pareció escucharla. El ruido del camión apagó sus gritos.

En el viaje de regreso los trasnochadores cabeceaban, apoyados unos sobre otros, ajenos a la falsa planicie que temblaba bajo el herbazal, mientras Marcos le señalaba al chofer las peculiaridades del camino; una euforia infantil le había robado el sueño. Acechaba los cocodrilos que a veces cruzaban la cinta de asfalto. Sus pensamientos, sus deseos se opacaban frente a la naturaleza que se desperezaba, rebosante de luz. En el poblado de Jagüey Grande, donde una bruma aguachenta lavaba las fachadas, algunos madrugadores los saludaban agitando la mano: Marcos les contestaba con regocijo. Vistas con rapidez y a una cierta distancia, las personas emanaban una bondad natural, una simpatía que reconfortaba. A la salida del pueblo se sintió empequeñecer frente a la inmensidad de la llanura. Llegó al albergue, se tiró en la litera, y a los pocos segundos se quedó dormido. Pero sus sueños concretaron temores humillantes: se encontraba descalzo frente a una multitud; su madre se había escapado con un desconocido (sus compañeros de aula comentaban con mofa la noticia); Elias lo abochornaba a él, a Marcos, gritándole desde el escenario una palabra atroz.

Esa misma tarde los paseantes fueron citados a una reunión: se les acusaba de “acto de indisciplina sin precedentes”. Los sancionaron a trabajar turno doble durante dos semanas, domingos incluidos: dieciséis horas diarias sin descanso. Nadie se atrevió a protestar, pero el lenguaje de las caras bastaba.

Terminada la asamblea, el profesor de Historia del Arte, que apreciaba a Marcos Manuel, lo llamó aparte para decirle:

—Tu caso me preocupa. Yo sé que no te falta inteligencia, pero un joven sin ambiciones como tú no va a ninguna parte.

Marcos miró aquellos ojos acuosos, rodeados de bolsas diminutas, y le dijo en voz baja:

—Le agradezco su preocupación, pero con usted puedo ser franco. Ser ambicioso en este país quiere decir ser hijo de puta, y yo no he nacido para eso.

A los dos días amaneció en la enfermería del campamento, con fiebre y convulsiones. Sudó sobre la sábana empercudida una semana, y al recuperarse se dio cuenta de que su sufrimiento era en parte el del payaso, que se alimenta de su papel de víctima. Pero los gritos en las gradas, se dijo, los rostros en la oscuridad, la risa de los que se regocijan con la torpeza o la fatalidad de otros —todo había terminado por repugnarlo. Sí, pensó frente al espejo, su adolescencia reclamaba una acción, un gesto decisivo.

Y volvió a acomodar cañas sobre el camión, hasta que aquel período en el campo llegó a su fin. Pero Marcos Manuel había decidido modificar su suerte, aunque el intento le costara la vida.

III

Como casi todas las calles de La Habana Vieja se parecían, era mejor empezar por una calzada: Zulueta. Elias, que hoy domingo tenía una absoluta necesidad de disminuir su frustración caminando sin rumbo, la recorrió completa, deteniéndose por último frente a una tienda de ropa, cuya vidriera exhibía dos maniquíes rotos: a uno le faltaba una mano, al otro un brazo y parte de la espalda. Luego se encaminó a casa del pintor Ardoza, para decirle a éste que el teatro en Cuba estaba condenado. Pero primero entró en una cafetería de Teniente Rey, donde tuvo que esperar dos horas para tomarse una pálida sopa adornada con una rebanada de pan.

De allí se dirigió a Compostela, escrutando los rostros de los transeúntes. Pero Elias, que era miope, y que había perdido las gafas el día anterior, sólo alcanzaba a ver expresiones borrosas, y paredes y adoquines sucios. Su infancia había estado poblada de ensoñaciones, de personajes fantásticos que se movían y respiraban a su alrededor con la misma soltura que su propia familia: Peter Pan, Pulgarcito, los animales de Walt Disney, entre otros. Su vista escasa no interrumpía su rol de visionario. Podía, con los ojos abiertos, invocar seres inexistentes, obligarlos a actuar de acuerdo a su capricho, e incluso, a solas en la azotea, crear sus voces: roncas para los malos, finas para los débiles, melodiosas para sus favoritos. Luego, ya en plena pubertad, se había habituado a la energía que transmiten los cuerpos femeninos al dejarse poseer; pero el inventar personajes y escenas, participar en ellas, seguía siendo su afán secreto, su modo más eficaz de ser él mismo.

Siguió recto hasta el cuarto de Ardoza. Este pintor imitaba a Van Gogh, pero sus cuadros semejaban grandes manchas de diarrea. Al abrir la puerta le aclaró a Elias que se sentía agripado, con dolor de garganta. El ya conocía la noticia sobre la prohibición de la obra, y en última instancia, no le importaba demasiado el destino del teatro cubano, mucho menos el de sus dramaturgos.

Acostada en el sofá, una jovencita leía en voz alta los versos de un poeta habanero de moda, que describía los misterios de Elegguá. Era curioso, pensó Elias, que a los dioses del folklor no se les persiguiera en Cuba, como se perseguía ahora a otros dioses más renombrados. Tampoco el poema ensalzaba a Elegguá, sino a Ochún: la reina del río pedía venganza, en las palabras torpes del versificador. Pero sólo el amable cuerpo de la muchacha se movía con coherencia sobre los cojines que continuaban su función a fuerza de remiendos. Elias se sintió excitado, no por los versos, como es de suponer, sino por aquella imagen apetecible, cuyos senos se marcaban con tal nitidez bajo la tela que hasta un cegato como él podía apreciarlos.

—Esta declamadora es mi novia —dijo el pintor, cohibido.

De nuevo en la calle, Elias se reprochó el haber visitado a aquel hombre, que respaldaba la endeblez de su arte con una falsa militancia política. El recuerdo de la figura femenina lo trastornó por unos minutos, pero luego se disolvió en los desperdicios de la acera. Qué pobreza de espíritu en todas partes, pensó con amargura. Pero no era el momento de juzgar a nadie, se dijo de inmediato. ¿Acaso sabía él mismo lo que quería? Marcos Manuel le había dicho: “La ambigüedad es un refugio cómodo, pero se paga caro”.

Y aunque no podía precisar sus preguntas, sabía que hoy precisaba de respuestas. Subió al ómnibus empujado por la multitud: el olor a sudor de la gente apiñada en la escalerilla se le pegó en el cuerpo.

Ya en Buenavista, atravesó el portal de la cuartería, con sus cordeles de ropa zurcida, hasta llegar a la puerta de José Fontanela. El artista se mecía en un balance con tercos movimientos, arrullando al niño que lloraba en sus brazos. Las extrañas esculturas dominaban las paredes y el piso. A Elias siempre le sobrecogía la belleza de aquel recinto abigarrado de objetos.

El viejo canoso había convertido su vivienda en una galería: no escatimaba, para crear sus raros artefactos, ni las escobas, ni los bastidores oxidados, ni la vajilla rota, ni las cabezas de los muñecos con que habían jugado sus hijos, ni los fragmentos de muebles, ni el propio polvo acumulado sobre las cosas. Aquel era un arte de expiación. José Fontanela sacaba sus figuras tomando como base sus escasas pertenencias. Quizás esa era la única forma de hacer una obra genuina, pensó Elias. Por lo demás, resultaba difícil escucharlo. Era un hombre viril e impaciente, impregnado de una obstinada fe, como un Tolstoi primitivo. Su conversación se volvía a veces discordante y confusa. Al oírlo hablar de teosofía, Elias no pudo reprimir un bostezo. La esposa de Fontanela —que se movía entre el mobiliario como una escultura más— le brindó un café aguado, y, después de tomarlo, Elias se marchó con el pretexto de una cita. Pero este breve intercambio le devolvió el ánimo: los árboles le parecieron verdaderos árboles al salir de la ciudadela.

En el número 2020 de la Calzada del Cerro, una figura alta, inclinada sobre la reja de un balcón, alzaba la mano como si amenazara. Elias la interpretó como un augurio. Luego, al pasar por la casa de Alicia, la última mujer con quien había vivido antes de conocer a Elina, recordó que el padre de ésta había muerto, y que él ni siquiera la había visitado para darle el pésame. Pero la gente se resigna pronto, pensó: las condolencias tardías resultan ofensas.

Se bajó en el Parque Central, con la vaga esperanza de encontrar a Elina, con quien se había peleado el día anterior. Pero en los balcones poblados de pañales no vio ningún rostro familiar. Se conformó con observar la neblina de las fachadas, hasta llegar a la escalera de su edificio. Marcos Manuel estaba sentado en el primer peldaño.

—¡El cortador de caña! —gritó Elias—. Yo te esperaba para la otra semana.

Marcos le sonrió débilmente.

—Vine aquí a descansar un rato, porque estoy molido. Han sido unos meses del carajo. Me voy para Camagüey esta noche —y añadió luego— y también me voy de la universidad.

—No te lo creo —dijo Elias—. Tú no estás tan loco.

Subieron hasta el apartamento, el brazo de cada uno sobre el hombro del otro. El anochecer se apoderaba subrepticiamente de sus rostros y gestos. Ambos tropezaron con muebles, con cortinas, pero Elias se negó a encender la luz.

—No me interesa seguir estudiando —dijo Marcos—. Pero prefiero no hablar de eso. Mejor cuéntame cómo la has pasado tú.

—Lo primero que te voy a decir es que estos hijos de puta me jodieron la puesta de Aire Frío. A esta gentuza se le ha metido entre ceja y ceja destruir a Virgilio. A él, y a todos los artistas de talento.

—Me lo figuraba —dijo Marcos, desatándose los cordones de los zapatos, sin dejar de mirar a su amigo sentado en la penumbra—, ¿Y tú, qué piensas hacer ahora?

—Me imagino que seguir de actor en otro grupo, el mío se disolvió. Hasta nos quitaron el local —dijo Elias. Y después de un breve silencio, le preguntó a su vez— ¿Y tú, qué vas a hacer? Aparte de dormir un par de horas, claro. Las ojeras te cogen toda la cara.

Marcos Manuel se tocó las mejillas, y dijo:

—¿Yo? Ser lo mismo que he sido hasta ahora. Un espectador.

—Tú siempre con tus imprecisiones —se rió Elias—. Pero acuérdate que aquí los espectadores van a terminar en la letrina.

—Me faltaba decirte que me voy de Cuba. Voy a ser un espectador fuera de Cuba. Me voy de este país lo antes posible, en una lancha, o en lo que sea.

Unos golpes suaves sonaron en la puerta. Elias prendió la lámpara antes de abrir. Elina, con el pelo recogido en una trenza, besó con efusividad a Marcos.

—¡Ya yo pensaba que no te íbamos a volver a ver! Bueno, por lo menos te has bronceado.

—Pero tiene que dormir. Mírale bien la cara.

—Sí, pobrecito, se está cayendo de sueño. Marcos, ¿estuviste en la ciénaga? ¿Te gustó aquello?

—Allá estuve. Fue como conocer el fin del mundo.

Luego se dejó conducir por la pareja hasta la habitación. Las frases amables lo arropaban como una mortaja. La funda olía a humedad, pero el calambre en sus piernas desapareció cuando las acomodó bajo las sábanas. Delante de él se extendían la llanura de su provincia, el hambre de lealtad, los deseos insatisfechos.

Al recostar la cabeza en la almohada sintió una leve pesadumbre, pero el sueño la disipó de inmediato. Un rato después se dio cuenta de que la oscuridad lo cercaba.

—¡Qué calor! —gritó la actriz principal, sacando a Marcos de su densa modorra. Este se levantó de la luneta, y tambaleando se dirigió a la puerta, cuyo picaporte en forma de mano aprisionó la suya. Después de un forcejeo, se vio de repente en el medio de un campo, sintiéndose henchido de un vigor inaudito, y al mismo tiempo ingrávido, como si flotara. Más allá del cañaveral, bajo un cielo saturado de nubes, una mujer taconeaba por la carretera desierta. En el aire ondeaban los avisos de Casandra. Pero el joven saltó a tiempo a las tablas de la lancha, y la sombra del agua lo acompañó por el resto del viaje.