El alumno de Lezama

A Guillermo Rosales

y Antonio Desquirón

I

Alguien había gritado su nombre a medianoche; alguien había tocado varias veces la puerta. Él recordaba confusamente haber dicho con una voz pastosa: “¿Quién es? ” o “¿Alguien me llama? ” o “Voy enseguida” —pero de inmediato se dejó arrastrar de nuevo por la fuerza del sueño.

El sueño había tenido un comienzo feliz: él leía sus poemas en el salón de actos del Liceo, y entre el público se encontraba su esposa María, que arropaba en sus brazos a un gato. Unas lámparas rojas, con formas de senos de mujer, colgaban del techo, y en el pasillo alfombrado se alineaban unos búcaros de exuberantes flores, como si se tratara de una boda. Personas y estatuas colmaban de puerta a puerta el enorme salón. Cada lectura terminaba con un aplauso. De pronto él había sacado del portafolio un pergamino multicolor, con unas letras fosforescentes, y había dicho: “Este poema está dedicado a mi esposa María, que ha resucitado con un rostro barcino...” (él mismo se había sorprendido al pronunciar la palabra barcino), y en ese instante, del fondo del salón, alguien había gritado su nombre, “¡Natalio!”, y luego escuchó aquellos golpes secos, que primero sonaron como disparos, pero que después identificó como aldabonazos en la puerta. Intentó levantarse de la cama. Preguntó algo con la lengua enredada, y regresando al sueño comenzó la lectura del poema, escrito en un idioma gutural que él mismo no reconocía. María se había puesto de pie y lo había insultado; otros la imitaron con rapidez.

Del salón de actos el sueño se trasladó a la casa de campo donde él había vivido con su primera esposa. Unos niños enmascarados —posiblemente sus sobrinos— le registraban los bolsillos y se encaramaban en sus piernas: él estaba sentado en una silla de ruedas. Por la mañana se despertó con dolor en el cuello, y al levantarse miró de reojo su cuerpo desnudo en el espejo del armario.

Natalio Arteaga había enviudado a los cincuenta años, y ya había cumplido los cincuenta y siete. Su cuerpo decaía con la misma constancia que su casa. Cada día se desperezaba admirando la vitalidad de sus sueños: aquellas farsas crueles y absurdas en las que se veía obligado a participar durante la noche, tenían un movimiento y una intensidad que contradecían la decrepitud del soñador. Cuando estaba en el baño recordó que debía sacar la basura. Al abrir la puerta de la calle vio en el piso un papel estrujado.

“¡Cómo duerme usted, poeta! Le tumbé la puerta y me quedé ronco llamándolo, y nada. ¿Es posible que se haya emborrachado sin mí? Tengo un favor especial que pedirle. Volveré a las doce.

Su hijo intelectual:

César Velazco”

Natalio sonrió. Le gustaba la familiaridad irrespetuosa con que el muchacho lo trataba: él mismo había forzado esa confianza. Los años de viudez habían cambiado a Natalio. Menospreciado (y ridiculizado) por sus colegas de la Unión de Escritores; resignado a esperar que los méritos de su poesía fueran reconocidos oficialmente después de su muerte —su último libro de versos se había publicado hacía veinte años— ; marginado por el gobierno, es decir, discretamente marginado, ya que su posición hacia la Revolución había sido primero de franca simpatía, y luego de prudente silencio; abrumado, en fin, por la soledad y el fracaso, Natalio se había rodeado de un pequeño círculo de jóvenes, algunos genuinamente interesados en la literatura, como César, y otros sólo deseosos de escapar de alguna forma de la aridez cotidiana. El viejo poeta disfrutaba de aquella compañía. Además, a todos los unía un gusto por la conversación sazonada con alcohol. El les brindaba su casa, la casa espaciosa y destartalada que desde la muerte de María se derrumbaba poco a poco; los jóvenes traían sus risas, sus ideas, sus insatisfacciones y sus botellas.

Bebían los fines de semana, a veces hasta el amanecer; pero de lunes a jueves Natalio le pedía a los muchachos que no lo visitaran. En parte esto se debía al temor al Comité de Defensa de la cuadra que vigilaba las entradas y salidas de todas las casas, y que miraba con recelo cualquier reunión, por inofensiva que fuera; pero también a otro temor no menos justificado: el de destruir su salud con aquellos excesos. Natalio le temía a las enfermedades —sobre todo, le temía a la muerte.

En su juventud había tenido dos pasiones: la bebida y los libros. Su primera mujer se había resignado a vivir con un hombre que leía demasiado, pero no a tolerar las impertinencias de un borracho, y a los seis meses de casada solicitó el divorcio. Pero María, su segunda y última esposa, rica y educada, y también amante de los libros, había impuesto la temperancia en la vida del bohemio. Desde que se conocieron Natalio se dio cuenta de que aquella mujer tenía carácter, y se aferró a ella con la oculta ilusión de reformarse, de dedicar su vida a la creación, sin los obstáculos de la ebriedad. En realidad ella lo trató siempre como si él fuera un niño, trato que se intensificó cuando ella supo que no podía tener hijos. Pero a cambio María exigió un orden, una moderación, una conducta recta. Natalio se sometió.

Gracias a una formación autodidacta —y también a algunos contactos— ejerció el periodismo durante quince años, y también publicó, con su dinero, tres libros de poemas que fueron calificados por los conocedores de “poesía culterana, pero de buen gusto”. Un crítico lo bautizó como “el alumno más aventajado de José Lezama Lima”. Sin embargo, a pesar de repetidos intentos, Natalio nunca logró publicar un poema en Orígenes, la revista literaria más prestigiosa de la época, dirigida por el propio Lezama.

Natalio no se desanimó: continuó escribiendo. Se consideraba descendiente directo de una tradición mucho más rica que la lezamiana: se llamaba a sí mismo discípulo de Rilke. Sus versos se amontonaban en la casona de la calle del Rosario, aunque a veces en medio del fervor creativo —escribía casi a diario— Natalio sentía de pronto el impulso de mudarse para otro país, o quizás de emborracharse. Pero María no hubiera permitido ninguna de las dos cosas, y él proseguía el interminable debate con las palabras. En el patio colonial, los gatos olfateaban los tinajones, las piedras; las arecas reverdecían, se secaban, volvían a verdecer; en los días de humedad la madera crujía, como si por sus tejidos secos circulara de repente la vida.

Luego, al llegar la Revolución, Natalio, venciendo los prejuicios de su esposa, había colgado la bandera roja y negra del 26 de Julio en la puerta. Escribió algunos poemas de entusiasmo patriótico, en un estilo un poco más claro, y cuando le propusieron formar parte de la Unión de Escritores y Artistas cubanos, aceptó con orgullo. Pero a la larga se percató de que la política lo repugnaba, como lo había repugnado siempre. María murió en el año sesenta y seis. El volvió a beber como en su juventud, con avidez, impudor, desasosiego. Pero el alcohol destrozaba sus nervios y su estómago, y terminó por limitar su afición a los fines de semana. Ya era un viejo, se decía, y tenía que cuidarse.

Hoy jueves, sin embargo, Natalio saboreaba por anticipado la orgía del día siguiente, y ahora la nota de César era también un anuncio de esas horas en que podía olvidarse de sí mismo.

II

César llegó a las doce del día. El “favor especial” fue pedirle a Natalio que alojara —por una semana nada más— a una muchacha de unos veinte años. Adriana trajo sus cosas esa misma tarde.

Desde la muerte de su esposa, era la primera vez que él compartía su casa con alguien. Al principio se sorprendió de haber aceptado tan fácilmente la intromisión en su intimidad de una persona extraña. Como todo hombre que ha vivido solo durante varios años, él había desarrollado ciertos caprichos domésticos, ciertas manías, a las que ahora debía renunciar a causa de la visitante. No podía pasearse desnudo por la casa, ni leer sus poemas en voz alta, ni entrar al baño y dejar la puerta abierta, ni dormir la siesta del mediodía acostado en el piso del comedor, adonde llegaba el frescor del patio.

Pero quizás le había impresionado la sinceridad de la joven al contar su historia. Adriana vivía en La Habana con sus padres, que habían dejado de ser una pareja feliz —si es que alguna vez lo habían sido—. Las peleas y los reproches de infidelidad mutua habían degenerado en agresiones físicas. Adriana, harta de deambular en el fuego cruzado, había decidido pasarse una temporada con sus tíos en Camagüey, esperando que su ausencia acelerara el divorcio. Pero a los tíos les desagradó aquella sobrina que habían dejado de ver cuando ella era una niña: Adriana traía una falda demasiado corta, fumaba continuamente y hablaba con un lenguaje áspero. El disgusto se convirtió en crisis cuando trajo a la casa tres amigos que había conocido cuando éstos estudiaban en La Habana: César era uno de ellos. Los muchachos usaban pelo largo y pantalones ajustados, y ayer, cuando ellos pasaron a recogerla, los escandalizados tíos sintieron en uno de los visitantes (por Dios, a las diez de la mañana), un incuestionable olor a bebida. Por la noche, al regresar de una fiesta, Adriana se encontró con que sus tíos se negaron a abrirle la puerta: las tablas oscuras, la fría mampostería permanecieron mudas ante los gritos de abran, por favor, soy yo. Fue entonces cuando César propuso alojarla por unos días en casa de un amigo, un hombre mayor y respetuoso que además era un poeta de mucho talento —Natalio sonrió al escuchar la descripción en boca de la joven.

—Lo de hombre mayor y respetuoso es verdad —dijo Natalio, llevándose una mano a la nariz—, pero lo de poeta de mucho talento es un cumplido.

—Pero yo quiero ver lo que usted escribe. César dice que no voy a entender nada, porque él piensa que yo soy muy bruta. El se cree mejor que nadie.

—¿Te gusta la poesía?

—Lo que es gustarme, gustarme, no; pero a mí me interesa conocer de todo. Yo soy muy curiosa, curiosa de verdad. Usted no lo sabe.

Natalio estaba fascinado. La muchacha no era bonita, aunque tenía una piel trigueña y limpia, unos labios gruesos y un cuerpo bien formado. Pero no eran esos detalles físicos, ni siquiera la gracia natural de su juventud, lo que lo atraía: era su desenvoltura que rozaba la desfachatez, su voz un tanto chillona, su manera de gesticular y de pasarse la lengua por los labios, su falta de pudor al cruzar las piernas. Natalio siempre había sentido una encubierta debilidad por todo lo indecente y vulgar.

Un estudioso de sí mismo, se había reprochado muchas veces aquella inclinación a lo chabacano, especialmente en materia de mujeres. Se justificaba pensando que sus primeros encuentros sexuales habían ocurrido con prostitutas baratas, y que éstas, con su diálogo soez, su escasa educación, su aspecto negligente, su afán de provocar, su desparpajo, habían marcado el gusto de él para toda la vida. Pero esta ligera perversión —tenía que llamarla de algún modo— se extendía más allá del sexo: en otra época le gustaba pasearse por los barrios más sórdidos de Camagüey, darse tragos en bares de mala muerte, frecuentar la compañía de sujetos de facha indeseable, y observar con avidez los pleitos y la promiscuidad de la gente ordinaria.

En sus hábitos personales, en su poesía, en la elección de sus dos esposas, Natalio no revelaba esta secreta tendencia. Pero los mejores momentos de su juventud habían transcurrido en la suciedad de los prostíbulos, y más tarde, en su madurez, cuando su segundo matrimonio y el respeto a sí mismo le habían vedado esos lugares, había gozado más junto a su querida —una lavandera analfabeta que vivía en el barrio de Beneficencia— que junto a su propia esposa.

Todavía actualmente, Natalio disfrutaba de lejos de los tumultos en las tiendas de ropa y de comida, donde el gentío, azuzado por la escasez, se amotinaba: los insultos, los chistes obscenos, las exclamaciones groseras y los gestos violentos le producían una mezcla de temor, repulsión y placer. Protegido por la apariencia decorosa de su edad, Natalio seguía siendo un hombre sensual.

Sin embargo, había renunciado al sexo hacía ya un par de años, no porque su virilidad se hubiera extinguido —aunque por supuesto, ya él no era el de antes— sino porque sabía de sobra que a estas alturas su cuerpo no podía inspirar lujuria. No le importaba pagar por el sexo (se había acostumbrado a hacerlo desde adolescente), pero no soportaba la idea de provocar asco. Se contentaba con los recuerdos, las fantasías y también con las aventuras que vivía cada noche en sus sueños; pero ahora la proximidad de aquella muchacha que desde hacía unas horas era su huésped, le hacía ver que las figuras de carne y hueso superan la calidad de las visiones.

Esa tarde comieron juntos en el comedor que Natalio nunca usaba —a él le bastaba la pequeña mesa de la cocina— y el hombre sacó por primera vez en muchos años el mantel bordado, y sirvió el arroz y los huevos en los lujosos platos de la vajilla. La muchacha no cesaba de hablar mientras comía. Natalio miraba los dedos y los labios salpicados de grasa, y de pronto se le ocurrieron los primeros versos de un poema:

El amante de la vulgaridad

recorre con sus ojos codiciosos

la inscripción brillante de los labios.

III

Hoy era jueves, pero por ser el primer día de Adriana en la casa, Natalio adelantó el fin de semana: incluso permitió que César trajera un tocadiscos, y esa noche la conversación se mezcló con las canciones de un conjunto estridente que tenía un nombre impenetrable: Credence Clearwater Revival. A última hora, animado por los tragos, Natalio se incorporó al ruedo de jóvenes que saltaban alrededor de Adriana.

No supo exactamente cómo acabó la fiesta, ni en qué momento se acostó. Despertó por la madrugada con la lengua reseca. Se dirigió al comedor en puntas de pie, y al pasar frente al cuarto donde Adriana debía dormir le pareció escuchar una respiración agitada. Tomó tres vasos de agua y se acostó de nuevo. Las sienes le latían. Comenzó a soñar como casi todas las noches, con su esposa María: los dos caminaban al anochecer por una playa desierta, y María se reía con una risa tonta, mientras gritaba, entre hipos: “¡Balzac! ¡Balzac!”. Unos gatos barcinos, de colas espinosas, maullaban junto a una fogata en la arena —una fogata donde Natalio sabía que se estaban quemando huesos humanos. Los gatos observaban el fuego con ojos brillantes. María le arrojaba puñados de arena a las llamas, repitiendo entre risas: “¡Balzac!”. En ese instante Natalio se despertó sobresaltado. Un cuerpo se frotaba con el suyo en la oscuridad. Palpó los cabellos, la cara, los senos.

—¿Eres tú, Adriana? —preguntó con voz ahogada.

La respuesta fue una risita, o algo que sonó como una risita. El envolvió el cuerpo con sus brazos, tembloroso, afiebrado, aspirando el aliento a cigarros y a alcohol. El roce de la piel sudada lo trastornó. La muchacha rehuía su boca, pero se dejó penetrar con prontitud, mientras susurraba obscenidades. Luego se levantó sin decir una palabra, y Natalio vio su cuerpo desnudo atravesar la penumbra.

Al otro día Adriana se levantó cerca de las doce, pálida y ojerosa. Natalio, que ya tenía el almuerzo casi listo, comprendió por la expresión de la muchacha que era mejor no mencionar lo ocurrido. Además, el enamorado de las palabras sabía que en este caso una frase podía estropearlo todo. Almorzaron en silencio, acosados por el vuelo imprudente de las moscas. Natalio tenía miedo de exteriorizar su alegría, y se esforzó por masticar con gravedad. César, que la noche anterior había prometido llevar a Adriana al cine, llegó cuando el hombre y la joven recogían los platos, evitando mirarse, tropezar entre sí.

—La película empieza a la una, estamos atrasados —dijo César.

—Tengo que fregar primero —dijo Adriana.

—No te preocupes, yo friego —dijo Natalio.

—No, a mí no me gusta abusar. Usted hizo el almuerzo, ahora a mí me toca el fregado.

—Hazme el favor, vete para el cine con César. Yo cocino y yo friego. A mí me gusta hacer de amo de casa, y en mi casa mando yo.

Lo dijo sonriendo. Ella había sonreído también. Lo único que me falta, pensó, es enamorarme como un viejo verde. Lolita, pensó y volvió a sonreír. Nabokov. El carajo. Los dos jóvenes salieron entre cuchicheos y bromas, y de repente Natalio sintió una breve desazón, una punzada en el pecho. ¿Cómo es posible que estuviera celoso? Luego, mientras fregaba, recordó el sueño con su esposa en la playa, y también el de la lectura de poemas en el Liceo, y le vinieron a la mente unos nuevos versos:

El amante de la vulgaridad

vive atormentado por los refinamientos

de una mujer con el rostro barcino.

Esa noche el grupo de muchachos vino temprano, trayendo con ellos a dos jovencitas, quizás para que Adriana no se sintiera incómoda entre tantos hombres. Natalio, que había decidido no emborracharse como la noche anterior, se sentó en un extremo de la sala a observar a los bailadores, parapetado tras las páginas de un poemario de Antonio Machado. Pero los cuerpos en movimiento ejercían más atracción que los campos castellanos descritos con melancolía por el poeta. Adriana bailaba mejor que las otras dos jóvenes, con giros ágiles y contorsiones bruscas. Del montoncito de vellos de sus axilas se deslizaban líneas de sudor. A veces los tirantes de la blusa se le rodaban, y ella se los acomodaba con un gesto inconsciente que Natalio encontraba lleno de gracia. Él evitaba mirarla con fijeza; no quería que ninguno de los invitados se diera cuenta de lo que sentía. A cada rato miraba de reojo a César, preguntándose si la intimidad entre éste y Adriana era suficiente para que ella le hubiera contado que ahora Natalio y ella eran amantes. Porque amantes son todos los que hacen juntos el amor, pensaba. Pero César, como de costumbre, se ocupaba más de los tragos que de otra cosa, y su abstraído rostro de borracho, con rasgos distorsionados por una antipática mueca, no ofrecía una lectura fácil.

La fiesta se prolongaba más de lo que Natalio deseaba —aunque después de todo, hoy era viernes— y el viejo se asomó varias veces a la calle para asegurarse de que la música no molestaba a los vecinos. La luna blanqueaba las fachadas de los caserones, y las vigas de madera que apuntalaban las paredes ruinosas estaban cubiertas de gotas de rocío. Natalio también sudaba. Un carro de la policía pasó con lentitud varias veces frente a la casa, pero no se detuvo. A medianoche él apenas podía disimular su impaciencia, y terminó bebiendo sin moderación. Lo último que recordó de la fiesta fue una discusión con César sobre la poesía de García Lorca, mientras Adriana bailaba con un muchacho que se llamaba Tony, pegando sus senos al pecho de él, oprimiendo sus muslos con los suyos, ignorando la posible ansiedad de algún espectador.

Por la madrugada lo despertó la voz de su padre, que había muerto hacía treinta años. Natalio supo de inmediato que se trataba de un sueño, pero no pudo evitar levantarse y encender la luz. Le pareció por unos minutos que estaba en la finca de su abuelo, donde había transcurrido la mayor parte de su infancia. En el espejo temblaban las cortinas de la ventana, y temblaba también el cuerpo del anciano que cruzaba la habitación con los hombros encorvados. Se avergonzó de su arranque de miedo y apagó de nuevo la luz. Por un momento había olvidado que otra persona dormía bajo su techo. Se acostó suspirando, considerando una nueva forma de comenzar el poema que desde ayer le rondaba:

El amante de la vulgaridad

reclama desde lo oscuro

su ración de placer.

Claro que podía ir hasta el cuarto donde ella dormía. ¿Acaso ella no había venido repentinamente al cuarto de él anoche? Sin embargo, el temor a ser rechazado lo inmovilizaba. Después de todo, él era un viejo repugnante: el espejo acababa de confirmarlo. Colocó la almohada sobre su vientre, sintiendo la penosa humedad de la funda en su piel. Tenía sed, más que de agua, de un trago de ron. Estaba seguro de que había quedado bebida en la cocina, pero al fin no se decidió a levantarse. Se sentía mareado y somnoliento.

Soñó con el arroyo que cruzaba por la finca de su abuelo, con sus hondos meandros. Unos peces transparentes brincaban en la superficie del agua. El estaba tendido en las raíces de un vetusto algarrobo, espantando con la mano unas moscas grandes y azulosas que venían a posarse en su pelo. Luego unos caballos vinieron a beber al arroyo, bajando con dificultad por el trillo que descendía entre filosas lajas, guiados por un hombre desconocido envuelto en un mantel. El hombre le hacía señas a Natalio para que se acercara, y al mismo tiempo agitaba el mantel, en el que estaban escritas frases obscenas en diversos tamaños. En la otra orilla, una pareja de jóvenes se desnudaba, rodeada por un coro de animales: chivos, gallinas, cerdos. Luego hacían el amor de pie sobre una roca, y Natalio intuía que con sólo extender el brazo tocaría sus cuerpos relucientes, ya que el arroyo se estrechaba aceleradamente, hasta reducirse a un hilo de agua rojiza, que tal vez era sangre. Se le ocurrió pensar que la joven era virgen, y que estaba presenciando una desfloración. Pero al intentar aproximarse resbaló por una pendiente, una suerte de barranca tapizada con lodo.

En ese instante Natalio sintió que el cuerpo que esperaba se acostaba sobre el suyo. Se adentró en aquella carne con una furia que no experimentaba desde su juventud. El otro corazón (o quizás era el suyo; o ambos) latía en la oscuridad con un ritmo alocado. El olor femenino lo ahogaba. Pero esta vez todo ocurrió más rápido; cuando él después de eyacular, trató de prolongar el abrazo, la muchacha se levantó con rudeza, cerrando luego tras de sí la puerta con un golpe seco que a Natalio le pareció una muestra de enojo.

O quizás la corriente de aire que entró por la ventana contribuyó a la violencia del portazo.

IV

—Me voy mañana.

—Pero no puede ser. Dijiste que ibas a estar una semana.

—Me voy mañana.

—¿Pero por qué? ¿Te sientes mal aquí en mi casa? ¿Es que hice algo que te ofendió?

—No, es que estoy aburrida de Camagüey. Esto es una aldea asquerosa. Me voy mañana.

—Pero no tienes ni pasaje. Tú sabes lo difícil que está eso de los pasajes.

—No importa. Me voy temprano para la terminal de trenes y me apunto en la lista de espera. Me voy para allá a las seis de la mañana.

—Tú me dijiste que tus padres...

—¿Y qué? Son mis padres.

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Esta es tu casa.

Adriana no contestó. Terminó de tomar la leche mirando distraídamente los cuadros en la pared, y luego se limpió la boca con la mano.

—¿Ya se lo dijiste a César?

—¿Que me voy? No, ¿para qué? César es un engreído, se las da de sabio, de intelectual, o qué sé yo de qué.

—Bueno, esta noche te daremos la fiesta de despedida.

—No, esta noche yo voy al cabaret con el muchacho ese, Tony. Pero no se preocupe, si usted se acuesta temprano yo puedo dormir en otra parte.

—Yo nunca me acuesto temprano, y menos hoy sábado. Pero si quieres te dejo la llave en el marco de la ventana de la sala —dijo Natalio, y luego añadió sin mirarla— ¿Qué puedo hacer para que te quedes? ¿Qué quieres que haga?

—Nada, ¿qué va a hacer?

—¿Quieres dinero?

Adriana se levantó de la mesa.

—No entiendo.

Natalio se levantó también, y murmuró confuso:

—Dinero, dinero para el viaje. Si te hace falta dinero para el viaje te puedo prestar algo.

En ese momento Natalio sintió un intenso deseo de arrodillarse.

—¿Cuánto me puede prestar?

—No sé, lo que sea, cincuenta pesos.

—Está bien. ¿Me los puede dar ahora mismo?

—Claro. Si me prometes que no te vas a ir hoy.

—Ya le dije que me voy mañana. Pero hay unos vecinos de mis tíos que venden ropa de contrabando, y a lo mejor consigo algo que me guste.

Esa tarde Natalio fue a la tienda de víveres a comprar la cuota mensual de arroz y de manteca. La gente no se ponía de acuerdo en quién iba detrás de quién, y como siempre hubo insultos, empujones y malas palabras. El llevaba una novela de Balzac que había empezado a leer hacía más de dos meses, cuya trama se prolongaba interminablemente, y que él saboreaba a retazos, como una comida enjundiosa pero a la vez cargante. Ahora ni siquiera intentó abrir el libro. Sus hojas desprendidas amenazaban con escurrirse y volar en la brisa. En realidad lo traía en la mano como quien se aferra a un amuleto, o enseña un documento de identificación. La gente lo trataba con una mezcla de respeto y mofa, porque sabían que era un periodista retirado pero también un viejo maniático y caprichoso, que hablaba con palabras rebuscadas. A él le habían dicho que a sus espaldas los vecinos lo llamaban Pico de oro, apodo que al principio le molestó, pero que a la larga había aceptado casi con humildad.

Llegó a su casa de noche. Adriana no había regresado. Los gatos esperaban su comida en la sombra, emitiendo sonidos quejumbrosos, frotándose contra sus piernas. Los muchachos no tardaron en venir con sus botellas y sus discos de moda. Natalio sabía que con la excepción de César todos venían porque no tenían un lugar donde reunirse a beber con libertad, un lugar donde los adultos no los molestaran. Ellos no lo miraban a él como a un adulto, pensó Natalio, sino como a un loco. Y los locos nunca son adultos. Él al menos no lo era.

Con sus ropas ceñidas, sus ademanes ágiles, sus diálogos sin pausas, los invitados invadían las butacas raídas, rezumando soltura, dejadez, entre risas que evocaban una sola palabra: ganas. Derramaban el licor al beber. Bailaban solos. Chanceaban entre sí, usando en ocasiones bromas crueles, sin perder oportunidad de mirarse a sí mismos en el inmenso espejo apoyado en la esquina de la sala, que devolvía rostros enrojecidos, intoxicados de ganas de vivir.

A veces él compadecía a esos jóvenes humillados por la miseria y la represión política. Esos jóvenes provincianos que malgastaban sus mejores años en una burda comedia que no tenía el más mínimo sentido. No eran muchachos totalmente vulgares, no; quizás por eso no eran del todo felices, ni le podían dar a él nada parecido a la felicidad. Se complicaban la vida con alcohol y con sueños absurdos. Sobre todo se complicaban la vida con miedo y cobardía. Por eso Natalio los aceptaba en su casa cada fin de semana: él y aquellos muchachos tenían cosas en común.

Pero esta noche no tenía deseos de compadecer a nadie. Bebía más rápido que de costumbre, y apenas podía seguir el hilo de la conversación de César, que comentaba un libro de un tal Marcuse, a quien Natalio nunca había leído. Varias veces Natalio bajó el tocadiscos, aunque se esforzó por no mostrar malhumor ni aburrimiento. Por último le pidió a los muchachos que se fueran, pretextando un dolor de cabeza. Al quedarse solo se quitó la ropa y se sentó desnudo en un balance de la sala a tomarse el último trago, después de haber apagado las luces. Pensó en el poema que se había propuesto escribir, pero los versos no acudían a su mente. “El amante de la vulgaridad...” Eso era todo. Despertó por la madrugada en su cama. Siempre ocurría lo mismo cuando bebía: nunca podía precisar en qué momento se acostaba. Se levantó y fue hasta la ventana. La llave seguía en el mismo lugar.

Luego soñó que estaba en el cuarto de un hotel, en una ciudad que parecía Santiago de Cuba. El cuarto tenía una vista hermosísima, que abarcaba las calles empinadas, las montañas y parte de la bahía. Pero al piso de madera de la habitación le faltaban tablas, y por los huecos veía un sótano donde corría un agua oscura: un agua que lucía profunda, un agua peligrosa.

El caminaba con cuidado para no caer en uno de los huecos. A veces creía ver unos cuerpos deshechos que flotaban en el agua, y entonces desviaba la mirada hacia el paisaje luminoso.

Lo despertó el forcejeo de la llave en la puerta. Estaba seguro de que alguien trataba de abrirla. Sí, alguien la cerraba. Alguien atravesaba la sala con pasos rápidos. Él esperó en la oscuridad durante largo rato. Sintió de nuevo el impulso de arrodillarse. Ahora comprendía por qué las personas religiosas se arrodillaban: era la única acción que les correspondía a los que necesitaban salvarse, es decir, a los que necesitaban ser salvados.

Pero él se quedó quieto en la cama, hasta que la claridad de la mañana comenzó a filtrarse en la habitación.