Una faja de mar
A Benigno Nieto
I
(Felicia, 1980)
De repente, sin el menor aviso, su madre y su hermano llegaron de Cuba. Su abuela, envuelta en la coraza que solamente otorga la vejez, le espetó:
—Felicia, tu madre y tu hermano llegaron en uno de esos barcos, y desde Cayo Hueso se los llevaron en un avión para un albergue en Pensilvania. Tu madre me llamó desde allá.
Fue a finales de abril. Felicia acababa de cumplir veinte años. El timbre del teléfono la había despertado, y el sol de Miami que desnudaba el cuarto no alcanzaba a aclararle la cabeza.
—Abuela, ¿qué tú dices?
La voz imperturbable de la anciana, con su cadencia inofensiva y suave, repitió la noticia.
—Okay, te llamo ahora —casi gritó Felicia, y colgó bruscamente. Maldijo un par de veces en inglés, el idioma en el que se desahogaba, se tiró de la cama yen el baño, al lavarse la cara, el agua se mezcló con las lágrimas de forma indistinguible, como ocurría con tantas cosas que se amalgamaban o se sobreponían unas encima de otras, sin ton ni son: agua y lágrimas, inglés y español, deseo y aburrimiento, alegría y rabia, amor y odio.
En la mesa del comedor encontró la nota de James, que aparte de decirle que se había ido temprano a visitar sus hijos, le repetía con frases de canciones su cariño. Love, hugs, kisses, devotion, en letra enmarañada. Vivían juntos desde hacía cuatro meses y la pasión del hombre no presentaba grietas. Felicia echó el papel al cesto, como una servilleta, y se sirvió un café con el que apenas se mojó los labios. La hastiaban los domingos, con su silencio que evocaba la muerte. Pero este vendaval inesperado, este sopapo en medio de la calma chicha, resultaban peor que la apatía. Con las manos crispadas marcó el número de la abuela. Quería saber y no saber. Pero debía llamarla.
Esa noche, en una discoteca de Coconut Grove, Felicia le dijo a James que no aguantaba el ruido, que le dolía la cabeza y que quería irse a casa. Sola.
—Quédate tú, por favor. Diviértete. Me siento mal, necesito estar sola. Me voy en taxi.
Se veía obligada a gritar en medio del estrépito, de las parejas que bailaban sudadas bajo el relámpago multicolor de las luces, con sus tonos cambiantes que deformaban el rostro de aquel novio, de aquel canoso amante americano.
—¡Felicia! ¡Felicia!
Pronunció el nombre con la tenue sh, Felishia, como quien pide auxilio. Pero la joven sentía en ese momento demasiada compasión por sí misma para tener piedad con otro ser humano, aunque éste fuera el hombre que le daba vivienda, ropa y comida. Lo besó en la mejilla y se esfumó en la noche.
En el apartamento de Key Biscayne (no nido, sino jaula, le comentó una vez a un par de amigas), se tomó de golpe una cerveza y luego bajó a correr por la playa. Al poco rato, exhausta, se sentó en la arena, alejada de la orilla para que las olas no tocaran sus pies.
No entendía el mar. Se había tragado a la única persona que Felicia había amado, y ahora le traía a los culpables de aquella muerte atroz. Este mar negro, que de noche mostraba su verdadero rostro, la había asediado siempre: en su primera infancia en un pueblito en el norte de Cuba; en su segunda infancia en Miami Beach; pero sobre todo, en el momento de su adolescencia en que caminaba por el mediodía frente a la abrupta marea en Haulover Park, buscando signos en las crestas de espuma, cuando tuvo de pronto la certeza de que su padre no volvería jamás de su descabellada travesía. Tres días después los guardacostas hallaron restos de la embarcación flotando en aguas quietas, totalmente distintas a las furibundas que la habían trastornado. En los maderos no quedaba ni huella del capitán y al mismo tiempo único tripulante que había enfilado el rumbo hacia la isla de Cuba.
El solitario y arrojado marino había dejado en Miami a su hija Felicia, de catorce años, para ir a rescatar, como en hazañas de libros antiguos, a su esposa y su hijo. Pero las aguas no estuvieron de acuerdo. Y sin embargo ahora, seis años más tarde, permitían que esos desconocidos desembarcaran sanos y salvos en un puerto del sur de la Florida.
Felicia odiaba el mar, aunque mucho más los odiaba a ellos dos, cuyos rostros apenas recordaba. ¿Qué significaban una madre, un hermano? A ella le bastaba su padre. Pero ella no le bastó a él. El amor de ese hombre, al contrario del que sentía Felicia, fue un amor dividido. Y había pagado con su vida por esa escisión.
Ahora las luces de Key Biscayne, o las más lejanas de Miami, no lograban disipar la tiniebla de la masa líquida que lamía la playa con lengüetazos engatusadores, como un marido infiel que con carantoñas pretende disfrazar su traición. Pero a Felicia jamás la engañaría.
Al otro día la joven, al salir del college, fue a casa de su abuela. Ciertas cosas no pueden decirse por teléfono; la mirada y los gestos se vuelven necesarios. Hay que dar la cara, solía decir Fernando, el padre de Felicia. El dio la cara al meterse en el mar con su lanchón enclenque, y ahora la hija la daba en el apartamento de la anciana, en un edificio del gobierno para personas mayores de escasos recursos. Eso quiere decir viejos pobres, se burlaba con afecto Felicia cuando cada semana visitaba a la anciana. Pero esta tarde ninguna de las dos estaba para bromas.
Elisa, hundida en el balance, se aferraba al tejido de estambre, manipulando las gruesas agujetas para evitar mirar los ojos coléricos de su extraña nieta, que en los últimos años sólo le había ocasionado pesar.
—¡No quiero verlos! —gritaba Felicia, apropiándose con su cuerpo iracundo de la sala, del canario que trinaba en la jaula, del televisor encendido sin voz y de las diminutas figuras de cristal alineadas en mesitas y estantes.
La abuela hubiera querido abrir la puerta del balcón, respirar al menos un par de bocanadas del aire que su nieta consumía por completo, pero temía que cualquier movimiento la enfadara más, y se limitaba a tejer velozmente como si al final pudiera taparse la cabeza con el pedazo irregular de tela que se ensanchaba entre las agujetas.
—¡No voy a verlos! —repetía Felicia, moviendo sin coherencia la cabeza y los brazos, yendo de un lado a otro.
—Pero son tu madre y tu hermano —se atrevió a murmurar Elisa.
—¡No me importa! Mi madre no vino con mi padre y conmigo para Estados Unidos porque quiso quedarse allá con él.
—No es que quiso, Felicia, es que tuvo que quedarse. Félix había cumplido los dieciocho años, no lo dejaban salir de Cuba por la edad militar. ¿Qué iba a hacer ella, dejarlo allá? Tu padre tampoco quiso que se quedara solo.
—¡No le eches la culpa a mi padre!
—¿Cómo le voy a echar la culpa a mi hijo, que se me murió, mi único hijo, mi hijito querido, el único que tuve?
El llanto de la abuela obligó a Felicia a arrodillarse delante del balance y abrazarla, estrujando el tejido que ya no iba a servir de protección. La joven le huía a la efusividad, pero se había enredado en aquel escenario de telenovela (en la pantalla del televisor tenía lugar ahora un brete parecido) y no podía zafarse de su malla viscosa.
—El único culpable es ya sabes quién —dijo la anciana—. El hijo de perra que nos echó a perder la vida. La alusión a la política le devolvió la frialdad a Felicia, que se puso de pie precipitadamente.
—Abuela, yo solamente vine a decirte que no voy a verlos. Ni ahora ni después. Yo me fui de Cuba cuando tenía cinco años, mi padre me crió, y tú y él han sido mi única familia.
—Pero tu madre fue la que te dio la vida. ¿No entiendes, mi amor? Ella fue la que te parió.
—Ella no me parió. Mi padre me parió. Recuerda eso, abuela: mi padre me parió. ¿Okay? Tú les dices a ellos que se olviden de mí, que no me llamen, que no traten de verme. Es lo único que vine a decirte.
¿Sonaba todo esto como una blasfemia? La abuela sentía ganas de rezar, de santiguarse. Le echó un vistazo al cuadro de la Virgen, a las cortinas de metal, al canario, y señaló con voz imperceptible:
—Mi amor, tú sabes bien que los hombres no paren. Tu madre siempre será tu madre. Ella no es mala, te lo juro. Mi hijo la adoraba.
Ese verbo, adorar, acabó de rebosar la copa. Felicia se fue dando un portazo. Sin besar a la abuela. Sin decir adiós. Caía la tarde y se hacía imprescindible una copa de vino, o al menos tres cachadas de alguna marihuana contundente. James, el amante, el sugar daddy, siempre tenía en reserva un pitillo para calmar a la muchacha arisca de la que de repente se había enamorado. Por ella el médico cuarentón había abandonado a una esposa y dos hijos, se había dejado crecer la melena y la barba, bailaba al ritmo de Billy Joel y los Village People, y había alquilado este apartamento con un lujo estridente frente al mar, en uno de los barrios más caros de Miami.
Pero el lujo no saciaba a Felicia. Menos en esta tarde de abril, sosa y nublada. En el balcón del noveno piso fumó vorazmente la hierba que había viajado desde el mismo corazón de Colombia. Hoy James, por suerte, tenía guardia en el hospital, y ella podía beberse el paisaje sin interrupciones, hundirse en la memoria como en una poceta.
Desde aquí arriba el mar no amenazaba. Era, sí, sobre todas las cosas, el cementerio de Fernando Bernal, pero también una alfombra o un paño. Felicia se soltaba al aspirar la droga, su cabeza y su cuerpo perdían peso como ese papalote que ahora un niño empinaba en la playa vacía. Ella había sido la sombra de su padre. Lo seguía a todas partes como un rabo. Lo acompañaba el domingo a pescar en el Mac Arthur Causeway, frente a las grúas del puerto, a esta hora de la tarde. Los cruceros, edificios móviles y suntuosos, se iluminaban al hacerse de noche mientras se deslizaban por la bahía sebosa. Su padre, ensimismado, con una mano sostenía la vara y con la otra despeinaba a su hija. Felicia se quedaba quieta como una piedra. No hacía falta moverse. Su padre la inundaba.
El viernes por la noche, aprovechando que al otro día Felicia no tenía que ir a clases, Fernando se la llevaba con él pese a los refunfuños de la abuela, que veía en ese viaje, como en otras acciones de su hijo, una veta de atolondramiento, por no decir locura.
—¿En ese camión incómodo, toda la noche? La niña necesita descansar, Fernando. Y tú mismo me has dicho que en el trabajo te prohíben llevar cualquier acompañante.
Los cómplices se miraban, se guiñaban un ojo, sonreían.
—Ella es chiquita; si mi jefe aparece, ella se esconde. ¿No es verdad, caperuza?
De madrugada, a una velocidad que cortaba el aliento, atravesaban el sur de la Florida rumbo a Fort Myers, o Lakeland, o Naples, por carreteras desoladas y estrechas que bordeaban ciénagas y canales, transportando vituallas; una vez, a un costado de los Everglades, cuando amanecía, vieron una pantera cruzar ladinamente la cinta de asfalto y desaparecer entre los matorrales.
El timbre del teléfono la sacó del letargo. Las sombras usurpaban el balcón; abajo el mar era una tela negra; lloviznaba; Felicia sintió miedo. La ansiosa voz de James no logró protegerla.
—Quiero irme de Miami, James —fue la breve respuesta de Felicia a las palabras de amor.
Frases atropelladas brincaron del otro lado de la línea. Preguntas. Exigencias.
—Por supuesto que te amo —mintió Felicia, como tantas veces en los últimos meses—. Si me quiero ir de Miami no es por ti. Ya hablaremos.
Una a una fue encendiendo todas las lámparas, pero la luz no bastaba para desvanecer indeseables visitas, tercas apariciones; el conjuro reclamaba imágenes, sonidos, de ser posible voces; Felicia recurrió al televisor. Errónea decisión: de inmediato la pantalla se llenó de un enjambre de barcos atestados de gente, algunos a punto de irse a pique; barcos pequeños, grandes, relucientes, decrépitos; yates de lujo junto a camaroneros; barcazas desahuciadas junto a lanchas fogosas. Sorteando la mortífera corriente del Golfo, entre olas ampulosas, o apilándose como bibijaguas en la punta de un muelle en Cayo Hueso.
Nadie en Miami hablaba de otra cosa, sólo del molote de cuerpos estrujados, de la masa que se renovaba, sin acabarse nunca, cada día. Felicia apagó con furia el aparato. James la encontró dormida de mañana, envuelta en una manta en la cocina, rodeada de colillas, vasos y botellas, como una mata arrancada de cuajo que ahora él tenía que volver a sembrar.
II
(Félix, 1987)
“Te me vas ahora mismo y no vuelves más.”
Félix Bernal había oído esa frase en más de una ocasión. ¿Cuántas eran? ¿Seis, siete?
“Recoge tus cosas y te largas de aquí. No quiero verte más nunca en la vida.”
“Acaba de irte. Olvídate de mí.”
Las palabras y las voces cambiaban, pero en esencia querían decir lo mismo: cuando los esplendores se deshilachaban, y en el rostro de Félix aparecían los signos de pereza o hastío, visibles como arrugas, las mujeres, celosas, despechadas, lo acorralaban semanas o meses y al final lo ponían como un trapo.
El salía disparado, sin escuchar el aluvión de injurias, sin intentar sonsacarlas de nuevo, sin pedir perdón; si las cosas llegaban a ese punto de inquina, no era posible zurcir el descosido, tratar de darle forma a la chatarra. Lo mejor era cambiar de rumbo. Eso hacía ahora, a las diez de la noche (las peloteras siempre eran nocturnas), colocando las bolsas con zapatos y ropa en el cochambroso maletero del carro. Sólo que el rumbo, tanto en Cuba como en Estados Unidos, significaba regresar a casa de su madre.
A Félix le hacía bien caminar después de los desplantes, pero Miami no se prestaba para ese desahogo, a no ser en la zona de la playa o de Coconut Grove. Llamó a su madre desde un teléfono público.
—Mamá, Alicia y yo nos fajamos. No aguanto más. Creo que voy a mudarme contigo un tiempecito.
—Sabía que iba a pasar —dijo Raquel con una voz neutra, atemperada por algún somnífero—. Aquí tienes tu cuarto.
Su cuarto. Su madre siempre había tenido un cuarto para él. Cuando niño en la casa de Puerto Piloto, con el oleaje pespunteando su sueño, sonando al fondo de sus pesadillas; después en Camagüey, en un chalet cerca de la línea del tren, que retumbaba por la madrugada al pasar con su carga de vagones (Félix, en la intranquilidad de una hosca duermevela, se preguntaba de dónde venía y hacia dónde iba esa locomotora que con su traqueteo aturrullaba el barrio) y después, en estos siete años en Miami, en apartamentos de medio pelo en La Pequeña Habana, Hialeah o el Northwest.
—Gracias, vieja. Voy a dar una vuelta para refrescarme, luego voy para allá. Llego antes de la una.
Esta noche de martes el paseo entablado de Miami Beach se encontraba desierto; hacía frío; Félix, nervioso, pisaba los tablones con una especie de insensata cautela, sigiloso y hambriento como un gato extraviado. El gato Félix. Así acostumbraba a decirle su padre cuando él era un vejigo. Encerrado en la caja del televisor, el gato perseguía los gigantescos signos de interrogación que flotaban sobre su cabeza y al alcanzarlos se colgaba del punto, abrazándolo como una pelota. Un gato siempre lleno de preguntas. En esto coincidían plenamente el gato Félix y el niño Félix.
Con el paso del tiempo, la semejanza se volvió más marcada. El hombre Félix, que había cumplido ya cuarenta años, caminando por el largo boardwalk junto a la playa en esta noche de principios de marzo, vejado una vez más por la mujer de turno, mojado por el fino rocío que regaban las olas al chocar con las rocas, continuaba asediado, igual que el gato del televisor, por una retahila de interrogantes.
¿Quién era él? En Cuba había sido soldado, bibliotecario, ayudante de mecánico, guitarrista, picapiedras, maestro de Español y por último vendedor clandestino de licores caseros. Sólo en esta profesión se había sentido a gusto; pero el gobierno no le había permitido disfrutar mucho tiempo de su genuina vocación, y acabó en una granja sembrando, desyerbando y cortando caña, abarcando en un año completo el ciclo de la planta, desde su nacimiento hasta su muerte.
En su juventud esperó en vano al padre redentor que de un momento a otro cruzaría en una lancha el pedazo de mar entre Estados Unidos y la isla para llevarlos, a Félix y a su madre, a una vida mejor. Pero el padre no llegó jamás (¿había muerto realmente? , ¿se había ahogado? , ¿o había decidido navegar hacia otras tierras más prometedoras, como el gran buscavidas que siempre fue? Nadie podría saberlo; sólo los restos del barco aparecieron; Félix imaginaba a veces que Fernando Bernal cambió de embarcación y huyó a través del Océano Atlántico, rumbo a Europa o Africa), y el hijo debió cumplir la condena prevista por la Ley contra la Vagancia, hasta que en el 80 irrumpió como un ras de mar el éxodo por el puerto del Mariel.
En Miami Félix añadió oficios a su pintoresca biografía laboral: lavó carros, podó árboles, limpió cuartos de hoteles, despachó gasolina, vendió pólizas de seguro; en la actualidad le llevaba las cuentas a una empresa canija que importaba productos naturales de América del Sur; su jefe, un cubano marrullero que se había asociado con un caleño de armas tomar, soñaba hacerse rico vendiendo uña de gato y otros medicamentos primitivos; hasta el momento la fortuna se negaba a materializarse, pero la compañía sobrevivía, y Félix cobraba los viernes un salario que le permitía al menos saldar las deudas y enviarle una remesa mensual a su hijo en Cuba.
De todas las metidas de pata de su vida, ésa era la peor, la más penosa. De pronto llegó al mundo aquel ser diminuto ligado a Félix por un lazo irrompible, que no podía quebrar ni siquiera la madre del niño, la única mujer con la que Félix se había casado y a la vez la única persona a la que había llegado a odiar con un rencor sin fallas, puro, insistente; un rencor que duraba hasta hoy.
Y sin embargo, hubo un tiempo, antes del nacimiento de ese hijo, que fue feliz con ella. Ana había sido su primera novia. Frágil, vivaz, menuda, cuando tenía diez años y se besaba con los labios cerrados con un Félix de doce, siguió siendo la misma (frágil, vivaz, menuda) al llegar a los veinte y encontrarse después de tanto tiempo con un Félix distinto, con un padre exiliado y una madre infeliz, desconcertado, recién salido del brutal servicio militar, sin saber hacia qué encaminarse, como un cuerpo sin huesos dispuesto a someterse al esqueleto que supone una boda.
Después de un corto noviazgo se casaron, como viajeros que al romperse el tren en un pueblo recóndito se bajan a comer o a tomar fresco y confunden el sitio con el destino final de su viaje, y se quedan a vivir en lo que solamente debió ser un fugaz apeadero, un mero pasaje de tránsito.
Un error semejante se paga caro. No sólo Félix y Ana, sino también Ariel, espíritu del aire, risueño y retozón, con el paso del tiempo pagó por una falta que no había cometido.
Pero antes de que el niño existiera, recordaba otra vez el caminante Félix en esta noche gélida en Miami Beach, los que serían sus padres parecían amarse.
Al terminar los años de recluta, Félix había obtenido gracias a su madre un empleo en una biblioteca, clasificando libros y ordenando inventarios; allí, junto a Raquel, lo encontró Ana. Después de la luna de miel, al recién casado le dio por devorar novelas, poemas y relatos, y más tarde por llenar libretas con ristras de palabras; quería ser escritor.
Ana enseguida se plegó a ese llamado. Se afincaba de noche en un sillón frente a una narración de Balzac o Jack London, aunque su corazón solamente latía con la telenovela de las nueve, donde la gente se amaba de veras, quemándose sin freno ni pudor. Por el día, mientras Félix manipulaba libros con la secreta esperanza de que las páginas penetraran por ósmosis a través de sus dedos, Ana, en la oficina de una empresa láctea, mecanografiaba documentos y cifras que en nada se avenían con la realidad. Por la tarde hacía cola en la tienda para la magra cuota de comida, que luego cocinaba mientras oía la radio. Las noticias y las consignas no descosían la red del matrimonio; eran apenas puntos de color en la malla que ella se había inventado. Tarde en la noche su cuerpo pasaba al de Félix. Ana era él, fundida, derramada, como una mancha que invade una tela. Quería tener un hijo, para acabar con aquel aire ajeno de su esposo. Y al fin el vientre comenzó a crecer.
A Félix lo atacó un desdoblamiento. Tanto en la casa como en la biblioteca se sentía protegido, como un gato perseguido por perros que se refugia dentro de un matojo; pero de pronto, cada dos o tres días, en el momento en que caía la tarde, sentía un brusco escozor que lo obligaba a ignorar los reproches de Ana y deambular por Camagüey, muchas veces a oscuras, cuando los apagones engullían todo resquicio de luz en la ciudad. Mientras andaba sin rumbo concebía confusos argumentos de relatos, que horas después trataba de plasmar en papel cuando lograba zafarse del abrazo de una Ana soñolienta, que a pesar de haber hecho el amor quería más de él. La tinta se corría sobre las rayas, y los signos, hirsutos, se unían para volverse jerigonza.
Al poco tiempo le llegó la urgencia de que alguien más que Ana leyera esas hojas repletas de borrones; necesitaba compartir su escritura con quien realmente supiera valorarla.
Visitó varias veces las reuniones de escritores jóvenes auspiciadas por las autoridades. En el salón donde se apretujaban los aspirantes a las obras maestras, bajo la tutela de autores provincianos que habían logrado publicar sus libros y que trazaban las configuraciones de la literatura y la ideología, Félix leía sus textos con voz entrecortada y luego oía al borde de la asfixia las malandrínas críticas de los orientadores, jurándose en silencio que no regresaría. Pero al cabo de dos o tres semanas volvía, como el que toca a rebato una campana con el único fin de escuchar improperios.
Hasta la noche en que nació su hijo Ariel. Desde ese instante su energía se volcó en aquella minúscula parte de sí mismo, envuelta en batas bordadas y pañales. Ahora, veinte años después, enfundado en jeans norteamericanos y t-shirts con emblemas de Miami, regalos de su abuela Raquel, ese mismo Ariel le escribía desde Cuba cartas a Félix en las que le reprochaba su olvido y negligencia; cartas muy parecidas a las que Félix le escribía a su padre cuando tenía esa misma edad; cartas que cruzaban en aviones sobre el Estrecho de la Florida, en cuyo fondo se consumían los huesos de Fernando Bernal, si es cierto que había muerto.
Pero Félix, a diferencia de su padre, no se hallaba dispuesto a hacerse el héroe e ir a buscar a su hijo en un barco; además, aunque había nacido y crecido en un puerto, no sentía la menor afinidad con el mar; no era aversión, sino desinterés; ahora mismo, en esta medianoche de marzo, mientras caminaba por el paseo entablado, apenas se dignaba a contemplar las olas que se estrellaban en los dientes de perro.
Desde el bar de un hotel le llegaban las notas de un jazz desaforado. Félix también había soñado con ser músico. Este delirio vino después de la escritura, del amargo divorcio, durante su romance febril con una actriz. Desde adolescente sabía tocar guitarra; fue el juglar de su rancio batallón de soldados durante toda su época militar; al separarse de la urticante Ana, la pasión de Lucía le despertó el impulso de la composición. Les puso melodía a los versos de las brujas de Macbeth: Tres veces el gato listado maulló. Lucía dirigía a Shakespeare y a la vez intentaba llevar el papel de Lady Macbeth a nuevas alturas. Desvarios provincianos. Tres veces se lamentó el erizo. Félix, después de acurrucarse con su amante (¿eran las caricias el preludio obligado de cualquier creación? ), se pasaba las noches buscando los acordes que mejor adornaran el texto siniestro, impregnado de un trino jodedor. La arpía avisa que ya llegó la hora. ¿Sonaba su música como la de los alabarderos de moda?
Félix no deseaba que lo confundieran con esa gentuza, que le había vendido su talento al diablo a cambio de raquíticas prebendas. Vamos a ciarle la vuelta a la caldera. Echemos en ella las entrañas venenosas del sapo que vive bajo una piedra fría.
La obra fue un fiasco. Las canciones fueron abucheadas por un público hostil, amparado en la penumbra anónima de las lunetas. El amor de Félix y Lucía se disolvió en seis meses. Luego vinieron otras mujeres, otros trabajos, otras aspiraciones. La de salir de Cuba era la principal. Pero a mediados de los años 70, la noticia de que Fernando Bernal se había ahogado dio al traste con el sueño de abandonar la isla.
Félix, el huérfano de padre, compró un alambique de segunda mano y se dedicó a fabricar licor en la casa de su madre enlutada. Se sentía como un sabio medieval, desentrañando secretos de alquimia, persiguiendo la fórmula esquiva de la piedra filosofal. Los borrachos del barrio se bebían el mejunje como agua. Su fama se propagó por todo Camagüey, en especial por los barrios marginales: tipos con facha de pocos amigos le tocaban la puerta por la madrugada para comprarle tres o cuatro botellas. Raquel, la bibliotecaria, que por el día sólo guardaba libros, por la noche guardaba los fajos de pesos de su hijo empresario debajo del colchón. Hasta que cayó preso...
Le hacía daño recordar. Tenía calambre, frío, ganas de escabullirse. Le hacía falta dormir. Los insultos de Alicia, su actual amante, o más bien ex amante, lo habían descacharrado. Miró el reloj. Su madre lo esperaba. Mañana, durante alguna pausa en el trabajo, le escribiría a Ariel, le pediría que tuviera paciencia, que las gestiones para sacarlo a través de España ya estaban a punto de concretarse (era mentira), que pronto le enviaría un paquete con ropa y con discos de... (¿cómo se llamaban los grupos de rock que su hijo veneraba? ), que no pidiera más la dirección de su tía Felicia, porque ni él ni Raquel sabían de ella (Félix no había querido contarle a Ariel que ni siquiera la habían visto desde que llegaron a Estados Unidos, y se había limitado a esbozar vagas riñas que habían degenerado en un distanciamiento), que por favor no se buscara problemas con la policía, que por favor... Las cartas a su hijo cobraban siempre un aire de súplica. También en eso Félix imitaba a Fernando Bernal.
Sí, la vida se repetía a sí misma y al final se varaba en un mismo lugar. Qué pensamiento tan trillado, tan chato. No cabía duda, le hacía falta dormir. Recuperarse de tantos golpes bajos. Tenderse largo a largo. Alejarse lo más pronto posible de este mar nocturno, cuyo rugido reaparecía en sus sueños como una voz que predice desgracias.
III
(Raquel, 1996)
Le dijeron que no podía moverse, y se había meneado como si la atacara un burujón de hormigas. Le dijeron que no podía tragar, y la boca se le había llenado de un agua espesa que al final se escurrió por la garganta. Le dijeron que no podía decir ni una sola palabra, y se había quejado en alta voz. ¿Qué querían, que se hiciera la muerta? A ella no le faltaban ganas, no de hacerse la muerta, sino de morirse de verdad. Pero no era tan fácil.
Pensándolo bien, esto era un breve ensayo: metida en esta especie de ataúd, encasquetada en este túnel blanco, con este traqueteo que se le venía encima, y que bien podían ser aparatosas paletadas de tierra, trajines bruscos dé los enterradores.
—¿Qué le pasa, señora? Si sigue así tenemos que empezar otra vez. ¿Usted padece de claustrofobia?
Que ella supiera, no. Pero a su edad tenía tantos achaques, la avasallaban tantas enfermedades, que una más no extrañaba.
—¿Se tomó el sedante, como le dije?
—Me tomé dos. Pero todavía no me han hecho efecto.
El técnico con bata de doctor apagó la máquina y se le acercó con facha temeraria, como el que está habituado a cambiar el destino.
—Voy a ponerle este espejo aquí, a la entrada del cilindro. Si lo mira le va a dar una sensación de espacio abierto, y en el reflejo me va a ver a mí, que aunque voy a estar lejos a usted le va a parecer que estoy cerca. Es un truco, pero da resultado. ¿De acuerdo? Estese quieta, son solamente cuarenta minutos.
¿Cuántos minutos había en sesenta y seis años? A ella, que tan buena en matemáticas fue cuando estudió en el colegio de monjas, le resultaba imposible sacar esa cuenta. Pero no había que calcular demasiado para saber que cuarenta minutos era un grano de arena en la prolija playa de su vida. Y depender de un artificio mental, de un espejismo, para hacer más llevadero el tiempo, no era un recurso nuevo para ella: era el eje alrededor del cual giraba todo.
—Y esos ruidos, ¿qué son?
—La máquina trabaja con sonidos, por eso se llama resonancia magnética. Vamos a empezar otra vez. No se mueva. Mire para el espejo.
Al rato Raquel vio un tramo de agua. Un río se deslizaba entre piedras rugosas, con guajacones que se desparramaban en un fondo verdoso; ella y sus primas se zambullían cuando llegaba el mediodía bestial y el sudor importunaba el cuerpo. Eran las vacaciones en el campo. La niña acicalada de la ciudad se transformaba durante dos meses en una desgreñada campesina. Por el agua, el azogue, navegaba su rostro, sin rasgos de pesar; un cutis envidiable; una piel que no ha conocido el sufrimiento. Pero Raquel no deseaba contemplarse a sí misma en este espejo; ni aquella imagen de antes ni mucho menos esta horrenda de ahora. Desde hacía años el reflejo que evocaba era otro; el de otra gente; el de personas que se habían ausentado; el de su esposo Fernando Bernal, el de su hija Felicia, el de su nieto Ariel. Dos de estos seres habían desaparecido en el mar; el otro se había escondido, ¿dónde?
Felicia había nacido de Raquel. Era suya. Ariel había nacido de otra mujer (una víbora), pero sólo gracias a su hijo Félix, por lo que Raquel también había ayudado de forma decisiva a su existencia. Sin embargo, Fernando Bernal había venido de otro mundo, otra gente, y había poseído a Raquel desde afuera, persuadiéndola con sus frases de doble sentido, sus facciones viriles curtidas por el sol y las aguas saladas, sus mañosos abrazos y caricias, hasta que la venció. Pero nunca, ni en el acto más íntimo, había sido de verdad parte de ella; el padre de sus hijos vivió y actuó como un desconocido de principio a fin.
Así y todo, Raquel no había querido a nadie como a él; por él abandonó su casa, su ciudad, su orgullo y sus ensoñaciones. Sin siquiera casarse. En contra de la voluntad de sus padres, que calaron hondo en aquel pretendiente, al que calificaron de mero aventurero. Raquel se hizo la sorda.
Había dos formas de mencionar la acción crucial que ella tomó cuando era todavía una adolescente: la familia de Fernando decía que ella se fue con él. La de Raquel decía que él se la llevó. Se fue, se la llevó: a ella le daban lo mismo los verbos. Se salió con la suya, se unió al hombre que amaba; lo demás era insignificante.
Ahora el espejo en la boca del túnel, del ataúd, devolvía la figura que marcó para siempre sus noches y días; el hombre que aparentaba venir de La Habana, y que pese a su traje de dril cien, a su sombrero de pajilla, no era capaz de tapar por completo su porte campesino, su tosquedad de guajiro de costa, de pescador, pues su familia vivía en una finca muy cerca del mar; allá fueron los recién estrenados amantes; allá se hicieron el amor hasta que Fernando construyó la casona en Puerto Piloto, en la que Raquel tuvo su primer hijo. A veces sentía que se había mudado a un país extranjero; sólo Fernando era patria y bandera; su hijo Félix fue el primer ciudadano de esta nación al lado de una playa.
Cuánta inocencia, pensaba ahora Raquel, escudriñando las facciones de su esposo difunto en el nublado azogue. Nadie puede fabricar por sí mismo un país, ni siquiera un negociante astuto como el hombre en quien ella creyó. De nada le valieron la tienda en Nuevitas, las compras y ventas de pescado, las inversiones en las dos salinas, incluso la adquisición, a través de una concesión de Batista, de un cayo deshabitado en el que Fernando planeaba aumentar su fortuna con la prometedora industria del carbón; de la noche a la mañana su pequeñísimo imperio se hizo trizas, cuando los revolucionarios lo acusaron de enemigo del pueblo y explotador de pobres, y lo despojaron del fruto de su tenacidad.
Ahora volvió a estremecerla este ruido. Este dolor en la nuca y los hombros. Con esta falta de aire. ¿Bastaba mirar a este espejo engañoso, en el que uno podía imaginar la sombra de un ahogado? No uno, sino dos. Porque Ariel siguió la ruta de su abuelo, sólo que al revés: Fernando navegó de norte a sur, Ariel de sur a norte. Distintos rumbos y un mismo destino: el camposanto empapado del mar. Los compañeros de balsa de su nieto llegaron a Miami exhaustos y aterrados: ellos fueron los tristes mensajeros; Ariel y otro amigo habían enloquecido por el sol y la sed, y por la noche, cuando se desató la imprevista tormenta, se habían hundido, uno detrás del otro, en el monstruoso oleaje.
Tenuemente, detrás del rostro de Fernando, aparecía el imberbe del hijo de Félix; Raquel luchaba en vano con las lágrimas. ¿Saldría acaso en la prueba de resonancia magnética su llanto? ¿Percibiría la máquina el rencor de Raquel a la madre de Ariel, que se negó a dejar que su hijo se fuera con su padre y su abuela para Estados Unidos cuando se presentó la oportunidad de abandonar la isla a través del puerto del Mariel? Era poco posible; el aparato sólo hurgaba tumores, desviaciones de huesos, órganos estragados, no las heridas más determinantes en una anciana entrampada en sus memorias, ansiosa por oír de una vez y por todas el toque de queda final.
Pero aquí continuaba, en esta jaula de plástico, jadeando, engarrotada, condenada a este espejo, a este timo, a este repaso de caras esquivas.
De esos tres rostros sólo uno no llegaba a definirse: era un rostro inconcluso, interrumpido. Aparecía más claro en forma diminuta, entre los lujos de la canastilla; luego con cachetes ardientes por la fiebre o el sol; la última visión tenía de fondo el salón atestado del aeropuerto José Martí en La Habana; Fernando llevaba de la mano a Felicia hacia afuera, hacia la luz que blanqueaba la pista; padre e hija se volvieron para decir adiós.
Raquel, detrás de los cristales, junto a Félix, trataba de grabar la cara de la niña, entusiasmada por el paseo en avión.
Más tarde desde Miami comenzaron a llegar las fotos, y siguieron llegando durante nueve años; la niña al lado de su abuela paterna, entre canarios y figurines chinos; la niña en el regazo de su padre, alelada; de repente la niña tenía senos y cuerpo exuberante; una belleza, y no porque fuera su hija; Fernando y Raquel habían traído al mundo dos ejemplares de hermosura cubana, ya que Félix no se quedaba atrás: era el joven más buen mozo, no sólo del poblado de Puerto Piloto, sino también de Camagüey, adonde él y Raquel se mudaron en la faena de sobrevivir, mientras esperaban la salida de Cuba.
Pero la belleza de Felicia golpeaba más, porque estaba lejos. En la última foto que Raquel recibió, antes del viaje roto de Fernando, la muchacha recostada con pose vanidosa a un carro color vino era innegablemente una mujer. En el reverso Fernando había escrito: “¿Qué te parece nuestra reina? En la escuela trae al retortero a una pila de enamorados”.
La muerte de su padre destronó a esta reina, pensaba ahora Raquel, al fin adormecida por los dos sedantes. Felicia también vio hacerse añicos su mínimo país, al desaparecer este fracasado fundador de naciones que fue Fernando Bernal. Madre e hija, separadas por el estrecho abismal de la Florida, se reflejaban en esa pérdida como dos cuerpos en un agua oscura. Pero Felicia no quiso darse cuenta de esta semejanza: el luto la volvió egoísta y vil. Su rostro adulto no llegaba a cuajar, se resistía al azogue; los trucos de este espejo a la entrada del túnel no bastaban para hacerla visible; para Raquel, que resbalaba por la cuesta del sueño, ensopada por la indiferencia que ahora le regalaba la modorra, las facciones de esta hija fugitiva se habían desintegrado.
IV
(Una carta, 1996)
Felicia:
Abuela Elisa me dijo que hace tiempo que no sabe de ti, que posiblemente estás en Nueva York o California o Naples, pero de todas formas voy a escribirte esta carta y dársela a ella para que te la entregue algún día. No importa cuándo. No espero nada de ti, ni siquiera respuesta, así que me da igual que la recibas mañana que dentro de tres años.
Nunca me he sentido con tanta libertad al escribir una carta como ahora. Uno escribe cartas para lograr algo: amor, amistad, favores, dinero, simpatía, o en algunos casos venganza. ¿Qué busco yo? No sé. Las dos personas que yo más quería, mi madre (nuestra madre) y mi hijo, se murieron. Con ellos se murió mi necesidad de querer y ser querido. Murió mi necesidad de cualquier cosa, y punto. El amor es una esclavitud, una esclavitud que uno acepta con satisfacción, hasta con gozo, pero en fin de cuentas es una esclavitud. Tal vez por eso me siento tan libre.
Durante años, mientras viví en Cuba, yen los primeros tiempos en Estados Unidos, yo quise ser tu esclavo. Añadirte a la lista de las personas que me encadenaban. Recuerdo que cuando era joven, y me dio por leer continuamente, como si los libros pudieran dar respuestas (no las dan, ninguno puede darlas), me encontré en uno de filosofía (los más mentirosos, porque dicen buscar la verdad y en algunos casos se jactan de encontrarla) un elogio al amor entre hermano y hermana. El filósofo, que si mal no recuerdo era Hegel, decía que no había amor más intenso y más puro. Y yo, ingenuo y crédulo, pensé que era una suerte que tuviera la oportunidad de experimentar ese amor, porque tenía una hermana.
¡Qué chasco, cuando supe que tú no querías, no digamos amarme, ni siquiera verme! ¿Qué pensaría Hegel de un rechazo tal? Seguramente hubiera inventado una teoría para justificar tu repudio. Ese es el punto fuerte de los escritores, los filósofos, los políticos, los periodistas y los religiosos: adaptar las palabras a las situaciones para salir airosos de cualquier percance. Ninguno de ellos quiere perder jamás. Ninguno da su brazo a torcer. Te tupen con sus frases hasta tapar toda la realidad ante tus propios ojos.
Pero para qué mencionarlos: desprecio sus fanfarronerías, sus elucubraciones, sus verdades a medias, su competencia perpetua y sanguinaria. Prefiero hablar de mí. Y de ti, y de nuestra corta y jodida familia: mis padres (nuestros padres) y mi hijo (tu sobrino). Tú y yo somos los únicos sobrevivientes. Quién me lo iba a decir.
Una vez, cuando tenías más o menos dos años (yo tenía quince), estuviste casi a punto de ahogarte; te caíste de un muelle y yo te rescaté. Estoy seguro de que no lo recuerdas. Nadie lo supo nunca. Mamá y papá estaban en Nuevitas y yo me había quedado cuidándote. Me entretuve pescando y no vi que te acercabas al borde del muelle, paseando a tu muñeca, y sólo me vine a dar cuenta cuando ya estabas en el agua. Me dio tanta vergüenza y tanto miedo que no se lo conté a ninguno de los dos. Tú casi no sabías hablar, y no hubo más testigos. Era nuestro secreto, tuyo y mío, o más bien mío, pues eras tan pequeña que me da la impresión de que tu memoria pronto lo borró.
¿Fue aquello una señal? ¿Es que el destino te deja entrever su intrincada madeja en un segundo? Sobre este tema y otros semejantes los charlatanes tienen muchas teorías, y como te dije desconfío de todas. Pero ahora, cuando mi madre (nuestra madre) acaba de morir, dos años después de que mi hijo se muriera, y acabo de esparcir las cenizas de ella, según su voluntad, en el mismo mar en que mi hijo y mi padre (nuestro padre) murieron, me he acordado muy nítidamente de aquella tarde en que tú por poco también mueres ahogada, en ese mismo mar que envuelve a Cuba y que llega hasta acá, hasta la Florida. Tal vez por eso te escribo esta carta. Porque me acordé de esa lejana tarde en que pudo pasar una tragedia, de la que yo hubiera sido el único culpable.
Porque siempre hay un culpable, ¿no? Uno o varios. Abuela Elisa me dijo a los pocos meses de llegar aquí, cuando se hizo evidente de que no ibas a vernos, ni siquiera por curiosidad, que tú pensabas que mi madre (nuestra madre) y yo teníamos la culpa de que papá muriera. Oye bien: no voy a intentar convencerte de nada. Nadie convence a nadie; uno se deja convencer si uno quiere. Sólo voy a decirte que las culpas nunca son tan sencillas, a veces ni en los casos más obvios, pongamos por ejemplo un asesinato.
Papá, mamá y abuela Elisa siempre pensaron que la desgracia de nuestra familia era culpa de un solo personaje. Yo no voy a echar a perder esta carta escribiendo su nombre. Nunca los contradije, y sé de sobra que ese individuo carga con una buena parte de la falta. Pero todo no nace ni muere con él. Eso sería demasiado fácil, casi tan fácil como tú decir que mamá y yo matamos a papá.
Parece ser que algo pasó en Cuba, que algo nos pasó a los cubanos, a todos, incluyéndote a ti, que por muy americana que seas o te creas ser no dejarás de ser una cubana más, porque naciste allí, en esa isla. Algo terrible nos pasó, te repito. ¿Qué fue? ¿De dónde salieron todo el rencor y toda la bajeza que dividieron a nuestro país, a nuestra gente, y que persisten hasta el día de hoy? Estas son otras preguntas sin respuesta. Ahí te las dejo.
Y hablando de preguntas sin respuesta, tal vez la única que todavía me inquieta es si existe la vida después de la muerte. Soy un ateo con dudas o un creyente con dudas; soy cualquier cosa, pero siempre con dudas. Tiendo a pensar que con la muerte se termina todo, y por eso tuve la fantasía de que nuestro padre todavía estaba vivo, que simplemente había decidido navegar a otra tierra. Hacer un perfecto mutis por el foro. Salir de circulación. Cortar las ataduras. O quizás me imaginaba eso porque en el fondo yo quería hacer lo mismo.
Pero cuando mi hijo murió me fue imposible engañarme más: supe entonces que papá se había muerto. Y me dio por pensar que a lo mejor, de un modo que ni yo ni nadie podría comprender, ellos se encontrarían. Sin embargo, con el tiempo he creído que si cuesta tanto encontrarse en la tierra (tú y yo no nos hemos topado ni por casualidad), en el mar, que es más grande, se vuelve más difícil que dos personas coincidan en un punto, y ahora mamá está allí, en esas mismas aguas.
Déjame decirte otra cosa: yo sé que tú has sufrido. Pero no eres la dueña de todo el sufrimiento. Tú perdiste a papá, pero yo no sólo lo perdí a él, sino también a mi hijo y mi madre. Si el sufrimiento puede medirse por cantidad de muertes, te gané.
Y no creas que nuestro padre era sólo tuyo, como por lo visto pensaste, por todo lo que me contó abuela Elisa. Papá también fue mío. Yo también tengo muchos recuerdos de él. Antes que tú nacieras él también me llevaba a todas partes, como después hizo contigo. Entre los días más felices de mi niñez me acuerdo sobre todo del que pasé con él en aquel cayo donde quiso fabricar carbón, el cayo Alto del Ají. Me acuerdo de los espesos manglares, de las nubes de mosquitos, de las jutías y de los venados. Papá decía que a uno le bastaba con tener una faja de tierra. Pero al final tuvo que conformarse con una faja de mar.
Y ahora que mi madre y mi hijo se conformaron con lo mismo, ¿qué tengo yo? , ¿y qué tienes tú?
Te saluda tu hermano,
Félix Bernal
V
(Felicia, 2000)
Primero le cortaron el teléfono. Después la luz. En el diminuto apartamento de Miami, apenas una habitación y un baño, adonde había acabado al final de tumbos por ciudades del norte, el sur, el este y el oeste de Estados Unidos, Felicia olía en plena oscuridad la cocaína y luego salía a hablar con el gato que vivía en la escalera. De repente cerraba los ojos y empezaba a rezar. El animal, echado en un peldaño, se rascaba sin dejar de observar inquisitivo a la mujer que se atrevía a invadir su territorio.
Ya esta misma mujer, semanas antes, había tratado de encerrarlo en su cuarto, pero él se defendió arañando la puerta y maullando toda la noche sin cesar, hasta que ella se vio obligada a sacarlo. Ahora ella venía a él. En los últimos tiempos esto le había sucedido a Felicia, no sólo con el gato, sino con todo el mundo.
Antes, cuando era hermosa, a young Cuban American, a tropical beauty, la gente la asediaba, la cortejaba e incluso de buen grado aguantaba sus rarezas y sus malacrianzas. Pero los años, el alcohol y las drogas habían resquebrajado su contagiosa vitalidad y su belleza. A los cuarenta años, sentada en la escalera junto al gato, tenía el aspecto de la abuela de alguien; sólo que no había hijos ni nietos que corroboraran los estragos palpables de la edad; todos los embarazos de Felicia habían finalizado en clínicas de aborto. La idea de un hijo siempre la había aterrado: buscaba protección, no proteger a nadie. Y desde la muerte de Fernando Bernal se las había arreglado para encontrar unos brazos, un pecho que la escudaran contra la realidad.
Pero ahora se encontraba a la intemperie. En este cuchitril caliginoso. Frente a este gato que condescendía a no escapar cuando ella se acercaba. En la escalera de este ruin edificio en un barrio pobretón del Northwest, adonde James había accedido a pagarle la renta durante tres meses, con el requisito de que no lo llamara para pedirle dinero ni ninguna otra cosa. Y los tres meses llegaban a su fin.
James había sido su primer amante. Felicia, como China, dividía su pasado no por años, sino por personas; sólo que en vez de dinastías decía épocas. En la época de James. En la época de Armando. En la de Bill. En la de Ernesto. En la de Willie Artiles. En la de Hank. Tantos nombres; había olvidado algunos. Una vez, entre garrafones de vino y onzas de marihuana, hubo uno de mujer: la época de Melissa. Muertas de risa, durante un invierno feroz en Nueva Jersey, enclaustradas en una buhardilla, lavaban la ropa interior con cerveza; se aborrecieron cuando el dinero de Melissa comenzó a escurrirse. La de James había sido la primera y también la más larga: cinco años. Algunas sólo duraron meses; un par sólo llegaron a semanas. James, el primero, era el último que había quedado, no como amante, sino como refugio. Pero acababa de cerrarle la puerta, y Felicia sabía que no iba a abrirla más.
El generoso doctor James Van Horn se acercaba a los setenta años, tramitaba el retiro, y en su vejez se había reconciliado con su vetusto amor, la madre de sus hijos; quería viajar, disfrutar de sus nietos. La tromba de Felicia, que destrozaba diques y empalizadas y no dejaba en pie ni un horcón, ya no tenía cabida en su reducto.
Felicia, que había perdido el pudor con conocidos y desconocidos, sólo lo sentía con su abuela. La llamaba por teléfono para mentirle, pero eran mentiras de buena voluntad; le contaba lo bien que le iba en su trabajo (lo había perdido desde hacía varios meses), de un novio que deseaba casarse de inmediato (su última relación había acabado en una estación de policía), de su perro chihuahua (tuvo uno cuando niña), de su lujoso apartamento en Kendall. Nunca, ni al pasar hambre, le pedía dinero. Era su único orgullo: tener piedad de la anciana que le había sido fiel hasta el final.
Elisa, todavía lúcida a pesar de su decrepitud, se dejaba engañar y prefería seguir la corriente a la nieta que no podía entender. No malgastaba su voz en consejos; escuchaba en silencio el cantarino monólogo de Felicia y luego le decía: “Cuídate, hijita. Que Dios te bendiga”. Ni siquiera le pedía que viniera a visitarla a este home de donde al parecer ya no saldría jamás, y al que se había habituado; le bastaba con ver al puntual Félix dos veces al mes.
También había renunciado a intentar acercar a los dos huérfanos. Cuando le entregó la carta de Félix a Felicia a raíz de la muerte de Raquel, su nieta, que la leyó temblando de ira, se limitó a decirle: “Abuela, no quiero que me des más nada de él. Ni carta ni recado ni nada. El me odia”. “No te odia, hijita. Félix es bueno”. “Me odia, te digo. Y se atreve a decirme que ha sufrido más que yo. ¿Qué sabe él de mi sufrimiento? ” “Hijita, es tu hermano, por favor”. “Abuela, no quiero que me lo menciones más nunca”. Elisa obedeció.
Esta noche Felicia, sentada frente al gato, se preguntaba si debía eliminar aquel último escrúpulo y pedirle dinero a su abuela. La anciana debía tener ahorros, ¿para qué los quería? A Felicia no le quedaba nada por vender; a cambio de minúsculas bolsas de droga, el dope dealer se había llevado todo: televisor, computadora, estéreo, las pocas joyas que le habían regalado James y otros amantes. En otro tiempo hubiera vendido su cuerpo, pero no se engañaba: la mercancía había perdido valor. Podía aún fantasear frente al espejo, sobre todo cuando sentía el rush del polvo blanco vivificando sus músculos, su sangre, encandilando sus ojos y dándole una velocidad demencial a su mente, que arrastrada por el remolino apenas se detenía en una idea fugaz, un leve pensamiento, para al final diluirse en un letargo; pero las miradas de los hombres no dejaban duda: donde antes encontraba admiración, concupiscencia, arrobo, ahora sólo había asco, compasión, menosprecio.
No quedaba más remedio que llamar a la abuela. En el home estaban permitidas las llamadas hasta las nueve de la noche. ¿Eran más de las nueve? ¿Qué día era hoy? Debía buscar menudo. Se metió en las tinieblas del apartamento como quien baja a un pozo, registró las gavetas, el botiquín y el clóset, gateó en la alfombra, sacudió la ropa, palpó de una punta a la otra el colchón: no le quedaban monedas, ni mucho menos droga. Se tomó a pico de botella el whisky. Alguien podía darle veinticinco centavos. ¿Había empezado a llover? ¿Ese ruido dentro de su cabeza era lluvia? ¿Y esas voces? Salió de prisa, bajó el primer peldaño; el gato dormitaba. Pero su sueño, como el de Felicia, era nervioso, efímero; el animal saltó cuando el cuerpo de la mujer casi le cayó encima; después del batacazo, corrió escalera abajo y se ocultó gimiendo en un cantero de salvia y romerillo. A las dos horas, desde su escondite, vio las luces rojizas de la ambulancia y el carro policial, y oyó pasmado pasos, trajines y gritos, y por último el ulular chillón de las sirenas.
Ahora, cinco meses más tarde, en este albergue en North Miami Beach, en esta sala repleta de sillas en las que se sentaban personas silenciosas, inundada del humo de cigarros, Felicia trataba por primera vez de contar lo que ocurrió esa noche, pero la memoria no la favorecía. Habló del hospital, de despertar en un cuarto blancuzco, amarrada a la cama; luego se echó a llorar. Hubo un aplauso rápido y cortés. Un hombre le alcanzó un vaso de agua. Esa noche pudo dormir mejor; con el llanto se fue el desasosiego.
Al día siguiente paseó por el ralo jardín después de almuerzo; las plantas esmirriadas retrataban la endeblez de la mujer que deambulaba del portal a la cerca. En dos semanas se vencería su estancia aquí en el halfway house. ¿Cómo se traducía este nombre al español? Una casa a mitad del camino. A Felicia le sonaba absurdo en su idioma natal, pero a la vez la obligaba a partir las palabras, a desmenuzadas como una comida. ¿Era ésta la mitad? ¿De qué camino? Su abuela había muerto el mes pasado y ella se había enterado cuando llamó al asilo; la enfermera le dijo secamente, con un reproche evidente en la voz, que la anciana llevaba cuatro días enterrada. Sus pocos bienes habían sido donados al home por propia voluntad de la difunta. N o había mitad de camino para Elisa, pensó Felicia rozando con sus brazos las hojas taciturnas. La abuela había dejado atrás estos campos minados de la incertidumbre, que ahora la nieta tenía que atravesar sin posibilidades de irse por un atajo.
Felicia recordó que durante algún tiempo, cuando se despertaba después de un bochinche, de una orgía en la que había jugado el rol de bataclana, sin saber ni a derecha en qué lugar había abierto los ojos (el cielo raso ofrecía pocas veces un indicio de familiaridad), se imaginaba que moriría al llegar el milenio. En cierto modo, no se había equivocado: en este año 2000 algo había muerto en ella. Y sin embargo, algo nuevo vivía. Pero no podía determinar qué era. Las plantas del jardín sólo le confirmaban que a pesar de la insignificancia y de la escualidez, corría por dentro una insistente savia.
Gracias a una gestión de su madrina de Alcohólicos Anónimos consiguió un puesto de secretaria en un banco del centro de Miami; la oficina se hallaba en el último piso de uno de los edificios más altos de la zona. Desde su asiento podía observar a plenitud el mar. Esa llanura azul había perdido su punzante filo; que su padre y su madre se hubieran unido en aquella vastedad insondable ya no le provocaba ni dolor ni celos, sólo un vacío, un sinsabor remoto.
Pasó el Thanksgiving sola en su estudio recién estrenado en Coral Gables, un espacio que comenzó a sentir como su hogar. Mantenía a raya a un par de enamorados, cuarentones que al igual que ella habían mordido el polvo de una vida sin freno. No sentía gozo, pero tampoco angustia. Años de vergüenza se apelotonaban detrás de una muralla de neblina, que por ahora Felicia no deseaba escalar. Y sin embargo, algo quedaba por hacer que era imposible posponer por más tiempo.
Con la ayuda de la Internet consiguió una dirección y un teléfono. Pero llamar le parecía cobarde; no había olvidado aquella vieja frase, hay que dar la cara. El hombre que buscaba vivía en el norte de Hialeah, en un modesto town house. Después de pasar en su automóvil varias veces frente a la puerta cerrada, un domingo Felicia decidió abandonar el refugio del carro, caminar bajo el cielo descubierto y tocar el timbre. Para su alivio, nadie contestó. Una vecina indiscreta le dio todos los datos: la hora en que el hombre llegaba del trabajo, la caminata que acostumbraba a dar al atardecer hasta un parque cercano, las contadas visitas que recibía (una rubia teñida venía los fines de semana, y a veces salían juntos; hoy domingo se habían ido temprano y no habían regresado todavía; quizás estaban a punto de volver). Felicia musitó unas breves gracias y se fue sin más explicaciones.
A partir de ese lunes Felicia empezó a ir directamente desde su oficina hasta aquel barrio opaco; vagabundeaba hasta que anochecía cerca del parque que circundaba un lago, en el que se posaban patos y gaviotas. Félix, después de dar vueltas alrededor del lago, se sentaba siempre en el mismo lugar, un banco solitario junto a una glorieta. Felicia lo vio varias veces de lejos; lo reconoció desde el primer instante. Era como mirar otra vez a su padre. Debía tener incluso una edad parecida a la del marinero cuando emprendió su travesía final.
Esta tarde de diciembre se había vuelto fría; el tenue sol iluminaba benignamente el redondel de agua, que a diferencia del mar no conducía a ningún otro sitio. Su lisa superficie semejaba una piel juvenil. Uno podía asegurar que en su fondo no se ocultaban cuerpos; el mirarlo causaba placidez, no amargura.
Félix, sin moverse del banco, lanzaba pedazos de pan a los patos que acudían en bandadas y se arremolinaban en la orilla, disputando mendrugos a puro picotazo, para regocijo de unos adolescentes encaramados arriba de una piedra. Iba a partir otra flauta de pan cuando vio a una mujer que se acercaba con andar impetuoso. Alta y delgada, de una elegancia un tanto desvaída, parecía tiritar a pesar de arroparse con un abrigo oscuro. De pronto se detuvo frente a él, y después de vacilar un momento le preguntó:
—¿Tú eres el hijo de Fernando Bernal?
Félix, atónito, sólo atinó a asentir con la cabeza.
Sin quitarle la vista Felicia se sentó, se alisó la falda, carraspeó un par de veces y le dijo:
—Félix, una vez me salvaste la vida. ¿Sabes quién soy? ¿No te acuerdas de mí?