Ana vuelve a Concordia

A Lourdes Tomás

I

¡Viajar de nuevo a Cuba! Han pasado ya quince años de exilio, quince largos años; nieve en New York, polvo, infinidad de polvo en Arizona, sequía en California, hambre en Texas, desempleo en Puerto Rico, viento en Chicago, estrechez en New Jersey, y por último sudor, pero también relativo bienestar en Miami.

Y ahora un giro inesperado de la política ha permitido lo que jamás pareció posible: los desertores de la Revolución, los apátridas, pueden viajar de nuevo a Cuba a ver a la familia, a las viejas amistades; a sentarse en la cama matrimonial —en caso de que exista— ; a tomar agua de tinajón o de pozo; a visitar a la vecina de enfrente que les hizo la vida imposible, pero que hoy se recuerda como a una mártir o a una santa; a llevarle el vestido a Cusita, o a la Negra, o a quien le sirva; y a demostrar también que, a pesar de las vicisitudes del destierro, la cartera está llena de dólares, y uno dispone al menos de cuatro mudas de ropa nuevas y tres pares de zapatos.

Pero Ana no fue tan afortunada como el resto de los viajeros: en la aduana de Camagüey, la mujer encargada de revisarle el equipaje sólo le permitió pasar la mitad del calzado y de la ropa. Era una empleada puntillosa, con los labios pintados de un rojo ofensivo; una mueca de intolerancia le deformaba el rostro. Era evidente que no estaba de acuerdo con la política de “buen trato” a los visitantes, y adoptaba una actitud severa con aquellos que, sólo unos meses atrás, habían sido considerados en Cuba como los ejemplares más despreciables de la raza humana.

Ana intentó sobornarla con una cadena de oro que le llevaba a una sobrina, pero la mujer rechazó la prenda como si se tratara de una culebra viva.

—No aceptamos regalos, señora —le aclaró con voz firme—. Y la cadena se queda con sus otras cosas. No está permitido pasar ningún tipo de joyas, aunque sean de fantasía como ésta.

—Esto es oro, compañera —se apresuró a decir Ana, recordando la expresión olvidada que se emplea en Cuba para designar a un semejante.

—¡Peor entonces! —gritó la mujer—. Y no me llame compañera, que compañeros son los revolucionarios. Ponga la cadena aquí, junto con las otras pertenencias que le vamos a devolver cuando se vaya, y apúrese, abra la otra maleta. Mire cómo hay gente esperando.

Y con destreza procedió a decomisar un sinnúmero de baratijas: cintos de hombre, cuchillas de afeitar, sobres de sopa en polvo, un pomo de aspirinas —como si aquí no las tuviéramos, comentó— una grabadora portátil, bolígrafos, peines, y un vestido de novia, con una leve mancha grisácea en el velo.

—Pero esto es el colmo —dijo la empleada—, no me diga que se vino a casar, porque nadie se lo va a creer.

—Es para la boda de mi sobrina —contestó Ana—. Me lo mandó a pedir en su última carta. Déjeme pasarlo, por lo que más quiera. Fíjese que es de uso, no vale nada, pero a ella le va a encantar. Mire, tiene hasta una mancha.

—Ya la veo. Pero así y todo, está prohibido. ¡Un traje de novia! ¡Qué locura!

—¿Es locura casarse aquí en Cuba? —preguntó Ana, dominando su voz—. ¿También eso es locura? ¿Usted, no se ha casado todavía? Porque ya tiene edad de tener nietos.

—No se haga la graciosa. Y no me venga con impertinencias, que le he dejado pasar más de la cuenta.

Y con un gesto perentorio le ordenó continuar hasta la puerta de salida, donde el sol alumbraba las arecas. Del otro lado de la cerca que rodeaba la pista de aterrizaje, una multitud ansiosa se agolpaba en espera de sus familiares o amigos. Pero también, entre el gentío, se adivinaban policías vestidos de civil, agentes de la Seguridad del Estado, y meros curiosos que no perdían oportunidad de soltar una broma.

—A una mujer le confiscaron un anillo que traía metido allí mismo, en sus partes —dijo uno en voz alta—, cuando la pasaron por el detector de metales el timbre parecía que se iba a romper, y no la dejaron irse hasta que dijo dónde tenía guardado el regalito.

Por supuesto que eso era una asquerosa mentira, pensó Ana al escucharlo. Ella nunca pasó por ese detector. Y se llevó la mano de inmediato al seno, donde escondía el reloj para su hermano Germán, que había salvado del registro de aquella sabandija. Luego buscó ansiosa un rostro conocido tras la cerca, hasta que un militar le indicó un ómnibus que esperaba por ella, en cuyas ventanillas los pasajeros desaparecían tras los abultados equipajes.

—Yo no quiero ir al hotel —dijo Ana—. Mi familia vive cerca de Vertientes, y lo que necesito es un taxi que me lleve para la estación de trenes.

—Tiene que ir primero al hotel, señora —dijo el militar con amabilidad, pero dando a entender que se trataba de una orden.

—Pero el tren...

—Por aquí, señora —y la tomó por el brazo—, mientras más rápido suba al ómnibus, más rápido podrá ver a su familia.

Una hora después Ana se vio en una sala de recepción, con una copa de vino en la mano, escuchando un discurso de bienvenida que un hombre de cabello entrecano pronunciaba con cortesía.

—Se parece a aquel político, Eduardo Chibás —le susurró una vieja al oído de Ana—, lo único que le falta es decir “Vergüenza contra dinero”.

—Mientras no haga como Chibás, y se pegue un tiro cuando acabe —bromeó Ana, a quien el vino había puesto de buen humor, haciéndola olvidar la bochornosa escena con la empleada de la aduana.

Pero tuvo ocasión para un nuevo disgusto, cuando en la estación de ferrocarril le comunicaron que el tren para Santa Cruz del Sur, el único que pasaba por Concordia, había salido a las cuatro de la tarde, y que el siguiente no salía hasta por la mañana.

En la sala de espera de la estación, rebosante de público, el humo y el olor a sudor espesaban el aire como la harina a un caldo. En toda la noche los viajeros no le quitaron la vista de encima, pues la ropa y el equipaje la delataban como “una de esas que vienen por la Comunidad”. O sea, una de esas gusanas que se fueron hace una pila de años, y que ahora vienen disfrazadas de mariposas para restregarnos en la cara que en los Estados Unidos se vive mejor.

Pero luego en el tren Ana desatendió la gente, y ahora tras la ventanilla se materializaba el batey del central Vertientes, encogido, sí, esmirriado, desierto. Dios mío, cómo cambian las cosas en quince años. La fría claridad del amanecer desnudaba las calles, mientras el tren temblequeaba sobre los gastados rieles. La tienda de Manolo, la panadería, la Escuela del Hogar Rural, todo había desaparecido para dar lugar a una unidad militar, cercada por severos alambres de púas. El parque continuaba en el mismo sitio, pero los árboles lucían canijos, y los bancos eran de un cemento gris y rugoso.

Más adelante, la luz irreal de la mañana se filtraba por el techo del viejo aserradero. Era el único lugar que se conservaba exacto. Los troncos de algarrobos sudaban rocío en el patio, y las negras maquinarías de cortar la madera reposaban en medio del polvo. El tren pasaba junto a la nave central del aserrío, penetrando con su traqueteo el silencio de muerte de las tablas. En el cepillo el tío Andrés había dejado dos dedos de la mano derecha, pero sobre el aserrín ya no se veían manchas de sangre. Ana se persignó al ver la fachada de la iglesia, despintada y musgosa, y en la estación buscó de nuevo un rostro familiar. Pero sólo reconoció la chimenea humeante del central y las casas montadas en pilotaje. En un portal una anciana barría, con la calma de las personas viejas. Al cabo de diez minutos el tren siguió de largo, internándose en la tediosa llanura.

San Blás, Aguilar, Antón, La Belén, Dos Amigos. No cabía duda, le habían llevado el bolso. Y eso que no lo había soltado ni un instante. ¿Es que se había quedado dormida? Los pasajeros a su alrededor negaron haberlo visto, y una campesina cargada de cajas y animales domésticos, entre ellos un gracioso pato de plumaje azulado, comentó escéptica:

—Yo monto en este tren todos los días, y a mí nunca me han llevado nada. A lo mejor usted dejó el bolso en Camagüey, y se hace la idea que se le perdió ahora.

—Me consta que lo traía —dijo Ana, a punto de llorar—. Alguien me lo robó, esto no se va a quedar así. Aquí tiene que haber un policía.

—Oigan a la gusana —comentó un hombre en el pasillo—, se hace la importante con sus porquerías del Norte, y viene a decirnos ladrones a nosotros, que estamos echando el resto en este país para que Cuba vaya alante.

El miedo se disfraza con diversos atuendos. Algunos pensaron que el silencio podía tomarse como complicidad en el delito, y de todas partes del vagón empezaron a escucharse murmullos, frases en voz baja, que poco a poco subieron de tono hasta convertirse en exclamaciones:

—¡Vendepatria!

—¡Gusana!

—¡Qué se vaya a olerle las nalgas a los yanquis!

—¡Aquí no se te ha perdido ni un carajo!

Hasta que el conductor intervino para calmar a la gente, apelando también a la fórmula oficial del “buen trato”, y rascándose la portañuela, como si este gesto le diera mayor convicción a sus palabras. Ana optó por callarse y renunciar al bolso: en definitiva, pensó, las cosas de valor —el reloj de Germán, el monedero con los dólares, los documentos— abultaban todavía el corpiño, encima de los latidos precipitados de su corazón. Y las dos maletas se encontraban a salvo bajo sus piernas.

Y pensar que éstos eran sus compatriotas, su gente, se dijo Ana. El comunismo los había convertido en animales. Pero en el odio circundante percibió miradas de callada simpatía. Sí, todavía quedaban personas, sólo que tenían miedo de defenderla, incluso dirigirle la palabra. Y con este pensamiento tranquilizador volvió la cara hacia los potreros desolados, la árida sabana camagüeyana, donde los animales pastaban con desgano, y trató de ignorar los cuchicheos a su espalda.

La finca de don Tomás Sánchez Mena, o mas bien la que fue, con su casa principal donde Mercedes la viudita había dado luz a un chivo, según el cuento que había oído cuando niña; el arroyo de las Guásimas, siempre seco en verano; la poceta del Angel, ahora un charco de agua sucia, donde abrevaban tres reses flacas; el monte de Ceiba Mocha... ¿No era aquí donde estaba el monte? ¿Pasado el puente de Altamira? Pero claro, ya no podía haber monte. Estos comunistas habían talado todos los árboles. Talado, quemado, dinamitado, vaya usted a saber. ¿Y qué eran esas nuevas casas en la que fue la finca Santa Rosa? Seguro que una granja, sí, una cooperativa. No se veía mal, había que reconocerlo. Por lo menos de vez en cuando ellos hacían algo que valiera la pena. Claro, era lógico que algo les saliera bien, en medio de tanta miseria y basura.

Llegaron al paradero de San Cristóbal, el último antes de Concordia. Ana sintió que la sangre le afluía al rostro, pero esta vez no por la humillación, sino por el paisaje chato, interminable, partido en dos por la cerca de piñones que delimitaba la finca que una vez fue de su padre. La alambrada que unía la hilera de matas había perdurado en su memoria. El frondoso mangal, más allá del poblado, colocaba una franja de intenso verdor en el potrero. Ana, sujetando con la boca unos ganchos mientras se arreglaba el cabello en desorden, olvidó en ese instante los agravios, y sin darse cuenta dejó caer un pañuelo de seda, que rodó con la ligereza de una lágrima sobre las plumas del pato, luego sobre un saco de yute repleto de naranjas, y por último terminó en el bolsillo de la campesina, que acariciaba la cabeza del animal con la indiferencia de una reina.

II

—Una masita nada más. Una nada más.

—Y ese pedacito de pellejo que está tostado como una galleta. Anda, vieja, que tú siempre fuiste tragona.

—Me van a matar —dijo Ana—, me he comido el puerco yo sola.

—No hables boberías, que no has comido nada. Y la verdad es que quedó con un punto divino. Todavía Germán se acuerda de cómo asar un puerco en púa. Como en los viejos tiempos.

Pero no había que observar demasiado para saber que éstos no eran ya los viejos tiempos. Las arrugas que plisaban la cara de Germán habían deformado los rasgos que una vez causaron insomnio a las muchachitas del pueblo. Y su esposa Catalina lucía peor que nunca. Claro que siempre había sido una mujer tosca y abandonada: Ana nunca entendió por qué su hermano la había escogido para madre de sus hijos.

¡Y la casa! El piso de la cocina se había desbaratado, y la capa de tizne que cubría las ollas se hubiera resistido a cualquier detergente americano, incluso uno de marca. El techo amenazaba con caerse, y la miseria resoplaba hasta en el último rincón. La mesa coja, las paredes averiadas, la fiambrera con los cristales rotos, el baño tupido, las sábanas remendadas, el juego de sala de mamá hecho pedazos, y el balance de mama... vacío.

—Murió tranquila —dijo Germán, atacando un pedazo de carne asada—. En los últimos meses no quería salir del cuarto, no quería hablar con nadie. El médico dijo que estaba muy vieja para operaciones, y que era preferible dejar que el cáncer hiciera su trabajito. Figúrate, ya tenía setenta y nueve años.

—Papá, no hables con la boca llena —dijo Eunice, la hija mayor.

—Y a ti, ¿quién te manda a hacerle pasar vergüenza a tu padre delante de la visita? —le dijo Catalina—. Porque estás en la escuela no te pienses que eres más fina que todo el mundo.

—Por favor, yo no soy visita —protestó Ana.

—Hace quince años no eras visita, pero ahora sí —le dijo Germán a su hermana, sin dejar de comer—. Nada más hay que verte. Pareces la mujer de un ricachón. Y Catalina hace bien en hablarle así a la muchacha. Mucho estudio y muchas palabritas raras, pero no hay respeto para los padres. Yo siempre fui un analfabeto, es verdad, pero los viejos eran para mí lo más grande del mundo. Y ni cuando me salieron pelos allá abajo, me dio por llevarles la contraria, o creerme que yo era mejor que ellos.

—¡Papá!

—Tú no cambias, Germán —dijo Ana, con una sonrisa nerviosa—. Eunice, tu padre siempre tuvo ese carácter. Cada vez que un enamorado me venía a visitar por primera vez, yo tenía que darle dinero a Germán para que se fuera a Vertientes a fiestar, porque si no el hombre no volvía. Por poco me quedo soltera por su culpa.

—Como si hubieras tenido tantos atrás de ti. A José Manuel lo agarraste poniendo a San Antonio de cabeza, y haciendo sabrá Dios cuántas cosas más. Hasta yo tuve que pedirle de favor que volviera contigo, aquella vez que se fue con la hija de Emiliano.

—¡Dios mío, qué memoria! —se rió Ana—, pero acuérdate que yo también me sé algunas cosas de tu noviazgo con Catalina...

—Habla —dijo secamente la aludida, fijando los ojos en su cuñada.

—Es mejor que me cuenten de mamá —dijo Ana, bajando la mirada—. Me gustaría saber cómo la pasó antes de morir.

—Ya te digo, tranquila. Ni se quejaba. Se fue consumiendo como una vela.

—Pero siempre preguntando por ti —dijo Catalina, y añadió—. A los padres les hacen falta los hijos a esa hora. Todos los hijos.

—Yo hubiera dado cualquier cosa por venir —dijo Ana con voz ronca—. Pero ya ustedes saben que no pude.

—Sí, nosotros sabemos —dijo Catalina, y se levantó de la mesa—. A ver, ¿a cuál de ustedes dos le toca el fregado?

Las dos jovencitas se miraron entre sí.

—No, yo friego, yo friego. Por lo menos déjenme eso a mí.

—Dios me libre que te deje fregar. En mí casa la visita nunca friega. Y a estas dos les hace falta acostumbrarse, que ya ahorita están en edad de matrimonio.

—Ahora que me dices matrimonio, ¿por qué Ana María adelantó la fecha de la boda? En su última carta me dijo que se casaba en diciembre. Yo le traía su traje y todo, como ella me lo pidió, nuevo de paquete, pero esa perra de la aduana no me lo dejó pasar.

—Nada, tú sabes cómo es la juventud de hoy en día —dijo Catalina, mirando de reojo a su marido—. Hoy piensan una cosa y mañana otra.

—Sí, tú sabes cómo es la juventud de hoy en día —repitió Germán, y añadió después de una pausa—. El caso es que la barriga ya se veía a una legua, y si esperamos a diciembre a lo mejor pare delante del notario.

—¡Germán, las niñas!

—¡Tú crees que ellas no lo saben, idiota? A lo mejor se enteraron primero que tú. Estas son un par de zorritas; mírales, mírales las caras. Pero ya ellas saben a qué atenerse. A la hermana por poco le saco el muchacho a patadas, y la que me venga aquí con otra barriga la mato. Ya lo juré por los viejos, que en paz descansen.

—Anden, muchachitas, a fregar. El polvo de lavar se acabó, así que cojan ceniza del fogón.

—Yo traje jabón y también detergente. Me parece que eso no me lo quitaron.

—No, deja eso para tu ropa. Nosotros nos arreglamos con ceniza y arena todos los fines de mes, y ya mañana llegan las cosas a la tienda.

Cuando los tres se quedaron solos, Ana dijo:

—Germán, los tiempos cambian. Mis hijos también me dan dolores de cabeza. En el Norte las cosas son peores que aquí. Pero uno tiene que entender que ellos son distintos. Nosotros somos de otra época, nos criaron de otra forma.

—Yo no sé como tú criaste a tus hijos, pero a las tres mías yo las enseñé a andar derecho desde chiquitas. Y mira con la que esa me vino a salir. La culpa es de este maldito comunismo. En la beca no la enseñaron a maestra, sino a puta. Siempre se lo dije a esta mujer, que eso de tener a la muchacha en casa del carajo iba a parar mal. Mamá no te dejó salir de la casa hasta que no te casaste. Pero Catalina me echó tierra en los ojos, y mira las consecuencias. No sé cómo no me he muerto de vergüenza, porque Concordia completo se enteró.

—Sí, ahora yo soy la que paga el pato. Como si yo no hubiera querido lo mejor para ella.

—Sí, lo mejor, siempre lo mejor. Por eso mismo. Esto pasó por querer tirarse el peo más alto que el culo. Por querer dar el plante de tener una hija maestra. Tú no sabías ni firmar cuando te casaste conmigo, pero eras una mujer decente. Y ni Regina ni Ana pasaron del sexto grado, pero por lo menos las dos fueron con el tareco enterito a la boda. Digo, eso creo yo.

—Germán, por favor —pidió Ana—, no me gusta oírte hablar así.

—Así es él, Ana. Ustedes los Hernández no tiene paz con nadie.

—Bueno, Catalina, tampoco te la cojas con la familia completa —dijo Ana—, yo nunca te he hecho nada a ti.

—Mejor no hablemos de eso. Viniste a pasarte una semana nada más, y quiero que te sientas como en tu casa. Lo pasado ya pasó. Así que está bueno ya de discusiones, y hazme el favor de comerte el postre. Estos casquitos de guayaba son los mejores que he hecho en no sé qué tiempo. Fíjate que les eché la cuota de azúcar del mes.

Luego los tres se sentaron en el portal a tomar el café, junto al jardín donde se exhibían los únicos objetos de lujo, recién estrenados, de varios kilómetros a la redonda: las rosas y gladiolos que recibían el cuidado continuo de Catalina. La madera del piso crujía, inoportuna, bajo el peso de los balances. Era la hora de la siesta, y el potrero reverberaba; sólo el vuelo de las moscas interrumpía la fijeza del aire, tórrido y denso. Catalina se abanicaba con una penca estampada con un palmar casi exacto al que se extendía frente a ellos —sólo que la débil claridad que iluminaba el dibujo evocaba el fresco del atardecer.

—Se acabó el ganado —dijo Ana— ¡Cómo ha cambiado esta finca!

—Se acabó el ganado y se acabó todo —dijo Germán—. Nada más quedan tres o cuatro vacas muertas de hambre que no dan casi ni leche. Y este año la sequía es peor que nunca. Hasta Dios se nos ha revirado.

—No metas a Dios en esto —dijo Catalina—. El no tiene la culpa de que esta tierra esté maldita. La culpa es de esta revolución.

—Eso sí es verdad. Pero así y todo, si esto se cae yo soy la primera que vuelvo. No crean que por allá todo es como lo pintan. No hay nada como la tierra de uno.

—Pero la dejaste.

—Qué remedio. Lo hice sobre todo por mis hijos. Pero muchas lágrimas que me ha costado.

—Hay quien dice que esto no dura mucho —dijo Germán—. Pero lo que soy yo, no creo que se caiga más nunca. Y si se cae, lo que viene es peor. Yo conozco a todos esos politiqueros que están en Miami, y todos son una partida de hijos de puta. Nada, que este país se jodió, y punto.

Ana entró en la casa y regresó con un cigarro encendido.

—Antes no fumabas. Si mamá te viera.

—Ella lo entendería. Son los nervios. Allá la vida es muy agitada, yo siempre estoy a base de pastillas —y aspiró el cigarro con fuerza.

—Por la tarde te voy a hacer un arroz con pollo especial —dijo Catalina.

—No te preocupes por eso, boba. Seguro que Regina me va a obligar a comer en su casa. No sé cómo no se ha aparecido todavía. A lo mejor no tiene un caballo a mano, y se ha mandado a pie hasta acá. Son como tres leguas, ¿no?

Germán y Catalina guardaron silencio. Luego Germán, meciéndose con fuerza en el balance, le dijo a Ana, evitando sus ojos:

—Mira, mi hermana, es mejor que te diga que Regina no va a venir, así que ni la esperes.

—¿Por qué es eso? ¿Está enferma? Yo sabía que algo...

—Tu hermana Regina está bien de salud. Es el hijo de perra del marido el que debía morirse. Le dijo que si venía a verte no podía entrar más en la casa. Y que ninguna gusana se iba a parar en su puerta, ni aunque se lo pidiera el mismo Fidel.

—Pero eso no puede ser —dijo Ana—. Yo he venido de Estados Unidos para ver a mis dos hermanos. Ese hombre es un salvaje —y se echó a llorar.

—No te pongas así —dijo Catalina, y le pasó el brazo por los hombros—. Ya inventaremos algo para que se vean. Aunque te voy a ser sincera, ella también es buena pieza. Yo quiero que tú sepas que la enfermedad de la vieja Ramona me la disparé yo sola. No consideró que la que se estaba muriendo era su madre.

—Pero es mi hermana, Catalina, mi única hermana. Hace quince años que no la veo. ¿Qué le he hecho yo a ese hombre para que se porte así?

—Nada, que estos comunistas no entienden ni de familia ni de nada —dijo Catalina—. Y a ese guajiro bruto si lo ponen en cuatro come hierba.

—Un desgraciado, eso es lo que es. Envidioso y muerto de hambre de toda la vida. Se cree que porque ahora es jefe de zona, los tiene más grandes que nadie. Pero a ese lo agarro yo.

—Tú te estás tranquilo. Ese es un lío de él y de Regina. Tú no te metas. Allá ella si lo aguanta.

—Catalina tiene razón, Germán —dijo Ana, secándose las lágrimas—. Y, además, yo he venido para que la pasen bien conmigo, no para buscarles dolores de cabeza.

—Ay, hija, y gente que ver no te va a faltar, acuérdate que te lo digo —dijo Catalina—, ya verás que cuando se corra la voz que estás aquí, Concordia completo va a venir a esta casa. Hasta de Vertientes se van a aparecer.

—Sí, buscando un blúmer americano. Hasta un pedazo de caca americana te arrebatan de la mano. Pero fíjate, a mí no me interesa a quién le das lo que trajiste, porque lo tuyo es tuyo. Pero a la familia del mierda de mi yerno, no quiero que le des ni un pañuelito. Si hubiera sido por ellos, la muchacha se me queda soltera, con barriga y todo. Esas gentes son peores que las hienas.

—No, lo que yo traje, lo traje para mi familia. Y hablando de eso, quiero que te pruebes los zapatos que traje puestos, Catalina. Los otros de vestir me los quitaron en la aduana, pero por lo menos éstos te los quiero dejar. Yo pensaba dárselos a Regina, pero ya estoy viendo que tú eres la que te los mereces. No creas que son un par de zapatos cualquiera, los compré en Burdines, la tienda más cara de Miami. Le vas a dar envidia a todas las guajiras de Concordia.

—Ay, Ana, pero cuáles tú te vas a llevar puestos —protestó Catalina con una sonrisa.

—No te preocupes, yo me voy hasta descalza. ¿Para qué somos cuñadas?

Las dos mujeres se levantaron al mismo tiempo, con esa prisa femenina que se observa cuando hay prendas de vestir de por medio. Y Germán dijo mientras encendía el cabo de tabaco:

—Así que la tienda más cara de Miami. Lo que yo digo, ésta debe tener una guanaja echada en esa casa de Hialeah.

III

Desde el aeropuerto de Miami, sudada y ojerosa, y además inquieta por una súbita erupción en la piel, Ana llamó al trabajo de su esposo. Se negó a creerle a la recepcionista que José Manuel no se encontraba, y exigió hablar con el manager de la factoría, a quien ella conocía personalmente: una vez habían pasado una nochebuena juntos.

—¿Cómo es que mi marido no está trabajando? Son las tres de la tarde. No me vaya a decir que lo despidieron.

—No, señora, cómo usted va a pensar eso. Lo que pasa es que se tomó el día libre, me dijo que tenía que resolver unos asuntos. Él pensaba que usted llegaba mañana.

—Ah, se tomó el día libre...

—El hombre tiene derecho a un descansito, ¿no? Bastante que trabaja.

—Sí, bastante trabaja. Bueno, gracias, yo llamaré a una de las muchachitas para que me recoja, o si no llamo un taxi. Saludos a su señora, okay? Bye-bye —y colgó con irritación.

En ese instante un negro americano se le acercó, mostrándole un reloj que traía escondido en la palma de la mano. Ana retrocedió asustada.

—No money, no money— dijo Ana, y marcó el número de su casa con dedos temblorosos.

Una hora más tarde, un Chevette marrón se detuvo frente a la puerta de Eastern, donde apabullada por los ruidos del tráfico, Ana fumaba un cigarro tras otro. En su impaciencia apenas reconoció a sus dos hijas, que la saludaban desde el interior del vehículo.

—¿De quién es este carro? —preguntó alarmada— ¿A quién se lo pidieron?

—Monta, mami, y pon la maleta detrás del asiento —dijo Ivette, la mayor, sentada al timón—. Después te explico. Fíjate que tiene cuatro puertas, como a ti te gustan.

—Claro, como que a mí siempre me toca ir atrás —dijo Ana, después de los besos apresurados.

—Si aprendieras a manejar, pudieras ir alante —dijo Lupe, la otra hija, pellizcando el brazo de Ana.

—Ni porque acabo de llegar de Cuba. ¡Qué mal las he criado a las dos!

—Y a Manolito, ¿dónde lo dejas? Pero él es tu niño lindo, todo lo que hace está bien hecho, hasta le...

—¿Cómo está ese muchacho? Estoy loca por verlo.

—Como siempre, muy ocupado con sus amistades —dijo Ivette—, hace dos días que no se aparece por casa.

—¿Todavía sigue saliendo con esa americana?

—¿Qué tú crees? Esa no lo suelta hasta que no le saque el último penny.

—Qué barbaridad, esa desgraciada no va a parar hasta no meterme al muchacho en las drogas.

—Pero mami, for God’s sake, Manolito ya no es un baby, tiene veintidós años. Si él se quiere quedar broke, sin un centavo, it’s up to him. Dime, ¿cómo la pasaste en Cuba? ¿Cómo está la familia?

—¿Es verdad que aquello está tan malo? Vienes que pareces un ghost, una fantasma.

—No voy a hablar de allá hasta que no me digan de quién es este carro. Seguro que lo compró el loco de Frank.

—Frank y yo nos peleamos —dijo Ivette—. Y este carro lo saqué yo de la agencia el lunes. Tú sabes que el Camaro ya no servía para nada, y lo di de down-payment para sacar éste. Fue un buen trade-in, de verdad que sí.

—¿Un buen qué? —gritó Ana— ¿Te vas a meter en otro pago? ¿Con lo que pasaste para pagar el Camaro?

—Mami, por favor, eso es problema de Ivette, no tuyo. Ella es la que lo va a pagar, right? No empieces tan pronto con los damned sermons. Jesus, she’s a bore!

—Anda, mami, dime cómo la pasaste, en vez de...

—Qué cosa, no puedo salir de mi casa ni una semana. José Manuel faltando al trabajo, la otra con una deuda nueva...

—Ah, ¿papá no fue a trabajar hoy?

—No, ese tiene que estar metido en casa de esa pelandruja, aprovechando que yo no estaba aquí —dijo Ana—. Seguro que ha estado metido allá toda la semana.

—Mami, qué lengua tienes. Deja a papá tranquilo.

—Sí, ustedes son las primeras que le tiran la toalla. Todo el mundo está contra mí.

—¿Qué le tiramos qué?

—La toalla, Lupe. You know, that we don’t tell on him.

—Ay, mami, no seas pesada. Cuenta, ¿cómo anda tía Regina? Yo casi no me acuerdo de nadie. Anda, vieja, cambia la cara, y cuéntanos de allá.

Ana encendió otro cigarro, mirando por la ventanilla el canal que corre junto a Okechobee Road, con su orilla llena de árboles y de casetas para picnic, donde, sin embargo, nadie se sienta nunca, ni siquiera a disfrutar la sombra en los días soleados. Una ciudad donde las personas sólo se mueven en el interior de los vehículos o de los edificios, como si el caminar al aire libre fuera un crimen, pensó Ana.

—Aquello es horrible. Lo que les cuente es poco. Y yo vengo hasta intoxicada, miren la erupción que tengo en los brazos. ¿Por qué no te fuiste por Poinciana, Ivette? Siempre coges los caminos más largos, como si la gasolina fuera gratis.

—Qué vieja tan protestona. Todavía no has dicho nada de la gente de allá. ¿Y las hijas de tío Germán? Deben tener la misma edad que nosotras.

—Sí, están grandísimas. Todos están bien, si es que alguien puede estar bien en Cuba. Pero con Regina no hablé hasta ayer, el marido no quería que me viera. Es un comunista fanático, un monstruo. Es mucho lo que tengo que contar, pero necesito descansar un poco, estoy que no puedo ni coordinar las ideas...

—¿Así que el tipo no quería que ella te viera? Eso es depressing.

—Qué mal me caen esas palabritas en inglés, Lupe.

—Quiero decir deprimente, mami.

—Tú no lo sabes bien. Hay que vivir en Cuba para darse cuenta. Pero ahora díganme ustedes de acá. Seguro que todavía no se ha pagado la renta de este mes.

—Nosotras no sabemos nada de eso. Papá es el que se encarga, tú sabes.

—Otro recargo este mes, ¡otro recargo! Ese viejo no sabe ni dónde tiene la cabeza. La de arriba, por supuesto.

—Pero mami, si él te ha extrañado mucho.

—Sí, me imagino. ¿Y en qué paró la novela de la televisión?

—¿Cuál, la de Rosa? Nada, ahora, Rosa salió en estado de Roberto. Pero todavía no se han casado.

—¿Ah, sí? La pobre, igual que Ana María. Parece que eso está de moda.

—¿Igual que quién?

—Nada, hija, historias de Cuba. Ya les contaré. ¿Y qué más hay de nuevo? ¿Por qué te peleaste con Frank, Ivette?

—Eso también te lo cuento yo después. Ah, ¿tú sabes quién salió en el periódico, en la Crónica Social? Nada menos que la hija de tu querida amiga Asunción.

—¿Esa arrastrada? ¿Y a santo de qué?

—Nada, que cumplió quince años. Y hay que ver todo el bullshit que pusieron con la foto.

—¿Todo el qué?

—Ay, toda la habladera de mierda, mami. Tú sabes cómo son los periódicos.

Al doblar por la calle setenta y cinco del West, se encontraron con dos autos de policía que habían detenido el tránsito. Las lámparas giratorias, con sus destellos azules y rojos, resaltaban en la opaca claridad del atardecer. Un murmullo se extendía por la multitud de vecinos, que se agolpaban en las aceras observando cómo los policías registraban a tres jóvenes con un marcado tipo hispano. El contrapunto del español y el inglés le daba un aire de estúpida comedia al aspaviento. Ivette dijo:

—¡Miren eso! Otra vez ese delincuente de René metido en un lío.

—He’s a junkie, you Jcnow that— dijo Lupe —A goddam punk. I hate his guts.

—Da marcha atrás y sigue por la Ocho —dijo Ana— ¡Qué vergüenza, ese muchacho! Siempre enredado con la policía. Cada vez que me acuerdo que una vez anduvo detrás de Lupe... Pero a ti nunca te gustó, ¿verdad, Lupe?

—¡Cállate, mami, no me busques! ¿Cómo me va a gustar ese cubano repentío? —y añadió en voz baja— Fucking dopey.

—¡Lupe! ¡Mire que esa palabrita yo sí me la sé!

—Está bueno ya de pleitos —dijo Ivette—. Mira, aquí estamos, home sweet home. Papá no ha llegado todavía, no veo la camioneta.

—Ni el carro de Manolito tampoco.

—No, a ese no le esperes hasta por la madrugada. Si es que viene.

—¡Qué cosa tan grande! Pero bueno, lo que será será. Yo voy a darme una ducha ahora mismo. Hace una semana que me estoy bañando echándome agua con una latica.

—No creo —dijo Lupe— ¿No había ducha allá? Wow! Pero entonces es verdad que Cuba sucks.

Ana se quitó los zapatos viejos de Catalina al bajarse del carro, y hundió sus pies en el césped empapado por la reciente lluvia. El perro, entre ladridos benignos, jugaba con la falda que Regina le había cambiado a su hermana por la suya minutos antes de la despedida. Ana, cruzando el jardín seguida por sus hijas, se sintió ligera por un instante.

—No hay nada como la casa de uno —murmuró mientras abría la puerta.

Pero al salir del baño, con el cabello envuelto en una toalla, recordó que no descansaría tranquila hasta que José Manuel no llegara, con su débil aroma de perfume ajeno. Ahora en el cuarto se respiraba un olor a limpio; la tenue oscuridad invitaba a acostarse, a olvidar. Pero para Ana ese día no había llegado a su fin. Descorrió las cortinas para que entrara la luz, y con la seria intención de discutir con su marido, comenzó a maquillarse frente al brillante espejo.

El creyón de labios le supo rancio; la figura en el azogue la mirada alelada. Las cejas subrayaban una expresión hostil. Era inútil, pensó, empolvarse, rehacer un rostro que más bien reclamaba sumergirse en la almohada. Detrás de la ventana, presintió de pronto, no había potreros, ni patios, ni calles, ni automóviles —Concordia y Hialeah eran la tierra de nadie. Ana recostó la cabeza al tocador, y poco a poco penetró en el único sitio que le pertenecía: el de su cuerpo protegido por el sueño.