El novelista
A Antonio Desquirón
I
Para escribir una novela perfecta, que sumara las miserias y alegrías de una vida, que uniera presentes, pasados y futuros en la planicie de la página en blanco, César había escogido las horas soterradas de la noche. Ruidos lejanos empañaban a veces la transparencia de la madrugada: el metal de una voz, el ronroneo del motor de un vehículo, el desabrido ulular de una sirena, la fugaz melodía en una radio, el quejido de un pájaro, amplificaban el abismal silencio y despertaban ecos, resonancias en el aspirante a escritor.
El calor lo obligaba a mantener de par en par las puertas y ventanas, por donde circulaba un aire denso, un olor a jazmines contaminado por agrios desperdicios, una humedad que se adhería a la piel, al pelo y a la ropa. Desde su sala en un barrio pobretón de Miami se remontaba a través del lápiz y el papel a un paisaje de su provincia en Cuba: un hombre caminaba a la orilla de un río, en cuyas aguas se reflejaba una palma reseca, fulminada por un rayo. Algo flotaba mansamente en el agua, tal vez el cuerpo de una adolescente; si estaba muerta o viva, era el próximo enigma que el narrador debía solucionar.
En ese instante la madre de César, que había bajado de su cuarto en los altos, le reprochaba:
—Son las dos de la mañana y tú con la puerta abierta. Un día un ladrón nos va a hacer pasar un susto.
—Los ladrones saben que soy un escritor que no tiene dónde caerse muerto. ¿Tú crees que a alguien se le va a ocurrir robar en esta casa, que prácticamente no tiene ni muebles?
Y continuaba dándole forma en el papel al cuerpo de la joven que se deslizaba en la corriente, aunque ahora sin lugar a dudas viva: al darse cuenta de que un extraño la observaba, había dado de pronto unas brazadas para acercarse a la otra orilla, lejos de la mirada del intruso. Una cerca de alambres bordeaba la hondonada para coartar el paso a una manada de reses enclenques que holgazaneaban entre yabas y cedros.
El hombre junto al río se parecía bastante al hombre que escribía. César luchaba por esquivar las trampas de la autobiografía, pero en esta novela resultaba imposible zafarse totalmente del revoltijo de memorias, vivencias: los personajes estaban modelados a partir de personas que él había conocido, o creído conocer, o simplemente entrevisto en la amalgama de luces y sombras en la que había transcurrido su vida; pero ahora su recuerdo, su evocación, su falsificación, al igual que la joven en el río, daban brazadas para alejarse. La cadencia de frases se disolvía entre espasmos; era hora entonces de interrumpir la sesión de escritura, quizás de visitar a Shirley, la americana que vivía con sus padres y su hijo más pequeño al doblar de la esquina, atrapada entre el papel de una madre abnegada y el de una mujer que desea con fervor ser poseída.
César contaba las páginas que había escrito esa noche, tachaba palabras y oraciones torpes que resaltaban como protuberancias en el accidentado tejido del texto, cerraba puertas y ventanas y luego echaba a andar por la calle desierta, bajo el cielo estrellado, o nublado, o simplemente oscuro; el vacío gigantesco que amenazaba con absorber los árboles, los techos, el sueño perezoso de esta ciudad al sur de la Florida, o al norte de La Habana. La geografía podía ser engañosa, se decía, mientras sus botas repicaban en el pavimento.
Tocaba quedamente en la ventana del cuarto de Shirley; al rato un rostro aparecía en la sombra, tras el vidrio, mostrando una mueca de alarma que al instante se distendía en sonrisa. Shirley siempre se alegraba de verlo a esa hora inapropiada; salía en bata de casa y cruzaba con prisa el jardín, hasta llegar a los arbustos donde César esperaba agachado, picado por insectos y molesto por las hojas y ramas que rozaban su espalda con tacto camal. Caminaban de brazo hasta el cuarto de trastos en el fondo del patio, donde el padre de Shirley había tenido la feliz ocurrencia de guardar una cama.
Se tendían sobre el colchón, entre las herramientas, los cachivaches, las latas de pintura a medio usar que despedían un olor hiriente, mientras afuera el perro, amarrado a la cerca, ladraba atolondrado. Se abrazaban jadeantes, se despojaban de la ropa interior cuchicheando promesas, alabanzas, obscenidades en inglés y español, se internaban voraces en una jungla de lenguaje, de chasquidos, murmullos, quejidos y suspiros. César entraba y salía de aquella carne hasta que al fin se quedaba atontado, con la cabeza hundida entre los senos por los que resbalaba el sudor.
Shirley hablaba en voz baja de sueños, de proyectos, de su necesidad de hallar un hombre que atendiera a sus hijos, sobre todo al pequeño, que acababa de cumplir seis años; un hombre que le diera un hogar, una seguridad, no solamente un efímero abrazo; César ya no escuchaba. Escuchar los reclamos en inglés le parecía una broma. Su mano reposaba sobre el hombro de la mujer con la dejadez de quien no quiere dejar una marca. El bajo techo del cuarto repleto de trastos comenzaba a oprimirlo, como si amenazara con descender al piso y comprimir su cuerpo y el de su vecina, cuyo nombre olvidaba momentáneamente.
A los pocos minutos lo recordaba.
—Shirley —decía César—. I’m not the man for you.
Ella se levantaba murmurando incoherencias, se vestía avergonzada en la penumbra; su pelo rubio se negaba a amoldarse; sus manos no encontraban los broches de la bata. César se maldecía en silencio por haber olvidado los fósforos junto a las páginas escritas a lápiz; en ese instante sólo quería fumar.
A la noche siguiente describía con minuciosidad la aventura de su protagonista con una mujer de treinta años, de pelo rubio y grandes ojos verdes, de labios finos, divorciada dos veces, con un lunar en el seno derecho. En la novela los encuentros nocturnos tenían lugar en un rancho ruinoso, en las afueras de Camagüey, la ciudad natal de César. Las gallinas dormitaban en sus jaulas de alambre; o mejor dicho, corrigió en el texto, apenas descansaban, porque a cada crujido de la cama del rancho respondían con un sobresaltado cacareo, y sus ojos desprovistos de comprensión brillaban en la sombra, azuzados por la curiosidad. Durante los respingos soltaban plumas que tapizaban a la larga el piso. Tanto el protagonista como su amante trataban de contener la risa ante el susto perpetuo de las aves.
La mujer de ficción era una campesina que no esperaba cambiar su destino. Shirley, en cambio, era oriunda de Miami, tenía ambiciones, había vivido en Boston y New York, aunque siempre regresaba a este barrio que poco a poco se había poblado de exiliados cubanos, para disgusto de sus padres, sureños habituados a mirar a la gente de otro país e idioma como miembros de una raza inferior. Ahora uno de estos sujetos se acostaba tres veces por semana con la hija, en el cuarto de objetos inservibles, mudos sobrevivientes de un tiempo de abundancia.
La novela se fragmentaba a veces, se ampliaba y se encogía. En diez meses César había logrado escribir sólo cien páginas. Una noche, aterrado, se dio cuenta de que algo faltaba en ella: una especie de ardid, una celada para convencer al lector de que debía proseguir las andanzas a través del paisaje inventado. Su verdad, la verdad de él, que intentaba plasmar con la punta afilada del grafito, le parecía de repente aburrida, carente de significado.
Pasó semanas sin escribir; en el jardín rechinaban los grillos; la madrugada se disolvía en retazos de neblina y frialdad; las líquidas estrellas se apagaban. Leía con fervor hasta el amanecer la antología de poetas desterrados cubanos del siglo XIX, buscando un compromiso, una señal. Memorizaba versos de Zenea: “Cuando emigran las aves en bandadas, suelen algunas, al llegar la noche, detenerse en las costas ignoradas...”. Por esa época Shirley le dijo que no volvería a verlo. Un hombre la rondaba con intenciones serias; tenía incluso una casa. César sintió un alivio. Sin embargo, una mañana, camino del trabajo, la vio sentada en el quicio del portal, peinándose con movimientos obsesivos y con los ojos fijos en la hierba; al mirarla de lejos, César pensó: nunca olvidaré a esa mujer.
Al mes siguiente Shirley se mudó. Los padres se encerraron en la casa, que habían rodeado de una enorme tapia que le daba el aspecto de un fortín, para con el cemento mantener a raya a los impúdicos vecinos, habituados a expresar sus pasiones en alta voz, en un lenguaje raro y atropellado. El mismo que César aspiraba a domar en sus cuartillas llenas de tachaduras. Porque al fin, al cabo de dos meses, en las horas de enjundiosa vigilia, el lápiz desgarraba otra vez con un seco sonido la planicie de la página en blanco.
II
A los ruidos curiosos, sugerentes, de las noches en calma, se sumaron de repente otros: silbidos, pasos apresurados, nombres pronunciados con urgencia, expresiones que sonaban como mandatos: “Vamos”, “Apúrate”, “Aquí”, intercaladas a veces con palabrotas, toses y suspiros.
A través de la puerta de par en par, César veía pasar jóvenes sin camisa, muchachas con faldas y blusas reducidas a un retazo de tela, hombres de facha burda y mujeres de andar estrafalario. Los desafiantes transeúntes nocturnos observaban a su vez con recelo al hombre que bajo una lámpara de luz brutal escribía a mano en el centro de la sala amueblada por una mesa, dos sillas y un sofá.
Sin conocerlos, César sabía perfectamente quiénes eran. Pero sumergido en el torrente que lo arrastraba a través de otras tierras, que lo forzaba a dibujar escenas en las que seres ficticios se amaban o se humillaban o simplemente simulaban vivir, no prestaba demasiada atención al desfile.
Los lunes y los jueves, a las doce en punto de la noche, César quebraba el cepo de las palabras y se dirigía en el automóvil hasta un centro comercial cercano. Dejaba el carro junto a la acera y caminaba hasta un banco de piedra. Poco antes de la una, el Ford blanco y azul aparecía en la calle despoblada, que las luces de mercurio alumbraban con mortecino esplendor. Su chofer, un hombre delgado de unos treinta años, de bigote y cabellos oscuros pero de piel singularmente blanca, se bajaba del auto y se acercaba con paso distraído hasta el banco del novelista.
Hacía seis meses que se veían en el mismo lugar, los mismos días, a la misma hora: dos hombres tímidos, reticentes, que hablaban del trabajo, de la noche, de la música popular, del exilio, de la niñez en Cuba, de la política, del dinero, de la familia (Iván daba detalles de su esposa, sus hijos; César de su madre), de todo menos de la razón por la que se citaban sin palabras en aquel ralo sitio. Al poco rato, Iván, que esos dos días de la semana le tocaba en la fábrica el oneroso turno de la madrugada, se despedía con una frase abrupta, pero dejando entrever la esperanza de ver de nuevo a César dentro de tres noches. En ese mismo banco. Y así ocurría.
El personaje principal de la novela que César escribía había empezado al fin a perfilarse: un hombre ambiguo, contradictorio, cuya vida amorosa se fraguaba en secreto, protegido por sombras, en ranchos derruidos, cuartos de trastos, esquinas solitarias; un individuo que no quería compartir su existencia, que no sabía lo que era una promesa, ni una entrega, ni el gozo ni la monotonía de despertar cada mañana con otro cuerpo al lado; un hombre apasionado pero a la vez distante, atraído de la misma manera por personas de uno u otro sexo, incapaz de sostener una relación que no fuera clandestina.
Su vida verdadera transcurría de noche: de noche escribía, leía, amaba. Lo demás, el trabajo, las faenas rutinarias, pertenecían a la zona evidente, y por lo tanto opaca, que tenía lugar entre la salida y la puesta del sol. Entretanto las palabras se unían y se desparramaban; otras veces colgaban a horcajadas en la punta de páginas que el escritor desechaba con furia, con total desatino.
César cumplía ese mes cuarenta años. Llevaba tres escribiendo el proyecto que al parecer no acabaría jamás. Un frío despampanante acalambraba a Miami, y ahora él se daba el lujo de mantener las puertas y ventanas cerradas durante su trance de escritura nocturna, lo que ayudaba a que su madre durmiera confiada en que los imaginarios ladrones no asaltarían la casa.
El novelista debía admitir que el miedo de su madre tenía ahora un fundamento. El desfile nocturno no cesaba; algunos transeúntes, con el paso del tiempo, al darse cuenta de que el hombre dedicado a malgastar papeles era más bien un loco inofensivo, lo saludaban con efusión, le preguntaban por su salud, su trabajo; incluso dos o tres se atrevían a pedir cigarrillos, y un jovencito audaz llegaba a suplicar, con ojos angustiados, un dólar, dos pesetas, cualquier cosa.
—No participo en la destrucción de nadie —decía César.
Frase oscura que el joven pedigüeño no intentaba aclarar. Tenía unas cejas gruesas, el único detalle sobresaliente de un rostro hermoso, pero desgastado por las pequeñas piedras conocidas por crack.
—¿Crack? —preguntó César cuando oyó mencionar por primera vez la droga.
—Crack —le reafirmó Tomás, el cubano que había combatido en Viet Nam, y que se había mudado recientemente con su esposa americana, Alice, para la casa de al lado, con los dos hijos de ella—. Un veneno. Una piedra maldita.
—¿Pero por qué se llama crack?
—Qué sé yo.
Y luego César había escrito: Crack, romperse, abrirse, rajarse, resquebrajarse, agrietarse, cuartearse, estallar, restallar, crujir, cascarse, avanzar a toda vela, ceder, rendirse, darse por vencido, fallar, debilitarse, descomponerse, perder el control, enloquecer.
Había copiado los significados de un viejo diccionario; pensaba utilizarlos en un cuento. En la novela, cuyo argumento se desarrollaba en Cuba, en la década de los setenta, resultaba imposible mencionarlos.
Tomás tenía motivos para juzgar de forma tan severa la droga: su esposa Alice se había aficionado en los últimos meses al humo blanquecino que brotaba de la sustancia cuando se cocinaba.
César había observado los dedos quemados de la mujer, sus uñas con tachones, como si el esmalte se hubiera corrompido.
—Vil, vil —decía Tomás.
A pesar de haber salido de Cuba con diez años, su dominio del español asombraba. Lo contrario le ocurría a Iván, que había llegado a Estados Unidos a esa misma edad. En el diálogo incierto, pespunteado con pausas y frases inconclusas, que sostenía con César en la calle desierta frente al centro comercial, saltaba del español al inglés sin darse cuenta de que había cambiado de idioma.
—I’m afraid— era una de las afirmaciones que jamás podía decir en su lengua natal.
—¿Pero miedo de qué, de mí? —preguntaba César en un sobresaltado castellano.
Iván callaba. Las luces de neón de un anuncio (una farmacia proclamaba gangas) resaltaban la oscuridad de su pelo, su bigote, sus ojos, y a la vez la blancura de su piel.
—No, I’m afraid of myself— decía al fin.
César entonces no sabía qué decir. En ninguno de los dos idiomas. Luego se despedían dándose la mano, mirándose fijamente a los ojos, midiendo cada gesto en el rostro del otro, regateándose una expresión de afecto. Cualquiera que observara la escena podía pensar que se trataba de dos hombres que acababan de cerrar un negocio. Sólo que a esa hora nadie observaba; en la media hora que duraba la conversación, apenas tres o cuatro automóviles cruzaban por la avenida, y sus chóferes nunca prestaban atención a las dos figuras absortas en las trampas y equívocos del diálogo.
César se había propuesto interrumpir siempre la escritura a las tres de la mañana; debía levantarse a las ocho para ir a trabajar. Sin embargo, a veces no podía detenerse hasta el amanecer. La mano que trazaba palabras poseía vida propia; no era posible ordenarle que cesara. La luz del día ponía al desnudo el frondoso jardín (el último reducto de su madre en su batalla contra la soledad y la vejez), la calle muda, las casas desprovistas de todo signo humano. En la acera de enfrente una de ellas, de ventanas cubiertas con cortinas raídas, de paredes y techos veteados de musgo, al borde del colapso, era el centro del ajetreo nocturno, el punto de reunión de los que deambulaban por el vecindario todas las madrugadas. Sin embargo, la llegada del sol ya los había ahuyentado.
César la había bautizado como la casa facinerosa. Sus propietarios, o tal vez inquilinos, se confundían con los visitantes, al punto de que el novelista, cuya vocación se alimentaba de la curiosidad, no había podido determinar quién o quiénes vivían allí desde la muerte de la anciana que por toda familia tenía un montón de gatos. César había heredado uno de ellos, que ahora acechaba salamandras e insectos en el jardín, como su dueño acechaba efímeras ideas que ya se diluían con el amanecer. Más tarde abandonaba el sueño de las frases para entrar, al menos por dos horas, en otro sueño más abigarrado.
Una pesadilla lo asediaba en los últimos meses: caminaba a través de una llanura calcinada por un incendio. Del terreno agrietado salían en estampida reptiles y alimañas. A lo lejos unas montañas ardían como antorchas gigantes; un ventarrón arrastraba el vaho de la candela, espesando el paisaje, oscureciendo el cielo, espantando las aves que chillaban girando, arrebatadas. César buscaba amparo bajo arbustos entecos, cuyos troncos y ramas supuraban un líquido parecido a la sangre. En ese instante, un hombre de bigote y cabellos oscuros, de piel peculiarmente blanca, atravesaba descalzo un descampado, indiferente a la tierra estragada, al vendaval de bichos iracundos, al ardor que quemaba la planta de los pies.
—¡Iván! —gritaba César— ¿Te lastimaste? —y luego, recordando en el sueño que era mejor recurrir a otro idioma, preguntaba— Are you hurt?
—No trates de apagar esas montañas —contestaba Iván—. Don’t try. Don ’t. Déjalas que se apaguen ellas solas. Life takes care of itself.
César despertaba temblando. Luego anotaba el sueño para incluirlo en la novela. Pero al llegar la noche se daba cuenta de que sus personajes no guardaban relación con esa escena en llamas, y el pedazo de papel manuscrito quedaba en la gaveta, esperando tal vez otra oportunidad.
III
—¡Se olió el televisor!
El grito de Tomás repercutió en la madrugada.
—¡Se olió el televisor!
César escribió la frase en el margen de una página. Al momento el vecino cruzó la calle con paso vigoroso, como de pasodoble militar, vestido con ropa de camuflaje heredada de sus escaramuzas en Viet Nam, y fumando de manera vehemente, como si de aspirar el humo dependiera su vida. Su barba descuidada había empezado a llenarse de canas, y su pelo enmarañado había perdido el brillo bajo una pátina de grasa y suciedad. El novelista lo compadecía. Sin duda, pensó ahora, el grito de Tomás quería decir: ella se olió el televisor. Uno de los pocos objetos que quedaban en la casa cuyo interior desnudo volvía en comparación lujosa a la de César.
El escritor se preguntaba si podía incluir a Tomás y a su mujer, al menos de una forma pasajera, en la novela que en el último año había crecido a más de trescientas cuartillas. En la Cuba de los años setenta él había conocido parejas semejantes, protagonistas de escándalos y orgías, entregadas a la negligencia, las borracheras, la infidelidad. Pero no resultaba sencillo trasladar a una rubia californiana como Alice a un barrio marginal de Camagüey.
—Mi padrastro me violó a los doce años —contaba Alice, recostada a la ventana de César, que dos o tres noches por semana se veía obligado a detener su labor para escucharla—. Mi madre se hacía la de la vista gorda. Éramos cinco hermanos, yo era la menor. Mi padre se había ido para New York con otra mujer (nunca más volví a verlo), y apenas teníamos para comer. Mi madre trabajaba de camarera, mi padrastro vendía pólizas de seguro, siempre estaba hablando por teléfono con supuestos clientes, pero en realidad su trabajo era beber cerveza. Y jodernos la existencia, la mía y la de mis hermanos. Pero la verdadera víctima fui yo.
César, que se había pasado una considerable parte de su vida oyendo confidencias, algunas de las cuales utilizaba luego al escribir, asentía con la cabeza mientras escudriñaba a la mujer, que usaba siempre unas gafas oscuras. A esa hora de la noche, los espejuelos ejercían sobre él un dominio, una fascinación. Mientras hablaba, Alice respiraba agitada, y sus senos, rozando el marco de la ventana, llevaban el compás del resuello.
—Por eso me casé tan joven —Alice se humedecía con la punta de la lengua los labios resecos—. Con la mala suerte que el tipo también era un borracho. Incluso me pegaba. ¿Qué se piensan los hombres? A veces me gustaría meterme en la cabeza de alguno, a ver qué carajo pasa allá adentro. No estoy hablando de ti, tú eres una persona decente. Bueno. Ni sé por dónde andaba. Ah, sí. En fin, que me divorcié, me casé dos veces más. Para hacer corta la historia: tuve dos hijos, una hembra y un varón, luego me encontré a Tomás, que está jodido por lo de la guerra, pero al menos no me maltrata. Y a su forma los quiere a los dos. Ahora la niña está enferma, tiene fiebre, yo creo que es de la garganta, a lo mejor un virus, salen hasta en la sopa. Te lo digo, el planeta está contaminado, ese es el resultado de las armas químicas, de los desechos nucleares, de las cosas que el gobierno se calla. Para no hablar de las fábricas, de las grandes industrias que nos quieren envenenar. Y los niños son los que pagan, porque son los más débiles. No pienses que estoy exagerando. Ahora mismo tengo que comprarle un calmante a la niña, y no tengo un centavo, por eso vine a molestarte. ¿Me puedes prestar diez dólares?
—Te puedo dar dos, es lo único que tengo.
—Algo es algo —decía la mujer, apretando la boca y extendiendo la mano a través de la ventana. Y de inmediato se marchaba, metiéndose en el seno los dos preciados y estrujados billetes. Sin volver la cabeza. Sin dar las gracias. En ese instante se desataba un violento aguacero.
César, furioso, intentaba retomar el hilo de la narración. Había perdido momentáneamente el entusiasmo ante el bloque de signos ilegibles. Además, había olvidado qué hacer con este personaje secundario, esta mujer que se guarecía de la lluvia en una casa abandonada, de paredes con grietas, sin muebles ni cortinas. Por el techo se filtraba el agua; la escena transcurría bajo un denso chaparrón. La mujer se ajustaba las gafas oscuras. Se trataba de un personaje absurdo, de ideas y acciones absurdas. Ahora, desorientada, se había agachado para pasarle la mano por la cabeza a un gato, que al igual que ella huía de la intemperie. Tal vez César podía forzarla a vivir una aventura, utilizar ese lóbrego sitio para un intento de asesinato, o una violación. Eso sin duda buscaban los lectores: acciones contundentes, enredos imprevistos, que le pusieran condimento a la trama. César quería esquivar el sensacionalismo, pero se daba cuenta de que el lector tenía derecho a reclamar su porción de suspenso, de emociones o de simple acicate.
Introdujo en la escena un hombre de mala facha, que deambulaba con los cabellos chorreando agua por los alrededores de la casa en ruinas. Remolón, oteaba por el patio, se asomaba por ventanas y puertas, escrutando el oscuro interior de la vivienda con ojos de animal merodeador. Un encuentro sexual con un desconocido, bajo la intensa lluvia, podía a la larga excitar a la mujer, cuya larga secuela de penurias la había obligado a abandonar su hogar. Pero el hombre dibujado por César sólo inspiraba miedo o repugnancia; hubiera sido cruel permitirle que poseyera mediante la violencia a la frágil mujer, que ya bastante había sufrido en los últimos meses, aunque en parte por su propia irresponsabilidad. ¿Merecía acaso ella otro escarmiento? En ese instante el novelista se sentía un dios menor, una divinidad capaz de transformar los destinos ajenos.
Sin embargo, César sólo era capaz de describir lo que en cierta forma él hubiera vivido, o lo que hubieran vivido personas allegadas o al menos conocidas. Un intento de crimen o una violación no eran hechos cercanos, y por lo tanto quedaban fuera del material amorfo al que acudía para dar forma a su larga novela. Sus colegas lo acusaban de falta de imaginación, de aferrarse a formas narrativas que olían a rancio, que no tenían vigencia.
Afuera el vendaval calaba los arbustos; el gato tembloroso, que había recibido las caricias de la mujer, había buscado refugio debajo del sofá en el que César colocaba las hojas manuscritas. En la acera de enfrente, un hombre con aspecto de pordiosero, con el pelo empapado, golpeaba con urgencia la puerta de la casa ruinosa, pero nadie parecía escucharlo. La lluvia había acabado con el ajetreo. Los charcos se agrandaban en el jardín, cercando la maleza, y en la calle los súbitos arroyos arrastraban desperdicios y ramas.
El novelista, previendo que el desconocido vendría a guarecerse en su portal, cerró la puerta; luego en su cuarto se arrodilló en la estera al lado de la cama. Era un hábito que había adquirido en los últimos años, tras una hospitalización por alcoholismo. Recostaba los codos en la almohada y recitaba rezos aprendidos de niño, obedeciendo la fórmula latina sugerida por Jung: spiritus contra spiritum. Su propia voz a veces le sonaba ajena, y con soma se decía: el minúsculo creador implora el auxilio del gran Creador. Pero a la noche siguiente repetía el ritual, convencido de que no le quedaba otro recurso. Al levantarse, observaba las huellas en la estera: dos hendiduras en forma de círculo, mal dibujadas en la felpa azul.
IV
Un jueves por la noche Iván decidió no ir a la fábrica. Sentía calor, le dijo a César, tenía el capricho de bañarse en el mar. Fueron, cada uno en su auto, a una quieta ensenada. A César no le pesaba abandonar su novela esa noche; las manos que sujetaban el timón temblaban. Los Eagles, en la radio puesta a todo volumen, estremecían el interior del carro con guitarras y voces plañideras. En la avenida Collins y en los grandes hoteles reverberaban eléctricas escarchas, irradiando corrientes de color. Más adelante el esplendor urbano cedía el paso a pinares, a cocoteros, a una que otra desamparada palma. La noche era en efecto calurosa. Una luna amarilla se levantaba sobre el ancho puente que demarcaba el término de Miami Beach. Unas nubes oscuras la cercaban, como aves gigantescas atraídas por la luz.
Caminaron un rato por la playa, conversando con exaltación de las más absolutas nimiedades, observando las olas tumultuosas, que en un segundo depositaban gruesos manojos de algas en la arena y un instante después retiraban la carga.
Iván fue el primero en desvestirse y colocar la ropa sobre un montón de rocas. Se unieron en el agua, tragando sal, saliva, forcejeando, aferrándose a los hombros, los brazos, como si se encontraran a punto de ahogarse, sumergiéndose para luego flotar con la respiración entrecortada, hasta que por último se tendieron en la orilla. El cielo encapotado se deshacía de pronto en una mansa lluvia, que duraba lo mismo que un respiro profundo, y que más tarde se renovaba con un golpe de viento; no era posible distinguir si el agua que empapaba los cuerpos provenía de las nubes o del mar.
Horas después la claridad incipiente del día, una línea grisácea en la que cabeceaban unos botes de vela, los conminó a vestirse. Se sentaron a fumar en un muelle, cuyas tablas crujían. Unas gaviotas buscaban comida, horadaban la arena, revoloteaban a ras de las olas con alas puntiagudas, chillando. Un pedazo de luna blanquecina sobrevivía en el cielo, a pesar de la luz de la mañana. De repente Iván se echó a llorar. César quiso abrazarlo, o pasarle la mano por el pelo, o al menos tocarle un hombro, pero sus músculos se paralizaron. Quiso decirle: “Iván, no llores, te lo pido de favor”, pero la voz se negó a articular sonidos. Se despidieron sin decirse una sola palabra.
Por ese tiempo la novela se estancó en una escena decisiva, en la que el personaje principal debía determinar si seguía o no viviendo. Si optaba por el suicidio, la novela no tenía razón de continuar, y el final sería abrupto y poco convincente; si no lo hacía, era un simple cobarde, inconsecuente con su propio destino, y la novela se debilitaría. César comenzó a dudar de la eficacia de toda aquella historia, a la que había dedicado cuatro años, viviendo y girando en tomo a ella, como hacen los amantes en tomo a las personas a las que aman.
César se preguntaba en ocasiones si alguna vez había amado a alguien. Hombre de afectos devastadores, a la larga evitaba los roces, las relaciones que podían atarlo; si el amor era una rendición, él no lo conocía; si era deseo, curiosidad, ahínco, entonces lo había experimentado con una intensidad poco común.
A partir de la noche en la playa, continuó yendo los lunes y los jueves al banco frente al centro comercial, a observar los anuncios de neón. La quietud volvía audibles las insignificantes señales de vida: el chirrido de frenos en lejanas esquinas, el maullido vitriólico de un gato. Iván no volvió a aparecer. Ahora a César sólo le quedaba tratar de incorporarlo a la novela, hacerlo respirar en las páginas, al hombre delgado de unos treinta años, de cabellos y bigote oscuros y piel particularmente blanca, torturado por un crimen secreto, dispuesto a borrar huellas, a quemar puentes, a negar que la luna puede seguir brillando pese a la salida del sol.
La única solución era empezar la novela de nuevo. Por suerte había reunido dinero para comprar una máquina de escribir. Pasaría en limpio las cuartillas llenas de garabatos, se dijo, e iría modificando, tachando, quitando e introduciendo gentes, pasajes, escenarios, transformando la narración hasta volverla irreconocible.
En el silencio de la madrugada el frenético golpe de las teclas se aceleraba hasta adquirir un ritmo demencial; el escritor se adentraba en un mundo que había sido en cierto modo suyo, pero también ajeno; escenarios y diálogos escritos a mano, al ser mecanografiados, se achicaban o ampliaban o desaparecían para dar lugar a otras conversaciones y pasajes, que indistintamente se acercaban o se alejaban de las vivencias del autor. Algo sí era evidente: Iván no cabía en esta trama.
Los bergantes nocturnos se detenían a veces en la puerta para admirar la velocidad de los dedos que saltaban sobre el teclado; pedían también cigarrillos, dinero. César decía:
—No tengo. No tengo nada. Nada de nada. Por favor, déjenme trabajar.
—¿Pero para quién tú trabajas? ¿Quién te paga por eso? —preguntaban algunos con incredulidad.
—Trabajo para mí mismo.
—¿Pero quién te compra todo eso que tú escribes?
—Nadie me lo compra. Nadie me paga. Por eso no tengo dinero. Por favor, déjenme trabajar.
—Otro loco más —murmuraba Alice, la mujer de Tomás, ajustándose los espejuelos oscuros, que amenazaban con caerse y poner al descubierto los ojos, que César en ese instante no deseaba mirar.
A veces el joven drogadicto de las cejas gruesas le dejaba en el marco de la ventana un ramo de flores.
—Para que se lo des a la vieja tuya —decía el joven—. Me los robo del restaurante chino. Ya vendí los otros, pero éste quiero regalárselo a ella. Dile que es un regalo de parte de tu amigo el Superkid.
César colocaba las flores mustias en un jarrón con agua. El matiz desvaído de las rosas se hacía aún más tenue contra el verde brillante del cristal. Con el paso de los días los pétalos y hojas se volvían quebradizos, finos como papel, hasta que al fin se reducían a polvo.
Una noche, el novelista reflexionaba sobre la posibilidad de intercalar un capítulo en el que el protagonista estuviera en la cárcel, acusado de conspiración. Pesaba pros y contras de la anécdota: no deseaba que la novela tomara un giro político, algo que había logrado evadir hasta ahora. Como todo cubano, César padecía la política como un virus que ocasionaba fiebre, que quebrantaba el cuerpo, la razón. Pero había logrado que su escritura no estuviera marcada por denuncias que a la larga, en su opinión, empobrecían el texto, ni por disputas que tuvieran que ver con cualquier irritante ideología. Sin embargo, la lucha en su cabeza continuaba, y se decía que la escena en la cárcel tal vez le serviría para encarar una de sus mayores inquietudes: el tema de la delación.
En ese instante sonó el teléfono.
—Hola —dijo en inglés una voz femenina que César ya casi había olvidado, al cabo de dos años sin oírla.
—¿Eres tú?
—Soy yo.
—No vas a creerme si te digo que en estos días he estado pensando mucho en ti —mintió César. Se sorprendió al experimentar un amago de erección.
Shirley comenzó por hablar de un vacío, de un vínculo de gratitud pero a la vez de hastío con su marido actual, de una añoranza de las citas nocturnas en la casucha de los trastos, de una foto que había guardado, de un sueño muy confuso que había tenido la noche anterior. Quería reunirse con César, verlo una vez, conversar frente a frente. Sin ataduras ni compromisos, dijo.
A la noche siguiente se encontraron en el estacionamiento de un hotel. César había alquilado de antemano un cuarto. En el ascensor, luego de un beso precipitado, se miraron fijamente, como si trataran de asegurarse de que no se habían equivocado de persona; se volvieron a abrazar, inquietos; caminaron nerviosos por el largo pasillo, palpándose, apretujándose; pero sólo en la cama lograron confirmar que a pesar de los años todavía eran los mismos. A través de la enorme ventana de cristal los edificios iluminados del centro de Miami alumbraban los cuerpos que retozaban, estrujando las sábanas. En el baño repiqueteaba el agua de la ducha, que en medio de la urgencia ambos habían olvidado cerrar. Luego fumaron en la quieta penumbra; el humo circulaba lentamente, sin tino, impregnando las cortinas de un picante olor.
—Mi esposo consiguió un trabajo en New York —dijo de pronto Shirley—. Nos vamos a mudar la semana que viene.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No quería que pensaras mal de mí. Quería verte antes de irme. A lo mejor no nos vemos más nunca.
—Nunca es una palabra absurda. Sólo se debe usar para decir: nunca se sabe.
—¿No tienes otra mujer?
—No —dijo César, acomodando la cabeza en la almohada—. Me siento bien así, solo. Sigo con mi novela.
—Tú eres un tipo extraño.
—Tú no lo sabes bien. Hablemos de otra cosa.
Pero tenían poco que decirse. Hicieron el amor una vez más. La próxima partida de Shirley, de que esto sólo significaba una cita, sin promesas ni insinuaciones de comenzar una vida en común, le daba al novelista la impunidad que necesitaba para adentrarse en la mujer confiado, absorto en el momento de la posesión, sin otra consecuencia que este minuto de cabellos y senos y labios y gemidos. El rojo del creyón dejaba marcas sobre los hombros y el pecho de César. Un perfume insistente se diluía en la piel.
Por último se bañaron juntos, salieron en silencio de la habitación, comieron pollo asado en un restaurante de comida cubana, mencionaron la posibilidad de una llamada de larga distancia, tal vez para el día de Acción de Gracias.
—Para entonces ya habré terminado mi novela —dijo César.
—Tendrás que traducirla al inglés, para que yo la lea.
—Bastante trabajo ya paso en español, pero voy a pensarlo. Tal vez sería un buen ejercicio. Cuando la termine no voy a saber qué hacer. A lo mejor me pongo a traducirla. Pero primero tengo que terminarla.
Al llegar a su casa por la madrugada, César decidió intempestivamente encarcelar a su protagonista. Para recrear el ambiente de celda sólo tenía que mirar con fijeza las cuatro paredes de la sala.
V
Tomás empezó a fumar crack en septiembre. Después de haber maldecido tantas veces la droga, causante de la ruina de su esposa Alice, él también sucumbió a los pedruscos color hueso. Comenzó a enflaquecer, a demacrarse, mientras el tórrido verano de Miami se aligeraba con ráfagas frescas, con nubes que a ratos extendían una indulgente sombra.
—¿Quieres acompañarme al infierno? —le preguntó Tomás a César una noche. Su rostro perturbado aseguraba que no se trataba de una broma—. Te pago si me llevas, no es muy lejos. El carro me acaba de dejar botado a dos cuadras de aquí.
César, paralizado frente al papel en blanco, sin lograr avanzar en la escena en que debían arrestar al protagonista, preguntó:
—¿Dónde?
—En unos trailers cerca de North River Drive. Tengo que recoger un material, pero tiene que ser ahora mismo. Es un lugar deprimente, pero te juro que no hay peligro.
—Háblame claro.
—Te estoy hablando claro. Tú me ves así, hecho mierda, pero yo soy un tipo de palabra, de buenos sentimientos. Yo no te voy a pedir que hagas algo que te traiga problemas. En la casa de enfrente se acabó el material, y el único lugar donde puedo encontrarlo a esta hora es allá. Yo conozco bien al que la vende. Va a ser rápido. Te voy a dar veinte dólares.
—Si la cuestión se demora me voy —advirtió César. En realidad no le importaba regresar tarde; mientras conducía el auto, con Tomás hablando sin parar a su lado, recordando como de costumbre sus años en la guerra, pensó que estaba harto de la literatura.
Las casas de remolque se apiñaban a la bajada del puente, entre robles frondosos, en una calle estrecha, sin alumbrado, que serpenteaba a la orilla del río, donde atracaban cargueros de metal oxidado, que esta noche permanecían inmóviles en el agua oscura.
—Aquí —dijo Tomás, señalando un tráiler rodeado de chatarra. Un árbol caído contribuía a dificultar la entrada de lo que al parecer aún era una vivienda. Muebles rotos y viejos refrigeradores, entre los que sobresalía la hierba mala, se amontonaban alrededor del árbol. La luz distante que provenía del puente amarilleaba la maleza.
—¿Estás seguro de que no va a haber problemas? —preguntó César, apagando el carro.
—Seguro. Pero si quieres me esperas aquí, a mí me da lo mismo.
—Prefiero acompañarte —dijo César, y echó a andar detrás de Tomás por el laberinto de hierbas y basura. Gruesas cortinas cubrían completamente las derruidas ventanas del tráiler. Adentro se escuchaban las risas y las voces de un programa de televisión.
—¡Jorge! ¡George! —gritó Tomás—. Soy yo, David. El jinete de Tampa.
—¿Quién? —dijo una voz aflautada.
—Yo, viejo. David. David. El llanero solitario de Tampa.
—Ven por la otra puerta —dijo la voz—, ¿Tú estás solo?
—Ando con un amigo, gente buena.
—Si estás con tu mujer no puedes entrar. Me debe plata. No quiero verla hasta que no me pague.
—Ya yo me divorcié —mintió Tomás—. Hace semanas que no la veo.
Un hombre calvo, obeso, gigantesco, se asomó a medias tosiendo, suspicaz. Su enorme talla hacía dudar de que pudiera atravesar la puerta.
—Este es mi amigo César —dijo Tomás—. De absoluta confianza.
El hombre, en la incierta claridad, brindó una mano cubierta de anillos.
—Me llamo Jorge, pero me dicen George —dijo.
César rozó con cautela las prendas.
—Lindas joyas —dijo en voz muy baja. Deseaba sobre todo ganarse la simpatía del desconocido.
—Pasen —dijo George. Pero su mole infranqueable impedía el paso. Luego de mirar una y otra vez hacia todos los lados, se movió con pereza, contoneando su imponente cuerpo.
Al fin entraron. La sala, que despedía un hedor insufrible, estaba dividida por una reja. Del otro lado de los barrotes de hierro, dos jóvenes sin camisa, sentados en el piso, jugaban a las cartas, rodeados de una docena de gatos que dormitaban en diversas posturas. Uno de los muchachos, el joven cejijunto que regalaba flores, se levantó y gritó:
—¡Tomás! ¡César! Díganle al gordo que nos dé algo.
—¡Cállate! —dijo George—. Sabes que estás de castigo. Te has portado muy mal, tú y Fernando. Pero por lo menos Fernando se calla —y volviéndose hacia los visitantes, preguntó— ¿Quieren sentarse?
—Tenemos que irnos enseguida —dijo Tomás. Su rostro macilento había cobrado de pronto color. Sin embargo, su elocuencia habitual había disminuido, al parecer por la proximidad de su deseo, como les ocurre a los enamorados.
George se arrellanó en una poltrona, cuyos muelles gimieron, y descalzándose colocó los pies en una palangana de agua humeante.
—Van a tener que esperar —dijo George. Pronunciaba cada palabra lentamente, con una dicción meticulosa—. El asunto llega dentro de media hora. Mike fue a buscarlo.
—¡Mentira! —gritó el joven de las cejas gruesas—. Todavía le queda, pero no quiere damos nada.
—No le hagan caso a ese puñetero zoquete —dijo George, aumentando con el control remoto el volumen del televisor—. Lo que pasa es que él no ha querido ganársela.
—¡Eso es mentira, mentira! —dijo el joven, sacudiendo los barrotes—. Ya hice lo que querías. ¿Qué más quieres que haga?
—Fernando, dile al superkid que si no se está tranquilo se va a tener que ir —dijo suavemente George.
El otro joven, de mirada abstraída, echado sobre el piso tras la reja, le hizo a su compañero un vago gesto para que se callara.
César y Tomás se sentaron en un sofá hundido, del que brincó maullando un gato enjuto, que fue a parar al regazo de George, donde se acomodó con amplitud. Las aspas de un ventilador frente a la poltrona giraban estrepitosamente, opacando las voces en el televisor, en el que hombres y mujeres sonrientes jugaban a completar palabras en un tablero descomunal. Sobre la alfombra, a ambos lados de la reja, se apilaban latas y restos de comida. César no pudo evitar preguntar, señalando a los dos jóvenes:
—¿Qué hacen allí?
George se removió en la poltrona. Sus pies chapotearon levemente en el agua. Su cabeza y su cuerpo recordaban un ídolo sucio. Tomás contestó:
—Esperan.
—Eso parece una jaula —dijo César—. ¿Es una jaula?
—David —le dijo George a Tomás, sin mirar a César—, ¿quién es este amigo tuyo, tan curioso?
—Es un vecino que me hizo el favor de traerme en el carro, al mío yo creo que se le fundió el motor. Este es un hombre serio, Jorge. No usa drogas ni nada. Tampoco es un chivato. Es escritor.
George condescendió a mirar a César. Sus ojos felinos resaltaban en los pliegues grasientos del rostro.
—¿Qué escribes?
—Muchas cosas.
—¿De la vida real?
—Casi siempre, aunque no necesariamente —dijo César.
—¿Por ejemplo? —insistió George con un tono cortés. Su filosa mirada provocaba escozor.
—Por ejemplo, me gustaría escribir algún día esta escena. Ahora no, porque estoy terminando una novela. Pero después me gustaría incluirla en un relato, como una nota independiente. Sin muchas descripciones, ni explicaciones, una escena muy breve. Por supuesto que no mencionaría nombres, ni nada que pudiera comprometer a nadie. Por eso pregunté qué hacían esos muchachos detrás de la reja.
—Ya te lo dijo David, mi viejo amigo David —dijo George, colocando con delicadeza el gato sobre la alfombra—. Estos buenos muchachitos esperan. Entran por aquella puerta que está del otro lado, y se sientan allí a esperar. De vez en cuando hacen dos o tres cosas, pero siempre allí, pegados a la reja. Cuando quieren salir, salen por aquella misma puerta. No están presos, nadie los obliga a estar allí. Sencillamente no puedo dejarlos pasar para acá, porque me lo roban todo. Ellos dos, y otros que vienen a veces. No te confíes en sus caras de santos. Son unos delincuentes.
—¡Mentira! —gritó el cejijunto—. César me conoce. Yo no soy un delincuente.
—¡Cállate, zoquete! —dijo George. Su dejo al hablar tenía un remoto acento cubano, a pesar de pronunciar la z como los españoles—. Déjame concentrarme en paz en el programa. Yo antes acertaba todas las palabras, y ahora si acaso adivino una de veinte, como si se me estuviera olvidando el inglés. Ustedes me hacen perder la inteligencia. Sobre todo tú, superkid.
El joven golpeó los barrotes con los puños.
—Gordo, you know what you are? —gritó—, You’re a fucking pussy. That’s all. A fucking pussy.
César se levantó. No podía soportar el hedor que lo impregnaba todo, y que el aire del ventilador no conseguía atenuar.
—Tomás, lo siento, pero vas a tener que regresar a pie —dijo César—. Yo tengo que irme. No te preocupes, no me debes nada.
—Vamos a esperar un rato —pidió Tomás—. Por favor.
—No puedo. Tengo que irme a escribir.
—Por favor.
—No.
César se despidió con una servil inclinación de cabeza. Mientras aceleraba por las calles vacías, sin respetar señales ni semáforos, se fumó tres cigarros. En la cabeza le hormigueaban gestos, frases descabelladas. Sin embargo, al sentarse a escribir, no pudo continuar el capítulo que había comenzado a lo temprano. Se puso a describir con palabras muy secas los minutos pasados en la casa de remolque. En la corta narración imitó deliberadamente a Dashiell Hammett. Luego leyó la antología de poetas desterrados. Memorizó unos versos de Heredia: “Como en huerta de escarchas abrasada, se marchita entre vidrios encerrada la planta estéril de distinto clima”.
De mañana soñó que dos adolescentes tiraban de un carruaje, adornado con estatuillas en forma de gatos. Atravesaban una llanura ancha, que César reconocía y a la vez no quería reconocer. Sin embargo, con la infalible intuición del que sueña, no le cabía la menor duda de que el llano pertenecía a la finca que fue de su abuelo, al sur de Camagüey. Una figura obesa, en el pescante del coche, azotaba sin piedad a los jóvenes, que con la espalda cubierta de magulladuras avanzaban con dificultad por el camino vecinal. César caminaba a la par del carruaje, recogiendo del suelo pedruscos color hueso, que exhalaban un humo maloliente. De pronto las campanas de una iglesia repicaron estruendosamente en medio del paisaje silencioso.
César abrió los ojos y miró el cielo raso: el timbre del despertador rechinaba. En ese instante se le ocurrió que a su protagonista lo arrestaban mientras deambulaba por un trillo en el medio del campo. Tal vez, pensó, pondría en ese camino una carreta. A cada orilla de la estrecha vía habría montones de maleza y chatarra. En la ventana de un rancho de guano un hombre gordo y calvo presenciaría el arresto: su rostro inescrutable recordaría al de un ídolo. Sí, se dijo César al lavarse los dientes, no era posible que olvidara la forma en que fruncía las cejas. Ni sus ojos verdosos y felinos.
La mirada de ese hombre se había vuelto importante.
VI
En octubre Tomás fue a la prisión por robo; César fue a visitarlo y le llevó cigarrillos, chocolate y mantequilla de maní. El novelista sentía simpatía por su vecino, pero además quería rememorar su propia experiencia de prisionero y precisar los detalles del capítulo que debía transcurrir en la cárcel en Cuba.
En las noches de otoño (si es que era otoño el frescor que lo obligaba a ponerse una camisa después de medianoche, mientras tecleaba sin cesar en la sala), intentaba en vano no prestar atención al próspero comercio de la casa de enfrente. Alice, aprovechando que su marido se encontraba preso, salía y entraba del lugar con la destreza de una marchante fija. César daba a veces de comer a los niños, que en estado de absoluto abandono vagabundeaban por el vecindario.
El protagonista de la novela, condenado a diez años por motivos políticos, había iniciado dentro de la cárcel una ambigua amistad con otro prisionero: un hombre delgado de cabellos y bigote oscuros y piel muy blanca. La amistad se veía amenazada por las maquinaciones de otro preso, un calvo gigantesco de cuerpo repugnante, que mientras espiaba, sentado en su litera, los trajines y afanes en la estrecha galera, metía los pies en una palangana de agua hirviente.
Los lunes y los jueves, César ya no iba al centro comercial; sabía que Iván no volvería jamás. Shirley no había llamado; en una ocasión a César le pareció verla entrando en una tienda acompañada de uno de sus hijos, y pensó que tal vez la historia de la mudanza a New York era mentira. Por primera vez en mucho tiempo el novelista no mantenía relaciones amorosas con nadie; derrochaba su energía en las palabras, que surgían en hileras, oscureciendo la blancura arrogante del papel.
Pero señales a su alrededor le recordaban que los cuerpos buscaban acoplarse: la venta de drogas en la casa de enfrente había atraído al barrio a mujeres de diversas edades, dos o tres en plena adolescencia, que circulaban desde el anochecer con propuestas concretas en el rostro, en la forma de vestirse, de andar. Algunas se contoneaban frente a la puerta del novelista, mostraban con disimulo un seno al preguntar la hora.
—Estoy muy ocupado —decía César, golpeando con vigor el teclado, como un pianista venido a menos forzado a actuar ante un público ignorante.
Un travestido negro se recostaba al poste de la luz de la esquina; su falda corta dejaba ver la punta de su pene, que le colgaba entre los muslos, envuelto en un estuche de piel que parecía una vaina de navaja, o un monedero en forma de cilindro.
Ya nadie le preguntaba a César para quién o qué cosa escribía: los drogadictos de la zona lo conocían como el escritor loco. Poco antes del amanecer, en grupos o parejas, utilizaban su jardín para encuentros sexuales, o simplemente para fumar las piedras; César encontraba por la mañana, entre las plantas que su madre cuidaba con esmero, latas de cerveza tiznadas, agujereadas, torcidas, chamuscadas, y también prendas íntimas abandonadas tal vez por la prisa, o el asco, o la violencia. César se ponía un par de guantes de jardinero y con extremo tiento recogía, como si se tratara de desechos nucleares, los fragmentos de tela, embarrados a veces de sangre o secreciones, para depositarlos en un tanque de basura al final de la calle.
—Qué maldición —decía, mirando a todas partes, planeando una venganza. Una llovizna temperaba su ira. La madre en la cocina preparaba el café, recordando en voz alta una anécdota de principios de siglo: la boda de su hermana mayor, que se efectuó en la finca de los padres del novio, mientras caía una lluvia inclemente y espesa. Los ríos se inundaron, derribando los puentes, malogrando la luna de miel de la pareja, que pasó la semana encerrada en el cuarto de monturas, transformado con precipitación en cámara nupcial, ya que las otras habitaciones estaban repletas de parientes y amigos.
—Así llovió esa vez —decía la madre—. Diez días sin parar.
César, después de tomar el café, se marchaba al trabajo. Ya había olvidado la humillación de que desconocidos dejaran rastros vergonzosos frente a su propia puerta. Por la noche mecanografiaba vertiginosamente, mientras el aguacero, que iba y venía por rachas, empapaba la obstinada clientela que cruzaba corriendo.
El personaje encarcelado en Cuba meditaba en su celda sobre el significado de la libertad. Hombre que se movía mejor entre las abstracciones, que prefería extraviarse en las teorías antes que en la maraña de la realidad, no podía sin embargo dejar de preguntarse quién era el culpable de que se hallara preso. Alguien sin duda había delatado sus planes contra el régimen; planes que no habían sido más que apuntes ilegibles, o ácidos comentarios dichos en voz baja a amigos cercanos. Uno de éstos lo había denunciado, pero ¿cuál? El hombre, que odiaba y despreciaba a todo delator, tal vez nunca llegaría a saberlo.
Tras las altas ventanas enrejadas, que más bien semejaban claraboyas por donde apenas se filtraba la luz, la lluvia golpeaba el patio de cemento, las burdas tapias de mampostería, las garitas donde los centinelas cumplían la ronda con profusos bostezos. En la galera los presos dormitaban, con la excepción del personaje central de la novela y de su amigo, el otro prisionero de ojos negros que relucían en su pálido rostro, y que ahora lo miraba con absurda fijeza sentado en su litera; ambos tal vez querían conversación, pero adrede guardaban silencio. A lo temprano el calvo gigantesco había sido llevado al hospital, luego que un mandamás de la galera le había roto una pierna en una bronca.
Esta noche escampaba fuera de la prisión descrita en el papel, y escampaba a la vez en el barrio de César. En el jardín temblaban los restos de la lluvia. En ese instante el joven de las cejas gruesas, que cruzaba la calle, resbaló sobre un charco; gritando fuck, fuck, fuck! se levantó enfangado y se acercó a la ventana del escritor. Gotas de lluvia o de sudor corrían por sus mejillas rojas, inflamadas. Sus cejas se distendían y arqueaban como las de un payaso.
—César, dame un dólar nada más, viejito. Uno nada más. Mañana te pago tres. Tres por uno, ¡tres por uno! It’s a deal, man.
El joven hacía muecas, gesticulaba, levantaba los brazos.
—No tengo plata, Andrés —dijo César, que ya se había aprendido los nombres de varios de estos paladines de la autodestrucción.
—Un dólar nada más, man —suplicó el muchacho.
—Ni un dólar, ni un penny, ni nada.
—Te vendo un radio.
—No.
—Un televisor a colores. Te lo vendo en cinco dólares.
—No veo televisión.
—Todo el mundo ve televisión.
—Los escritores no.
—¿Y un Rolex? Legítimo, de oro. No me digas que los escritores no usan reloj.
César, en contra de su voluntad, sonrió.
—Tampoco. Los escritores luchamos contra el tiempo. El tiempo es el enemigo.
“El tiempo es el enemigo”, escribió de inmediato, olvidando el rostro angustiado en la ventana. El protagonista murmuraba la frase mientras caminaba de un lado a otro de la celda.
—El tiempo es el enemigo —repetía, evitando la mirada fija del otro prisionero.
—Tú eres un tipo cruel, man —dijo el joven drogadicto, y volviendo la espalda se adentró de un salto en la noche empapada.
“Tú eres un tipo cruel”, escribió César. El otro prisionero, de cabellos oscuros y piel blanca, se había atrevido a hablar. “Tenía una voz cálida”, escribió César, “con un acento singular. A veces se trababa al pronunciar ciertas palabras en español...”. De repente los dedos se paralizaron sobre el teclado. ¿Qué podía hacer un hombre cubanoamericano, cuyo idioma era en realidad el inglés, en una cárcel de La Habana? César tachó el final de la frase y escribió: “Tenía una voz cálida, de inflexiones sutiles; una voz que obligaba a escuchar”.
Si difícil era trasplantar a Iván a esta novela, más arduo era crear en ella un personaje que recordara a Shirley. Lo había intentado una vez y había sido un fracaso. Sin embargo, era absolutamente imprescindible que la amante del protagonista, que esa tarde iba a visitarlo a la cárcel por primera vez, sin haberle avisado, tuviera rasgos de la americana.
El novelista dedicó un par de horas a tomar notas sobre este personaje femenino. Físicamente sería una réplica de la que fue una vez la vecina de César: rubia, de grandes ojos verdiazules, labios finos, pómulos pronunciados, con un lunar en el seno derecho. Hombros levemente caídos. Buscando un hombre, un sostén, una columna en la que descansar su frágil estructura, una pared viril que la rodeara. Entregada al placer por intensos minutos, bajo el impulso de sus firmes caderas, para luego reclamar su porción de promesas, de papeles firmados, de apoyo monetario.
Y por supuesto, de fidelidad. ¿Cuál iba a ser su nombre? Mercedes, Ana, Julia, María, Sonia, Gladys. El nombre era importante y el novelista no podía decidirse. Sin embargo, cuando narró la escena en que el protagonista la encontraba en el salón de visitas de la cárcel, el nombre surgió espontáneamente: Lucía.
—¿Qué haces aquí, Lucía? —había dicho alelado el prisionero, mientras la repentina claridad del sol que penetraba por los ventanales lastimaba sus pupilas, habituadas a la sucia penumbra de las celdas. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.
Shirley lloraba a veces, recordó César mientras escribía. Interrumpió la labor y quedó absorto, evocando los sollozos quedos.
Iván también había llorado.
Y antes que ellos, se dijo, otras personas que habían tenido relaciones con él también habían llorado. No porque César deseara hacer llorar a nadie, ni porque fuera un hombre cruel, como le había gritado el joven drogadicto, sino porque tal vez esa acción de llorar era parte vital del riesgoso intercambio del amor, o del agrio pesar del desencuentro, o de las injuriosas despedidas.
El propio César, que no lloraba con facilidad, también había tenido la debilidad de dejarse arrastrar por el llanto. Se había golpeado los muslos con los puños, había pedido perdón entre gemidos. Luego se había cubierto con las manos el rostro. Una vez. Años atrás. Casi lo había olvidado. Iván y Shirley no habían logrado llevarlo hasta ese punto. Y ahora que ambos ya no podrían hacerlo, aparecían cambiados, disfrazados, en las páginas de su novela. Era preciso infundirles valor. Los dedos adquirían velocidad y las teclas batían contra el rodillo, cubierto por el terco papel blanco que absorbía las palabras sin cesar.
VII
En vez de la frialdad, de la brisa cortante que ofrecería un respiro a los habitantes de esta ciudad del trópico, al sur de la Florida o al norte de La Habana, perpetuamente castigada por un viscoso calor, los días de Navidad sólo trajeron ráfagas de aire grueso.
A pesar de la saña de la naturaleza, árboles repletos de esferas de colores, de franjas luminosas, de hebras platinadas, se multiplicaban por todo el vecindario. Las casas recargadas de ornamentos se habían vuelto vitrinas, e incluso la madre de César había colocado una modesta guirnalda en la puerta.
En Nochebuena César cenó con ella a lo temprano, y ahora deambulaba pensando que le había sido imposible terminar su novela para esa fecha, como se había propuesto. Sin embargo, ya sólo le faltaban unas pocas páginas. El ficticio y efímero paisaje dominaba cada rincón: casas iluminadas con múltiples matices; José, María y el niño en el pesebre, encaramados peligrosamente sobre un techo escarpado, rodeados de trineos, de venados, de duendes, de santa claus robustos; pinos escarchados desde las raíces hasta las altas copas, coronadas con chispeantes estrellas; la sagrada familia y un grupo de pastores, dispersos esta vez por los jardines donde plantas y flores refulgían; los reyes magos obstruyendo la entrada de un garaje, manteniendo un precario equilibrio sobre tiesos camellos, a punto de tropezar con el flamante carro en el drive-in.
Navidad. César, mientras paseaba por el barrio adornado, reflexionaba sobre esa palabra. Cristo nacía otra vez; un hombre misterioso que alteró el calendario. Sin embargo, su nacimiento sólo se hizo importante por su muerte, se dijo; los clavos en la cruz, la invocación, el cielo oscuro en pleno mediodía. Dios mandó su hijo al mundo para que naciera, pero sobre todo para que muriera. Una historia fuera de lo común. Padres e hijos... Su padre, recordó el novelista, eludió la tarea de ocuparse del hijo y se lavó las manos, casi literalmente, con alcohol. Otra novela que escribiría algún día, quizás después de que terminara ésta. De inmediato regresó y comenzó su trabajo nocturno.
En la casa de enfrente parecía celebrarse también el nacimiento. No había colores ni árboles ataviados, pero los numerosos visitantes entraban y salían sin sigilo, e incluso se escuchaba la algarabía de músicas y risas.
César, contagiado por la festividad, había dejado libre a su protagonista gracias a una amnistía, y ahora su amante Shirley (sonrió al comprobar que se había equivocado de nombre; lo tachó y puso en letras mayúsculas LUCIA, para no olvidarlo) lo había alojado temporalmente en su cuarto de La Habana Vieja. El ex prisionero y la mujer hacían el amor en la cama desvencijada, inmersos en el calor rotundo de la noche habanera, aumentado por la temperatura de sus cuerpos. Afuera el ruido del vecindario, al parecer insomne, amortiguaba los dementes quejidos, las frases que ambos se susurraban durante la febril penetración; gritos y melodías y carcajadas circulaban a su alrededor, como un trasfondo de continua vida a la que los amantes contribuían con furia.
El novelista, luego de describir en detalles la escena, que terminó entre espasmos, se masturbó en el baño. Evocó su último encuentro con Shirley en el hotel, que era también la última vez que había tenido relaciones sexuales. En el recuerdo a veces se mezclaban imágenes distintas: un cuerpo poseído junto al mar, una piel blanca con gusto salobre. Eyaculó sentado en la bañera y abrió el agua caliente de la ducha para quitarse los rastros de lujuria y seguir escribiendo.
Al salir a la sala, sosegado, se detuvo de repente en vilo: la máquina de escribir no se encontraba sobre la mesa, ni en ninguna otra parte, y el aire tibio que entraba por la puerta de par en par hacía revolotear sobre el piso y los muebles los cientos de hojas mecanografiadas. Otras volaban neciamente hacia el jardín. César las recogió con desesperación, como fragmentos de su propio cuerpo, aterrado de sólo pensar que una de las páginas, arrastrada por el viento, podía extraviarse para siempre. Las colocó una a una en el sofá, palpándolas, contándolas, verificando su numeración, leyendo párrafos a toda prisa, como si las palabras hubieran corrido el riesgo de desaparecer durante el breve vuelo. Después de comprobar que no faltaba ninguna, salió a la calle y gritó:
—¡Hijos de puta!
Un insulto dirigido al ladrón, o a la ladrona, pero también a las nubes, al barrio. El bullicio que cundía por todo el vecindario opacó el improperio. Sólo la casa de Alice y Tomás se encontraba silenciosa y oscura; sus puertas y ventanas abiertas revelaban un interior desnudo, iluminado apenas por el alumbrado en la calle. César tocó a la puerta. Al nadie contestar entró en la sala, en la que apenas una silla indicaba que se trataba de un lugar habitado. Una grieta en la pared zigzagueaba como el vestigio de un temblor de tierra.
—¡Alice! —llamó César, sobrecogido por el mal olor que emanaba del piso.
—¿Qué quieres? —preguntó la mujer con voz opaca, desde el cuarto.
—Me robaron la máquina de escribir —tartamudeó César, que temblaba de ira.
—¿Qué?
—¡La máquina de escribir, Alice! La única puñetera cosa que tengo en mi jodida casa que vale algo para mí.
—A mí me robaron mis hijos.
César apartó la raída cortina. Alice, sentada en el borde de la cama, completamente desnuda excepto por un viejo sombrero que cubría su cabeza, se empolvaba en la penumbra frente al espejo.
—¿Dónde están los niños? —preguntó César, recostándose a la pared para intentar recobrar el equilibrio.
Alice acercaba su rostro al azogue mientras se frotaba con la mota el cutis.
—La trabajadora social se los llevó, dice que yo era una mala madre. Yo, que he sacrificado mi vida por ellos. La muy perra se los llevó. Vino y armó un alboroto, con policía y todo.
—Con policía —susurró César. Aunque la escasa luz no le permitía valorar totalmente la figura, era obvio que la espalda tenía una curva grácil. El cabello abundante mantenía un claro brillo. Sin embargo, los senos empezaban a doblarse hacia abajo.
—A mis hijos —dijo Alice, que casi a ciegas intentaba ahora pintarse la boca—. Hijos que yo parí, que yo misma parí.
—¿Quién puede haber robado mi máquina de escribir, Alice?
La mujer dejó de maquillarse y se volvió gritando:
—¿Cómo me puedes hablar de una máquina de escribir, cuando yo te estoy hablando de mis hijos?
César guardó silencio mientras se desabrochaba la camisa. La desnudez en la sombra caliente le estorbaba la respiración. Luego bajó la cabeza y dijo:
—Seguro que van a estar bien atendidos. No les va a faltar comida, no les va a faltar nada.
—¡Les voy a faltar yo! —chilló la mujer, y arrojó la polvera y el creyón de labios contra el piso—. ¡Y ahora no tengo ni electricidad! ¡Esta mañana me cortaron la luz!
—Me hace falta la máquina de escribir, Alice.
La mujer, gritando obscenidades, le lanzó a César un zapato, luego una almohada, luego una toalla reducida a jirones, y por último un pote de crema que se estrelló contra la pared. El novelista, súbitamente agotado, salió a la calle. Sobre la falsa nieve que adornaba los techos, sobre los árboles con bolas y guirnaldas flotaba ahora un famoso canto: un antiguo estribillo de celebración.
César entró a su casa, marcó el número de la policía y dio un informe escueto. Luego dormitó un rato en el sofá.
Tuvo un sueño que lo regocijó: viajaba velozmente por el sur de España, acostado en la litera de un tren. Colinas tapizadas de olivares, casas inmemoriales blanqueadas con cal, esparcidas como signos de la insistencia humana a través de los siglos, barrancos que guardaban en su fondo cintas de agua espumosa, cruzaban frente a sus ojos como dibujos de un gigantesco lienzo. César se sentía penetrar en el mundo de sus antepasados, descender hasta el fondo de sus escondrijos, protegido por espesas nubes que formaban en el cielo metálico el rostro de su abuelo.
Caballos desbocados, de crines relucientes, trotaban con disloque junto al tren, que a la larga no resultó ser tal: César se dio cuenta de pronto de que viajaba en una especie de ataúd de cristal, y que su cuerpo se hallaba aprisionado por una mortaja, tejida con hilos en forma de palabras, que se apretaban hasta formar frases interminables, exclamaciones e interrogaciones, párrafos enroscados alrededor de verbos: un lenguaje opresor que a la vez liberaba, y a través del papel manifestaba en trazos los júbilos y trances de su vida.
Lo despertaron las sirenas de los carros patrulleros y los gritos.
Salió al jardín y se agachó junto a una palma cana, detrás de una fila de arbustos. Recordó que en momentos semejantes los personajes fumaban en la sombra, y a veces sonreían apretando los labios. Pero él se quedó quieto, con el rostro cerrado, mientras acariciaba con la mano derecha las fibrosas raíces de la palma.
A las carreras en la casa de enfrente, a la gritería ronca, se sumaban órdenes a viva voz:
—¡Alto! ¡La policía! ¡Alto! ¡Alto!
Un disparo retumbó en el aire. Alguien chilló, volvió a chillar. Sombras en fila, con los brazos en alto, entraban dando traspiés en las perseguidoras, entre empujones, insultos y alaridos. Los vecinos inundaban la calle, algunos con copas en la mano, como si hubieran decidido brindar al aire libre, sin saber si reír o llorar.
Por último los autos policiales partieron con un estruendo, haciendo rechinar sirenas y gomas, como si la justicia no fuera compatible con la discreción. César no se movió hasta que desaparecieron. Luego, arrastrando los pies, entró en la casa.
—¿Qué cosa fue ese ruido? —le preguntó la madre desde el cuarto—. ¿Era la policía o los bomberos?
—Cosas de las fiestas —dijo César—. Tengo hambre, voy a calentar un pedazo de carne.
Una vez que terminó la cena, afiló con lentitud los lápices: era preciso, antes de llegar al final de la novela, ampliar los escenarios, sustentar otra vez los personajes, rehacer y suprimir. El silencio descendía sobre el barrio. Ruidos lejanos empañaban a veces la transparencia de la madrugada. Deliberadamente, con la mano inmóvil, postergó un poco la primera frase.
Luego, sin dudas, apretando hacia abajo la punta de grafito, describió a un hombre que después de cambiar vidas ajenas echa una siesta debajo de una palma.