En el aserradero

A Augusto León

Robar es fácil. Uno quiere tener lo que tienen los otros. Es más: uno quiere tener lo que no tienen los otros. Eso de la bondad, la igualdad, la misericordia, es puro cuento: el deseo de poseer y distinguirse supera lo demás. Y no se trata de pecado, ni de error, ni de simple maldad —es sencillamente el intento de satisfacer al único acompañante fiel a lo largo de los años: uno mismo.

En el aserradero se planeaba un robo en el mes de diciembre. Basilio se había hastiado de aquella casa que se caía a pedazos. Los horcones apenas sujetaban la armazón podrida, y las viguetas, con sus docenas de huecos y hendiduras, parecían coladores. El caso de Fermín no era tan grave: la lluvia le había desbaratado una puerta, y, además, un amigo tornero le iba a fabricar un bate de majagua. Esta madera tiene una fibra hermosa, que después de aserrada cobra unos tonos entre verdes y azules. Fermín buscaba provocar la envidia de un vecino beisbolero.

Los motivos de Papito resultaban más vagos. No es que al muchacho le gustara robar por robar; pero le interesaba el dinero, no por el valor de lo que se puede comprar, sino por el orgullo de exhibir los billetes; un fajo de pesos, decía, gana más simpatía que la mejor sonrisa. Y el pie de cedro se vendía a un precio exorbitante en bolsa negra, como si fuera oriundo del mismísimo Líbano. Ya el gramilero había apartado con discreción varias tablas de a dos pulgadas, y antes de terminar el día las cubrió de aserrín, junto a la cerca del aserradero. Una mujer corpulenta que tendía la ropa en su patio lo sorprendió en el hecho. Pero Papito le guiñó un ojo y le hizo un par de muecas, y la testigo terminó sonriendo, porque el muchacho tenía una cara agraciada. También andaba sin camisa, y su torso irreprochable brillaba bajo el sudor. La fealdad aviva el hambre popular de justicia, pero la prestancia física lo adormece como un brebaje: por esta vez, el gramilero quedó a salvo.

Ahora el carro de la sierra, en medio de un estruendo, avanza con el tronco; con un hondo chirrido, el filo de la hoja corta la madera como si fuera queso; sólo que la corteza deforma las tablas, y es necesario reducir el grosor: el gramil perfecciona el trabajo. Luego la corteza muere en la canteadora, donde el viejo Guzmán, amparado por un ancho sombrero, le ha gritado a Papito que detenga el aparato, que la carretilla de los cargadores se rompió otra vez. Una blasfemia (¡me cago en Dios, me cago en Lenin!) circula por el aire, manchando al mismo tiempo las dos lámparas del mundo moderno: el comunismo y la religión. Papito, bajándose del gramil con su pantalón deshilachado, le dice a Guzmán que se deje de palabrotas, que todo el mundo sabe que él es un cobardón: hasta tu mujer, le dice riendo, te pega los tarros. Luego llega hasta la partidora de pino, cuyo traqueteo estremece los hierros, y le dice en el oído a Basilio:

—Esta noche.

Luego se vira hacia Fermín, que empuja un tablón de cedrín en el cepillo, y le repite las dos palabras lentamente, sin articular sonido, como si le hablara a un sordo. Fermín asiente con la cabeza; pero Basilio, que es nervioso de nacimiento, se hace el que no entiende, y mira a Papito de un modo que delata lo que piensa. Y lo que piensa es que no sabe si va a hacerlo o no.

Papito sabe leer las miradas: la circunstancia exige una demostración de fuerza. Se acerca de nuevo al mulato bajito, y remedando un alarido de samurai exclama:

—¡La carretilla se rompió! ¡Viva la empresa forestal!

Y después de brincar y patear en el aire, como tipo que sabe de judo y de kárate, agarra a Basilio por los hombros, y le dice, con los ojos serios:

—Fíjate que el sereno de esta noche es Ramón. Tú eres el que lo conoces mejor. Y vas a hablar con él.

Luego regresa a la nave de la sierra, saltando. Al llegar frente al viejo Guzmán da unos pasos de baile, al son de una música que tiene en su cabeza. Se quita el cinto y se lo enrolla en el cuello, sacando luego la punta de la lengua, virando los ojos en blanco.

—Cada loco con su tema —murmura Guzmán, y se sienta en un banco, bajo las aspas de un gigantesco ventilador. Las virutas se enredan en su pelo. Comienza a cabecear, a deslizarse por una arena tibia, hasta que la sierra arranca con un bramido. La carretilla se desliza de nuevo por el patio; tres hombres, con las bocas tapadas por pañuelos, la mueven resoplando, profiriendo obscenidades que mueren en la tela amarrada en el rostro. Un remolino de aserrín cruza entre las naves, nublando las temblorosas máquinas, las pilas de madera, los cuerpos agobiados por el ajetreo.

Al sonar el pito de las cuatro, Fermín corre a lavarse al cuarto de herramientas. El agua color caoba deja en sus brazos unas vetas rojizas. El cepillador muestra con vanidad una masa de músculos bien cortados, pero cuando se agacha, el dolor en la cintura le recuerda que ya los años han trastornado sus huesos.

Y Ramón, el sereno, vive en un rancho pobretón; la sala tiene piso de tierra. Un chiquillo se encarama en una silla para encender la radio, y el hermano mayor, que ha heredado el carácter de su padre, lo golpea en la cabeza. Cuando Basilio toca a la puerta, los alaridos se oyen en el portal. La puerta se mece con un vaivén, colgando a medias del marco gracias a unas maltrechas bisagras. Ramón sale frotándose los ojos.

—Eh, ¿qué te trae por aquí? —le pregunta a Basilio. Pero no lo invita a pasar.

—Nada, que esta noche es el turno tuyo, y vamos a aprovechar —le dice Basilio, sacudiendo el sombrero, sin mirarlo de frente—. Papito le va a pedir el camión a su hermano. Y también hablamos con Fermín.

Ramón se rasca la cabeza.

—¿Qué me van a dar?

—Una buena tonga de caoba —contesta con rapidez Basilio—. Unos mil pies. Te la dejamos aquí en el patio.

—¿Aquí? ¿Tú estás loco? Este viejo de al lado es un comunista de los malos, un comecandela. Mira, ni hablar de eso.

—Tú dirás.

—En casa de mi suegra. Tú estuviste allí una vez, ¿no?

—Sí, yo sé donde es —dice Basilio—, pero avísale que a eso de las dos de la mañana le vamos a caer por allá, para que no se asuste.

Poco antes de las once, Papito se despidió de su querida, sin cumplir esta vez el acto capital, que ella demandaba noche a noche entre sábanas olorosas a perfume barato. Ya en la calle una brisa invernal le erizó los vellos. Pasó por su casa a recoger un abrigo, y la madre le dijo desde la cama:

—Acuérdate que mañana tienes que trabajar.

—¿Tú crees que eso se olvida? —dijo Papito. Se abrochó el corduroy, se aseguró de que de su cuello colgaba la medalla de Santa Bárbara (protectora de sus devotos), y silbando se dirigió a casa de su hermano. A lo temprano había caído una llovizna, y un semillero de charcos ablandaba la calle.

—Casi no tiene gasolina —le dijo el hermano—. Cuando vendas la madera, lléname por lo menos el tanque con ese socio tuyo del garaje. En la Empresa los bonos de combustible se han puesto del carajo.

—Te voy a traer mil bonos, y un tanque de cincuenta y cinco galones, para que los tengas de reserva —dijo Papito—, pero mira no te equivoques y te los tomes cuando te curdes. Cuando se te calienta el bembo, tú te pones peligroso.

—Si te cogen preso, les digo que tú me robaste el camión. Que me llevaste la llave cuando yo estaba durmiendo.

—Lo que tienes que hacer es ganarte esta noche a mi cuñada. Ella es la que va a declarar en el juicio. Si no le haces un buen trabajito, ella me va a apoyar, ¿no es verdad, Patricia? Va a decir que la idea fue tuya. Que tú fuiste el cerebro del asunto.

Los baches sacudían el viejo Ford; los hierros sonaban como si se cayeran al fango. Cuando se detuvo frente a la casa de Fermín, el camión patinó en la tierra empapada, amenazando el rosal al lado de la cerca.

—¡Cuidado con mis matas, tú, loco! —gritó desde la ventana la mujer de Fermín.

—Todavía es temprano —dijo Fermín—. Entra, Papito, para que tomes un poco de café.

Papito miró de arriba a abajo a la mujer que trajinaba en la cocina, tarareando una canción, haciendo sonar las chancletas de palo. Pero se trataba de una mulata flaca, y lo que era peor, tenía las uñas de las manos sucias. Fermín trajo el café y dedujo por la expresión del muchacho que éste no estaba acobardado.

—Me preocupa el tipo que está de guardia con Ramón —dijo Fermín.

—¿Quién, el oficinista? Ese tipo no abre la boca, viejo. Para mí que es medio anormal. Siempre anda con un libro bajo el brazo, y cuando uno habla con él parece que está pensando en otra cosa.

—Hay que cuidarse de los anormales. Esos a veces son los peores.

—Yo sé lo que te digo, compadre. Con ése no hay problema.

Ya en el aserradero las formas de la noche se habían apoderado del patio. Un viento frío le sacaba silbidos al zinc. Los gruesos troncos, dispersos tras las moles de tablas, parecían cuerpos decapitados, animales deformes agazapados en la sombra. De una casa vecina llegaba un pasodoble: las castañuelas sonaban como dientes. Un olor a café recién tostado saturaba el aire.

El oficinista se aburrió de conversar con Ramón el sereno, y caminó hasta la línea del ferrocarril, seguido por el perro lleno de pulgas. Había escrito unos versos que empezaban diciendo: “La escasez en el alma agobia más que la escasez de cosas materiales...”, y luego los había roto, por falsos, tendenciosos y frívolos. Era un crítico severo de su propia obra, por lo que jamás llegaba a concluir nada. Además, odiaba la política, y se sentía maniatado, amordazado, seco. Los adjetivos eran suyos. Elaborando mentalmente poemas, ahora se recostaba al portón del aserrío. Una luna acerada hacía brillar los rieles. A ambos lados del patio, el marabú se alzaba con su dura cabellera. En ese instante dos figuras cruzaron el atajo de La Belén, y el perro comenzó a ladrar.

Easy! —le gritó el oficinista al animal. (El hombre practicaba inglés con el perro.)

—Acuéstate a dormir —le dijo Ramón desde la nave—, hay un catre en el cuarto de herramientas.

La lona huele a sudor, y la voz de Basilio, que acaba de llegar, resuena en el silencio. A cada pausa le sigue un resuello asmático. Habla con Ramón de la inundación que hubo una vez en Monte Grande. El agua trepaba por las ramas hasta alcanzar las copas, destrozando los nidos de los pájaros. Los dos hombres no se ponen de acuerdo sobre la fecha. Ambos fueron hacheros hace muchos años y saben de árboles más que cualquier otra persona que uno haya conocido. Pero Ramón se fracturó la espalda, y Basilio ya está muy viejo para esos trajines. Sus canas cuentan una larga historia. Ambos crecieron entre la madera, envejecieron entre la madera, y ahora tienen que robar la madera para finalizar un absurdo ciclo.

¿Qué importa que el ruido del camión le interrumpa a uno el sueño? Robar es fácil. Los hombres subieron al camión los mil pies de caoba; el júcaro para los horcones de Basilio, y también el algarrobo para el forro; el dagame para la puerta de Fermín (y unos tablones más, para comprar a la gente del Comité de Defensa de la cuadra), y la majagua para el bate; y por supuesto, el cedro para que Papito siga siendo Papito.

Pero el comprador no aceptó el precio de éste: trescientos pesos, le dijo, y si no, no lo quiero. Papito terminó por ceder, porque no tenía otro lugar dónde vender la carga. Esa misma noche invitó a la querida al cabaret Caribe; la cartera repleta de billetes le abultaba el pantalón ceñido.

—¡Vivan Basilio y Fermín! —gritó el fiestero, tarde en la noche, en medio de su borrachera— ¡Vivan Ramón y el oficinista! ¡Viva el aserradero! ¡Viva la Empresa Forestal! ¡Viva Papito!

—Si sigues con esa gritería, nos van a botar —le dijo la mujer, que ya se había acostumbrado a esos arranques—. Mira, vamos a bailar, que esa es la pieza que me gusta.

Y antes de levantarse se arregló el zíper del vestido, que Papito le había zafado con sus caricias.

Con el cedro se fabricaron los muebles de un contrabandista de frijoles negros. Y la casa de Basilio lució su armazón nueva, que los vecinos admiraron sin hipocresía, envidiando en secreto la audacia del mulato. Fermín arregló el marco, contentó a los chivatos del Comité, pero la majagua terminó por podrirse en la letrina: el amigo tornero perdió un brazo en un accidente, y nadie más quiso encargarse de fabricar el bate. Ramón, que cambió la caoba por cemento, le echó el piso a la sala.

El oficinista, entusiasmado por la hazaña, sacó en la guardia siguiente unos ochenta pies de pino en el carro de su tío; soñaba con un librero en el respaldo de su cama. Pero el policía que lo detuvo a la salida del aserrío no le dio el visto bueno al pequeño cargamento.

—Ya agarramos al ladrón del aserradero —se limitó a decir.

Y el hombre pagó por el faltante de madera de los últimos tiempos. El acta de acusación, adornada con cifras y palabras como enemigo del pueblo, individuo solapado, ladrón con careta de intelectual, se llevó cuatro páginas. Sus compañeros de trabajo asistieron al juicio, y un murmullo de disgusto zumbó en la sala cuando el juez ratificó los cinco años de cárcel. Las semanas y los meses de la condena se materializaron de repente ante los ojos del frustrado poeta, frondosos y abundantes como ramas.

Pero el oficinista, ya superado el pánico que le inspiró la súbita visión, asumió con dignidad su entrada en el mundo de los presos.

—No hay que dejarse aplastar por la desgracia —razonó en alta voz—. Anyway, aparte de frutas y madera, los árboles también dan sombra.