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Señora del palacio de Blenheim
La familia Marlborough no tenía residencia en Londres, pues Marlborough House había revertido a la corona y la ocupaban los príncipes de Gales. Arrendamos una casita en South Audley Street durante los meses de mayo, junio y julio. Los que conocieron el Londres de 1896 y 1897 recordarán con cierto dolor de corazón la magnífica sucesión de celebraciones que marcaron la temporada. Había temporadas de acontecimientos sociales en París, en Viena, en San Petersburgo, pero en ningún sitio había nada igual al continuo esplendor de la temporada londinense. Para mí era como un desfile en el que hermosas mujeres y distinguidos caballeros llevaban a cabo un majestuoso ritual. Un año fui incluso testigo de un torneo en el que Marlborough, enfundado en una armadura medieval, cargó su caballo a toda velocidad contra el caballero contrario. Se produjo un tremendo impacto cuando chocaron sus lanzas, y mi marido fue declarado vencedor. Creo que este romántico episodio se puso en escena en una función organizada por lady Randolph Churchill a favor de alguna organización benéfica. Se me quedó grabado entre las espectaculares celebraciones de aquellos primeros años.
Estaba impresionada con el esplendor de las recepciones a las que asistíamos. Las imponentes casas en que se ofrecían tenían un aire señorial, aunque no creía que pudieran compararse con los maravillosos hogares que la aristocracia francesa se había construido entre cour et jardin en París. No obstante, eran ideales para recibir invitados y en sus galerías y sus salones se podían admirar tesoros de Italia y Francia a menudo adquiridos en los viajes por Europa que los jóvenes aristócratas del siglo XVIII consideraban el punto culminante de su educación.
En Devonshire House, que ya no se yergue tras sus verjas en Piccadilly, los duques siempre habían dominado los círculos más liberales de la sociedad, pero en mi época el partido del duque era el Unionista Liberal y la duquesa ya no era un miembro apasionado del partido liberal, ni sus besos hubieran ganado unas elecciones, como lo hicieron los de la duquesa Georgiana en las elecciones de Westminster en 1784, cuando
Vestida de belleza inigualable en la feria de Devon
A favor de Fox con entusiasmo toma partido
Pero, dondequiera que va la ladronzuela, cuidado
Que ruega un voto, pero roba el corazón.
Justo detrás estaba Lansdowne House. Qué pena que un ejemplo tan perfecto del grupo de casas de Robert Adam haya sido demolido. En sus magníficas habitaciones el marqués de Lansdowne, secretario de Estado de Asuntos Exteriores de la reina Victoria, recibía a todas las personas de importancia. Montagu House en White Hall, que en el periodo de los Estuardo extendía sus jardines hasta el río Támesis, todavía se mantiene, pero en un terreno más reducido. En un baile que ofreció allí la duquesa de Buccleuch, responsable del vestuario de la reina, se produjo un escándalo típicamente victoriano. Un chal indio que le había regalado la reina y que la duquesa amablemente había dejado junto con otros varios a los invitados que querían sentarse en el jardín no fue devuelto. El asunto se convirtió, como quien dice, en un síntoma de la decadencia de la educación y de los modales y conmocionó a las grandes damas que expresaron sobresaltadas su desaprobación.
En Apsley House, que tiene vistas a Hyde Park y a Rotten Row, recuerdo un baile que dieron unos años después los duques de Wellington en el que estuvieron presentes el rey Eduardo VII, la reina Alejandra, los duques de Sparta y un gran número de miembros de la realeza. La galería Waterloo en la que se celebró estaba adornada con damasco rojo y pinturas que pertenecían a las colecciones reales españolas recuperadas del botín de José Bonaparte en la batalla de Vitoria y que más tarde regaló el rey de España al duque. Como siempre en aquellos días, había una cuadrilla real en la que sólo tomaban parte aquellos que habían sido invitados. Un personaje pintoresco que acudió al baile fue el austriaco monseñor Vay de Vaya, protonotario apostólico. Lo conocía bien, pues venía con frecuencia a Blenheim, donde vestido con su sotana violeta, que según se rumoreaba se la había confeccionado un conocido couturier de París, su cadena engarzada con piedras preciosas y su cruz pectoral, ponía la nota adecuada de elegancia eclesiástica del siglo XVIII. También estuvieron presentes dos grandes damas extranjeras de considerable belleza: la princesa di Teano, posteriormente duquesa de Sermoneta, que en sus Memoirs describe esta velada, y la princesa consorte de Henry of Pless, Daisy Cornwallis-West, de cabello dorado. Pensé que jamás habían parecido las mujeres tan hermosas, quizá porque las habitaciones estaban iluminadas con velas. El duque había preparado un salón de bridge para uso del rey, con las cartas que se suponía que él prefería traídas especialmente desde Viena. La procesión hasta la cena, en orden de procedencia, estuvo formada por las setenta u ochenta personas más importantes del baile. La cena estaba dispuesta en cinco mesas del comedor en las que se había servido a setenta y dos invitados. Según era costumbre entonces, la cena estuvo compuesta de un número interminable de platos, servidos en las bandejas y fuentes de plata con que habían agasajado al primer duque de Wellington. La familia tenía una serie de vajillas de este tipo; una que regaló al duque el gobierno portugués después de las campañas indias, la vajilla que utilizaba cuando era embajador en París, y otras que le regalaron soberanos extranjeros.
Las embajadas en el extranjero eran casas importantes. En aquel entonces los embajadores eran aristócratas y diplomáticos de la vieja escuela. Pertenecían a un mundo europeo y distante. Se los encontraba en Marlborough House más que en el palacio de Buckingham, pues la reina vivía en Windsor en la reclusión de su viudedad y Marlborough House se había convertido en la residencia real de la corte.
En Marlborough House se veía no sólo a los embajadores y a los hombres de Estado, sino también al círculo social que los príncipes de Gales tenían el placer de recibir. Era un círculo cosmopolita en el que invariablemente estaban el conde Albert Mensdorff, el popular agregado austrohúngaro, y el marqués de Soveral, ministro de Portugal en la corte de Saint James. Ambos eran simpáticos, divertidos y alegres, los dos eran solteros y los dos cortesanos, y ambos se sabían una gran colección de buenas historias y un inagotable arsenal de chismes que divulgaban con la chispa necesaria que da un placer pícaro en ciertos deslices. El conde Mensdorff estaba orgulloso de tener sangre de los Coburg y afirmaba ser familiar lejano de la familia real. De gran talento y discreción, Monsieur de Soveral, al que apodaban Blue Monkey los que envidiaban su éxito, sabía más que ningún confesor de los asuntos de la gente importante. Tenía por norma dirigirse siempre al príncipe de Gales en tercera persona, como es costumbre en Francia, con cuya familia real en el exilio tenía buenas relaciones.
En aquella época la sociedad elegante se dejaba ver en Hyde Park, donde por la mañana montábamos caballos pura sangre y mostrábamos el mejor aspecto posible vestidos con trajes de equitación clásicos, y donde de nuevo por la noche, primorosamente engalanados con volantes y encajes, paseábamos con lentitud de acá para allá en majestuosos birlochos. A una hora determinada nos poníamos en fila cerca de Grosvenor Gate para ver pasar a la princesa de Gales, tan bonita y elegante cuando saludaba a derecha e izquierda. Sin embargo, pocos tenían este tipo de calesas, porque era difícil encontrar un buen par de caballos de más de un metro setenta de alto, y lamenté el día en que Marlborough decidió que debíamos tener una. La calèche, que se asentaba sobre resortes en forma de C, hacía un movimiento de vaivén; el cochero, sentado en alto en la parte frontal, obstruía las vistas y si deseábamos apearnos teníamos que esperar a que el lacayo abriera la puerta y bajara la escalerilla. La circulación en las calles de Londres se hizo peligrosa, pues los caballos, con verdadero orgullo patricio, ponían objeciones a algo tan plebeyo como un ómnibus. Siempre que me era posible cogía a escondidas un cabriolé y me iba de compras.
Marlborough, que gustaba de hacer las cosas a lo grande, había encargado para sí mismo un coche de caballos y, cuando iba a dar un paseo en este pequeño y hermoso faetón, a veces me invitaba a acompañarlo. Llevaba una capota sobre el asiento y detrás de él una plataforma en la que iba de pie un mozo de cuadra diminuto, o un tigre, como le gustaba que lo llamaran. Para pasear con tanta elegancia había que ir, naturalmente, vestido con los mejores ropajes, y Marlborough llevaba una chaqueta gris con faldones y un sombrero de copa también gris. Una gardenia blanca en el ojal le daba el toque de refinamiento.
También habíamos encargado un carruaje de gala carmesí. Era un modelo resplandeciente, con el cochero vestido de librea en rojo carmesí con galones plateados en los que iban estampadas las águilas de dos cabezas del Sacro Imperio Romano, del que Marlborough era príncipe. El cochero se ponía una peluca blanca debajo del sombrero y llevaba pantalones de media caña de felpa y medias de seda blancos y una buena capa roja con esclavina. En la plataforma detrás del carruaje iban de pie dos lacayos empolvados y vestidos con atuendos similares. Una noche cuando íbamos a cenar, uno de ellos se cayó ignominiosamente. Unos golpes por detrás nos llamaron la atención sobre el hecho de que algo iba mal, y cuando el coche se detuvo, el lacayo que quedaba se bajó para explicar que el otro había perdido el equilibro en un viraje brusco. Por suerte el infractor llegó a la carrera y en eso se quedó el percance, que, aunque enojó a mi marido, para mí fue motivo de diversión.
En este magnífico carruaje fui con mi suegra al palacio de Buckingham, donde me iban a presentar en una recepción de tarde conocida como Drawing Room. Los príncipes de Gales asistieron como suplentes de la reina Victoria, que se había retirado de esas tareas mundanas y tediosas. La princesa de Gales, que pronto se convertiría en la reina Alejandra, era, como todo el mundo sabe, una mujer muy bella. Al igual que la emperatriz Eugenia tenía los hombros caídos, y su pecho y sus brazos parecían creados especialmente para exhibir joyas fabulosas. Cuando entraba en el salón de baile del palacio de Buckingham, con la mano ligeramente apoyada sobre la de su marido, siempre me parecía la personificación de la elegancia y la dignidad. Todavía siento el pequeño estremecimiento de emoción que me dio el redoblar de los tambores y el himno nacional cuando el cortejo real entró en el salón. Los altos funcionarios del Estado eran entonces el conde de Lathom, que era el chambelán, y el conde de Pembroke, que era el intendente. Ambos medían más de un metro ochenta y, con su excepcional apostura, tenían un aspecto magnífico vestidos con el uniforme de la corte cuando, sujetando sus bastones de mando por delante, entraban caminando hacia atrás, mirando al rey y a la reina; hasta que no lo mencionó lord Pembroke no me había dado cuenta de lo difícil que es mantenerse en línea recta caminando hacia atrás y girar al unísono sin mirar jamás a derecha o a izquierda. No podía apartar los ojos de la adorable reina cuando se aproximaba al estrado y saludaba con orgullo, pero con gentileza a la vez, primero al Corps Diplomatique a la izquierda, luego a sus pares a la derecha del trono y por último a todo el grupo congregado. Vestía a menudo de blanco con la cinta azul de la orden de la Jarretera. En su cabeza brillaba una tiara; del cuello a la cintura caían en cascada perlas y diamantes. El hermoso óvalo de su cara, acentuado con un peinado alto, la leve sonrisa, la arrogante naricita eran tan perfectos que no se podría haber soñado con una reina más hermosa.
Para mi presentación se había bajado el escote de mi vestido de boda, y con la cola parecía un traje nupcial y festivo. Alrededor de la cintura llevaba el cinturón de diamantes que me había regalado mi marido y en la cabeza una tiara de diamantes; también llevaba una gran abundancia de perlas. Más tarde recibí las líneas siguientes firmadas por El Patriota que aparecieron en un periódico americano. Las incluyo por deferencia a sus sentimientos.
NUESTRA CONSUELO ECLIPSA A LA CORTE
Nuestra bella y joven duquesa eclipsó de lejos
A las damas reales en torno a ella.
Con su elegancia y sus diamantes
Nuestra Consuelo eclipsó de lejos
A las más grandes que allí había con su majestuosidad.
¿Cómo podemos estar sin ella?
Tres hurras para la duquesa, que eclipsó de lejos
A las damas reales en torno a ella.
Cuando soltaron la cola de mi brazo y quedó extendida, me di cuenta de que la dura prueba había empezado. Delante de mí, a través de la puerta, vi una larga fila de personajes reales a los que yo debía hacer una reverencia. Notando que había una curiosidad natural con respecto al debut de la esposa americana, estaba ansiosa por desenvolverme con dignidad, ya que no era tarea fácil hacer tantas reverencias con elegancia. Por ello me alegré cuando lady Blandford me aseguró que lo había hecho como si hubiera nacido para ello, diciendo: «Tengo que decirte que nadie te hubiera tomado por americana».
Siempre susceptible a las críticas de mis compatriotas, respondí con bastante precipitación: «Supongo que me lo dice como un cumplido, lady Blandford, pero ¿qué pensaría si yo le dijera que no parece en absoluto una inglesa?». «Ah, eso es bien distinto», respondió con displicencia. «Distinto para usted, pero no para mí», repliqué riéndome; pero mi suegra se dio cuenta entonces de que había ciertas consideraciones con respecto a los americanos que yo no toleraría.
Cuando salimos del palacio estaba tocando la banda del Regimiento de Caballería con sus hermosos uniformes dorados y mientras bajábamos por el mall en nuestro magnífico carruaje con las amistosas multitudes aclamándonos y saludando con la mano sentí una pequeña sensación del placer que Cenicienta debió de haber experimentado cuando su calabaza se convirtió en una carroza.
Esa primera temporada social londinense fue un periodo ajetreado. Cenábamos fuera casi todas las noches y siempre había fiestas nocturnas, con frecuencia varias. De hecho, teníamos que hacer uso de nuestro criterio a la hora de aceptarlas para sobrevivir a la temporada de tres meses que terminaba con el baile de Holland House, la casa del conde de Ilchester en Kensington. Había sido el hogar de Charles James Fox, y la vieja casa de ladrillo con su magnífica biblioteca y las habitaciones paneladas se había mantenido en gran medida como él la había dejado. Ese baile era siempre un evento muy esperado, pues había un enorme y bonito jardín donde las parejas podían deambular a voluntad. Si la causa era la luz de la luna o el fin de la temporada y la dispersión de la sociedad londinense durante el verano, nadie lo sabía, pero lo cierto es que muchos matrimonios se decidieron en los bailes de Holland House, y los jardines tenuemente iluminados tenían más éxito que el salón de baile.
Sobresale un baile en Grosvenor House, en parte porque allí fue donde vi por primera vez el encantador Blue Boy de Gainsborough, que ahora está en la colección Huntington de California, y en parte por un curioso incidente que sólo podría disculpar la prerrogativa real. Interrumpiendo una pieza de baile, un secretario privado de la realeza se acercó de repente y me trajo al antiguo duque de Brunswick, el padre del hombre que más tarde se casaría con la hija del emperador alemán. Era ciego y me preguntó si me molestaría que me pasara los dedos por la cara, ya que sólo de ese modo podría saber cómo era. El procedimiento era embarazoso, pero me dio demasiada lástima como para negarme a ello.
En aquellos días bailábamos cuadrillas, con alguna polca de vez en cuando y los embriagadores valses de Strauss y Waldteufel interpretados por orquestas vienesas. Hacíamos un ejercicio frenético dando vueltas sin parar hasta que estábamos demasiado aturdidos para continuar, porque por alguna razón desconocida girar en sentido contrario era tabú en los círculos reales.
Los salones de baile londinenses eran lugares dignos de ver, con las encantadoras mujeres que siempre ha producido la aristocracia inglesa. Lady Helen Vincent, que después sería lady D’Abernon, era la más guapa, según la opinión general. Su piel era de un blanco transparente y ella utilizaba el maquillaje para realzar su aspecto etéreo. La suya no era una belleza clásica. Era el altivo porte de su alta figura, la elegancia de su orgullosa cabeza, la arrogancia de su nariz respingona y la bruma azul de sus ojos lo que la convertía en una reconocida reina. Lady Westmorland, cuyas hermanas, lady Warwich y la duquesa de Sutherland también se consideraban bellezas, tenía quizá el rostro más perfecto. Puedo verla ahora vestida con un peplo griego haciendo de Hebe en el baile de disfraces de Devonshire House. Las plumas grises de un águila disecada que parecía real encaramada sobre su hombro hacían resaltar el maravilloso lustre de su pelo dorado rojizo. Resultaría ingrato y tedioso enumerarlas a todas, pero había una galaxia de mujeres encantadoras cuya belleza quedaba realzada por su distinguido aire patricio.
La temporada de la ópera en Covent Garden debía su éxito a lady de Grey y al señor Harry Higgins. Lady de Grey, que más tarde se convertiría en la marquesa de Ripon, era una mujer alta e increíblemente guapa y, como su hermano lord Pembroke, tenía un porte majestuoso. Cuando entraba en una habitación, su presencia se hacía sentir de inmediato no sólo por su asombrosa belleza, altiva y aristocrática, sino también porque había alguna extraña atracción en la curiosidad de sus ojos y en el ardor de sus labios. Tenía un círculo de amigos bohemios en el que a menudo se veía a los hermanos Reszke y a Nellie Melba, y ella dominaba el grupo frívolo al igual que lady Londonderry dominaba el político. Sus pequeñas cenas informales eran siempre alegres y divertidas. Era una de las favoritas de la princesa de Gales, que adoraba las bromas y estaba encantadísima en un ambiente informal en el que sus anfitrionas a veces se esforzaban en poner el toque de diversión adecuado. Recuerdo una de las cenas de lady de Grey en la que todos nos quedamos asustados con el espantoso ruido de la porcelana rota. Me quedé asombrada de ver que a la princesa le daba un ataque de risa mientras lord de Grey, nuestro anfitrión, permanecía impasible. Al parecer en una cena anterior un sirviente había dejado caer una bandeja de valiosa porcelana de lord de Grey, lo que produjo la diversión que normalmente crean las desgracias de los demás; desde entonces el incidente se había repetido con porcelana comprada especialmente para hacer ruido.
El prestigio social de lady de Grey era tan grande que animaba a un público poco musical pero esnob a asistir a la ópera. Para esta tarea contaba con la ayuda del señor Harry Higgins, conocido miembro de la alta sociedad que estaba casado con la anterior señora de James Breese, una viuda americana que cuando era niña solía ver jugar al croquet con mi madre. Gracias a él y a lady de Grey disfrutamos de ciclos de Wagner dirigidos por Hans Richter; de óperas de Verdi, Gounod y Meyerbeer; de la Carmen con Calvé y de piezas contemporáneas de Massent y Puccini.
El famoso Gaiety Theatre patrocinado por los jóvenes no tenía necesidad de una Egeria social. El señor George Edwardes tenía un olfato infalible para las estrellas teatrales en potencia; a él le debemos George Grossmith, Jr., Edna May en The Belle of New York, Gertie Millar, que después se convertiría en condesa de Dudley, y Joe Coyne, con quien Lily Elsie compartió los honores de The Merry Widow. El Empire Theatre, que también pertenecía al señor Edwardes, hacía unas representaciones tan extraordinarias que fue el primer teatro de variedades al que asistió la realeza, y la presencia de los príncipes de Gales contrarrestó eficazmente las advertencias de lady Lansdowne contra este tipo de teatro. Después estaba el teatro de Su Majestad, con sir Herbert y lady Tree en las obras de Pinero, Stephen Phillips, Galsworthy, Ibsen y Oscar Wilde. Este último había perdido su juicio contra el marqués de Queensberry en 1895 y había sido encarcelado en Reading Gaol. Cuando sir George Alexander volvió a producir La importancia de llamarse Ernesto, el nombre del autor no se anunció y, aunque el secreto del pseudónimo de Wilde era conocido por muchos, la sociedad londinense acudió en tropel al estreno. El rutilante público parecía incluir a todas las personas de renombre y unos días después, a sir Ernest Cassel, que entonces estaba en el apogeo de su éxito financiero, empezó a darle el apodo de «La importancia de llamarse Ernesto Cassel» algún ingenio, que añadía en tono de burla, «porque Dios bendijo Egipto pero Cassel condenó el Nilo».
Por las tardes íbamos a Ranelagh, a Roehampton y a Hurlingham. Ranelagh había sido el centro de veraneo de moda en el siglo XVIII, cuando Richard, vizconde Ranelagh, construyó allí una mansión y diseñó los jardines que en 1742 se abrieron como lugar privado de entretenimiento. Estuvo en boga por poco tiempo, pero en mi época volvió a ponerse de moda, con la incorporación de los deportes modernos como entretenimiento. Allí íbamos a ver los partidos de polo entre regimientos, que se jugaban a cámara lenta en comparación con los partidos internacionales. Pero eran alegres, privados y amistosos, y las mujeres llevaban las insignias de los regimientos de sus maridos o, en caso de tratarse de un amorío, lucían una cinta más discreta.
Había días serios en que el Parlamento reclamaba nuestra atención y nos sentábamos detrás de las rejas en la galería del orador para escuchar cómo el señor Arthur James Balfour, líder del partido conservador en la Cámara de los Comunes, animaba un debate con el estilo elegante y erudito que todavía se practica; o quizá nos quedábamos en la galería de las paresas observando desde arriba a los lores, oíamos a lord Rosebery castigando al gobierno y la circunspecta pero no menos mordaz defensa del venerable marqués de Salisbury. Cuando los arzobispos de Canterbury y de York se levantaban para intervenir, se les escuchaba con todo el respeto que sus señorías debían a sus líderes espirituales. Cuando el canciller planteaba una cuestión de orden desde su silla, inmediatamente la suscribían, porque, incluso en el calor del debate, la cortesía primaba en esta augusta asamblea. Había tantos lores nobles que sólo los ministros o los mejores oradores trataban de captar la atención de la Cámara, y cuando un joven lord era elegido para proponer o para secundar el discurso de apertura del Parlamento, sabía que de su discurso dependía el éxito de una carrera política futura. Un debate completo en la Cámara de los Lores era un acontecimiento que se esperaba con gran expectación, porque, fuera cual fuera el tema, habría oradores célebres por su elocuencia y su erudición. Experimentando el entusiasmo que los griegos debieron de sentir al comparar un orador con otro, nos esforzábamos por oír cada palabra, porque no era cuestión de perderse un argumento o no poder valorar una perorata elocuente. La lengua inglesa nunca parecía tan rica y tan hermosa como cuando la hablaban estos hombres cultivados que debían su educación a las universidades de Oxford y Cambridge. La refinada elegancia de sus frases, la pureza de su dicción y el agradable tono de sus voces hacían de estos debates algo más que la mera expresión de lealtades políticas. Era como si hubiera de mantenerse un nivel de excelencia, como si se hubiera creado un foro para la presentación perfecta de cualquier opinión. Uno de los mejores discursos que he oído nunca fue el que pronunció el antiguo duque de Argyll contra «La ley de la hermana de la esposa fallecida» que pretendía abolir la prohibición sobre el matrimonio de un viudo con la hermana de su esposa fallecida. La elocuencia combinada del duque y de los obispos no impidió la aprobación de la ley, pero el debate proporcionó un flujo de oratoria que recordaba las mejores épocas del siglo XVIII.
A esta diversidad de actividades en Londres, novedosas e interesantes para mí, aunque también significaban un esfuerzo, pues siempre estaba reuniéndome con desconocidos a quienes tenía que identificar y clasificar, se sumaban inmensas reuniones sociales en Blenheim durante los fines de semana. Gracias a mi suegra pude desentrañar las relaciones de las familias que tuve la oportunidad de conocer. A veces las anécdotas que ella me contaba me parecían más divertidas que útiles. Una vez, por ejemplo, cuando le consulté acerca del mejor queso para servir con vino de Oporto, me habló de una cena en la que había colocado pequeños trozos de jabón entre pedazos auténticos de queso. Mientras le caían lágrimas de risa por las mejillas dijo: «El pobre señor Hope era demasiado educado para escupirlo, de modo que se tragó el jabón y terminó vomitando, así que, imagínate, jamás me lo perdonó». Era muy aficionada a las bromas. Una vez el contenido de un tintero que estaba sujeto sobre la puerta le cayó en la cabeza a mi suegro al abrirla. Hubo otras hazañas similares que yo, sin embargo, jamás estuve tentada de seguir en el trato con mi marido.
Siempre había de veinticinco a treinta invitados en nuestras fiestas del fin de semana y todos ellos eran bastante mayores que yo, pues se consideró que era aconsejable invitar a los miembros de la familia y a personas de importancia en nuestro debut como anfitriones y en mi presentación en la sociedad inglesa. Aunque me deleitaba con la compañía de hombres brillantes y mujeres simpáticas, el esfuerzo constante para atender las perpetuas rondas de invitados fue considerable. Además de la financiación, Marlborough me había asignado la supervisión de todo lo relativo a la casa, mientras que se había reservado la administración del patrimonio para sí mismo. Por desgracia estaba más inclinado a hacer críticas que a dar información y yo tenía que confiar en la observación para garantizar la continuidad establecida por las anteriores generaciones de mujeres inglesas.
Volvíamos a Blenheim los sábados por la mañana y nuestros invitados nos seguían al final de la tarde. Para entonces yo ya estaba predispuesta a que me sentara mal la cantidad de molestias que las inminentes visitas me causaban; la vuelta que daba por las treinta habitaciones de invitados acompañada por el ama de llaves solía revelar algunas contingencias pasadas por alto que ya era demasiado tarde para reparar; una charla con el cocinero revelaba a menudo la falta de un subalterno; las órdenes al mayordomo siempre revelaban un malicioso deseo de poner obstáculos al jefe de cocina, deseo que si se llevaba a cabo pondría en peligro el éxito culinario de mi fiesta. Había que aprobar los menús y asignar las habitaciones a los diversos invitados. Además, yo tenía que pasar horas colocando a mis invitados en los tres banquetes de etiqueta que compartirían con nosotros, pues se observaban estrictamente las reglas de precedencia, no sólo en la disposición de los asientos, sino también en la procesión hasta la cena. Como entonces se consideraba maleducado no responder a todas las cartas por uno mismo, no tenía secretaria. Había, por tanto, un considerable volumen de trabajo puramente mecánico por hacer: ocuparse de la correspondencia, responder a las invitaciones, escribir la tarjeta del menú de la cena y otras instrucciones que parecían necesarias para asegurar la perfecta progresión de los entretenimientos sociales, en lo que se me iba una gran cantidad de tiempo.
Creo que fue en mi primera gran fiesta cuando hice cuidadosamente una lista de los cuatro condes que iban a ser nuestros invitados en su orden de precedencia, y creía que le había dado a cada uno el estatus que le correspondía. Fue, por tanto, una considerable sorpresa cuando uno de ellos me informó de que en la segunda velada no le había dado precedencia sobre lord B., como debería haber hecho.
Recuerdo una visita a Althorp, la estupenda residencia familiar de los condes Spencer, cuando durante cuatro días me senté junto a mi anfitrión en todas las comidas y tuve al otro lado al ministro brasileño, así de estrictas eran las reglas de precedencia que aún se observan en determinados círculos. Por suerte esta costumbre fue poco a poco dando paso a una disposición que permitía una discreta observancia de los gustos y de las predilecciones personales de los invitados para estimular con mayor probabilidad de éxito la conversación. En nuestra visita a Althorp tuve suerte, pues mi anfitrión hablaba de un modo ameno de la política y de los asuntos de su época, y recreaba la imagen de una generación de antaño. Lord Spencer, con su gran barba pelirroja, su hermosa cabeza y su altura parecía todo un sajón. Era descendiente del conde de Sunderland que se había casado con la hija del primer duque de Marlborough, a través del cual los Churchill fueron durante generaciones los Spencer.
Cuando llegaban los invitados, los días que hacía bueno los recibía en el jardín italiano, donde se habían dispuesto mesas de té, y dábamos un paseo por el placentero parque hasta que llegaba la hora de vestirse para la cena. En el suntuoso esplendor de los dormitorios oficiales, donde las paredes estaban cubiertas de bellos tapices que pintaban las batallas del gran duque, resultaba extrañamente incongruente ver un lavabo con sus jarras y palanganas ocupando un lugar destacado frente a la figura heroica de un caballo moribundo o de un combatiente muerto. La bañera redonda colocada delante de la chimenea con su impedimenta de jarras de agua fría y caliente, barreño de jabón y esponjas, toallas y alfombrillas siempre me hacía estremecer cuando acompañaba a mis invitados. No era sólo su fea intimidad lo que me ofendía, también la falta de cuartos de baño suponía una inquietud para mi sentido americano de la comodidad y me despertaba afligidos sentimientos por mis sirvientas, que tenían la tarea de preparar algo así como treinta baños por día. Pero debido a la aversión de mi marido por las innovaciones no se construyeron suficientes cuartos de baño hasta que mi hijo heredó el ducado.
La cena era una ceremonia elaborada. La disposición de los asientos de los invitados, a la que me he referido como causa de que tuviera que hacer interminables investigaciones, se facilitó enormemente cuando descubrí una tabla de precedencia en la que junto al nombre de cada par constaba el número de su rango. Me alegré de conocer mi propio número, porque, después de esperar en la puerta del comedor a que pasaran las señoras mayores, un día recibí un furioso empujón de una marquesa iracunda que reclamó a voz en grito que tan vulgar era quedarse atrás como salir antes del turno que a uno le correspondía.
La imagen de nuestra mesa, engalanada con profusión de enormes claveles Malmaison de color de rosa, era impresionante. Habíamos adoptado la costumbre francesa, que también habíamos observado en la familia real, de sentarnos en el centro de la mesa en lugar de hacerlo en los extremos, y una réplica de plata maciza del primer duque de Marlborough en su caballo tras la batalla de Blenheim, escribiendo el parte en que anunciaba su victoria, me ocultaba de mi marido. En la segunda noche, una vajilla dorada adornaba la mesa y combinaba bien con el blanco y malva pálido del magnífico arreglo de orquídeas procedentes de los invernaderos construidos por el padre de Marlborough. Teníamos un buen cocinero, pero era necesario que hubiera una cooperación perfecta con el mayordomo para servir una cena de ocho platos en el tiempo que habíamos estipulado como límite. No era un asunto fácil, pues la cocina estaba como mínimo a trescientos metros del comedor. Habíamos impuesto este límite para evitar que se produjeran retrasos prolongados entre los distintos platos. También nos parecía tiempo suficiente para alargar la sobremesa, pues los hombres pasaban media hora más tomando café y licores. Pero ese horario tenía a veces sus desventajas, y en casa de lady Londonderry, donde la regla se hacía respetar con mayor rigor, vi una vez con regocijo la silenciosa pero no menos feroz batalla entre un acreditado gourmet que quería comer cada bocado de su gran porción y un lacayo igualmente determinado a retirar su plato.
Las anfitrionas eran propensas a distraerse, en este aspecto yo no era una excepción a la regla. Cuando estaba sentada entre dos aristócratas de edad que debían su rango a sus ancestros más que a ningún mérito personal, la cena me parecía interminablemente larga y aburrida.
Se servían a la vez dos sopas, una caliente y una fría. Luego venían dos tipos de pescado, de nuevo uno caliente y otro frío, con salsas de acompañamiento. Todavía recuerdo la irritación tan intensa que sentí cuando un hombre muy glotón se quejó con amargura de que se estaban sirviendo dos de sus pescados favoritos y quería comer de ambos, de modo que tuve que tener al servicio esperando mientras él consumía primero el caliente y luego el frío, totalmente impasible ante el retraso que estaba provocando. A un entrante le seguía un plato de carne. A veces un sorbete precedía a la caza, que en temporada era variada y se componía de urogallos, perdices, faisanes, patos, becadas y agachadizas. En verano, cuando no había caza, tomábamos codornices de Egipto engordadas en Europa y ortolanes de Francia, que costaban una fortuna. Después venía un postre elaborado seguido de un platillo salado caliente con el que se bebía el oporto, tan reconfortante para los paladares ingleses. La cena concluía con una suculenta selección de melocotones, ciruelas, albaricoques, nectarinas, fresas, frambuesas, peras y uvas, frutas agrupadas en pirámides entre las flores que adornaban la mesa.
Al final de la hora prescrita me levantaba para llevar a las señoras a la biblioteca, donde el señor Perkins, un organista de renombre, tocaba música de Bach o de Wagner. Si nuestras invitadas eran más jóvenes, una orquesta austriaca llevada desde Londres tocaba los valses vieneses que entonces hacían furor. Sin embargo, había noches en que una invitada se entretenía con la fruta que había apilado en el plato, y era imposible hacer que se apresurara. Para mi sorpresa, en una de mis primeras cenas, las señoras se levantaron a una señal dada por la tía de mi marido, que estaba sentada junto a él. Inmediatamente consciente de que se trataba de un plan que ella había concertado para establecer su dominio, y advertida por la exclamación de mi vecino de mesa, lord Chesterfield: «Jamás he visto algo tan grosero; no se mueva», fui, no obstante hasta la puerta y al encontrarme con ella le pregunté con un tono de voz dulce: «¿Está enferma, S.?». «¿Enferma?», chilló, «No, por supuesto que no, ¿por qué habría de estar enferma?». «Desde luego no hay otra excusa posible para su precipitada salida», dije con calma. Tuvo la gentileza de ruborizarse; las demás mujeres ocultaron la sonrisa, y jamás volvieron a desafiarme de ese modo.
Los domingos eran interminablemente largos para una anfitriona que no disponía de juegos con los que entretener a sus invitados. El golf y el tenis todavía no se habían puesto en boga, ni se hubiera podido jugar en el día del Señor. En lugar de ello acudíamos en tropel al oficio divino de Woodstock, y por la tarde al oficio de vísperas en la capilla. Los paseos eran el pasatiempo de moda y el número de paseos tête-à-tête en el que una mujer pudiera participar llegó a ser el criterio por el que se medía su éxito social. He conocido a mujeres poco atractivas que para desgracia suya eran tan vanidosas como acomplejadas y que preferían pasar la tarde en sus aposentos, alegando un dolor de cabeza, antes de reconocer que no las habían invitado a dar un paseo. A veces tenía que encontrar un mozo desafiante para que acompañara a una hermosa dama. Una nunca sabía dónde acababan sus obligaciones como anfitriona. No es de extrañar que al final de mi primera temporada social en Londres, cuando fui a la costa para recuperarme, durmiera durante veinticuatro horas sin despertar.
Arrendamos una pequeña casa para las carreras de Ascot. Marlborough invitó a cinco de sus amigos a quedarse con nosotros, lo que junto con los treinta que había recibido en Blenheim el fin de semana anterior y con los otros treinta que esperábamos el domingo siguiente implicaba una tremenda cantidad de trabajo para el personal y una presión considerable para la anfitriona. El cocinero se quejaba con razón de que trabajaba demasiado, y ciertamente nos hacía pagar por ello pidiendo codornices a cinco chelines cada una y ortolanes, que eran todavía más caros, y sirviéndolos después en el desayuno, un exceso tan de nouveau riche que me hacía sonrojar de vergüenza y de rabia. Pero no fue esta la única desfachatez que me horrorizó. El hipódromo estaba a tan sólo cincuenta metros al otro lado de la calzada desde nuestra casa, pero Marlborough enviaba la carroza de cuatro caballos hasta Ascot simplemente para hacer ese recorrido. Era, además, un paseo lleno de peligros, pues había una curva pronunciada para salir por una verja estrecha hasta la vía principal. Había que enviar antes a un mozo de cuadra a detener el tráfico y los caballos frescos en caminos abarrotados proporcionaban una experiencia emocional diaria y desagradable.
La semana de Ascot me pareció agotadora. Después de pasar una larga tarde saludando a conocidos en el recinto real había carreras por la tarde en el bosque de Windsor, lo que implicaba cambiar los organdíes transparentes por un traje y trenzarse el pelo en un moño apretado.
Cada año se gastaban fortunas en vestidos que se seleccionaban según era apropiado para una escala progresiva de elegancia que llegaba a su clímax el jueves; porque la moda dictaba que había que reservar la toilette más suntuosa para el día de la copa de oro. Naturalmente, siempre cabía el riesgo de que lloviera ese día. Los pronósticos meteorológicos no estaban a disposición de todos y el clima inglés es proverbialmente tan voluble como el humor de una mujer, y a veces se levantaba un viento helado en pleno verano.
En ocasiones nos invitaban a almorzar en el pabellón real con los príncipes de Gales. La Guardia Real también ofrecía una excelente comida en la carpa del regimiento. El recinto real estaba tan abarrotado que apenas podíamos movernos, pero caminábamos hasta el hipódromo para ver los caballos ensillados y después nos dirigíamos a nuestro carruaje, que teníamos en espera, para ver mejor las carreras desde su altura.
Fue en aquel verano de 1896 cuando tuve el honor de que me presentaran a la reina Victoria. La invitación de lord Steward a cenar y a dormir en el castillo de Windsor llegó de manera informal en una gran tarjeta impresa sin sobre. En el dorso de la tarjeta leí la siguiente orden: «En caso de que las damas y los caballeros a quienes se envían las invitaciones estén fuera y no vayan a regresar a tiempo para obedecer las órdenes de la reina en el día de la invitación se devolverán las tarjetas. La respuesta a estas invitaciones se dirigirá al amo de la Casa Real».
Apenas nos habían avisado con veinticuatro horas de antelación. Como la reina Victoria tenía cerca de 80 años y llevaba tiempo recluida, este honor se consideraba una especie de prueba. Viajamos a Windsor en tren, donde fue a recogernos un carruaje real que nos llevó a nuestro aposento. Lady Edward Churchill, una de las damas de honor de la reina y tía abuela de Marlborough, vino amablemente a informarme sobre lo que debía hacer. Dijo que no habría más que unos cuantos invitados y me dio órdenes estrictas de que hablara sólo cuando me hablara la reina y que limitara mis observaciones a dar respuesta a las suyas, pues sólo la reina tenía derecho a iniciar un tema de conversación. Cuando me presentaran tenía que besar la mano de la reina. Su Majestad, a su vez, me imprimiría un beso en la frente, lo que constituía el protocolo para una paresa.
Al haber oído hablar en repetidas ocasiones de la aterradora personalidad de la reina, esperé con gran inquietud su comparecencia antes de la cena. Cuando por fin entró, con su pequeña y sombría figura vestida de negro, descubrí para consternación mía que era tan baja que casi tenía que arrodillarme para tocar con los labios su mano extendida. Mantuve el equilibrio precariamente mientras bajé haciendo una reverencia para recibir su beso en la frente y la media luna de diamantes que llevaba en el pelo me provocó ansiedad por si acaso sacaba un ojo real.
En la cena la princesa consorte de Henry de Battenberg, hija menor de la reina, se sentó a su derecha; lord Salisbury, su primer ministro, junto con los miembros de la casa y nosotros mismos componíamos el resto del grupo. Durante la velada fui testigo de la buena relación entre la reina y su primer ministro. La admiración que él sentía por el carácter de ella y el afecto de ella por él se veían en la deferencia y en la estima que indicaba la actitud del uno hacia el otro. La cena propiamente dicha fue un acto muy deprimente. La conversación se hacía en susurros, pues la severa personalidad de la reina imponía comedimiento. Tras la cena volvimos al estrecho y oscuro corredor donde nos habíamos reunido antes, y me pregunté cuál sería la razón de que, con todas las estancias que poseía el castillo, nos confinaran en este pasillo tan pequeño. Nos condujeron uno tras otro hasta el lugar donde estaba sentada la reina, que dirigió unas palabras a cada uno. Me resultó muy violento estar de pie delante de ella mientras todo el mundo escuchaba sus amables preguntas acerca de mis impresiones sobre mi país de adopción, preguntas a las que respondí lo mejor que pude. Además, estaba obsesionada por el temor a no percibir la pequeña señal con la que ella tenía la costumbre de terminar una audiencia, pues había oído hablar de una desafortunada persona que, al no conocer el protocolo, había permanecido en el lugar hasta que la sacó ignominiosamente de allí un miembro de la Casa Real. Sólo tuve dos veces el privilegio de ser recibida por la reina, pues el verano siguiente fuimos honrados de nuevo con una orden de ir a «cenar y dormir». Confieso que en ambas ocasiones me sentí incómoda, tan severo y sombrío era su aspecto. Me parecía que su intención era hacer resaltar la dignidad de su rango y persona, y sentí que toda la afectuosidad que pudiera haber sentido debía de haber quedado enterrada con el príncipe consorte.
Marlborough era un conservador acérrimo y aquel verano de 1896 organizó una exhibición política en Blenheim para celebrar la unión de los unionistas liberales y los conservadores. El señor Balfour y el señor Chamberlain fueron los invitados de honor. El señor Joseph Chamberlain, líder de los unionistas liberales, era en esa época secretario de Estado para las colonias en el gobierno de lord Salisbury. Quisiera recordar a mis lectores que a finales de la década de 1880 se había separado del señor Gladstone a causa de la ley de autogobierno para Irlanda y, junto con lord Hartington y otros noventa y cuatro miembros radicales y conservadores, se había incorporado al partido conservador como unionista liberal. La derrota de la segunda ley de autogobierno del señor Gladstone se debió principalmente a la vigorosa, incesante e implacable oposición del señor Chamberlain, cuya influencia en el gabinete unionista logró que se tomaran medidas de reforma social como la ley de compensaciones de los trabajadores. El desempeño de sus funciones como secretario de Estado para las colonias entre 1895 y 1900 fue un momento decisivo en la historia de las relaciones entre las colonias británicas y la madre patria, pues en el fondo era un federalista imperial.
El señor Arthur James Balfour, estadista, erudito y filósofo, que era por entonces líder de los conservadores en la Cámara de los Comunes, se convirtió en uno de mis más fieles amigos, una amistad que recuerdo con humildad y gratitud, pues creo que no ha habido otro igual. Cuando pienso en él, lo recuerdo como un espíritu sutil e incorpóreo. Las opiniones que expresaba y las doctrinas que sostenía me parecían productos de pura lógica. Siempre entendía el meollo del asunto y lo liberaba de los obstáculos escabrosos y, cuando hablaba en vena filosófica, era como escuchar a Bach. Su forma de mantener la cabeza erguida le daba el aspecto de estar buscando en los cielos y sus ojos azules parecían ausentes, y sin embargo concentrados, como si estuvieran ocupados en algún mundo abstracto. Tanto mental como físicamente daba la impresión de una distinción inmensa y de una espiritualidad trascendente. Podía hablar prácticamente de cualquier asunto con igual distinción y lo he visto dejar perplejos a científicos, músicos y artistas con el profundo conocimiento de sus materias. Estaba dotado de una amplitud de comprensión como no he visto otra igual. Frío y sereno, pocas veces le perturbaban los conflictos humanos, pero cuando era necesario imponer medidas severas, podía ser tenaz y valiente.
Acompañada por estos dos grandes líderes entré en las carpas en las que se ofrecía el almuerzo, donde tres mil delegados acogieron su comparecencia con aclamaciones. Fue el señor Chamberlain el que recibió la mayor ovación, y percibí que a pesar de su inmaculado aspecto, de la orquídea del ojal y del monóculo que llevaba en el ojo, no parecía importarle el recibimiento entusiasta y un poco rudo que le dieron sus admiradores mientras pasaba entre la multitud.
Además de los delegados que habían llegado desde diversas partes del país habían aceptado nuestra invitación cien diputados. Les ofrecimos el almuerzo en la gran sala, y después nos dirigimos a la terraza norte que daba al patio y que estaba flanqueada por las dos alas de la casa. Allí se habían congregado los delegados y una enorme muchedumbre para escuchar los discursos. En la distancia, en la parte superior de una pendiente cubierta de hierba, se erguía la alta columna desde la que el duque John contemplaba los dominios que le había otorgado en perpetuidad a él y a sus herederos el Parlamento de un país agradecido, y mientras escuchábamos los discursos de mi marido y del señor Balfour casi pude detectar una sonrisa de satisfacción en el semblante del duque. Fue un tanto diferente cuando el señor Chamberlain habló de las medidas sociales que en el futuro lejano seguirían dejando al duque John en su columna, pero podrían sacar a sus herederos del palacio que la nación le había otorgado.
Todo lo que se dijo aquel día tuvo un enorme éxito. Los comentarios que se hicieron en la reducida Cámara de los Comunes en ausencia de cien miembros y lo que la oposición se complació en llamar la recepción del jardín de Blenheim sólo aumentó el encanto. En 1899 Marlborough fue nombrado encargado del pago de los sueldos de las fuerzas armadas, puesto que su famoso antecesor había encontrado lucrativo, pero que ya no mantenía los mismos beneficios, a menos que asistir al oficio religioso en la bonita capilla de Christopher Wren del Royal Hospital de Chelsea pudiera considerarse como tal. No obstante, éste fue sólo el primer paso en la carrera política de mi marido. En 1900 fue a Sudáfrica como subsecretario militar de lord Roberts; y al año siguiente se convirtió en subsecretario de Estado para las colonias a las órdenes de Alfred Lyttelton, más conocido por ser un gran jugador de críquet.
En el otoño de 1896 los príncipes de Gales nos invitaron a Sandringham. Abundaban las perdices y los faisanes y como Marlborough era un buen tirador me di cuenta de que lo disfrutaría; pero por mi parte más bien me espantaba pasar cuatro largos días en tan augusta sociedad, pues se esperaba que los invitados se quedaran de lunes a sábado. Mandamos por delante a nuestros criados y cuando llegamos me quedé horrorizada cuando supe que mi doncella había perdido una bolsa que contenía una gran cantidad de joyas pequeñas, como broches, anillos y brazaletes que yo apreciaba más por sus asociaciones que por su valor intrínseco. Por suerte el joyero con mis posesiones más valiosas había escapado a la atención del ladrón, que había desaparecido en la estación de Paddington con el botín. Aunque a la policía se le dio una descripción detallada de cada una de las joyas, jamás se recuperó ninguna de ellas.
La vida en Sandringham era sencilla e informal y los príncipes de Gales resultaron ser unos anfitriones muy agradables. Aquí el estricto protocolo del castillo de Windsor y del palacio de Buckingham era más relajado y en la atmósfera íntima de la vida familiar una casi podía olvidar las prerrogativas de la realeza. No obstante, la presencia robusta pero majestuosa del príncipe hacía que fueran raros los lapsus como el que le ocurrió a una amiga mía: en un momento de descuido se dirigió a él como «mi buen amigo», a lo que él respondió con una entonación un poco fría: «Mi querida señora B., por favor recuerde que yo no soy su buen amigo». A pesar de esto siempre fue accesible y cordial y sabía cómo desembarazarse de la ceremonia sin perder la dignidad.
Por las mañanas caminábamos a veces hasta York Cottage, una pequeña casa en el parque donde los duques de York (el futuro rey Jorge V y la reina María) vivían con sus hijos, encantados de descansar de ceremonias y formalidades. Las señoras nos reuníamos con los hombres para el almuerzo, que se servía en una carpa, y después nos quedábamos para admirar las habilidades de los mejores deportistas que el príncipe había reunido. El duque de York era muy buen tirador y era un placer ver la forma limpia con la que mataba a los pájaros. Yo odiaba ver pájaros mutilados, pero ver un faisán alto cayendo en picada al suelo o ver rozar una perdiz al pasar era emocionante. Sin embargo, hacía frío sentados detrás de los setos cuando los vientos del norte soplaban directamente desde el mar y me alegraba de volver a casa, al fuego crepitante de la chimenea y los copiosos tés que nos aguardaban.
La princesa me mostró sus aposentos, que estaban abarrotados de mesas pequeñas en las que había montones de fotografías en marcos costosos. En las vitrinas se exhibía una colección única de flores y animales joya tallados en piedras semipreciosas y otra de miniaturas de huevos de Pascua en lapislázuli. Habían sido regalos de la emperatriz viuda de Rusia a su hermana y eran obra de Fabergé, el famoso joyero de San Petersburgo. La mejor forma de describir estas habitaciones es decir que eran acogedoras, con las connotaciones que tienen las esquinas y los rincones. El buen gusto de la princesa era más obvio en su guardarropa, pues siempre iba adecuadamente ataviada, con una sobria distinción que realzaba su belleza. Sus trajes hubieran ofrecido a su muerte la historia de la moda durante casi ochenta años, porque no soportaba desprenderse de un vestido.
Llegué a querer a la princesa Victoria, la princesa solitaria que nunca se casó por lealtad a su madre, de cuyo egoísmo se convirtió en esclava. La princesa Maud, que se había casado recientemente con el príncipe Carlos de Dinamarca, más tarde rey Haakon de Noruega, estaba allí, y la princesa real, ya casada con el duque de Fife, vivía cerca. Todos ellos eran sencillos y amables y su vida familiar era un modelo de virtud, aunque el príncipe de Gales, si se había de dar crédito al rumor, encontraba muchos placeres fuera del círculo familiar. Era un astuto hombre de mundo y anhelaba tener voz en la política y el destino de su país. Todo el mundo reconocía el hecho de que, a pesar de la determinación de la reina Victoria de excluirlo de todos los asuntos del Estado, era la persona mejor informada del reino. El vizconde Esher, que fue elegido por el rey Eduardo VII como uno de los editores de las cartas de la reina Victoria y que más tarde escribió The Influence of King Edward y Cloud-Capp’d Towers, hace en esta última obra una interesante valoración de Eduardo VII. Dice: «A los 22 años mostraba tal independencia de espíritu que se enfrentó a la ira de la reina al dar la bienvenida en Londres a Garibaldi». Y también: «Antes de cumplir los 30 tenía la costumbre de solicitar entrevistas a los ministros y pedirles explicaciones de su política. Sus relaciones con los embajadores extranjeros no eran menos estrechas. A los 34 años en una abierta charla con el embajador francés ya había sugerido un acuerdo con Francia como único medio de contener a Bismark y mantener la paz de Europa. Esto fue muchos años antes del día en que Gambetta dijo de él: “Ama a Francia con alegría y seriedad, y su sueño es firmar un acuerdo con nosotros”».
Por tanto, no era sorprendente encontrarlo, incluso cuando todavía era príncipe, influyendo en los asuntos de la época, alejando poco a poco la política inglesa de la tendencia alemana que le había conferido la influencia del príncipe consorte y encaminándola hacia la Entente Cordiale con Francia.
Durante nuestra visita el príncipe expresó el deseo de venir a Blenheim e inmediatamente empezamos a hacer los preparativos bastante onerosos que conllevaba tal visita. Una vez enviada y aprobada nuestra lista de invitados, nos enfrascamos en planes para hacer que la visita fuera placentera y memorable. Todo ello implicaba una gran cantidad de trabajo por parte del personal y la discusión de innumerables detalles. Me enfrenté a esta que era mi primera recepción de altos vuelos con inquietud, pues no tenía experiencia ni precedente alguno por el que guiarme. Fortalecida, sin embargo, por la idea de que a las mujeres americanas se las tenía por adaptables traté de apaciguar mis temores.
Se planeó un baile para dar a las familias del condado la oportunidad de conocer a nuestros invitados reales. Pero se produjo un funesto acontecimiento: mi abuela, la señora W. H. Vanderbilt, murió de repente. Me enteré de la noticia en un cartel expuesto en las calles de Londres unos cuantos días antes de la visita real y me di cuenta de que nuestro luto podría impedir que dicha visita tuviera lugar. Tras consultar a mi padre por cable, se acordó que debíamos recibir a los príncipes de Gales tal como estaba programado, pero que el baile debía ser cancelado y sustituido por un concierto, lo que fue a la vez una concesión a nuestro duelo y a los sentimientos de nuestros vecinos del condado, que se habrían quedado muy decepcionados si no hubiera habido celebraciones.
Recuerdo que hubo más de cien personas en la casa, incluidos treinta invitados, entre los que se encontraban no sólo los príncipes de Gales, sino también la princesa Victoria y la princesa Maud y su marido, el príncipe Carlos. Les cedimos nuestros aposentos en la planta baja y nos retiramos a las dependencias del piso superior, que estaban más concurridas.
La fiesta duró de lunes a sábado y cada día tuve al príncipe como vecino de mesa en dos comidas prolongadas. Fue una dura prueba para alguien como yo, tan poco versada en la política y en el chismorreo del momento, pues a él le gustaba discutir las noticias y escuchar el último escándalo, temas con los que no estaba familiarizada a esa edad. La princesa de Gales, alegre y animada, con un interés casi infantil por todo, era fácil de llevar. Era muy divertida. Le encantaban los cotilleos y las historias de la gente. Nos hizo reír contándonos cómo había tenido que usar una escalera para subir a mi cama, que estaba sobre una tarima, y cómo se había caído una y otra vez sobre las pieles de oso blanco esparcidas por el suelo.
Años después me divirtió leer algunas de las impresiones que esta fiesta produjo a Arthur Balfour, uno de nuestros invitados. En una carta a lady Elcho[4] escribe: «He aquí una gran fiesta en una gran casa en un gran parque junto a un gran lago. Para empezar (siguiendo nuestra lista de brindis) “el príncipe de Gales y el resto de la familia real”, si no toda al completo, al menos hay quórum, es decir, están el propio príncipe, su esposa, dos hijas y un yerno. Hay dos grupos de George Cuzon; los Londonderry, los Grenfell, los Gosford, H. Chaplin, etcétera. Vinimos en un tren especial —bastante contrariados la mayoría—, fuimos recibidos con luces, guardias de honor, vítores y otras insensateces, sufrimos por el equipaje, pero al final nos acomodamos bastante plácidamente. Hoy los hombres han ido de caza y las mujeres han matado el tiempo. Como detesto ambas ocupaciones por igual me he quedado en mi cuarto hasta la una en punto y después he ido a explorar en bicicleta, reuniéndome con todos en el almuerzo. Luego, tras la inevitable fotografía, me he dirigido de nuevo a mi fiel máquina y aquí estoy escribiéndote. Hasta ahora verás que las obligaciones sociales no me pesan mucho».
Esta visita fue para mí una experiencia agotadora y llena de preocupaciones, pues yo era responsable de todos los detalles relacionados con el funcionamiento de la casa y de organizar la diversión de mis numerosos invitados. El número de cambios de vestimenta suponía en sí mismo la pérdida de un tiempo precioso. Para empezar, hasta el desayuno, que se servía a las nueve y media en el comedor, se exigía un traje elegante de terciopelo o de seda. Una vez que se habían despedido de los hombres que iban a practicar deportes las señoras pasaban la mañana en torno al fuego leyendo periódicos y cotilleando. Después nos poníamos prendas de tweed para reunirnos con los tiradores durante el almuerzo, que se servía en el High Lodge o en una carpa. Después solíamos acompañar a los tiradores y veíamos una ronda de tiro o dos antes de volver a casa. Nos poníamos un elaborado traje para tomar el té, tras lo cual jugábamos a las cartas o escuchábamos un conjunto musical vienés o el órgano hasta que era hora de vestirse para la cena, cuando de nuevo volvíamos a engalanarnos con vestidos de satén o brocado y un gran despliegue de joyas. Todos estos cambios requerían un enorme desembolso, pues no debíamos llevar el mismo vestido dos veces, lo que significaba dieciséis vestidos para cuatro días.
El viernes me desperté con sensación de júbilo porque por fin había despuntado el último día de lo que parecía una semana interminable. Estaba exhausta y apenas era capaz de enfrentarme a los infinitos asuntos que había que resolver para la recepción final y el concierto de esa noche. Quedaba todavía mucho por discutir. Había que consultar al príncipe acerca de las personas que deseaba conocer, organizar la procesión para entrar a la cena y revisar cientos de detalles domésticos. Cuando hice la última ronda de inspección antes de la cena pensé que las dependencias oficiales, que habíamos redecorado con boiseries Luis XIV en blanco y oro, eran un espléndido escenario para una escena tan festiva, y el gran conjunto de salones llenos de orquídeas y claveles Malmaison me parecieron realmente grandiosos. Después, cuando el cortejo real prosiguió su camino entre la multitud de invitados, mientras el príncipe hacía una parada aquí y allá para dirigir unas palabras de saludo, me di cuenta de que la corona representaba una tradición a la que Inglaterra no renunciaría fácilmente.
Las festividades navideñas eran el siguiente acontecimiento social que se avecinaba. Dos de las tías de mi marido, además de sus hermanas, su madre y su abuela formaban el núcleo de un grupo de amigos. Me sentí un poco aislada en esta compañía tan gregaria, pues no se podía esperar que mi familia de América hiciera un viaje tan largo para estar con nosotros. La abuela, la duquesa viuda, resultó en cierto modo una prueba. No siempre es agradable volver la vista atrás a un pasado quizá menos radiante que el presente y reflexionar sobre las cosas que quedaron sin hacer por necesidad más que por gusto. Quizá fue esta la razón por la que los comentarios de la duquesa fueron un tanto negativos y por la que, al darme consejos, se olvidaba de mis 19 años, esperando que me ajustara a un respetable decoro que incluso entonces se consideraba anticuado. Sin lugar a dudas le molestaba ver que mis obligaciones cayeran sobre mí con tanta ligereza y que la dignidad de mi posición como sucesora suya no me oprimiera. Arrastrando sus satenes y sus martas cibelinas de forma majestuosa, lanzaba miradas hostiles sobre mi figura juvenil, ataviada como correspondía con prendas de tweed, y la oía quejarse a mis cuñadas diciendo «Su excelencia no es consciente de la importancia de su posición». Quizá no tenía en cuenta que un poco de relajación era necesaria después de mis largas conversaciones con ella, que resultaban difíciles al tener que llevarse a cabo a través de su trompetilla. No obstante, yo no desatendía mis obligaciones y hubo árboles de Navidad para los escolares y té para los adultos, y cada mañana, junto con mis cuñadas y el ama de llaves, preparaba fardos de ropa y regalos para llevar a los pobres.
Marlborough y otros tiradores estaban siempre de caza, pues había faisanes, conejos, patos, becadas y agachadizas que abatir. Recuerdo un otoño en que hubo una cacería récord, cuando cazaron siete mil conejos en un día entre cinco de los mejores cazadores ingleses. Tenían dos cargadores y tres escopetas cada uno, y todos ellos estaban aquejados de un fuerte dolor de cabeza al llegar a casa. Al menos por un tiempo el High Park estuvo libre de conejos.
En los primeros meses del Año Nuevo nos trasladamos a una pequeña casa cerca de Melton Mowbray, pues mi marido deseaba salir de caza con las magníficas jaurías de las que se alardeaba en Leicestershire. Era un buen jinete y tenía buena planta con su abrigo rosa sobre el caballo gris, pues sólo teníamos caballos grises, tomando claramente la iniciativa. Como estaba esperando un bebé por entonces, no podía ir de caza, pero lord Lonsdale, que era el maestro de la caza del zorro de Quorn, me llevaba en su calesa los días que él no cazaba. Sus conocimientos de la topografía y de las costumbres del zorro me permitieron ver muchas buenas cacerías y estar presente en la matanza más a menudo de lo que hubiera pensado que era posible. Pasábamos a buen ritmo sobre los montículos y los surcos de los pastos y a través de las verjas que abrían para nosotros los campesinos, que recibían su amable saludo con una sonrisa y llevándose una mano a la gorra. El conde de Lonsdale era una persona que gozaba de popularidad tanto entre los agricultores, sobre cuyos campos montaba a caballo, como en los círculos de deportistas, pues era un buen tipo y un deportista completo, simpático, generoso y alegre. A veces su imaginación superaba a su veracidad, pero siempre contribuía a la diversión del momento. Tenía un atuendo completo de pieles de reno que había preparado para que me sirviera de abrigo y una alfombra para el carruaje, y me informó de que él había sido el autor de toda la caza; pero cuando conté la historia, fue recibida con risas de incredulidad. Me pareció que unos cuantos días dedicados a la caza del zorro sobre ruedas eran suficientes como iniciación y decidí suspender la caza hasta que pudiera montar a caballo. Mientras tanto, estudié filosofía alemana con un profesor que vino de Londres. Para mi sorpresa esto me confinó a la compañía de los intelectuales y me di cuenta de que había mostrado más valentía que tacto al revelar mi preferencia por la literatura. Sin embargo, sólo este interés me ayudó a pasar aquel primer invierno deprimente, cuando pasaba mis solitarios días caminando por la calzada principal y las noches escuchando las hazañas de caza de los demás. Siempre que había una helada Marlborough se iba a Londres o a París, pero como se consideraba que no era aconsejable que yo viajara en mi estado me quedaba sola. Desde la ventana miraba a una laguna en la que un antiguo mayordomo se había ahogado. A medida que se iban sucediendo los días sombríos empecé a sentir una profunda lástima por él.
A este invierno le siguió un verano memorable, pues fue el año 1897 y se celebró el sexagésimo aniversario de la subida al trono de la reina Victoria. El número de personajes reales que se reunieron en Londres resultaron una carga incluso para la proverbial hospitalidad inglesa. Suntuosos y espléndidos fueron los bailes, las recepciones y las cenas que se dieron en su honor. El marqués de Lansdowne, ministro de Asuntos Exteriores, se vio afectado por las recepciones oficiales y recuerdo una cena en Lansdowne House donde el príncipe Fernando, que en 1908 se convirtió en zar de Bulgaria, fue el invitado de honor. Ya habíamos tenido un encuentro en el palacio de Buckingham y por segunda vez consecutiva decidió pasar la velada conmigo y hacerme confidente de su decepción por no haber recibido la orden de la Jarretera, dando a entender con el cinismo que le caracterizaba que el emperador alemán hubiera sido sin duda más receptivo a sus insinuaciones. Me interesaron mucho los ambiciosos planes que me reveló, porque en aquel momento, y durante muchos años después, la cuestión de los Balcanes desazonaría a los hombres de Estado de los grandes poderes. Siendo como era un hombre feo, con la larga nariz de los Coburg, tenía pasión por las condecoraciones y las piedras preciosas. Si no hubiera sido por el centelleo de las condecoraciones de su uniforme (las llevaba todas excepto la de la orden de la Jarretera), habría tenido el aspecto bastante mezquino del pequeño burgués que resultó ser cargado de rencoroso resentimiento contra todo lo británico.
La fiesta de disfraces en Devonshire House fue el clímax adecuado para una temporada espléndida. El baile duró hasta la madrugada, y el sol ya estaba saliendo cuando pasé por Green Park camino de Spencer House, donde vivíamos entonces. Sobre la hierba se amontonaba la escoria de la sociedad. Seres humanos demasiado deprimidos o hundidos para encontrar trabajo o favores, yacían despatarrados y embrutecidos en un sopor etílico, lamentables representantes de la décima parte de la población, que vivía sumergida. Ataviada con mi ondulante vestido de época, debí de parecerles un sueño de riqueza y juventud, y pensé seriamente que debían de odiarme. Pero sólo se limitaron a mirarme y algunos hasta me hicieron un cumplido para animar mi paso.