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Una debutante en la década de 1890

Había alcanzado una edad en que los continuos desacuerdos entre mis padres se habían convertido en un asunto de profunda preocupación para mí. Era muy susceptible a sus diferencias y cada nueva pelea despertaba ecos que desgarraban mis lealtades. Profundamente infeliz en mi vida familiar, esperaba una ruptura que creía que no podía retrasarse mucho tiempo más. En aquella época el divorcio se consideraba algo chocante, y por su novedad creaba un escándalo espantoso. Pero yo no sabía nada de esto y me importaba aún menos. La causa inmediata de mi infelicidad había que buscarla en las constantes escenas que herían tan profundamente a mi padre y hostigaban a mi madre fuera de todo control, escenas que llenaron de amargura los sensibles años de mi niñez e hicieron del matrimonio una farsa horrible. Fue en esa atmósfera de terror e incertidumbre cuando emprendimos nuestra última y más larga expedición en yate a mis 17 años.

Salimos de Nueva York el 23 de noviembre de 1893 con destino a la India. El grupo incluía a mis padres, mi hermano Harold, un médico, una institutriz y los tres amigos que nos acompañaban siempre. Willie, que estaba en la escuela, se quedó en casa. Mi madre, alegando que mi institutriz ya le daba suficientes problemas, se negó a que fuera otra mujer a bordo.

Nuestro camino a Bombay discurrió por el Atlántico, el Mediterráneo, el canal de Suez, el mar Rojo y el océano Índico, parando únicamente en Túnez y Egipto. Pasamos dos días en El Cairo mientras el yate atravesaba el canal de Suez y se proveía de carbón en Suez. El puerto de Bombay fue una grata vista después de un viaje tan largo, pero cuando empezamos a cruzar la India en un coche cama privado unido a un tren normal, nos dimos cuenta de hasta dónde podía llegar la incomodidad de los trenes.

En cada estación lugareños furiosos que buscaban transporte trataban de entrar en nuestros dormitorios, que se abrían directamente a los andenes de la estación. Por suerte las puertas estaban cerradas con llave, pero el estruendo era formidable, y por la noche, aquella muchedumbre furibunda parecía amenazante. No durmió nadie, y al día siguiente continuamos nuestro viaje en el relativo lujo y aislamiento de un tren privado.

Así cruzamos la India, con paradas en Ahmedabad, Jaipur, Delhi, Benarés, Lucknow y Agra. Acompañando a mis padres, visité todos los lugares de interés a la manera de los turistas, y pasé una noche de recuerdos espeluznantes en Lucknow. Había leído una vívida descripción de la valiente defensa de su guarnición inglesa durante el amotinamiento indio y de cómo los ingleses habían sido finalmente vencidos y masacrados por las tropas indias. En la habitación de un hotel accesible a cualquier maleante, los horrores de aquella masacre tomaron proporciones de pesadilla. En aquella época los hoteles eran pequeñas residencias de una planta construidos para acomodar a los viajantes de comercio; la parte delantera de las habitaciones daba a un patio, mientras que la parte trasera daba a una cloaca. Por fortuna la mayor parte de las noches las pasamos en el tren, que se colocaba sobre una vía muerta. Incluso entonces teníamos poca comodidad, pues era difícil conseguir agua para el baño y la comida era increíblemente repugnante. Vivíamos a base de té, tostadas y mermelada.

Fue maravilloso encontrar todos los lujos del hogar en el Valiant, que había bordeado la India desde Bombay y estaba anclado en Hooghly. Mis padres pasaron una semana como invitados del virrey y de lady Lansdowne en la residencia del gobierno de Calcuta. Mi madre, cuya costumbre era imponer sus opiniones más que invitar al debate, ya había revelado en alguna ocasión las esperanzas que alimentaba con respecto a mi brillante futuro, y su admiración por la forma de vida británica era tan evidente como su deseo de colocarme en el entorno aristocrático. Estas intenciones, estoy segura, cristalizaron durante su visita a la residencia del gobierno. En el virrey y en lady Lansdowne vio ejemplificadas las cualidades que ella admiraba, cualidades que las prerrogativas de una vida privilegiada no habían sino mejorado; y en las conversaciones con su anfitriona, que era la tía de Marlborough, es probable que se discutiera la posibilidad de mi matrimonio con él. Lo cierto es que fue entonces cuando sus ambiciones tomaron la forma definitiva; años después me confesó que había decidido casarme con Marlborough o con el heredero de lord Lansdowne.

Mientras estábamos en Calcuta, fui a pasar un día con la hija menor de lady Lansdowne a un sitio que el virrey poseía en el río. Tenía justo la misma edad que yo y después se convertiría en prima mía por matrimonio, ya que tanto lady Lansdowne como lady Blandford, mi futura suegra, eran hijas del duque de Abercorn, El Viejo Magnífico, como se le conocía mientras fue representante de la Corona en Irlanda. Comparamos los libros que estábamos leyendo y me quedé sorprendida por la escasez de sus conocimientos. Se empleaba poco tiempo o esfuerzo en la educación de las muchachas inglesas. Todavía era habitual que tuvieran, a veces heredada de una generación anterior, lo que lady Mary Wortley Montagu ha descrito humorísticamente como una institutriz «de andar por casa». Leían la Historia de Grecia de la señorita Young, pero Virgilio, Gibbon, Hallam y Green les eran todos igualmente desconocidos. Sentí lástima por las limitadas perspectivas que daba una educación tan restringida y me pregunté qué oportunidades tenía una muchacha educada de esa manera frente a un joven formado en una escuela privada y en la universidad. Más tarde supe que las muchachas inglesas sufrían muchas desventajas, y me di cuenta de que se consideraba apropiado que sus intereses se sacrificaran al porvenir más importante de su heredero.

No me lamenté de dejar la India. Me pareció un país cruel. Las mujeres participaban muy poco en la historia o en la religión. Se pasaban la vida recluidas, inmersas en riñas e intrigas insignificantes que a veces culminaban en horribles tragedias. Qué gloriosa fue en comparación Grecia, donde las mujeres, como diosas o como hetairas, habían inspirado las artes. Cuán trascendente la Acrópolis con su anfiteatro de montañas a lo lejos, el mar cerca y el pequeño teatro donde se oyeron por primera vez las tragedias de Sófocles y Eurípides. Aun sin las estatuas de Praxíteles y los frisos de Fidias, ahora esparcidos por los museos, una se daba cuenta del esplendor que debió de tener la Atenas de Pericles. Bajo la sombra de aquellos olivos y mirtos griegos yacían nostálgicas memorias; si habían sido evocadas por los amores de los dioses paganos o por los héroes de un ilustre pasado, o bien por los sutiles conceptos de los estoicos, no lo sabía, pero sentí que en aquella colina había morado la grandeza.

Pasamos la primavera en París. Todavía puedo ver las imágenes de los Jardines de las Tullerías desde nuestras ventanas, todavía disfruto de nuestros paseos bajo los castaños en flor de los Campos Elíseos y de las vueltas que dábamos por el Bosque de Bolonia en un carruaje tirado por una yunta. Cada día había visitas a museos e iglesias y charlas en la Sorbona, pero las clásicas matinés en el Théâtre Français eran mi mayor placer. La huella dejada por Mounet-Sully en Oedipe Roi es inolvidable: su emotiva voz, sus nobles gestos y modales, su atractiva apariencia y la calidad dramática de su actuación me conmovieron profundamente. En la obra de Legouvé Adrienne Lecouvreur la bella actriz asesinada por la duquesa de Bouillon, celosa del amor de la primera por Maurice de Saxe, fue encarnada por Mademoiselle Baret, con Albert Lambert en el papel de héroe. La trágica intensidad de sus escenas de amor llegó a un nivel que pocas veces he visto alcanzar. Qué elegante es la lengua francesa cuando se habla como en la Comédie Française con su gran tradición de cultivar una dicción perfecta. A veces me he preguntado si fue la anticipación de mi futuro lo que hizo que mi madre me organizara lecciones de elocución con una actriz de tan clásica escuela o si se había dado ya cuenta de que siendo hija de ella encontraría causas que defender. Cualesquiera que fueran sus motivos, las lecciones produjeron una voz convincente.

Los domingos mi institutriz y yo íbamos a Saint-Sulpice y nos sentábamos con Widor, el célebre organista. Años después, cuando la catedral de Rheims volvió a abrirse tras la Primera Guerra Mundial, pude oír su preciosa misa para dos órganos. Qué conmovedora era esa misa en su ascenso espiritual de una fe pura. Había en esa hermosa iglesia, en esa vasta reunión, una dedicación que, como la que había animado a las cruzadas, santificaba a los participantes.

En el París de mi juventud no había automóviles. Solíamos pasear a lo largo de los bulevares o sentarnos a ver la multitud que pasaba. El pequeño coche de caballos victoria en el que tanto le gustaba a la princesa de Gales pasear de incógnito era, con los barcos que surcaban el Sena, el medio de transporte más agradable. La Rue de la Paix era el centro de compras de moda y los nombres de los grandes modistos, Worth, Doucet, Rouff, estaban impresos sobre pequeñas puertas que permitían la entrada a tiendas modestas. Dentro, la selección de hermosos vestidos, pieles caras y lencería transparente realmente la dejaba a una sin aliento. Estaba deseando que me permitieran elegir mis vestidos, pero mi madre tenía sus propias opiniones, que lamentablemente no coincidían con las mías.

En mi primer baile, en casa del duc de Gramont, en la Avenida de los Campos Elíseos, donde hice mi debut en la fiesta que se dio para la hija mayor de la duquesa, me puse un vestido de tul blanco de Worth. Llegaba hasta el suelo con una falda larga, como era la moda en aquella época, y llevaba un canesú de encaje ajustado. El pelo en tirabuzones iba recogido en alto y llevaba una cinta estrecha atada alrededor del cuello, largo y esbelto. No usaba joyas y llevaba unos guantes que me llegaban casi hasta los hombros. Los franceses me pusieron La belle Mlle. Vanderbilt au long cou. Es difícil para una chica de hoy en día visualizar un baile blanco, como se llamaban entonces los bailes que se daban para las debutantes. Un bal blanc tenía que estar a la altura de su nombre en cuanto a pureza e inocencia; no podía inspirar los ligeros coqueteos de un baile rosa que incluía a mujeres jóvenes casadas. Se esperaba que los hombres que asistían a ellos, sin duda con la intención de seleccionar una futura esposa, se comportaran con circunspección. No había oportunidades para conversar. A las debutantes se las invitaba a bailar y una vez acabado el baile se las llevaba de nuevo con sus mamás. A lo largo de las paredes había filas de chaperonas hablando de los méritos de las que estaban a su cargo. Las jóvenes se quedaban tímidamente de pie junto a ellas. El terror de que no les pidieran un baile y la humillación de que no las sacaran a bailar arruinaban los placeres del baile a las que eran poco agraciadas. Con la buena educación inherente a los franceses, una pléyade de parejas me presentaron sus respetos y pronto me sentí aliviada y feliz. Curiosamente, mi segundo marido, Jacques Balsan, que estaba presente en aquel baile, le dijo a su madre al día siguiente: «En el baile de anoche conocí a la chica con la que me gustaría casarme». Veintisiete años más tarde su deseo se hizo realidad.

Pasamos todo mayo y junio en París, y tuve cinco propuestas de matrimonio. Cuando digo que las tuve, quiero decir que mi madre me informó de que cinco hombres habían pedido mi mano, como se dice en francés, pero Jacques no estaba entre ellos. Naturalmente, ella los había rechazado, ya que consideraba que ninguno tenía una posición lo bastante elevada. Sólo hubo uno, un príncipe alemán, cuya causa me permitieron considerar. El príncipe Francisco José era el más joven de los cuatro guapos príncipes de Battenberg. Al mayor, el príncipe Alejandro, el pueblo lo eligió libremente príncipe de Bulgaria en 1879, pero en 1886, al caer en desgracia con Rusia, los partisanos rusos lo raptaron y se lo llevaron a ese país, y al final tuvo que abdicar. De los otros dos, el príncipe Enrique se había casado con la hija menor de la reina Victoria y el príncipe Luis ya había comenzado en la armada británica una brillante carrera que se truncó con la guerra.

Conocí al príncipe Francisco José en una fiesta nocturna que dio Madame de Pourtalès en su casa cerca de la Madeleine. Que la comtesse Mélanie de Pourtalès había sido una famosa belleza era algo evidente todavía. Era una típica grande dame y en sus salones se podía encontrar el beau monde de París. Me sentí perdida al incorporarme a un grupo tan espléndido de estadistas, diplomáticos y mujeres elegantes, pero mi anfitriona, con su encanto característico, me llamó a su lado y me hizo sentir cómoda. Por la forma en que me sacó de allí sentí que su interés no se inspiraba puramente en la bondad hacia una pequeña debutante y me pregunté qué había detrás. Más tarde, en el curso de la velada, mientras estaba con el príncipe vi a mi madre enfrascada en una conversación con nuestra anfitriona: nos observaban con interés. El instinto me indicó y me hizo temer algún complot secreto. Agradecí la distracción que me ofrecieron los ocurrentes comentarios del comte Louis de Turenne sobre los allí presentes. Era un diplomático de la vieja escuela y parecía conocer la vida de todas las personas que merecía la pena conocer. Entonces, según me dijo, estaba de moda que las grandes damas aspiraran al poder político a través de protegidos cuyas ambiciones auspiciaban. También era de conocimiento común que había intrigas en marcha para desplazar al príncipe Fernando de Saxe-Coburg, que, aunque había sido elegido soberano de Bulgaria unos cuantos años antes por los Grandes Poderes contra los deseos de Rusia, todavía no se le había concedido el reconocimiento general. Señalando al príncipe Francisco José, el conde dijo que se rumoreaba que al menos uno de los Poderes estaría dispuesto a elegirlo rey en lugar de Fernando, y que él parecía seguro del éxito si se le daba el apoyo financiero necesario. El escenario parecía preparado para la intriga política, y la ambición de mi anfitriona de colocar a su protegido en un trono mostraba indicios de triunfo. Creo que por un momento se tambalearon las intenciones de mi madre de casarme con un duque inglés. Una corona real relucía con un brillo más resplandeciente que una corona de menor categoría. De modo que el príncipe continuó con su cortejo sin obstáculos, revelando sus ambiciones ante mis oídos inquietos. Parecía que no me quedaba más que cambiar un cautiverio por otro. Ese matrimonio sólo podía ser sinónimo de infelicidad. Separada de mi familia y de mis amigos, viviendo en una capital de provincias, blindada en una estricta etiqueta con un hombre cuyos puntos de vista eran los de un principito alemán lleno de prejuicios, ¿cómo podría reconciliarme con esa vida? Sólo un gran amor podría hacer ese matrimonio posible y, más que atracción, lo que sentía era aversión por el atildado hombre de mundo para quien, según me di cuenta, yo no era más que un medio para conseguir un fin. Mi madre cambió de idea y decidió seguir con sus intenciones previas, por lo que no puso objeciones cuando le confesé mis sentimientos. Así que no se volvió a oír nada más del proyecto: el príncipe Fernando de Bulgaria, respaldado por los Grandes Poderes, asumió el título de zar y las aspiraciones reales del príncipe Francisco José de Battenberg fueron satisfechas más tarde en un papel menor gracias a su matrimonio con una princesa de Montenegro, hermana de la reina Elena de Italia.

Poco después de esto dejamos París para pasar el verano en Inglaterra en una casa arrendada cerca de Marlow, junto al Támesis. Tras haber iniciado una demanda de divorcio contra mi padre, mi madre deseaba esperar su conclusión en el extranjero y había invitado a la señora William Jay con sus hijas, que eran amigas mías, a visitarnos. Mis padres se separaron aquella primavera en París. Sentí alivio porque ya no estaría rodeada de la siniestra penumbra de su relación. Pero no me di cuenta de cuán irrevocablemente me separaría de un padre al que quería ni de cómo mi madre me dominaría por completo a partir de ese momento.

Primero fuimos a Londres y nos establecimos en un hotel de moda de la ciudad, una construcción sombría en una calle estrecha. Las habitaciones estaban cargadas en el verdadero sentido inglés y contenían una desconcertante mezcla de residuos de siglos pasados. Rígidos sillones cubiertos con tapetes de encaje; incómodos sofás que se erguían rígidamente contra la pared; escabeles y estanterías que nos impedían el paso, y una chimenea negra de carbón en un ángulo imposible. Una araña de luces de gas colgaba sobre una gran mesa redonda sobre la que estaban esparcidos The Times, The Morning Post, una copia de Punch y la revista semanal de moda, The World, en la que las «Cartas» de Belle castigaban el beau monde como un refinado precursor de Cholly Knickerbocker. Sobre las ventanas colgaban unas pesadas cortinas de felpa, y la escasa luz que entraba se atenuaba aún más con el grueso encaje de los visillos. Sentí añoranza de nuestra bonita y alegre suite en el hotel Continental y de la preciosa vista sobre los Jardines de las Tullerías hasta el Sena.

Nuestros carruajes y caballos, el formidable cochero francés y el no menos distinguido lacayo inglés nos habían precedido, y la primera salida que hicimos fue para visitar a lady Paget, una de las amigas más antiguas de mi madre. Su nombre de soltera era Minnie Stevens de Nueva York y junto con mi madrina, Consuelo, duquesa de Manchester, lady Randolph Churchill y la señora Cavendish-Bentinck, constituía el elemento americano del elegante círculo conocido como «el grupo del príncipe de Gales». A lady Paget se la consideraba guapa; para mí, con su agudeza y su sofisticación, era la encarnación de Becky Sharp. Estaba casada con un atractivo oficial que con el tiempo llegó a general. Vivía en el número 35 de Belgrave Square, una buena casa con habitaciones de techos altos en las que había una inmensa cantidad de muebles sin ninguna característica especial y numerosas mesas llenas de fotografías firmadas en marcos de plata. Nos recibió con una mezcla del afecto debido a una antigua amistad y de la condescendencia que parecía infectar a los asiduos a los círculos íntimos de la sociedad londinense. Una vez intercambiados los saludos, me di cuenta, con gran sensación de malestar, de que un severo par de ojos verdes me evaluaban con desaprobación. El sencillo vestido que llevaba, mi timidez y mi retraimiento, que en Francia se hubieran considerado como algo natural en una debutante, parecían despertar en ella las burlas. Mi falta de belleza, porque todavía estaba en la etapa del patito feo, me hacía dolorosamente sensible a las críticas. Bajo su minucioso examen me sentí una niña torpe y desgarbada.

«Si tengo que presentarla en sociedad», le dijo a mi madre, «debe poder competir, al menos en lo que a ropa se refiere, con chicas mucho más guapas».

Era inútil objetar que sólo tenía 17 años. El tul tiene que dejar paso al satén, el escote de bebé a una exhibición más generosa del cuello y los brazos, la ingenuidad a la sofisticación. Lady Paget fue categórica.

Fue en una cena en su casa, poco después, donde conocí al duque de Marlborough. Mi anfitriona había colocado al duque a su derecha y me puso a mí cerca de él, una innecesaria confesión pública de sus intenciones. Me pareció muy joven, aunque tenía seis años más que yo, y lo encontré guapo e inteligente. Tenía un rostro pequeño y aristocrático con la nariz larga y unos ojos azules bastante prominentes. Las manos, que utilizaba con cuidado, estaban bien formadas y él parecía excesivamente orgulloso de ellas.

Para entonces la temporada de Londres ya había terminado, y las celebraciones y los bailes de junio y julio se habían ido agotando en el polvo y el calor de agosto; la alta sociedad ya se había dispersado en dirección a Cowes, a Escocia a hacer una cura o simplemente a las casas de campo. Nosotros nos fuimos a nuestra casa en el Támesis acompañados por la señora Jay y sus hijas, que eran más jóvenes que yo. Mi hermano Willie se unió a nosotros. Su tutor, bendecido con el apropiado nombre de Noble, lo había traído desde la escuela de Saint Mark para que pasara las vacaciones con nosotros. Con la señorita Harper y mi hermano Harold formamos un pequeño y simpático grupo. Al ser la mayor y estar en aprietos para terminar mis estudios, trabajaba durante gran parte del día mientras Willie y el señor Noble paseaban en lancha motora por el Támesis. Hubo pausas ocasionales en nuestra rutina, como el día que mi madre, actuando como si fuera la dueña de un castillo inglés, dio una fiesta para los niños del pueblo. Para nuestra turbación se quejaron de que el helado americano les daba dolor de estómago y reclamaron té caliente, que no les habíamos ofrecido. De vez en cuando teníamos invitados, entre ellos recuerdo en especial a Paul Deschanel, un francés guapo y cultivado. Solía leer poesía francesa a mi madre, pero un día, en mitad de un pareado, le pidió permiso para cortejarme. Le habló de sus ambiciones, y anunció sin lugar a dudas que un día sería presidente de la República Francesa. En ese momento era miembro de la Cámara de Diputados, en la que pronto llegó a presidente. No hubo más lecturas de poesía francesa después de tan indiscreta revelación de sus ambiciones, y al día siguiente Monsieur Deschanel se marchó tras una despedida llena de lágrimas de la petit philosophe rose, como me llamaba. Años después, como presidente de la República Francesa, Deschanel hizo una visita oficial a Inglaterra y, como quiso extrañamente el destino, me seleccionaron para ser su pareja en el baile del palacio de Buckingham. El chambelán me informó de que confiaba en mí para que dirigiera a mi pareja en los pasos complicados. Bailamos delante del rey Jorge, que esperaba que su aristocracia evitara dar pasos en falso en la contradanza, así como en otros asuntos. No pude evitar sonreír ante la perplejidad del presidente cuando, al encontrarse con una dama alta cubierta de joyas resplandecientes, reconoció a la petit philosophe rose con la que una vez había querido casarse. Mientras bailábamos se las arregló para musitar: «¿Le dijo su madre que estaba resuelto a llegar a ser un día el presidente de la República Francesa?», a lo que respondí con sinceridad: «Sí, pero sólo después de su partida». Tuvo un final triste, ya que tras varias muestras de locura poco decorosas se tiró a las vías de un tren en un túnel y murió poco después por las heridas.

Ese verano recibí otras dos o tres proposiciones de caballeros ingleses sin interés, lo que me pareció un poco desilusionante. Era muy evidente que los movía el deseo de hacerse con mi dote, reflejo que hacía desvanecer cualquier pensamiento amoroso que pudiera ir dirigido hacia mí.

A comienzos del otoño del año 1894 volvimos a América. Tenía muchas ganas de estar en mi país y me agradaba la sensación de presentarme en la sociedad neoyorquina. Los pocos bailes a los que había asistido en París y Londres habían despertado mi entusiasmo por participar en más, y estaba ansiosa por ver a los amigos de los que había estado separada durante muchos meses. Supe con alivio que los peligros de una alianza extranjera, al menos por el momento, se habían suspendido y que las ambiciones de mi madre parecían haber declinado, ya que aquella cena con el duque de Marlborough seguía siendo nuestra única reunión.

Nos establecimos en el 660 de la Quinta Avenida, de donde mi padre había desaparecido de forma temporal. La alta sociedad, no acostumbrada aún a los divorcios, tendía a tomar partido. En los meses siguientes tuve que sufrir una perpetua renuncia a amigos y diversiones, pues a mi madre le molestaba ver a cualquiera cuyas lealtades no estuvieran completamente de su lado. Es más, tuve que dar estricta cuenta de las pocas fiestas a las que me dejó asistir sin ella, y si bailaba con demasiada frecuencia con un compañero, éste se convertía de inmediato en el blanco de su desagrado. Mi madre sabía cómo ridiculizar a la gente y no escatimaba sarcasmos sobre aquellos que me atraían, reservando dardos especiales para un caballero de más edad que por su extraordinaria apariencia, su distinción y su simpatía se había ganado una marcada supremacía en mis afectos.

El marzo siguiente, el día que cumplí 18 años, llegó una sucesión de ofrendas florales con una profusión asombrosa. Por entonces era costumbre enviar rosas American Beauty al objeto de nuestros afectos, y cuando abrí una pequeña caja y encontré una sola rosa perfecta con su follaje verde supe instintivamente quién la había enviado, aunque venía sin nombre. Más tarde ese día recibí la única proposición de matrimonio que deseaba aceptar. Habíamos ido a Riverside Drive a montar en bicicleta, que en aquella época era un entretenimiento de moda, y mi caballero de la rosa y yo nos las habíamos arreglado para dejar atrás al resto. Fue una proposición muy apresurada, pues mi madre y los demás no nos iban muy a la zaga; mientras se esforzaban por alcanzarnos, me presionó para que aceptara un compromiso secreto, porque yo me iba a Europa al día siguiente. Añadió que me seguiría pero que no debía decírselo a mi madre, ya que con seguridad se negaría a dar el consentimiento para nuestro compromiso. A mi regreso a América podríamos planear una fuga. ¡Qué pena de esas precipitadas promesas! Nunca había conseguido ocultar mis sentimientos y mi madre debió de adivinar la razón de que estuviera tan radiante. Llevó a cabo sus planes con previsión y pericia, y durante los cinco meses de nuestra estancia en Europa jamás pude ver al señor X ni tuve noticias de él. Más tarde supe que nos había seguido hasta París, pero le habían negado la entrada cuando vino a verme. Sus cartas habían sido confiscadas; las mías, aunque fueron escasas, sufrieron sin duda el mismo destino. Cuando una es joven e infeliz, el sol brilla en vano y se siente como si la estafaran quitándole los derechos de progenitura. Sabía que a mi madre le molestaba mi evidente sufrimiento, y sus quejas acerca de lo que satíricamente llamaba mi «martirio» no mejoraron nuestras relaciones. Me probaba como una autómata la ropa que ella encargaba para mí. Las visitas a museos e iglesias se alternaban con conciertos y charlas. Asistí a unos cuantos de esos aburridísimos bailes de debutantes que ya no me importaban y bailé con hombres que no tenían interés alguno para mí. Luego nos trasladamos a Londres, donde los acontecimientos comenzaron a sucederse con rapidez, y sentí que estaba siendo conducida a un torbellino que me engulliría.

Una de las fiestas destacó con claridad por la belleza de la anfitriona y de su entorno. La dieron los duques de Sutherland en Stafford House. La imagen de la joven duquesa recibiendo a sus invitados en la parte superior de la gran escalera, envuelta en un vestido plateado y diamantes, era fastuosa. Había innumerables salones abarrotados de gente, pero yo no tenía muchos conocidos y me sentía perdida e incómoda. Por aquel entonces había costumbre de llevar tarjetas en las que los compañeros de baile escribían sus nombres y aún recuerdo el sentimiento de gratitud con el que recibí al primero que lo hizo. Marlborough, a quien no había visto desde la cena del año anterior en casa de lady Paget, me pidió varios bailes.

Sólo estuvimos durante un breve tiempo en Inglaterra, y una visita al palacio de Blenheim fue el acontecimiento más excepcional. En aquel tiempo Marlborough vivía allí solo. A veces se quedaban con él sus dos hermanas solteras, pero su madre, lady Blandford, rara vez era invitada. Después de muchos años de infelicidad con el padre de Marlborough, al final se habían divorciado, y él había contraído segundas nupcias con la señora Hammersley, una viuda americana cuya riqueza se había gastado alegremente en la instalación de calefacción central y luz eléctrica en Blenheim.

Blenheim siempre impresionaba por su inmenso tamaño y por la belleza de su emplazamiento y sus alrededores. Tiene una grandeza majestuosa, la palabra «palacio» es lo que mejor describe las intenciones de Sarah, duquesa de Marlborough, y del arquitecto, sir John Vanbrugh, cuando lo construyeron. Entramos al parque cruzando un pórtico de piedra. Se cuadró un guarda vestido de librea que portaba un largo bastón de mando rematado por un pomo de plata del que colgaban un cordón y una borla rojos, y la gran casa se vislumbraba en la distancia. A nuestra derecha y hacia abajo había un decorativo lago sobre el que se extendía un puente monumental. Entramos en una magnífica avenida de olmos y pasamos por otro arco que conducía a un patio en torno al cual estaban dispuestos la sala de audición, los lavaderos, la casa del guarda y varias oficinas. La fachada sur estaba flanqueada por galerías que anteriormente habían albergado una colección de obras de Tiziano. El museo se mantenía cerrado con llave, ya que a las señoras no se les permitía ver los cuadros, razón por la que sintieron un gran placer cuando lo destruyó el fuego.

Tras pasar por un nuevo arco de piedra entramos en el patio central en torno al cual está dispuesta la casa. Desde la zona norte abierta se veía al otro lado del puente el monumento construido para el primer duque, una columna alrededor de la cual, según cuenta la leyenda, se plantaron árboles en la posición en que las tropas británicas se situaron al comienzo de la batalla de Blenheim. Fue esta leyenda la que dio lugar a la pregunta formulada por tantos turistas con más curiosidad que conocimiento de historia o de geografía: «¿En qué punto exacto se libró la batalla?». Desde la columna el High Park bajaba en suaves pendientes de claros cubiertos de césped hasta el lago. Había olmos de gran tamaño, algunos de más de mil años, incluido uno que se creía que había ocultado al rey Alfredo, pues el parque había formado parte del bosque real de Woodstock. También estaba el pozo de Fair Rosamond, al que se había dado nombre en honor de un amor del rey, y el High Lodge, el pabellón donde el libertino conde de Rochester, soldado de Carlos II, había disfrutado de sus placeres. El High Lodge era una casita con una preciosa vista sobre el parque y el campo de los alrededores; en mi época sólo se utilizaba para almuerzos campestres cuando los hombres cazaban faisanes y conejos en el parque.

Un tramo de escalera de peldaños bajos conducía hasta la entrada principal del palacio. Las puertas se abrían a un inmenso vestíbulo con el techo abovedado. Era tan alto que tuve que estirar el cuello para ver al gran duque vestido con una toga romana conduciendo una cuadriga. Estaba rodeado de nubes y me di cuenta de que corría por las esferas celestiales, sin duda para unirse a Julio César y a Alejandro Magno. Creo que ni siquiera Napoleón podría haber imaginado una apoteosis más extraordinaria. Por desgracia, el arquitecto Vanbrugh olvidó dejar espacio para la monumental escalera que esa casa requería y había que subir por un tramo de escalera largo y estrecho con una barandilla muy fea. Un grupo familiar pintado por Hudson era el único ornamento que animaba las interminables peregrinaciones que había que hacer arriba y abajo. Desde el vestíbulo unas toscas alfombras indias rojas mostraban el camino por el que tenían que seguir los turistas.

Seguimos una de ellas hasta el Gran Salón, donde vimos de nuevo al primer duque y su familia en los frescos de la pared pintados por el artista francés Laguerre, que debe de haber lamentado el día que vino a explotar la humillación de su país. Allí había dos chimeneas impresionantes y delante de una de ellas se había preparado una mesa para el té. En su debido momento Marlborough, acompañado por sus hermanas, lady Lilian y lady Norah Spencer-Churchill, se unió a nosotros. Lilian, una bonita rubia unos años mayor que yo, me conquistó inmediatamente el corazón por su bondad sencilla y natural. Dos o tres jóvenes completaban un grupo que parecía perdido en una casa tan grande. Cuando miré alrededor vi salas que se desplegaban a cada lado del salón, en la parte oeste hacia la gran biblioteca y en la parte este hacia los aposentos privados. Pasamos la tarde escuchando al organista del duque, un famoso músico de Birmingham, que tocó para nosotros el órgano que el padre de Marlborough había instalado en la biblioteca.

Al día siguiente, domingo, mi anfitrión me mostró sus propiedades. También fuimos a los pueblos de la periferia, donde ancianas y niños nos hacían reverencias y los hombres se quitaban la gorra a nuestro paso. El terreno que rodea Blenheim es rural, con campos arados y cercas de piedra. Los pueblos son de piedra gris y me encantaron sus bonitas iglesias antiguas. Cada casita tenía un pequeño y alegre jardín lleno de flores. Comprendí que había venido a un viejo mundo de tradiciones antiguas y que los aldeanos todavía se sentían orgullosos de su duque y de la lealtad que sentían hacia él y hacia su familia. Ganaban poco, pero los cuidaban cuando estaban enfermos. Todavía no habían hecho campaña por allí los oradores para informarles de mejores condiciones de vida; los políticos eran liberales o conservadores, lo que en ambos casos significaba básicamente lo mismo para el que labraba la tierra. Que Marlborough era ambicioso lo deduje de su charla, que estuviera orgulloso de su posición y de sus propiedades no era sino algo natural, pero ¿reconocía sus obligaciones? Inmersa como estaba yo por entonces en cuestiones de economía política, en las teorías de los derechos del hombre, en los discursos de Gladstone y John Bright, no era de extrañar que se me ocurrieran tales reflexiones.

No sé lo que Marlborough pensó de mí, excepto que yo era bastante distinta de las sofisticadas muchachas que deseaban convertirse en su duquesa. Mis comentarios parecían divertirlo, pero si los consideraba agudos o ingenuos nunca lo supe; salvo que mucho más tarde, después de nuestra separación, dijo con ocasión de alguna catástrofe trivial: «Consuelo debe de estar riéndose de esto, ¡tiene tanto sentido del humor!». Por fortuna para mí siempre he sido capaz de reírme, incluso de mi propia turbación. Fue esa tarde cuando debió de tomar la decisión de casarse conmigo y de dejar a la chica que amaba, como me dijo tan trágicamente poco después de nuestro matrimonio. Porque para vivir en Blenheim con la pompa y la circunstancia que él consideraba esenciales necesitaba dinero, y el sentido del deber hacia su familia y sus tradiciones exigían el sacrificio de sus deseos personales.

Cuando dejé Blenheim después de ese fin de semana decidí firmemente que no me casaría con Marlborough. Y de camino a casa soñé con una vida en mi país con mi caballero de la rosa. Sabía que conllevaría una batalla, pero mi intención era forzar la situación con mi madre. No me hacía ninguna gracia, pero estaba en juego mi felicidad.

Mi madre había invitado a Marlborough a visitarnos en Newport en algún momento en septiembre. Apenas tenía seis semanas para realizar mis planes y estaba nerviosa y preocupada, sin saber cuándo ni dónde podría ponerme en contacto con el hombre con el que me consideraba comprometida.

Al llegar a Newport mi vida se convirtió en la de una prisionera en la que mi madre y mi institutriz hacían las veces de guardianas: nunca me perdían de vista. Vinieron a verme mis amigos, pero les dijeron que no estaba en casa. Encerrada detrás de aquellos altos muros, el guarda tenía órdenes de no dejarme salir sin ir acompañada, no tuve ninguna oportunidad de hacer llegar palabra alguna a mi prometido. Educada para obedecer, me encontraba indefensa bajo el dominio total de mi madre. Con pocas esperanzas de llegar a verlo, había sucumbido al desaliento cuando nos encontramos en un baile. Bailamos una pieza corta antes de que mi madre me sacara de allí, pero fue suficiente para tener la certeza de que mis sentimientos hacia él no habían cambiado.

De camino a casa mi madre permaneció en un silencio que no presagiaba nada bueno, pero cuando llegamos me dijo que la siguiera hasta su habitación. Pensando que lo mejor era dejar de fingir, le dije que estaba decidida a casarme con X, y añadí que consideraba que tenía derecho a elegir mi propio marido. Estas palabras, las más valientes que jamás había articulado, provocaron una horrenda tormenta de quejas. Sufrí toda clase de virulentos reproches, oí lanzar todos los improperios posibles al hombre al que amaba. Fui informada de sus numerosos devaneos, de su bien conocido amor por una mujer casada, de su deseo de casarse con una heredera. Mi madre llegó incluso a declarar que él no tendría hijos y que había casos de locura en su familia. No tenía respuesta para estas acusaciones, pero en mi silencio ella debió de ver cuán obstinadamente me aferraba a mi decisión. En una apelación final a mis sentimientos argumentó que su decisión de elegirme un marido se basaba en el hecho de que yo era demasiado joven e inexperta para hacer valoraciones. Aunque desgarrada por una súplica tan conmovedora, seguí manteniendo mi derecho a llevar la vida que deseara. Quizá fuera mi inesperada resistencia o el mero hecho de que nadie se le había enfrentado jamás lo que le hizo decir que no dudaría en disparar a un hombre que creía que iba a arruinar mi vida.

Llegamos a un punto en que los argumentos eran inútiles, y la dejé en el frío amanecer con la sensación de que toda mi juventud se había diluido. No se me acercó nadie y la mañana se fue alargando en su interminable transcurso. No podía buscar el consejo de X, porque no había teléfono. No podía escribir, porque los sirvientes tenían órdenes de llevar las cartas a mi madre, ni podía salvar el guarda que había en la entrada. La casa se llenó de malos augurios. Oí que mi madre estaba enferma en la cama y que habían ido a buscar a un médico; hasta mi institutriz, normalmente tan calmada, estaba nerviosa. La intriga se me hacía insoportable. No había nadie a quien pudiera consultar; sabía que llamar a mi padre, que se encontraba alejado en el mar y que no sabía nada de los planes de mi madre, sólo lo involucraría a él en una lucha desesperada contra lo imposible y que eso estimularía aún más el rencor de mi madre.

Más tarde ese mismo día la señora Jay, que era íntima amiga de mi madre y que decidió quedarse con nosotros en aquellos momentos, vino a hablar conmigo. Condenó mi comportamiento y me informó de que mi madre había sufrido un infarto provocado por mi cruel indiferencia hacia sus sentimientos. Me confirmó las intenciones de mi madre de no dar jamás su consentimiento a mis planes de matrimonio, y de disparar a X si decidía fugarme con él. Le pregunté si podía ver a mi madre y si en su opinión podría llegar a transigir. Todavía recuerdo la terrible respuesta que me dio: «Tu madre no transigirá jamás y te advierto de que habrá una catástrofe si persistes. El doctor dijo que otra escena podría provocar fácilmente un nuevo ataque al corazón y que él no se hacía responsable del resultado del mismo. Puedes preguntar al médico tú misma si no me crees».

Aún bajo la tensión de la dolorosa escena con mi madre, viendo todavía su aterradora furia, me pareció que en efecto podría sufrir fácilmente un ataque de apoplejía o un ataque al corazón si la provocaba de nuevo. Con un sufrimiento absoluto pedí a la señora Jay que hiciera saber a X que no podría casarme con él.

Qué tristes fueron aquellos días de verano llenos de vergüenza y de desdicha: mi madre se había alejado de mí, mi padre estaba fuera de mi alcance, mis hermanos estaban absortos en sus placeres personales, Willie haciendo cruceros en su pequeño barco y Harold demasiado joven para inmiscuirse en mis problemas. Mis amigos, cansados de ser rechazados, ya no venían, así que con arraigada reticencia me guardé las preocupaciones para mí.

Con cuánta gratitud busqué entonces consuelo y consejo en la señorita Harper, con qué sabiduría me habló ella del futuro que me esperaba en su país, de las oportunidades que allí encontraría para prestar servicios de gran utilidad social, de la felicidad que puede dar una vida vivida para los demás. Y apelando de forma tan sutil a lo mejor de mi naturaleza, poco a poco me hizo cambiar de las reflexiones puramente personales a un idealismo más elevado. Educada para obedecer, me rendí a los dictados de mi madre con más facilidad de lo que otros, criados en una disciplina menos severa, podrían haberlo hecho. Me parecía imposible seguir arriesgándome a contrariarla, pues en la persecución del hombre al que amaba iba implícito el peligro que para ella suponía, según había indicado el doctor.

La historia registra muchos matrimonios de conveniencia. Incluso en mi época todavía estaban en boga en Europa, donde se consideraba que los intereses de las partes contrayentes tenían más peso que los deseos de la novia. De modo que lo que para muchos de mis compatriotas podía parecer una prerrogativa sin justificación alguna para mi madre no era sino una decisión razonable con respecto a mi futuro.

Así pues, disciplinada y preparada, encontré con la llegada de Marlborough un cambio de escena repentino. Decidida a superar todos los entretenimientos anteriores, mi madre dio un baile que los periódicos de la época describieron como «la fiesta más hermosa jamás vista en Newport». Los regalitos del cotillón, que había seleccionado ella misma en París, consistían en antiguos grabados franceses, abanicos, espejos, cajas de relojes y bandas de cintas, todo del periodo Luis XIV. Los faroles a imitación de Marble House y unas gaitas que realmente chillaban añadían una nota divertida. Cada regalo iba marcado con un medallón que representaba Marble House. «El joven duque de Marlborough», continuaban los periódicos, «permaneció en el gran salón junto a la señora Jay y miraba a las hermosas mujeres con interés».

Lanzada una vez más al alborozo de los acontecimientos sociales de los que había sido recientemente retirada, asistí a cenas y a bailes acompañada por Marlborough y escoltada por mi madre. En el puerto, en uno de aquellos suntuosos yates que por entonces poseían, nos recibieron John Jacob Astor y su bella esposa, que después se convirtió en lady Ribblesdale; se declinó hacer un crucero con los Pembroke Jones, pues Marlborough alegó ser muy mal navegante. El yate de mi padre, el Valiant, estaba lejos, en otras aguas; no nos reunimos hasta después en Nueva York. Y el hombre al que yo anhelaba ver se había retirado de ese mundo tan alegre.

Qué pausadas fueron nuestras diversiones. Por las mañanas íbamos con mi madre al casino en un sociable, un carruaje que se llamaba así por la comodidad que ofrecía para la conversación. Cara a cara sobre asientos con almohadones que nos permitían recostarnos sin perder la dignidad, nos sentamos bajo una carpa como un paraguas. Vestida con una de las elaboradas batistas que mi madre me había comprado en París, con Marlborough enfrente con pantalones de franela y un sombrero de marinero tradicional seguimos Bellevue Avenue abajo. Los miembros de la alta sociedad pasaban en las elegantes carrozas que se veían por aquel entonces, cuando ir bien vestido sobre un coche tirado por un magnífico par de caballos era tan necesario como tener una buena casa para mostrar el nivel de lujo. En el casino nos reuníamos con el beau monde y sus bellezas, la joven señora J. J. Astor, la señorita Grace Wilson, que después se casaría con mi primo Cornelius Vanderbilt, y las dos adorables jóvenes Blight, que en las temporadas de París impresionaron al Faubourg con la simpatía, la distinción y la alegría de su generación. Pero a mi entender la más guapa de todas, poseedora de una perfección clásica tanto en el rostro como en la figura, era Louise Morris, que más tarde, casada con Henry Clews, legaría esa belleza a su hija, la duquesa de Argyll. Qué encantadoras estaban todas con sus pamelas y sus organdíes, tan incompatibles con la comodidad pero tan favorecedores.

De vuelta a Marble House, quizá para tomar el almuerzo, a menudo veíamos a Oliver H. P. Belmont, célebre diputado, pasar rápido como un meteoro en su carruaje, guiando hábilmente a sus aristocráticos Rockingham y Hurlingham. Oliver Belmont era un hombre de buen gusto. En aquella época tenía un exclusivo establo de caballos para carruajes. Para estar más cerca de ellos había construido sobre sus establos cerca de Bellevue Avenue un apartamento donde vivía con sus libros y con una colección de caballeros ecuestres con armaduras medievales. Debajo alojaba sus carruajes, un Cabriolé, un Curricle, un Spider Phaeton y varios tipos de calesines y calesas. Estos carruajes estaban fabricados en Francia y eran copias de los que admiramos en los cuadros de Carle Vernet y en los dibujos de Guys. Estaban bellamente producidos, con el cuidado por el detalle que garantizaban los conocimientos del señor Belmont. A veces él nos llevaba al campo de polo, donde los jóvenes Waterbury daban pruebas tempranas del brío y la pericia que más tarde los llevaría a formar parte del equipo conocido como los Cuatro Grandes, cuando con mi primo Harry Whitney y el gran defensa Devereux Milburn volvieron a ganar la Copa Westchester de Inglaterra. La rivalidad de los torneos internacionales todavía no había provocado que los ponis de polo alcanzaran tanto valor como las joyas ni una velocidad tan vertiginosa como para hacerse casi peligrosos. Nos situábamos alrededor del campo en los carruajes y salíamos de paseo para tomar el té al final del juego.

Fue en el relativo sosiego de una velada en casa cuando Marlborough me propuso matrimonio en el salón gótico, cuya atmósfera era tan propicia para el sacrificio. No hubo necesidad de expresar emociones. Yo me quedé satisfecha con sus esperanzas infundadas de que sería un buen marido para mí y corrí hacia mi madre con la noticia de nuestro compromiso. No hubo tiempo para pensar ni para arrepentimientos. Al día siguiente se divulgó la noticia y unos cuantos días después Marlborough se marchó para ver algo de un país que incluso entonces anunció que jamás volvería a visitar. En sus sarcásticos comentarios sobre todo lo americano había una arrogancia que hacía que me inclinara a aprobar su decisión. Cuando di a mis hermanos la noticia de nuestro compromiso, Harold observó: «Sólo se casa contigo por dinero», y con esta última bofetada a mi orgullo rompí a llorar. Era obvio que ellos hubieran preferido que me casara con un compatriota, pero, incapaz de hablar de la tensión emocional que había experimentado tan recientemente, no pude explicárselo. De hecho, ahora me separaba de ellos una inmensa distancia, pues yo había madurado mucho.

En octubre volvimos a Nueva York, a una nueva casa en la que mi madre se había instalado desde que su divorcio se hiciera definitivo. Estaba en la Calle 72 y sólo hace poco que la han demolido.

El 5 de noviembre fue el día que se fijó para nuestra boda, pero se cambió al 6 cuando Marlborough dijo que el 5 de noviembre era el día de Guy Fawkes y que no sería apropiado que él se casara en un día en que habían intentado volar la Cámara de los Lores. No podía entender por qué el atentado de Guy Fawkes para volar el Parlamento hacía casi trescientos años podría afectar a la fecha de nuestro matrimonio, pero éste fue sólo el primero de lo que a mi entender eran una serie de prejuicios arcaicos inspirados en un punto de vista opuesto al mío.

El encargo de mi ajuar, siempre un acontecimiento emocionante en la vida de una chica, resultó de escaso interés, ya que tuve muy poco que decir al respecto, pues mi madre no se molestó en consultar el gusto que según ella yo no tenía.

Los acuerdos prenupciales dieron lugar a bastantes discusiones. Un abogado inglés que había cruzado los mares con la intención manifiesta de «beneficiar a la ilustre familia» a la que se había comprometido a servir dedicó a ello un talento natural. Al final los acuerdos se distribuyeron en partes iguales a petición mía.

La presión que mi compromiso imponía sobre mis sentimientos se intensificó aún más con estas consideraciones materiales. Sin embargo, con el compromiso la vigilancia se había relajado y mi correspondencia ya no estaba sujeta a examen, circunstancia que permitió que me llegara una gran cantidad de proposiciones matrimoniales. Las habían escrito aspirantes a caballeros ansiosos por evitar la infelicidad que parecía que me iba a deparar un matrimonio tan poco romántico. Convertida en una escéptica por mis experiencias recientes, veía estas ofertas con menos entusiasmo que los que las habían generado.

A medida que se acercaba la boda empezaron a llegar los regalos. Mi madre me había prohibido recibir ningún regalo de los Vanderbilt, y me sentí herida y apenada cuando me hizo devolvérselos sin excusas ni agradecimientos. Mi abuela era la única Vanderbilt a la que se me permitía visitar y la única invitada a mi boda, pero naturalmente rehusó ir a una ceremonia de la que toda su familia había sido excluida. Mis ocho damas de honor habían sido elegidas por mi madre entre sus amigas por las razones que fueran, y algunas de ellas eran varios años mayores que yo. Fueron Edith Morton, Evelyn Burden, Marie Winthrop, Katherine Duer, Elsa Bronson, May Goelet, Julia Jay y Daisy Post. Llevaron vestidos largos de satén blanco con bandas azules y sus grandes sombreros eran de lo más favorecedores. La llegada de mi vestido de novia me hizo comprender que mi madre lo había encargado cuando estábamos todavía en París, tan segura estaba del éxito de sus planes.

El mío fue el primer matrimonio internacional que había tenido lugar durante algún tiempo. Suscitó un gran interés y se publicaron todos los detalles. Los periodistas no dejaban de llamar, impacientes por conseguir cada pequeña noticia que se produjera, desde el coste de mi ajuar hasta nuestros planes futuros. Como se dio a conocer poca información, se inventaron historias. Leí con estupefacción que mis ligas llevaban pasadores de oro con incrustaciones de diamantes, y me pregunté cómo iba a olvidar tales vulgaridades.

La mañana del día de mi boda la pasé sola entre lágrimas; no se me acercó nadie. Se había colocado un sirviente a la puerta de mi aposento y ni siquiera dejaron entrar a mi institutriz. Como una autómata me puse la bonita lencería con su encaje auténtico y las medias de seda blancas y los zapatos. Mi doncella me ayudó a ponerme el hermoso vestido, cuyas capas de encaje de Bruselas caían en cascada sobre el blanco satén. Llevaba cuello alto y mangas largas y ajustadas. La cola del vestido, bordada con perlas pequeñas y plata, caía desde los hombros en pliegues de nubes blancas. La doncella me ajustó el velo de tul a la cabeza con una corona de azahar; me cubría la cara y me llegaba hasta la rodilla. Un ramo de orquídeas que tenía que venir desde Blenheim no llegó a tiempo. Estaba aterida de frío cuando bajé a reunirme con mi padre y con las damas de honor, que me estaban esperando. Mi madre había decretado que mi padre me acompañaría a la iglesia y me llevaría al altar. Después tenía que desaparecer. Llegamos veinte minutos tarde porque tenía los ojos hinchados de tantas lágrimas como había derramado y fue necesario pasarme muchas veces una esponja antes de que pudiera enfrentarme a las curiosas miradas con las que siempre se recibe a una novia. A mi madre, que nos había precedido a la iglesia, la espera le pareció interminable y se preguntaba si en el último momento se malograrían sus planes.

En la Quinta Avenida se agolpaban las habituales multitudes de turistas curiosos. Cuando llegamos a Saint Thomas vi un pasillo interminable hasta el altar con ramos de flores blancas y en el altar estaban el obispo de Nueva York y el obispo de Long Island. Era el objeto de la mirada de tantos ojos que agradecí que el velo me cubriera la cara. Recuerdo que mientras seguía a mis bellas damas de honor apreté suavemente el brazo de mi padre para que fuera más lento. Marlborough, con su primo Ivor Guest, que era el padrino, nos esperaba. Se cantaron los consabidos himnos que glorifican el amor perfecto, y cuando miré tímidamente a mi marido, vi que tenía los ojos fijos en el espacio.

Cuando salimos de la iglesia, la multitud se abalanzó hacia nosotros y las mujeres trataban de hacerse con las flores de mi ramo. Hubo algunos vítores y otros exabruptos menos agradables. En el almuerzo que se dio a continuación en nuestra casa el embajador británico, lord Pauncefote, hizo un simpático discurso al que Marlborough respondió apropiadamente. El padrino brindó por las damas de honor, pero a los encargados de recibir a los invitados, elegidos entre las filas de aquellos que quizá desde una noción similar habían aspirado a estar en el lugar de Marlborough, no se les invitó a hacer discursos que demostraran su buena voluntad.

Mientras me alejaba de mi hogar volví la vista atrás. Mi madre estaba en la ventana. Se escondía tras la cortina, pero vi que estaba llorando. «Y sin embargo», pensé, «ha conseguido la meta que se propuso, ha experimentado las satisfacciones que da la riqueza, me ha colocado en la posición que tan temprano me había asignado y ahora es libre para dejar que la ambición ceda el paso a una pasión más afable». Al pedir el divorcio, había persuadido a mi padre, muy a pesar de él, de darle los motivos que requiere una sentencia definitiva en el estado de Nueva York, un código en el que los sutiles cargos de crueldad mental no se pueden exagerar sin límites. Me alegraba pensar que en su matrimonio con Oliver H. P. Belmont encontraría la felicidad. No sabía en aquel momento lo trágicamente corta que sería su vida de casada.