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Lou Sueil: amigos y vecinos
Antes de los felices y atareados meses de primavera que cada año pasábamos en París disfrutábamos de unos maravillosos meses de sol invernal en la Costa Azul, donde nuestra vida, aunque igualmente social, era más informal. Algunos años antes de que Jacques y yo nos casáramos, mientras me recuperaba en la Costa Azul me sentí atraída por su belleza y su clima. Poco después de nuestro matrimonio decidimos comprar allí una propiedad y construir una casa.
Entre la cornisa alta y la baja, la primera construida por Napoleón para conducir sus ejércitos a Italia, y la última construida siguiendo el contorno de los acantilados costeros, se extendían hermosas laderas donde los campesinos cultivaban verduras y flores para los mercados de la parte baja. Durante la Primera Guerra Mundial estas zonas se hicieron accesibles gracias a la nueva cornisa media. Encontramos la propiedad que queríamos comprar en un anuncio. Eran sesenta hectáreas de tierra y las negociaciones para adquirirla habrían puesto a prueba la paciencia de cualquiera que no fuera francés. Los dueños eran unos cincuenta campesinos, y fue necesario aplicar la diplomacia, la paciencia y el tacto para negociar con ellos. Me maravillé de la persistencia de mi marido mientras bromeaba y hacía intercambios con ellos, pues eran cautelosos y astutos y, aunque estaban ansiosos por vender, se resistían a desprenderse de su tierra. Justo cuando pensábamos que habíamos llegado a un acuerdo, descubrimos que no había sido incluida una parcela, e inevitablemente era la mejor zona, la pieza sin la cual el resto era inútil, y las negociaciones empezaron de nuevo. Sólo se rindieron cuando al final fracasaron todas las artimañas. Entonces, sentados a las mesas de sus cocinas, sellamos los contratos con los fuertes y amargos vinos hechos con los frutos de sus viñas. Escanciando el vino generosamente en vasos relucientes, bebieron sin respirar, y antes de ofenderlos, tomé a sorbos la potente cosecha y sufrí el inevitable dolor de cabeza.
Nuestra casa fue construida en piedra y tenía un jardín interior al que se abrían los claustros. Elegimos el convento de Le Thoronet en la Provenza como inspiración; había sido construido por los monjes cistercienses en el siglo XI. La villa fortificada de Eze, que quedaba al otro lado del barranco desde nuestra casa, había sido una vez un santuario en honor a Isis, la diosa de la luna, y desde entonces había sido el bastión de los que dominaban el Mediterráneo. A nuestra propiedad le dimos el nombre de Lou Sueil, que en provenzal significa lar, pues así se identificaba el sitio en los mapas locales.
Nuestra casa fue construida por seis hermanos que eran picapedreros. Todos los lunes atravesaban a pie las montañas desde Italia, adonde regresaban para pasar los domingos con sus esposas. Eran hábiles artesanos y trabajaban con rapidez, y construyeron la casa en un año. Hicimos nuestros propios planos y Duchêne, que había diseñado Sunderland House, fue de nuevo el arquitecto. Sólo había dos habitaciones terminadas cuando nos mudamos allí. Las otras se estaban panelando como fondo para colocar el mobiliario de época que compramos en Crowhurst. Cuando llegaron los muebles en furgones, pasamos unas semanas muy dichosas arreglando las habitaciones para que fueran bonitas y cómodas al mismo tiempo, pues no nos gustaban las casas que parecían museos en vez de hogares. Eran abundantes los sofás anchos llenos de almohadones, las lámparas colocadas cerca de las poltronas las convertían en agradables asientos para la lectura, y había escritorios en cada habitación. Había sillas tapizadas en petit point dignas de reyes, pero nos sentábamos en ellas con toda tranquilidad; los suelos estaban cubiertos de hermosas alfombras de Ispahán, y las flores daban alegría a la casa. El perfume de los nardos, las lilas y los lirios llenaba el aire. Al entrar en los claustros la sucesión de azaleas de vivos colores era una imagen adorable.
Diseñamos el jardín en terrazas, pues el terreno, como los jardines colgantes de Babilonia, estaba colgado entre tierra y cielo y a menos que se hicieran terrazas, las paredes de piedra se desmoronarían en la escarpada ladera de la montaña. La hierba bajo los olivos estaba alfombrada de jacintos y campánulas. La primavera hacía brotar su temporal despliegue de tulipanes, peonías y narcisos. Los almendros eran los primeros en florecer, con profusión de tonos rosas y blancos; luego llegaba el turno de otros frutales como ciruelos y cerezos, y los árboles de Judas con su follaje en bronce y escarlata. Cada mes tenía su cascada de mimosas particular en fragancias amarillas. Como en los tapices góticos regados de flores por todas partes, nuestros jardines representaban un trabajo agotador e interminable. En septiembre, después de las primeras lluvias que ablandaban la tierra, esparcíamos millares de bulbos; los jardineros los sembraban a continuación trabajando de rodillas con sus paletas. Así se conseguía una alegre combinación de colores, y el efecto parecía natural. Todos estos bulbos tenían que ser arrancados en mayo para volverlos a plantar el otoño siguiente, pues la sequía y el calor del verano los hubieran hecho encoger y los hubieran estropeado.
Había matas de rosas tan grandes como hortensias. Las paredes de piedra estaban cubiertas de enredaderas de flores azules, buganvillas rosas y clemátides moradas. Los altos cipreses dibujaban su esbelta negrura en el resplandor plateado de las hojas de los olivos o se erguían en vías estrechas enmarcando una vista. En los rincones que sobresalían había cubas rojas llenas de flores. Este jardín, que dominaba el Mediterráneo desde su elevado promontorio y estaba rodeado del anfiteatro de las cumbres alpinas, se hizo famoso. Lo abrimos al público y el dinero se destinó a obras de beneficencia; un invierno llegamos a sacar cien mil francos.
Al otro lado del barranco, la villa de Eze, en su elevada cumbre, sólo era accesible a través de una empinada carretera que pasaba bajo un arco. Las estrechas calles empedradas se extendían entre hileras de casas que se elevaban una sobre otra hasta llegar a la placita donde quedaba la iglesia. Las casas eran de piedra, con tejados de tejas antiguas, puertas de roble y ventanas en forma de arco, y el exterior daba a un precipicio que se asomaba al azul profundo del mar. Cada una de ellas tenía un jardincito donde las higueras desplegaban las retorcidas y desnudas ramas para producir su sorprendente carga de fruta en el verano. Cuando construimos Lou Sueil, en Eze sólo vivían campesinos. Eran fuertes y enjutos y tenían una infinita capacidad de trabajo. Hasta las ancianas bajaban con los productos de sus tierras a los mercados de Mónaco, unos dieciséis kilómetros entre ida y vuelta, portando pesadas cestas en equilibrio sobre las cabezas, mientras balanceaban las caderas al caminar. Cuando pasé a su lado en mi Rolls-Royce, sus 80 años parecían un desafío a mis 40, y un día, acompañada por mi marido, recorrí con dificultad los once kilómetros que había hasta Niza. Las medias de seda se me quedaron hechas jirones, pero me sentí menos humillada.
Dos familias dominaban Eze, los Millo y los Asso. Habían llegado con los romanos en su conquista de Gaul. Aristócratas como eran, miraban con orgulloso desdén a los Romagnan-Biron, otra familia noble que había llegado de España en el siglo XVI. Nos sentimos orgullosos el día que nos hicieron ciudadanos de Eze. El cura vino a bendecir la casa y expulsó a los espíritus malvados de la montaña con agua bendita.
Poco a poco la belleza de Eze empezó a atraer a los forasteros. Sam Barlow, el compositor, abandonó su hogar familiar en Gramercy Square para pasar allí los veranos. Compró dos o tres casas pequeñas y creó un encantador hogar donde tocaba el piano hasta que los habitantes se quejaron de que no podían dormir. Una noche de Fin de Año su bella esposa y él vinieron a cenar con nosotros y el cuarteto Montecarlo tocó una de sus composiciones, lo que pensé que era una forma adorable de ver entrar el Año Nuevo. Durante el tiempo que duró el concierto, Su Alteza real el duque de Connaught, arrellanado en una poltrona, durmió profundamente, con lo que demostró a los ciudadanos de Eze que sus quejas eran infundadas.
El duque de Connaught era el hijo menor de la reina Victoria. A la muerte de la duquesa consorte y dada su mala salud el médico le ordenó que pasara los inviernos en la Costa Azul. Distinguido y apuesto, y dueño de un jovial encanto, era de lejos el miembro de la realeza que gozaba de mayor popularidad en la Côte. Los franceses valoraban especialmente el papel que desempeñaba en la vida de la comunidad, pues nunca dejaba de estar presente en una ceremonia local.
De hecho, tuvimos más miembros de la realeza de lo que nos correspondía en la Costa Azul. Los reyes de Dinamarca, ambos altísimos, paseaban infatigablemente en bicicleta por el campo, mientras que el rey de Suecia jugaba al tenis de forma vigorosa a pesar de sus 80 años. Solíamos encontrarnos con ellos en los almuerzos que daba el Préfet en su honor en la Prefectura de Niza. La Prefectura era un antiguo palacio de los Grimaldi que se remontaba a los días en que esa familia reinaba en Saboya, y tenía el encanto, pero también los inconvenientes, de las casas antiguas. Por desgracia la democracia estableció más tarde la plaza del mercado justo debajo de sus ventanas y cuando llegábamos al almuerzo los carros de agua estaban limpiando las calles de los restos de verduras, pescado y flores. Cuando subíamos por la monumental escalinata hasta los comedores, el olor del pescado podrido o, si había suerte, de las flores marchitas, impregnaba la brisa.
La Prefectura de los Alpes Marítimos era una posición envidiable y normalmente se le daba a hombres distinguidos, pues parte de su tarea consistía en recibir visitas ilustres. Los Préfets que conocí durante la veintena de años que pasé en la Costa Azul eran hombres capaces y refinados que recibían a sus invitados con tranquilidad, desplegando unos modales democráticos y, sin embargo, muy finos.
El miembro de la realeza más excéntrico que recibimos nosotros fue el hermano pequeño del emperador de Japón. Lo habían enviado a Inglaterra a estudiar, y nos lo trajo una antigua amiga mía que había sido nombrada su cicerone. Era una inglesa que medía más de un metro ochenta y con un aspecto igualmente majestuoso que descollaba sobre el desventurado príncipe y su séquito. Pasé un almuerzo espantoso tratando de hablar en una mezcla de francés e inglés, ninguno de los cuales parecía él hablar ni entender. Cuando se preparaba para marcharse le pedí que firmara el libro de visitas, sin pensar de ninguna manera que escribir su nombre en vertical haciendo uso de los caracteres clásicos le llevaría al menos diez minutos mientras esperábamos todos de pie en un silencio embarazoso.
Nuestra vida social en Eze era muy activa. Ser dueños de un lugar precioso tiene claros inconvenientes. Por lo general las fiestas-almuerzo se limitaban a veinte personas, dispuestas en dos mesas de diez. En ciertas ocasiones conté que estaban presentes seis nacionalidades distintas: inglesa, americana, austriaca, polaca, belga e italiana. El francés era la lengua dominante. Después del almuerzo llevábamos a nuestros invitados a dar un paseo por el jardín; hacíamos un recorrido breve y fácil para los de más edad y otro más amplio para los más fuertes y sanos. Mi marido nunca se cansaba de subir y bajar nuestra montaña, pero a veces podía ver el efecto desmoralizador de estas subidas en hombres y mujeres que se consideraban atletas en buena forma. En una ocasión un gordo banquero inglés, desplomándose en un asiento que había a mi lado, me pidió con voz muy débil un vaso de agua, pero luego encontró cierta satisfacción al pensar que debía de haber perdido como mínimo un kilo y medio en el ascenso impuesto por mi marido.
Recibir gente tenía a veces sus contratiempos. Cuando se producían daban rabia, pero luego en retrospectiva eran divertidos. Hubo una ocasión en que uno de nuestros invitados telefoneó para decir que vendría caminando desde Montecarlo para almorzar con nosotros. Había una distancia de unos ocho kilómetros cuesta arriba, y le avisé de que comenzara con tiempo; pero ya se habían servido los cócteles y todavía no había rastro de él. Como la persona en cuestión era un diputado británico de rango ministerial, pensé que sería más correcto esperar un poco más aunque ya se había reunido una veintena de invitados. Luego, como nuestro ministro seguía sin aparecer, comenzamos el almuerzo. A mitad de la comida el mayordomo me susurró al oído: «Ha llegado un caballero que desea tomar un baño». «¡Un baño!», dije. «Sí, un baño», repitió él. «Ha pasado tanto calor en la subida que tiene que darse un baño». Un poco después apareció de nuevo el mayordomo con aire preocupado. «No sé lo que le pasa a este caballero, pero está tirando toda su ropa por la ventana y les dice a los jardineros que se la queden». «¡Santo cielo!», pensé. «Espero que no tenga la intención de presentarse desnudo», pues al no conocerlo tuve miedo de que pudiera ser otro Milord Anglais fou. Por fin entró nuestro diputado (gracias a Dios, debidamente vestido), sin avergonzarse en absoluto de llegar cuarenta y cinco minutos tarde. «Me gusta caminar», dijo con ligereza, «y siempre llevo una muda por si acaso paso calor. Espero que no le importe que haya lanzado mi ropa interior a los jardineros, pues así me evito la molestia de llevarla cuando baje». «Oh, en absoluto, sólo espero que se lo hayan agradecido como Dios manda», le respondí. Tras una apresurada comida, sin dirigir una palabra al numeroso grupo allí congregado ni contemplar siquiera las vistas de las que estábamos tan orgullosos, salió para descender a pie hasta Niza, y dejé de preguntarme por qué a veces se considera excéntricos a los ingleses.
En otra ocasión estuve sentada durante un almuerzo al lado de un americano que rechazaba todos los platos, aumentando cada vez más su altanería hasta llegar a ser grosero. Al final, incitada por su comportamiento, le reconvine: «Siento que no le guste la comida, ¿puedo pedirle alguna otra cosa?». «Considerando», respondió él, «que le escribí exactamente lo que podía comer y que incluso le envié un menú con los platos que deseaba que sirviera, me sorprende que me haga esa pregunta». «Pero yo no he recibido ninguna carta», dije horrorizada. Y como no podía ser de otra manera, cuando salimos del comedor vi su carta sobre la mesa de los claustros donde poníamos el correo, y me abalancé sobre ella; se había retrasado porque él había puesto las señas equivocadas. Desde entonces siempre nos envía un telegrama diciendo lo que puede comer, lo que hace las relaciones más cordiales.
Resulta más placentero recordar una ocasión más afortunada cuando, consciente de que los hindúes no comen carne de ternera, pedí langosta y pollo para el marajá de Kapurtala. Me dio las gracias calurosamente, diciendo que su edecán se había olvidado de hacerme saber que no podía tocar la ternera, y añadió compungido: «Con frecuencia no me ofrecen nada más, y una vez me sirvieron lengua como alternativa, pues mi anfitriona no parecía darse cuenta de que esa lengua procedía de una vaca». El marajá era un príncipe apuesto. Hablaba inglés y francés con fluidez y era un buen diplomático y un deportista de mucho talento. Cuando era joven me había visto en Marble House, en Newport. Yo era entonces una chiquilla de 16 años y él le había dicho a mi madre que quería casarse conmigo, deseo que tenía tendencia a recordar en algunas ocasiones. Desde entonces me había llevado mangos de sus jardines de la India con una gentil deferencia que los años no habían cambiado.
En 1938 el embajador polaco, el conde Chlapowski, fue nuestro invitado. Cuando estábamos discutiendo sobre Hitler y las probabilidades de que hubiera una guerra, que entonces era, y por desgracia es de nuevo, un tema apasionante, me contó una reveladora anécdota de Göring, a quien había conocido en una recepción. Al parecer, Göring estaba haciendo alarde de sus famosas cacerías. «Por desgracia», comentó el conde Chlapowski, «en Polonia tenemos tantos cazadores furtivos que nuestras reservas de caza tristemente se han reducido». «¡Cazadores furtivos!», bramó Göring. «Créame, excelencia, sólo tiene que disparar a dos o tres de ellos como he hecho yo y ya no tendrá ese problema». Sólo un año después, durante la invasión de Polonia, los condes Chlapowski fueron expulsados de su castillo por los oficiales nazis y encarcelados. Vale la pena recordar la descripción de la escena que me hizo la condesa cuando me la encontré de nuevo en 1940. Me dijo que los sirvientes se habían agrupado a la entrada del castillo, donde había coches esperando para llevar a los dueños a prisión en Varsovia. En la confusión y el terror del momento un antiguo sirviente entró en un coche por error. La condesa me dijo que nunca olvidaría cómo, a la orden del oficial que estaba al mando, la guardia nazi cayó sobre él y, arrastrándolo hacia fuera, lo golpearon sin piedad hasta que no pudo sostenerse en pie. «Puede que lo hicieran para intimidarnos», me dijo, «pero fue inhumano». Mientras estaba en prisión, el conde sucumbió a la enfermedad y los malos tratos; la condesa, después de pasar muchos meses incomunicada en una celda fría y sin luz, fue liberada gracias a la intervención del Papa y del presidente Roosevelt. Puesta en libertad en Varsovia, se las arregló para cruzar la frontera gracias a la resistencia. Al llegar a Italia se vio de nuevo obligada a huir cuando el país se convirtió en aliado de Alemania. Al final llegó a Lisboa, donde nos encontramos siendo las dos refugiadas y felizmente a la espera de la hospitalaria libertad de mi generosa tierra natal. La condesa Chlapowski me contó más tarde, cuando vino como invitada nuestra a Florida que, mientras estuvo encarcelada por la Gestapo no le permitieron ver a su marido. El guardia que le llevaba la comida a diario la hostigaba diciéndole: «Tu marido está enfermo y pronto va a morir, pero no te dejarán verlo». Sin embargo, justo antes del fin le permitieron una corta entrevista, cuando la visión de su marido torturado casi destruyó la magnífica fortaleza que había hecho a la Gestapo comentar: «¿Cómo podemos hacer daño a esta maldita mujer?». Fueron la fe y las oraciones las que le dieron fuerza para aguantar y superar todos los sufrimientos, aunque me contó que las largas horas de oscuridad de aquellas noches de invierno fueron insoportables. Su hijo, como tantos polacos, prestó servicios en las fuerzas aéreas británicas durante la guerra, y tengo la certeza de que estuvo a la altura de los elogios de Winston Churchill cuando me comentó: «Cuando queremos ser implacables enviamos a los polacos».
Entre los muchos invitados interesantes que tuvimos el placer de recibir en Eze, nadie contribuyó tanto a la diversión del grupo como el cirujano y fisiólogo ruso Serge Voronoff, muy conocido por sus experimentos en trasplantes de glándulas. Se había formado en París y había ascendido al importante puesto de director del Laboratorio de Biología de la Escuela de Estudios Superiores y más tarde fue director de Cirugía Experimental del Departamento de Fisiología del Colegio de Francia. Había comprado una casa solariega en Grimaldi, en la frontera entre Italia y Francia. Las verjas estaban justo enfrente de la aduana y los jardines miraban al mar. Había construido en las rocas y grutas grandes jaulas para los monos traídos de África para hacer sus experimentos. Era un excelente contador de anécdotas y sabía cómo contar una historia risqué sin añadir una tensión indebida. Las descripciones que hacía de sus experimentos con los trasplantes de glándulas y los resultados de los mismos, así como de los asombrosos «tipos» que llegaron para operarse, eran sumamente divertidas, pero sólo Voronoff o mi marido eran capaces de hacerles justicia.
Un invitado honorable y encantador fue lord Curzon, que vino a pasar quince días con nosotros en 1925, unas cuantas semanas antes de su muerte. Había escrito diciendo que tenía mucha necesidad de tomarse un descanso, y añadió que preferiría estar a solas con nosotros, ya que estaría muy ocupado con la edición de tres libros que acababa de terminar. En el intervalo que precedió a su llegada sufrimos las dudas que asaltan a todo anfitrión, pues nuestro invitado no sólo era un hombre distinguido y de buen gusto, sino que también era sensible y nervioso, y su dolencia requería unas prácticas que iban más allá de la hospitalidad ordinaria. Yo sabía, por ejemplo, que no podía dormir si la luz del amanecer entraba en su habitación, de modo que tuvimos que poner en las cortinas un doble forro de un tejido que bloqueaba la luz. También sabía que se pasaba las noches escribiendo, y le proporcioné una colección de mesas Chippendale donde podía poner toda su parafernalia literaria y el alimento más prosaico del sustento físico. Traté de ofrecerle todas las comodidades materiales, dejando a Jacques la más difícil tarea de la conversación, y cuando llegó la hora estuvo a la altura y contó un arsenal de anécdotas tan buenas en francés que no desmerecieron ni un ápice a las que lord Curzon contó en inglés.
Durante las dos semanas que estuvo con nosotros se quedó exhausto con el trabajo de edición de sus libros. Con la meticulosa atención al detalle tan característica de él, insistió en escribir de su puño y letra todas las pesadas correcciones y anotaciones que conlleva la labor de edición; y cuando le reconvine: «¿Por qué no tiene un secretario?», me respondió: «¿Cree que hay alguien aparte de mí mismo que domine la complejidad de mi administración india o que pueda deletrear esos nombres indios?». Efectivamente hizo ese trabajo de noche y debió de suponerle un gran esfuerzo, debió de costarle sudor y lágrimas, y un dolor atroz, pero por la mañana se mostraba alegre, afable y sonriente, y nos deleitaba con las divertidas historias de su virreinado que nos contó con un sentido del humor y una risa inigualables.
Una característica que me pareció muy atractiva fue su amor por la belleza, en especial por la belleza arquitectónica. «Para mí», escribió sólo unos cuantos días antes de su muerte, «una casa tiene una historia tan apasionante como la de un individuo»[7]. Había restaurado Tattershall y se la había ofrecido a la nación; después le seguiría Bodiam. A su muerte, Harold Nicolson recordó también: «Se descubrieron seis grandes bolsas repletas de materiales, notas y muchos capítulos completos de seis monografías independientes que trataban de Kedleston, Hackwood, Montacute, Walmer Castle, Tattershall y Bodiam».
Para aquellos que lo amaban es reconfortante saber que en esos duraderos monumentos encontró consuelo de las amargas decepciones que sufrió, primero en 1923, cuando Baldwin, en vez de él, fue elegido primer ministro, y de nuevo al año siguiente, cuando Baldwin formó su segundo gabinete y desestimó el deseo de lord Curzon de volver al Foreign Office y nombró a Austen Chamberlain. Creo que nunca llegó a recuperarse de estas congojas, aunque continuó prestando lealmente sus servicios como presidente del Consejo de Su Majestad y líder de la Cámara de los Lores.
Hubo momentos en que, abrumado por las responsabilidades políticas y el dolor físico, sucumbió a la debilidad de las lágrimas. Recuerdo habérmelo encontrado así un día en su casa en Carlton House Terrace. Fue en el verano de 1916, cuando era miembro del gabinete de coalición de Asquith. Había expresado el deseo de verme y, como llegué pronto, esperé hasta que se fue lord Lansdowne, que estaba con él en ese momento. Cuando subí a su cuarto, lo encontré en la cama recostado como un procónsul sobre un montón de almohadas. Era obvio que la entrevista había sido agotadora y parecía preocupado y cansado. No obstante, durante el breve espacio de mi visita el teléfono que tenía a su cabecera no cesó de sonar. Primero fue una consulta del chef, luego un mensaje del chófer, después otro del mayordomo, tareas todas ellas de las que muy bien podría haberse encargado un secretario. Había algo bastante ridículo y a la vez patético en la forma en que, interrumpiendo su charla, respondía a las cuestiones más triviales con un lenguaje grandilocuente y un marcado acento del norte, mientras que, durante todo ese tiempo le rodaban unos grandes lagrimones por las mejillas. Recuerdo que estaba hablando de ciertas dificultades que vislumbraba en su segundo matrimonio.
Siempre me acordaré de esa última visita que nos hizo en Eze, tan peligrosamente cerca de su final, con emoción, y tengo bien grabado en la memoria el día de su llegada y su petición de ver la casa y el terreno. Apoyado en un bastón, encajonado en su corsé de acero, insistió en subir y bajar nuestra montaña. No podía haber sido más elogioso, y cuando por fin hicimos un descanso, mirando hacia abajo la gloriosa vista que teníamos ante nosotros, desde Toulon hasta Italia, se volvió hacia mí y dijo: «Entonces ¿ha merecido la pena el sacrificio?». «¿Sacrificio?», inquirí, un poco sobresaltada. «Sí, renunciar a ser la bella duquesa de Marlborough y todo lo que eso significaba». No pude evitar sonreír: «Por supuesto que sí, George, renuncié a ello por voluntad propia y jamás me he arrepentido de no ser ya una duquesa, pero si, como amablemente sugieres, hubiera tenido que renunciar a la belleza que pueda poseer, ése hubiera sido ya otro problema». Me miró sorprendido.
Los detractores de lord Curzon han hecho hincapié en su actitud pedante y en su esnobismo innato. Era tan obvio lo complacido que estaba con su rango y privilegios que me hacía gracia. Le añadía un toque cómico a una personalidad que de lo contrario podría haber sido mojigata. Todas las tardes lo llevé de paseo en coche por los preciosos campos, y en una de estas expediciones nos encontramos con una mansión antigua que parecía abandonada. Siempre interesado en la investigación histórica, deseaba visitarla, así que tocó el timbre y, tras una larga espera, respondió una anciana vestida con ropa vieja y gastada, pero con un porte digno que me hizo suponer que era la dueña. Lord Curzon, pensando que era el ama de llaves, le entregó su tarjeta de visita y mientras se la daba me comentó: «Suena grandioso, ¿verdad?». Estaba como un niño con un juguete nuevo, pues para entonces se había convertido en marqués Curzon de Kedleston. En el transcurso de nuestra visita cada vez quedó más claro que la dama era una rusa blanca de noble cuna y cuando le dimos las gracias por su amabilidad, lord Curzon, con una condescendencia magnífica, me presentó, añadiendo: «Antes era la duquesa de Marlborough en Inglaterra, así fue como la conocí». De camino a casa me expresó su sorpresa de que una princesa rusa saliera a abrir su propia puerta. De hecho, si hubiera vivido, se hubiera llevado sustos mucho peores. Durante ese paseo me habló del más allá, y con una fe conmovedora, inspirada quizá por la de su padre, lord Scarsdale, que había sido clérigo, dijo: «Sé que Mary será la primera que saldrá a recibirme en el cielo». Unas cuantas semanas después fue a reunirse con ella.
Nuestro único acto social durante su visita, y del cual me arrepentí profundamente, fue una cena en el palacio de Mónaco. El príncipe de Mónaco era un hombre sencillo al que le encantaba recordar los años que había pasado en el ejército francés, pero Mónaco era un principado antiguo, y se vanagloriaba de tener una de las familias reinantes más antiguas de Europa. La velada me resultó agobiante por el malestar de lord Curzon; pues era evidente que estaba sufriendo un intenso dolor mientras esperábamos de pie siguiendo el pomposo protocolo que la corte insistía en mantener. Según parece, nuestras tranquilas veladas en Lou Sueil, animadas con los recuerdos de su cargo de virrey, eran más de su agrado y después recordé complacida que jamás impondríamos otra fiesta.
La persona que más se acercaba a lord Curzon dentro de la política francesa y que tuve la fortuna de conocer fue André Tardieu. Su compromiso con la política de Clemenceau, a la que estaba estrechamente vinculado, hizo que por tres veces entre 1919 y 1924 se negara a entrar en el gobierno francés. Su carrera lo marcó como un hombre de brillante intelecto, y ya lo creo que podría ser incisivo y mordaz, para terror tanto de sus enemigos como de sus amigos.
Había comprado una casa de campo en una colina detrás de Menton, donde fuimos a almorzar con él un día. No había duda de que su oposición a los regímenes existentes había engendrado una acritud que su mala salud había acentuado. Habiéndome llegado ecos de sus bon mots, que eran de todo menos «bon» para el receptor, me quedé sorprendida por la urbanidad de su recibimiento, aunque sabía que esto podía deberse en buena medida a la amistad que le unía a mi marido, así como a la simpatía que sentía por los americanos y la admiración que dispensaba a mi país, que se remontaba a 1917, cuando actuó como comisionado especial en Estados Unidos. Éramos un pequeño grupo de ocho o diez personas y el almuerzo se desarrollaba felizmente, animado con las anécdotas que nuestro anfitrión y mi marido manejaban con igual destreza. Acababan de servirnos un delicioso pâté de lapin, especialidad de su cordon bleu, cuando Tardieu, quizá enardecido por la excelencia de un Château Margaux, de repente fijó una irónica mirada en Madame P., una rusa encantadora, y levantando su copa dijo con galantería, «A Madame P. toujours aussi belle et toujours aussi bête»[8]. Hubo un momento de silencio sepulcral y me pregunté si el señor P., el marido de la belleza injuriada, protestaría; pero con una inesperada presencia de ánimo, ella sonrió y se reanudó la conversación. Luego Tardieu, dirigiéndose a mi marido, comentó que él había tenido que ayudar con frecuencia a amigos necesitados, pero que cuando él necesitaba fondos para unas elecciones el único hombre que había respondido a su llamamiento era «mi amigo Jacques Balsan, que me envió cincuenta mil francos». Estaba orgulloso de aquel pequeño terreno escondido en los Alpes donde producía hortalizas, fruta y vino, y pensé en los políticos que desde Cincinnatus habían encontrado resarcimiento de la ingratitud humana en los regalos de la naturaleza.
El ingenio galo se ejemplificaba con mayor indulgencia en otro vecino: Sacha Guitry. Guitry todavía estaba locamente enamorado de su esposa, Yvonne Printemps, pero ella se estaba cansando de su egoísmo, y como todas las mujeres, deseaba ser el centro de atención. Cuando nos hicieron una visita me pareció que Guitry estaba celoso del éxito de su esposa, no sólo como cantante sino también como persona ingeniosa. Él acaparaba la conversación, pero ella, con su viveza femenina y una sonrisa ingenua, siempre remataba los dichos más brillantes de él. Qué encantadora era y cuán imposible de imitar el deje y la calidez de su flexible voz. Recuerdo haber escuchado a Printemps en una de sus operetas. Dame Nellie Melba estaba sentada cerca, y dirigiéndose a mí exclamó: «Para mí es la voz más irresistible del mundo». Me sentí igualmente conmovida por la tristeza y la nostalgia tan especiales que sólo el tenor Tauber y el bajo Ezio Pinza han sido capaces de crear en igual grado.
Charlie Chaplin fue, creo, la única estrella de cine famosa que tuvimos como invitado. Me pareció interesante hablar con él, y noté sus fuertes tendencias socialistas. Su humor tenía un trasfondo melancólico que me recordaba la tristeza tradicional que hay debajo de todas las bufonadas. Después del almuerzo, rodeado de nuestros invitados, hizo una descripción para morirse de risa de una cacería que había tenido con los sabuesos del duque de Westminster en Normandía, hacía sólo unas cuantas semanas. Describiendo su renuencia a tomar parte en la cacería y afirmando que los caballos le asustaban, nos contó cómo todas sus objeciones fueron pasadas por alto por su anfitrión, que, como es habitual en los anfitriones, desean que sus invitados disfruten de las diversiones que tienen para ofrecer, con independencia de las predilecciones personales de éstos. El señor Chaplin, que no disponía de pantalones ni chaqueta de montar, iba vestido con unos del duque, y como su anfitrión medía bastante más de un metro ochenta, naturalmente le quedaban demasiado grandes. No obstante, ataviado con una chaqueta que le llegaba muy por debajo de las rodillas y una gorra que le tapaba los ojos le subieron a un enorme caballo. Aterrorizado, se agarró a las riendas y de vez en cuando rebuscaba peligrosamente en el bolsillo de la chaqueta que le quedaba a la altura del tobillo, para encontrar un pañuelo con el que secar el sudor que el montar a caballo y las emociones le estaban provocando. Lo ilustró con todo el empuje y el humor de sus primeras películas, y todavía destaca como una de las descripciones más divertidas y espontáneas que he oído jamás. Sir Philip Sassoon, que era amigo de él, y Elsa Maxwell, que era invitada nuestra, le incitaron a que representara lo que sin duda hubiera sido un espectáculo divertidísimo en cualquier escenario.
Edith Wharton vino con frecuencia a Eze y para nosotros fue un placer visitarla en Hyères en la Costa Azul o en el Pavillon Colombe cerca de París, donde había creado primorosos jardines. Le gustaba mostrarlos, orgullosa tanto de su gusto como de sus conocimientos de horticultura, pues tenía la facultad de recordar el nombre de todas las plantas, por raro que fuera. Recorrer jardines con un aficionado tiende a ser agotador por la exasperante costumbre que tienen de quedarse tanto tiempo alrededor de especímenes únicos, explicando en detalle sus características. Resulta tedioso escuchar largas disertaciones sobre el hábitat de las plantas rupestres, a menudo enterradas bajo piedras que hay que quitar para ver sus diminutas flores. Pero Edith Wharton era una apasionada amante de las flores y examinaba sus mutaciones con la misma precisión inexorable que ponía en práctica al analizar los personajes que describía.
Solía preguntarme si la calidez de su carácter florecía sólo en el jardín, pues para mí sus novelas carecían de humanidad, y los tipos de mujeres americanas duras y ambiciosas que pintaba me eran especialmente desagradables. Daba la impresión de que controlaba con la mente sus emociones y le faltaba la espontaneidad que para mí es fundamental en la amistad. En lo que se refiere a su aspecto, tenía la imagen formal y afectada de una vieja solterona, había algo puritano en ella a pesar de la vida cosmopolita y bastante bohemia que había adoptado. Sus rasgos eran limpios, la barbilla bien definida y tenía una extraña sonrisa que mostraba unos buenos dientes. Se tomaba infinitas molestias a la hora de vestir, y una buena descripción de ella sería decir que era una mujer atildada. En el campo llevaba un traje, un pequeño sombrero y unos zapatos como los de los profesionales, con tacones cuadrados. El velo que usaba mantenía cada pelo en su sitio.
Parecía terriblemente desilusionada, y el éxito y la vida tan útil que obviamente llevaba (pues siempre estaba contribuyendo a una buena causa) no podían borrar algún secreto pesar. Los que la conocían mejor atribuían esa pena a su primo, Walter Berry. No hay duda de que su brillante intelecto encontraba una inspiración infinita en la no menos brillante compañía de él, pero, según se decía, era un maestro cruel que se deleitaba en pervertir las mentes de mujeres jóvenes y bonitas. «Qué pena que no las dejara en condiciones interesantes», replicó una vez Frank Crowninshield.
Es posible que Edith Wharton, ni joven ni bonita, estuviera demasiado centrada en sí misma como para malgastar su compasión o su tiempo en pensamientos infructuosos; no obstante, puede que sufriera con más intensidad de lo que su carácter frío y reservado daba a entender. Siempre iba acompañada de un amigo, y daba la impresión de que le desagradaban o incluso de que despreciaba a las mujeres, aunque conmigo siempre fue amable.
Mi madre había ido a la escuela con Edith Jones, como se llamaba de soltera, y deduzco que no se caían bien la una a la otra. De hecho, ya fuera por arrogancia intelectual o a causa de su frío desdén, Edith Wharton provocaba rechazo en vez de atraer simpatías. Cuando leí sus memorias, me di cuenta de que quizá fuera la timidez lo que la hacía tan inaccesible.
La primera vez que la vi era todavía joven e iba acompañada por su marido, que de algún modo, cuando estaban en Inglaterra, más que su igual parecía su secretario privado, pues caminaba detrás de ella y acarreaba toda la parafernalia de la que ella tuviera que deshacerse. Llevaba una boa de avestruz que tenía la costumbre de dejar caer. De hecho, Edward Wharton no podía esperar hacer otra cosa que no fuera recoger y llevar los objetos de una persona con un carácter muy alejado de su órbita.
Nos conocimos en una casa de campo inglesa donde yo había llegado bastante tarde. Mi anfitriona, la bella Daisy White, primera esposa de Harry White, en aquel tiempo agregado de la embajada americana, me llevó a la ventana y, señalando dos figuras distantes que caminaban por el césped, dijo: «¿Conoce a esos famosos compatriotas suyos?». Eran Edith Wharton y Henry James enfrascados en conversaciones profundas.
Ésa fue, creo, la única vez que coincidí con Henry James, y sólo guardo una vaga memoria de su dominante personalidad. Creo que me impresionó más la reverencia con la que le trataba el resto de los invitados que ninguna otra cosa que dijera él mismo. Conocer a americanos en Inglaterra en los felices noventa, me refiero a los hombres, y más específicamente a los que se consideraban a sí mismos importantes, siempre me causó un ligero bochorno cuando tomé conciencia de que sus frases eran lentas y pesadas. Me parecía que hasta cuando hablaban del tiempo, ese tema de conversación tan frecuente, se entregaban a superfluos y pesados preámbulos, y cuando contaban una historia tardaban horas en ir al grano, grano que, lamentablemente se perdían con frecuencia los oyentes ingleses. Era fácil adquirir el sentido del humor británico, pero siempre me pareció difícil hacer que mis amigos ingleses apreciaran las bromas americanas. Por suerte para el Pacto Atlántico, desde entonces, un entendimiento más amplio y cordial ha podido eliminar esos pequeños inconvenientes y poner de relieve nuestros puntos de contacto.
Winston Churchill y su bella esposa estuvieron entre nuestros invitados favoritos durante los diecisiete inviernos que pasamos en Lou Sueil. Aunque lo conocía desde hacía treinta años, siempre lo veía como cuando era joven. Incluso a los 60 años jugaba al polo, y sus intereses, en vez de disminuir, aumentaban. Solía pasar las mañanas dando órdenes a su secretario y las tardes pintando, bien en nuestro jardín o bien en algún otro lugar que le agradara. Cuando salía a hacer estas expediciones, siempre se producía una gran agitación en la casa. Había que recoger toda la parafernalia de la pintura, el caballete, la sombrilla y la banqueta; había que buscar pinceles limpios, elegir el lienzo, coger el sombrero adecuado y llenar la caja de puros. Por fin, con nuestro chófer al volante y acompañado por un detective que el gobierno británico se había empeñado en proporcionarle, salía con el aire jovial y la sonrisa rubicunda que hemos llegado a asociar a su enérgico optimismo. A su regreso nos divertía repitiendo los comentarios de aquellos críticos autosuficientes que se congregaban alrededor de los caballetes. Una anciana francesa le dijo un día: «Con unas cuantas lecciones más será bastante bueno», veredicto con el que los entendidos ya se han mostrado de acuerdo.
Tanto el chef como el servicio debían de estar muy fatigados con los almuerzos-fiestas que se requerían casi a diario para recibir a todos nuestros conocidos, que iban desde Cannes a Menton. También había determinadas personas, entre las que estaban el Préfet, el príncipe de Mónaco y los almirantes de las flotas, a las que teníamos que recibir más o menos por obligación.
Los invitados a nuestra casa constituían otro problema. En mis invitaciones siempre consignaba la fecha de partida así como la de llegada, pues teníamos un número de habitaciones limitado y los visitantes debían llegar y marcharse unos detrás de otros. Pero a veces el invitado que tenía que partir era presa de alguna dolencia innombrable que impedía su partida. Fue necesario tomar medidas estrictas con esos morosos que no pensaban en la comodidad de los demás. A los que llegaban de Inglaterra no se les podía echar porque otros quisieran quedarse más de lo debido.
También hubo otros que nos hicieron sentir incómodamente conscientes de nuestra falta de hospitalidad, por ejemplo, Margot Asquith. Poco después de la muerte de lord Oxford, nos envió un telegrama: «Necesito desesperadamente un descanso. ¿Aceptaríais alojarme a mí y a mi encantadora secretaria?». Llegó unos cuantos días más tarde. Habíamos aplazado la llegada de otros invitados pensando que después de una pérdida tan reciente preferiría estar recluida. Con sus primeras palabras nos dimos cuenta de nuestro error. «Queridos, ¿estáis solos? No evitéis recibir invitados por mi causa; me encanta ver gente».
Margot tenía la costumbre de garabatear notas a lápiz que me traían en la bandeja del desayuno. A la mañana siguiente la primera nota decía: «Querida, no tengo nada que ponerme. Tengo que encargar un vestidito negro». Al día siguiente teníamos un almuerzo con sus amigos. Margot bajó con su vestido negro, pero para mi consternación había añadido un pañuelo rojo. «Querida, me he puesto este pequeño pañuelo rojo porque el vestido me parecía muy deprimente». «Pero Margot», dije, «los franceses son muy convencionales; no puedes llevar un pañuelo rojo tan pronto». Se quitó el pañuelo a regañadientes y salió al jardín, de donde volvió con un ramo de anémonas rojas prendido al hombro. «No pueden ser tan bobos como para poner objeciones a las flores», dijo, pero vi en sus expresiones que sí lo eran. Más tarde ella se quejó: «Los franceses son tan poco compasivos que ni siquiera me han mencionado la muerte de Henry». En otra ocasión invitamos a unos cuantos amigos ingleses a cenar. Margot le pidió a Jacques que pusiera música de baile, y justo cuando llegaban nuestros invitados estaba levantando una pierna por encima de la cabeza de mi marido. Preparados como estaban para expresar sus condolencias, le estrecharon la mano sin saber qué decir, y yo me quedé pensando si se avecinaría otra acusación generalizada sobre la falta de compasión. Para una persona tan original e intransigente, ese tipo de convenciones no significaban nada. Luchó contra su agudo dolor con un coraje admirable, deleitándonos con la espontánea e irreprimible alegría que constituía su mayor atractivo.
Mi hermano Willie y su adorable Rose fueron unos de nuestros invitados favoritos. Willie había heredado una gran dosis del encanto de mi padre. Tenía el mismo espíritu y la misma alegría incontenible, y poseía un sentido del humor realzado por una imaginación muy viva. Era muy humano y muy amoroso, y gozaba de una gran popularidad. Jamás he conocido un anfitrión mejor. Cuando uno cruzaba el umbral de su hogar o subía a bordo de su yate, la simpatía con que era recibido despertaba de inmediato una sensación de bienestar. Parecía muy feliz de vernos y ansioso por que lo pasáramos bien. Y, generoso por naturaleza, se daba a sí mismo y compartía la riqueza de la que estaba dotado. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se desprendió de lo que con bastante seguridad era lo que más le gustaba y regaló su yate, el Alva, al gobierno de Estados Unidos. Creo que en el fondo sabía que no volvería a embarcarse en aquellos largos viajes en busca de especímenes marinos para su museo, ni podría quedarse sobre el puente durante una tormenta llevando el barco. Desde una edad muy temprana se había dedicado a la velocidad y organizó la primera carrera de automóviles, El Fantasma Blanco de América. Como experto marinero navegó con sus yates, el Ara y el Alva alrededor del mundo, y hacia el final de su vida voló por Sudamérica en su hidroavión. Cuando murió a los 64 años, los tributos que le rindieron sus camaradas de la armada, en la que había prestado servicios durante la Primera Guerra Mundial, y los de los amigos que cosechó en todos los ámbitos sociales fueron sinceros y conmovedores. Había algo en él tan fundamentalmente bueno que fueron pocos los que no lo reconocieron.
Nuestra vida en la Costa Azul, donde se combinaban los placeres del campo y las atracciones más intelectuales que ofrece una ciudad, nos resultaba muy agradable. En la ópera de Niza y en el pequeño teatro del príncipe de Mónaco se representaban óperas nuevas y se podía escuchar a los mejores artistas. Allí fui testigo del triunfo de Horowitz cuando aún era un joven artista ruso emergente. Toscanini vivía cerca y el noviazgo y matrimonio de su hija con Horowitz se convirtió más tarde en el romance de nuestro vecindario. Diaghileff y su ballet pasaban los inviernos en Montecarlo, donde se estrenaban muchos ballets nuevos. Diaghileff trajo a sus bailarines a una fiesta que dimos en el jardín, pero las bailarinas eran menos bellas en el vasto anfiteatro de nuestras montañas que bajo la iluminación perfecta de un escenario. Sólo Karsavina, con la belleza poética que la distinguía, se mantenía igual.
Entre las obras de compositores jóvenes que el principado producía con tanto esplendor recuerdo el ballet Britannia, que lord Bernes vino desde Inglaterra a estrenar. Nuestra gran colonia británica acudió para aplaudir con patriótico fervor. Lord Bernes vino a almorzar con nosotros en Lou Sueil, y tuve ocasión de examinar su coche. Llevaba en él un pequeño armonio en el que tenía la costumbre de tocar los motivos que le inspiraba la campiña. En el revestimiento de la parte trasera del coche había unas mariposas grabadas con estilete. Unos cuantos días después, en uno de nuestros paseos, pasamos por delante de un coche estacionado del que salía música y lo vi sentado al armonio con las mariposas rodeándole la cabeza como un halo, un monóculo y una sonrisa irónica en los labios. Nos dimos cuenta de la facilidad con la que los transeúntes franceses hubieran podido observar: «Un autre de ces milords Anglais fous!».
Cuando conducía hasta Mónaco, solía pensar que era una pena que el príncipe no estuviera dotado de una visión más amplia, pues era un príncipe que a sus prerrogativas reales añadía el privilegio de un reino donde un casino pagaba los gastos y los ciudadanos no pagaban impuestos. ¿Qué otro país podría haber ofrecido tales oportunidades? ¿Dónde, si no aquí, podría haberse creado una corte como la de los Medici o los Valois donde se honraba a los hombres geniales y se alentaba a los artistas? El palacio, que ahora sólo lograba mostrar chabacanería, podría haber sido hermoso. Las veladas llenas de aburrimiento podrían haber ofrecido placeres eclécticos. Era intolerable que se desperdiciaran tales oportunidades.
Pero si la pequeña ciudad carecía de las bellezas que el hombre puede alcanzar, su emplazamiento era incomparable. Recorrer en automóvil esas preciosas montañas hasta llegar a un valle escondido, hacer un picnic cerca de un torrente todavía helado por las nieves de las cumbres, subir de nuevo hasta las cumbres en busca de flores de los Alpes, éstos eran placeres de los que disfrutábamos a menudo. Solíamos ir en una cabalgata de coches con picos y palas para arrancar las flores silvestres alpinas y trasplantarlas a nuestros jardines. Había tantas especies y eran tan delicadas y frágiles que nos preguntábamos cómo era posible que hubieran crecido en un terreno árido y nevado.
En nuestro pequeño grupo participaba Henry May, un amigo muy querido, cuyo conocimiento del arte hacía más intenso el placer de encontrar las pinturas primitivas que con frecuencia descubríamos en alguna vieja iglesia románica, tal vez en una villa fortificada que colgaba peligrosamente de la ladera de la montaña. También estaba Johnny Johnson, un americano cuya afición a las flores le había llevado a crear dos de los jardines más bellos que he visto jamás, uno en el centro de Inglaterra y el otro en Menton, en cuyo benigno clima cultivaba arbustos y flores que encontraba buscando por todos los confines del mundo. Un vuelo a China en busca de una nueva azalea, un salto a Córcega por unas flores silvestres, un viaje a Australia para conseguir una acacia poco común, no significaban obstáculo alguno para él. Todas las plantas recién llegadas parecían crecer con fuerza en su jardín, y con una generosidad inagotable nos daba los frutos de su trabajo. También estaban lady Katherine Lambton, cuya belleza y encanto me hacían pensar en su ancestro real de los Estuardo, y Norah Lindsay (señora de Harry Lindsay), cuya belleza irlandesa me recordaba a los hijos de sir Joshua Reynolds, con aquellas caras pícaras y los ojos de duendecillo. Era una consumada pianista y una lectora infatigable y tenía el típico talento irlandés para los relatos divertidos. A menudo nos ayudaba a diseñar los arriates de flores y se reía con nosotros de la consternación del jardinero francés por el descontrolado desorden de los jardines de hierba ingleses. Un día, tratando de explicar por qué los polemonios no tenían su verdadero color, el jardinero clamó: «Pero, Madame, no puedo impedir que las mariposas jueguen con las flores», una bonita descripción del acto de propagación de la naturaleza.
Explorábamos con estos amigos los pueblos y las ruinas de la Provenza, y con frecuencia almorzábamos al aire libre. Cada uno llevábamos un plato, pollo frío al curry, ensalada de patata, las alcachofas pequeñas que son tan tiernas y tienen tanto sabor, queso y repostería ligera con higos morados o cerezas recién cogidas de nuestros árboles. Un vin du pays y un café humeante completaban una comida perfecta. Los perros que nos acompañaban tenían sus cuencos especialmente preparados para ellos.
A veces en lugar de hacer un picnic íbamos a una fonda conocida por la trucha de montaña o la lubina del Mediterráneo, un pescado que cuando se hace a la brasa sobre el rescoldo de hierbas aromáticas deja de ser un pescado para convertirse en un manjar de dioses. Llegamos a conocer toutes les spécialités de la maison, desde la bouillabaisse con su sabor a azafrán hasta los merengues de finísimo hojaldre y crema batida a punto de nieve. El vin du pays, un Bellet rosado muy frío, se subía a la cabeza como los cócteles que se ofrecen en América; pero su efecto embriagador se cimentaba en una comida cocinada a la perfección, no en los anhelos de un estómago vacío; un efecto embriagador, por otra parte, cuya efervescencia se sazona con ingenio y alegría, como los cálidos destellos del sol.
De vuelta a casa en descapotables con el sol sobre el mar, su brillo rosado proyectándose hacia las nevadas cimas de los Alpes, conteníamos la respiración cuando al doblar cada curva una nueva belleza se abría ante nuestros ojos: los bajos olivos con su follaje plateado, los sombríos cipreses erguidos, los chaparros robles aferrados a superficies empinadas, los llanos donde las ovejas pastan sobre prados que huelen a tomillo y a romero. Los arroyos bajaban en cascada por la ladera de la montaña y oíamos desde muy alto el toque de corneta que llamaba a los chasseurs des Alpes al descanso. A veces nos encontrábamos con ellos en las carreteras de la montaña, largas caravanas de mulas y hombres apresurándose con sus pasos cortos y veloces en una marcha de entrenamiento, pues la frontera estaba cerca y Mussolini era impredecible. Algunas veces cruzábamos a Italia, donde las montañas eran más escarpadas, menos acogedoras, y no había esas pequeñas fondas con sus mesas y sillas bajo los toldos rojos y amarillos, ningún atractivo culinario que nos abriera el apetito. Siempre me alegraba de volver a Francia, donde los campesinos daban los buenos días al pasar y hacían la vida agradable con sus corteses saludos.
Muy distintos de aquellos adorables días fueron los que pasamos en Montecarlo viendo los campeonatos internacionales de tenis, en los que jugadores de la talla de Tilden, Von Cramm, Cochet, Borotra, Miss Ryan, Mlle. D’Alvarez y Suzanne Lenglen fueron a competir. Lenglen ya había introducido el práctico vestido corto de algodón blanco. El rostro de Suzanne era feo, pero tenía un cuerpo atlético que movía con garbo, la precisión de su juego de pies se la había enseñado su padre en una cancha de tenis dividida en cuadros como un tablero de ajedrez. En una de las visitas que nos hizo lord Balfour, ella fue su pareja de tenis en nuestra cancha y con la rapidez mental que tenía, sus réplicas eran a veces tan buenas como sus voleas.
Alguna que otra vez fuimos a las carreras de caballos en el pequeño y bonito hipódromo de Niza. Todas las semanas parecía haber carreras de todo tipo: carreras de bicicletas, carreras a pie por la montaña y carreras de automóviles en las que los coches daban la vuelta al principado cien veces, emitiendo el ruido más horrible. Recuerdo la pesadilla de una de esas carreras de velocidad tan estruendosas que presencié desde el yate del señor McComber en el puerto de Mónaco. Teníamos una vista espléndida de los competidores cuando subían por las calles estrechas, doblaban peligrosamente las esquinas como un rayo y bajaban disparados como un cohete por el bulevar exterior. Curiosamente había pocos accidentes, lo que se debía sin duda a las precauciones que se tomaban y a los sacos de arena amontonados en las curvas. Pero siempre me alegraba de dejar allá abajo ese estruendoso infierno y de subir de nuevo a mi montaña, aunque incluso hasta allí nos llegaban los ecos distantes.
Con la llegada de la primavera al norte anhelábamos el verdor de los brotes de las hojas y, dando la espalda al mar azul, regresábamos en coche a través de Aix y Avignon o cruzábamos los Alpes hasta Grenoble y las provincias del este y continuábamos hasta París, siguiendo la carretera que tomó Napoleón en su fatídico regreso de la isla de Elba.