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El mundo de mi juventud
Al intentar recordar los acontecimientos que han influido en mi vida me resulta humillante descubrir que recuerdo muy poco de mi niñez. Viendo jugar a mi bisnieta, Serena Russell, tan segura de sí misma con sólo 3 años, me pregunto si cuando llegue a mi edad también se habrá olvidado de lo que ahora le parece importante. El hecho de que ambas estemos en América —ella es la hija de mi nieta, Sarah Spencer-Churchill, que se casó con un americano, y yo, la esposa de un francés— se debe a la Segunda Guerra Mundial y a acontecimientos poco previsibles a finales de siglo, cuando dejé mi país natal.
Los recuerdos de mí misma a la edad de Serena me traen a la memoria un cuadro de Carolus Duran que representa una niña delante de una gran cortina roja. Lleva un vestido de terciopelo rojo con escote cuadrado adornado con encaje veneciano. Una nube de pelo oscuro rodea la pequeña cara ovalada desde donde unos enormes ojos negros (mucho más grandes de lo que eran en realidad) miran desde debajo de las arqueadas cejas. La naricilla respingona y los hoyuelos acentúan la pícara sonrisa. En esa pequeña figura que agarra con fuerza un ramo de rosas en cada puño hay algo vital y perturbador. «¡Eras un vrai petit diable, y sólo te quedabas quieta cuando me ponía a tocar el órgano en mi estudio!», exclamó Carolus Duran cuando volvió a pintarme, esta vez a los 17 años. El segundo retrato fue muy distinto del primero, porque la cortina roja que se había convertido en su fondo tradicional se sustituyó, a petición de mi madre, por un paisaje clásico al estilo de la pintura inglesa del siglo XVIII, y aparezco como una figura alta vestida de blanco que desciende por un tramo de escaleras. Porque mi madre, que siguiendo una corriente no infrecuente en la época había decidido casarme con el hombre que de hecho se convirtió en mi marido o con el primo de éste —generosamente me permitía una selección de alternativas—, deseaba que mi retrato fuera comparable a los de las duquesas precedentes que habían sido pintadas por Gainsborough, Reynolds, Romney y Lawrence. Siguiendo esa línea de elegancia y orgullo, todavía estoy encima de la repisa de la chimenea de uno de los salones del palacio de Blenheim, exhibiendo una mirada remota y un poco desdeñosa, como si mi pensamiento estuviera muy lejos.
Fue una gran suerte que mi tía Florence Twonbly, que ahora tiene 98 años, pudiera recordar no sólo la calle sino también el número de la casa donde nací, porque mi nacimiento no se registró nunca oficialmente. Esta información fue necesaria cuando volví a adoptar la ciudadanía americana tras el armisticio francés en la Segunda Guerra Mundial. Fue en una de esas feas casas adosadas de piedra rojiza del Midtown, que por aquel entonces era el distrito de moda de Nueva York, donde vi por primera vez la luz del día.
La familia de mi padre era holandesa y procedía de Bilt, ese lugar del norte de Holanda de donde viene nuestro apellido. Fue alrededor del año 1650 cuando el primer miembro de la familia llegó a los Nuevos Países Bajos y las generaciones sucesivas vivieron en las inmediaciones de Nueva Amsterdam, como se llamaba entonces a la ciudad de Nueva York. En la primera parte del siglo XIX mi bisabuelo, Cornelius Vanderbilt, puso los cimientos de la fortuna familiar, se trasladó de New Dorp, Staten Island, a Nueva York, y cambió nuestro apellido, de Van der Bilt a su versión americana. Hace unos años conocí a un profesor apellidado Van der Bilt que enseñaba en una universidad holandesa. Me dijo que sólo había una familia con nuestro apellido en Holanda y que al examinar los archivos de su familia se había convencido de que las ramas holandesa y americana descendían de un ancestro común. En el Patriciat, un libro que es el equivalente holandés del British Landed Gentry, el profesor señaló nuestro escudo nobiliario, las tres bellotas, y los nombres de Gertrude, Cornelius y William, que aparecen reiteradamente en nuestra Biblia familiar.
Al considerar sus numerosos regalos filantrópicos, mi abuelo, William H. Vanderbilt, tuvo una inmerecida reputación de ser indiferente al bienestar de los demás. Como suele suceder, esa reputación se basaba en un comentario sacado de contexto. Ésta es la versión de la historia del «que le parta un rayo al público» que me dio un amigo de la familia: el señor Vanderbilt estaba en un viaje de negocios y, después de un largo y arduo día, se había ido a su coche privado para descansar. Llegó entonces un tropel de reporteros que pedían subir al coche para hacerle una entrevista. El señor Vanderbilt envió un mensaje donde decía que estaba cansado y no deseaba dar ninguna entrevista, pero que recibiría a un representante de la prensa durante unos minutos. Llegó un joven diciendo: «¡Señor Vanderbilt, su público demanda una entrevista!», lo que hizo reír al señor Vanderbilt, que respondió: «Que le parta un rayo a mi público». El joven se marchó a su debido tiempo y a la mañana siguiente su artículo apareció en el periódico con un gran titular que decía: «Vanderbilt dice: “Que le parta un rayo al público”». Que no era tan malvado como se le pintaba me lo confirma un primo a quien mi abuela le dijo después de que su marido hubiera fallecido: «Tu abuelo jamás me dijo una sola palabra áspera en todos los años que estuvimos casados».
En The House of Vanderbilt[2], de Frank Crownishield, encuentro una referencia a mi abuela en la que dice: «Fue una mujer fascinante que crio a sus hijos para que fueran personas de gran gusto y refinamiento. Su nombre de soltera era Maria Louisa Kissam, hija de un clérigo de la Iglesia Holandesa Reformada. Los Kissam eran una familia antigua y distinguida, el padre de la señora Vanderbilt descendía de Benjamin Kissam que, en 1786, se casó con Cornelia Roosevelt, hija del patriarca Isaac y tatarabuelo del presidente». De los ocho hijos de mi abuela, mi padre, W. K., como lo conocían sus amigos, fue el segundo hijo varón. Recuerdo muy bien a mi abuela y nuestras visitas a su gran casa de la Quinta Avenida, justo enfrente de la catedral de Saint Patrick, donde vivía. Era una abuela adorable, dulce y gentil, como deben ser las abuelas. Todos sus nietos, creo que éramos veintiséis, la adorábamos. Tras la muerte de mi abuelo en 1885, vivía sola con su hijo menor, George. El tío George era muy distinto del resto de los tíos y de las tías. Con ojos y pelo oscuros podría haber sido español. Tenía un rostro delgado y sensible, y gustos artísticos y literarios. Después de la muerte de mi abuela en 1896 creó Biltmore, una hacienda situada en Carolina del Norte donde construyó casas modelo y promovió las industrias locales.
El hermano mayor de mi padre, el tío Corneil, como lo llamábamos nosotros, era una persona seria y adusta, o al menos eso creíamos. No era tan jovial como mi padre y el tío Fred. De mis cuatro tías la que más me gustaba era mi tía Emily Sloane, porque al igual que mi padre era de carácter alegre y tenía esa apariencia de gozosa expectación que se adivina en las caras de los que aman la vida. Mi tía Florence y ella siempre iban perfectamente vestidas y con sus figuras esbeltas y su discreta distinción me recordaban a las encantadoras y remilgadas damas de Jane Austen. Poco antes de su muerte fui a ver a la tía Emily. Estaba sentada frente a una ventana que daba a Central Park. Me dio la impresión de que los días se le debían de hacer muy largos, ahora que estaba viuda y que el juego del bridge que tanto le gustaba ya no era posible puesto que le fallaba la memoria. Pero, cuando me compadecí de ella, entrelazó las manos y respondió con una suave sonrisa: «Tengo unos pensamientos preciosos que me hacen compañía», y cuando me alejaba sigilosamente, por temor a molestarla, la oí murmurar como si conversara con los fantasmas del pasado. Llegó a cumplir más de 90 años. En su funeral el rector de Saint Bartholomew, en Nueva York, rindió un bien merecido homenaje a su adorable carácter y a sus generosas obras de caridad.
Mi abuelo materno, Murray Forbes Smith, descendía de los Stirling, y los nombres de pila de mi madre, Alva Erskine, son nombres de Stirling. La tradición escocesa de las familias numerosas se confirma en dos grupos de Stirling residentes en América. Esta prolífica familia se extendió desde Virginia a otros estados más al sur y produjo varios gobernadores y personas de importancia. Todo esto acentuó en mi madre el orgullo de su nacimiento sureño y un cierto desdén por el espíritu mercenario del norte. Su padre, que poseía plantaciones cerca de Mobile, se arruinó con la liberación de los esclavos y, tras la guerra de Secesión, se trasladó a París. Allí hizo su debut la hermana mayor de mi madre en uno de los últimos bailes que Napoleón III dio en las Tullerías. Mi madre y yo solíamos atribuir nuestro amor por Francia a un ancestro hugonote que escapó a América después de la revocación del Edicto de Nantes. De hecho, éramos más felices en Francia que en ningún otro país y, siguiendo el ejemplo de una tía y una tía abuela, ambas volvimos a vivir allí.
La razón por la que mis padres se casaron sigue siendo para mí un misterio. Los dos eran inteligentes y encantadores, pero totalmente inadecuados el uno para el otro. Mi padre, aunque estaba muy enfrascado en sus intereses comerciales, encontraba que la vida era una aventura feliz. Su carácter dulce odiaba los conflictos. Todavía me duele cuando pienso en los crueles mensajes de los que fui portadora cuando, en los meses precedentes a su ruptura, mi madre ya no quería hablar con él. Ya no recuerdo el contenido de aquellos mensajes, creo que tenían que ver con el divorcio que ella deseaba y con sus deseos y órdenes con respecto a la custodia de los hijos y los planes para el futuro. El carácter de mi padre era generoso y desinteresado; le complacía ver feliz a la gente y disfrutaba de sus hijos y de sus amigos, pero mi madre, por razones que no puedo sino atribuir a una ambición desatada, se oponía a esta actitud despreocupada con toda la energía de su fuerte personalidad. Su carácter combativo se regocijaba de las conquistas: le encantaba la lucha. Dictadora nata, dominaba lo que le acontecía a su persona de forma tan absoluta como llegó a dominar a su marido y a sus hijos. Si admitió otro punto de vista, jamás lo reconoció; éramos títeres a su merced que movía según ordenaban sus deseos. Recuerdo una vez que me opuse a su gusto en la ropa que había elegido para mí. Con una dureza no justificada por un comentario tan inocente me informó de que yo no tenía gusto y de que mi opinión no merecía ser escuchada. No toleraba que la contradijeran y cuando una vez le respondí: «Pensé que estaba actuando bien», dijo: «No te pido que pienses, ya estoy yo para pensar, tú haz lo que te dicen», lo que me redujo a la imbecilidad. Su dinamismo y su rapidez mental, junto con sus variados intereses, hacían de ella una compañera encantadora. Pero la pesadilla de su vida y de aquellos que la compartían era un temperamento violento que, como una tempestad, a veces nos envolvía a todos.
Una de sus ambiciones más tempranas fue convertirse en líder de la sociedad neoyorquina. Con esta finalidad dio una fiesta de disfraces para inaugurar su nueva casa, en el número 660 de la Quinta Avenida, el 26 de marzo de 1883. He leído en los periódicos de la época con qué avidez se buscaban invitaciones para esa fiesta. Resultó ser, según dicen, el entretenimiento más espléndido ofrecido en una casa privada de América. Mis padres, fabulosos con sus disfraces medievales, recibieron a la élite de la sociedad neoyorquina del momento. Mi madrina, Consuelo Yznaga, que cuando aún estaba soltera había sido dama de honor de mi madre, fue nuestra invitada y el baile se ofreció en su honor. En aquel momento era la vizcondesa Mandeville y poco después, cuando su marido heredó el ducado, se convirtió en duquesa de Manchester. Bella, ingeniosa, alegre y talentosa, con la habilidad de tocar de oído cualquier melodía que oyera, nos deleitaba con su simpatía. Sus adorables gemelas, que murieron tan trágicamente jóvenes, y su hijo Kimbolton pasaron ese invierno con nosotros. Kim había adquirido tempranamente el sentido de importancia que puede conferir un título, y un día, cuando el cartero que había ido a dejar una carta para el vizconde Mandeville comentó: «Cómo me gustaría ver en persona a un noble de verdad», se quedó atónito al ver una diminuta figura vestida de marinero acercarse a él exclamando: «Entonces, míreme a mí».
Ya firmemente establecida como líder social, mi madre, con el deseo de dominar aún más su mundo, asumió las prerrogativas de un arbiter elegantiarum e instruyó a sus coetáneos tanto en las bellas artes como en el arte de vivir. Revolviendo en las tiendas de antigüedades de Europa, regresaba con cuadros y muebles para adornar las mansiones cuya construcción se había convertido en su pasión. Así estableció la moda de las casas de época, que hasta esa fecha apenas se conocían en Estados Unidos. Una vez instalada con éxito en los tres hogares que había construido, imagino que su exceso de energía pasó a otros proyectos. Quizá fue entonces cuando nacieron los planes con respecto a mi futuro.
El coraje era una de sus características prominentes, un coraje tanto físico como espiritual. Nunca olvidaré un incidente en el que tuve ocasión de darme cuenta de cuán intrépidas y rápidas eran sus reacciones. Sucedió en Idelhour, nuestra casa de Long Island. Un día que yo, que tenía 9 años, conducía una carreta, el poni se escapó a la carrera conmigo e iba derecho hacia una boca de incendios. La carreta, sin duda, hubiera volcado, pero mi madre, que se encontraba cerca, se tiró sin la menor vacilación y colocándose entre la boca de riego y el poni lo agarró de la brida e impidió un accidente grave.
Los recuerdos relacionados con la infancia tienden a teñirse de autocompasión, lo que en una generación como la mía podría estar justificado, porque fuimos los últimos que estuvimos sujetos a una dura disciplina parental. En mi juventud a los niños se les veía pero no se les oía; la obediencia implícita era una obligación de la que no se podía escapar. De hecho, sufrimos una educación severa y rigurosa. Con frecuencia se usaba una fusta para administrar castigos corporales por faltas menores. Guardo una vívida memoria de los últimos azotes que recibí en las piernas estando de pie mientras mi madre blandía la fusta. Al ser la mayor tuve el privilegio de probar el látigo la primera, después me siguió Willie. Mi hermano y yo habíamos estado navegando en nuestro barco en un estanque. La institutriz, Fraulein Wedeking, quería llevarnos a casa, pero, absortos en el placer del deporte, no prestamos atención a sus llamadas. Al final, cuando estábamos acercándonos a la orilla, nos pilló y, metiendo imprudentemente un pie en el agua mientras mantenía el otro en tierra, intentó detenernos. Pero ¿cómo impedir el pérfido impulso de dar un empujón con el remo, soltar el barco y hacer que Fraulein se sentara en el agua? Parecía muy divertido en aquel momento, pero cuando llegamos a casa y la institutriz fue arrastrando las faldas mojadas directamente hasta nuestra madre, el incidente perdió la gracia.
Aguantaba estos castigos con estoicismo, pero esas medidas represivas engendraron inhibiciones, e incluso ahora puedo trazar sus efectos. Es triste que la niñez, tan corta en comparación con la esperanza media de vida, ejerza en el carácter una influencia tan fuerte y tan permanente que ningún otro aprendizaje posterior puede contrarrestarla por completo. Cuán diferente es la educación de los niños hoy en día. Aun con los prejuicios que tengo por mi propia experiencia sigo creyendo que, aunque las normas de mi madre resultaban muy severas, eran preferibles a la completa falta de disciplina que veo hoy en muchos hogares.
Los castigos, que se resolvían en privado eran más fáciles de soportar que el ridículo que se sufría en público. Recuerdo una ocasión en que, vestida con un traje de época diseñado por mi madre —pues su deseo era que destacara de las demás, marcada como plata preciosa—, sufrí el martirio de la vergüenza que el ridículo de los adultos puede provocar en los niños. Por otra parte, vivía especialmente preocupada por mi nariz, pues tenía una curva ascendente de la que mi madre y sus amigos hablaban sin consideración alguna por mis sentimientos. Como no se podía hacer nada para guiar sus torpes avances, parecía inútil insistir en mi desgracia. Desarrollé un complejo de inferioridad y tome conciencia no sólo de los defectos físicos, sino también de otros defectos que con un tratamiento más delicado podrían haberse corregido de forma menos traumática. La introspección y el examen de conciencia me provocaron hipersensibilidad y un temperamento irascible que empañaba una disposición de otro modo afable.
Mi hermano Willie era dieciocho meses menor que yo. Había heredado el encanto y el temperamento dulce de mi padre. La nostálgica mirada de sus grandes ojos verdes era muy atractiva, pero era travieso y temerario. Solía montar en una de esas bicicletas antiguas de rueda alta a tal velocidad que se llevó muchos revolcones. Un día mi madre lo amenazó con confiscar la bicicleta hasta el próximo otoño y Willie aguantó una lección entera antes de que su tutor descubriera que se había roto un brazo en una caída. Le tenía el cariño que las niñas dedican a sus hermanos menores y compartíamos un agudo sentido del humor.
Mi hermano Harold nació varios años después. Al volver de un paseo un domingo de julio de 1884 lo encontramos en brazos de mi madre. No nos dieron ninguna explicación más hasta que Boya, mi bendita niñera, me informó de que Dios nos lo había enviado. ¿Qué podría ser más satisfactorio que esa versión tan poética del nacimiento y la creación? Aunque experimentamos cierta curiosidad a medida que pasaban los años, no se sacrificó el pudor al precoz conocimiento que hoy día confiere la educación sexual. Harold, mucho más joven que nosotros, participó poco de nuestros juegos. Lo veíamos rodeado del halo que su adorable niñera, Bridget, colocaba en torno a su bonita cabeza. Era una católica ferviente, fe que un día le dio el coraje suficiente para acusar a mi madre por el número de casas que estaba construyendo: «Usted que tiene tantas casas en la tierra, señora Vanderbilt, ¿no cree que es hora de construir una en el cielo?». A lo que mi madre respondió: «Oh, no, Bridget, tú vives en mis casas en la tierra, pero yo espero vivir en la tuya en el cielo», una respuesta de realismo clásico.
No vivimos mucho tiempo en la pequeña y anodina casa en que nací. Al elegir a Richard Morris como arquitecto mi madre construyó una gran casa de piedra blanca ornamentada en estilo renacentista francés en la esquina noroeste entre la Quinta Avenida y la Calle 52. Tras la muerte de mi padre la demolieron para hacer espacio a edificios de oficinas. Esta casa se apartaba un poco de la avenida y se llegaba a ella por unas amplias escaleras que llevaban a una entrada flanqueada por rejas de hierro. En el interior se veía a la derecha una gran escalera que subía tres pisos. Todavía recuerdo lo largo y terrorífico que era aquel oscuro e interminable ascenso, la aguda sensación de temor cuando subía a mi cuarto cada noche, dejando abajo la luz y sus reconfortantes rayos. Porque en aquella penumbra había espíritus que acechaban para destruirme, manos que se estiraban para tocarme y suspiros musitados contra mis mejillas. A veces daba un traspié, entonces todo se volvía negro y, arrodillándome en tensión sobre los escalones, rezaba para tener el valor de llegar a la seguridad de mi cuarto.
En comparación con esta recurrente pesadilla, qué alegres eran las veladas de gala cuando las luces iluminaban la casa y Willie y yo, en cuclillas detrás de la balaustrada de la galería de los músicos, mirábamos la escena festiva que se desarrollaba abajo: la larga mesa del comedor cubierta con una tela de damasco, los cubiertos de oro y las rosas rojas, la preciosa cristalería y la porcelana, y los adultos vestidos con ropas finas. El comedor era enorme, en un extremo había dos chimeneas gemelas renacentistas, y en un lateral una enorme vidriera de colores que representaba el Camp du Drap d’Or con los reyes de Inglaterra y Francia rodeados de sus caballeros, todos ellos no menos magníficamente ataviados que las damas, que, resplandecientes bajo el brillo de sus joyas, estaban sentadas sobre unas butacas tapizadas de respaldo alto tras las cuales permanecían de pie los lacayos, vestidos con calzones. Al lado de este gran comedor había un pequeño cuarto para el desayuno adornado con tapices flamencos y un retrato del jefe del Estado turco pintado por Rembrandt. A continuación había un salón blanco donde colgaba un fino conjunto de tapices de Boucher; aquí estaban el precioso secrétaire y la cómoda lacados, con bronces cincelados por Gouthière, que habían sido hechos para María Antonieta. En la puerta siguiente, nuestra sala de estar, un salón renacentista revestido con paneles que daba a la Quinta Avenida.
El pequeño y sombrío cuarto de mi padre me entristecía, parecía un lugar aburrido para un caballero tan jovial y gallardo que debería, creía yo, tener lo mejor de todo lo que la vida pudiera ofrecer. Fue siempre muy bondadoso, muy gentil y muy dulce conmigo; su gran arsenal de chistes y cuentos humorísticos fueron la alegría de mi niñez. Pero por desgracia sólo desempeñaba un pequeño papel en nuestras vidas; nos parecía que siempre estaba relegado o al margen de nuestras ocupaciones. Era invariablemente mi madre la que dominaba nuestra educación, nuestros estudios, nuestro esparcimiento y nuestras ideas.
Con la clarividencia propia de los niños sabíamos que ella se mantendría inflexible ante cualquier petición que nuestro padre hiciera de parte nuestra y nunca le pedimos que se inmiscuyera. La hora que pasábamos en compañía de nuestros padres después de tomar la cena con la institutriz a las seis, no podría describirse de modo alguno como la hora de los niños. No había libros ni juegos; nos sentábamos y escuchábamos la conversación de los adultos y anhelábamos la liberación que suponía su partida cuando se ausentaban porque tenían que ir a vestirse para la cena.
Alguna que otra vez a Willie y a mí nos permitían ir con mi madre a su bonito cuarto y ver cómo se arreglaba. Hubo una noche memorable cuando la caja fuerte en que guardaba sus joyas no se podía abrir. Mi madre iba a una gran cena en la que casi se hubiera considerado una ofensa no llevar joyas. Debió de llegarme algo del sentimiento de pánico predominante, porque corrí a mi cuarto y recé con fervor para que se produjera un milagro y se abriera la caja fuerte. Y cuando volví la caja estaba abierta y mi madre engalanada con sus hermosas perlas. No es sorprendente que crea en la eficacia de la oración.
Cuando fui suficientemente mayor como para tener mi propia habitación, me trasladaron de los cuartos de los niños contiguos a la habitación de mi madre a una por encima de la suya, a la cual tenía ella acceso mediante una escalera de caracol que había en una de las torres que adornaban la casa. En esta planta había una sala de juegos colosal donde solíamos montar en bicicleta y en patines con nuestros primos y amigos. Pero el recuerdo más importante de esta sala es el de un árbol de Navidad que llegaba hasta el techo y estaba cargado de regalos y juguetes para nosotros y para cada uno de nuestros primos.
A las copiosas nevadas les seguían los felices paseos en trineo que esperábamos con anhelo: los caballos con sus campanillas, el gordo cochero envuelto en pieles, y Willie y yo en el asiento trasero de nuestro pequeño trineo en el que nos permitían deslizarnos por las cuestas de Central Park.
Pasadas las fiestas nos aguardaban las matinées del Metropolitan Opera House, cuando me sentaba luciendo mi mejor vestido en el palco de mi padre cerca del escenario. Mi primer recuerdo operístico es haber escuchado a la gran Adelina Patti cantar Martha. Sus gorgoritos como trinos de pájaro evocaban escenas de un loco entusiasmo y en torno a su diminuta figura se acumulaban montañas de ramos de flores. El Fausto de Gounod era una de mis óperas favoritas, pero Mefistófeles me aterrorizaba y la locura pasó a estar asociada con el amor después de ver a Marguerite y posteriormente a Lucía de Lammermoor en sus conmovedoras escenas de locura.
Todos los sábados mi madre me hacía recitar poemas sin fin en francés, alemán e inglés, y en mi décimo año hubo una ocasión memorable cuando en la clase de solfège se dio un concierto en honor a nuestros padres. Ya fuera por temor al escenario o a causa de la emoción, interpreté Les Adieux de Marie Stuart con tanto sentimiento que me deshice en lágrimas. Me tiraron un ramo de flores y estoy segura de que ninguna prima donna sintió jamás una ilusión mayor.
Willie y yo también asistíamos a una clase de baile semanal dirigida por el señor Dodsworth, un instructor mayor y muy elegante que había enseñado a sucesivas generaciones de neoyorquinos a bailar y a comportarse en sociedad. A Willie no le gustaba ponerse su elegante traje de marinero ni tener que bailar con chicas mayores que le dirigían, pero a mí sí me gustaba llevar mi vestido más bonito, y la competición de los chicos que querían bailar conmigo me daba una sensación de superioridad de la que no disfrutaba a menudo en casa.
Los domingos eran días especiales. Acudíamos al oficio religioso de la mañana en Saint Marks-in-the-Bouwerie, un largo paseo en el landó en el que Willie y yo, ataviados con nuestras mejores ropas, íbamos frente a mi madre, vestida con un traje elegante, y a mi padre, que llevaba levita, sombrero de copa y un abrigo con un buen cuello de piel. Aquellos largos paseos eran siempre tremendamente cansados, porque me hacían sentar muy derecha y no me dejaban relajarme ni un momento. Cuando las piernas se me empezaban a mover con unos tic incontrolables, me reprendían con severidad por lo que, por alguna razón desconocida, mi madre llamaba «la desazón Vanderbilt», como si ningún otro niño hubiera estado jamás aquejado de ello. Sentarse derecha era una de las pruebas cruciales del comportamiento propio de una dama. Se ideó un horrible instrumento que tenía que llevar cuando seguía mis lecciones. Era una barra de acero que me bajaba por la columna y me amarraban con una correa a la cintura y a los hombros, mientras que otra correa me rodeaba la frente e iba hasta la barra. Cuando leía tenía que sujetar el libro en alto y era casi imposible escribir en una posición tan incómoda. No obstante, probablemente tengo la espalda recta debido a tantas horas de incomodidad.
Al volver de la iglesia los niños comíamos con nuestros padres en compañía de dos chicos de nuestra edad y después de una lección de la Escritura pasábamos horas frenéticas haciendo marchar ejércitos de soldados de plomo por la alfombra que representaba la tierra, o navegando por los mares de los suelos de parqué para librar furiosas batallas por la posesión de los fuertes que construíamos con bloques.
En contraste con esta vida urbana estaba la grata libertad de la que disfrutábamos en Idlehour, la casa de mi padre en Oakdale, Long Island, donde pasábamos el principio del verano y los meses de otoño. Era una casa de estructura laberíntica cerca de un río; los prados verdes se extendían hasta jardines, establos, bosques y granjas. Allí cazábamos cangrejos y pescábamos en el río y aprendíamos a navegar. Teníamos ponis, que yo cabalgaba a mujeriegas, y un jardín para plantar, pero éramos malos jardineros, porque mi hermano Willie, de carácter impaciente, sacaba las patatas antes de tiempo. Nuestras primeras apuestas fueron sobre el número de ellas que encontraríamos en cada raíz.
El buen comportamiento tenía su recompensa en el placer de cocinar nuestra cena en la casa de muñecas. La institutriz alemana presidía la mesa y se deleitaba con el chucrut, que nosotros no apreciábamos, pero como compensación me permitían los caramelos de chocolate que me encantaba hacer. Esta casa de muñecas era una antigua bolera y cuando mi madre nos la dejó insistió, a modo de formación, en que deberíamos hacer nosotros mismos todas las tareas domésticas. Totalmente felices, hacíamos la comida, lavábamos los platos y luego dábamos un paseo hasta casa por el río sintiendo el frescor de la tarde.
Boya, mi niñera, tan santa como puede serlo un ser humano, compartía estas salidas con nosotros. Bien intencionada, sencilla y bondadosa, carecía de la sentimentalidad sensiblera que hacía que la institutriz se tomara como una afrenta la más mínima provocación.
Hubo veces en que, quizás influida por Boya, reflexioné con cierto malestar en la abundancia que me rodeaba, preguntándome si tenía derecho a tantas cosas buenas de la vida. Este sentimiento se acentuó tremendamente con la visita que hice a la hija enferma de uno de nuestros trabajadores bohemios, cuya responsabilidad consistía en cortar el césped que rodeaba la casa. Una mañana, al darle los buenos días me di cuenta de la tristeza con la que me había respondido. «¿Sucede algo?», le pregunté. Entonces me habló de su hijita, de 10 años —«justo de mi edad», comenté yo—, una tullida condenada a estar en la cama de por vida. El choque brutal de una suerte tan terrible me dejó abrumada, y cuando al día siguiente fui a verla con mi institutriz, con el carro tirado por el poni lleno de regalos, y la encontré en un mísero cuartucho sobre una cama pequeña y fea, me di cuenta de las desigualdades de los destinos humanos con una intensidad que jamás me ha abandonado. ¡Cuánto debo a Boya! De ella aprendí la felicidad que conlleva ayudar a los demás. Porque ella lo dio todo en limosnas y bondad, y más adelante, cuando nos dejó, pasó sus últimos años dirigiendo un hogar para niñas suizas en Nueva York.
Cuando murió mi abuelo en 1885 dejando la mayor parte de su fortuna dividida a partes iguales entre sus dos hijos mayores, Cornelius y mi padre, mi madre pudo dar rienda suelta a sus ambiciones, y el yate Alva, de mil cuatrocientas toneladas, fue una de las primeras muestras de nuestra nueva prosperidad. Era un barco bonito y lujoso amueblado con sencillez y buen gusto, pero no resultó ser un buen barco en condiciones marítimas adversas, como pudimos comprobar pronto para nuestra desgracia, y al final se hundió en un choque en la niebla. En nuestros primeros viajes visitamos las Antillas. En los años siguientes cruzamos el Atlántico e hicimos un crucero por el Mediterráneo. En una ocasión, cuando salimos de Madeira rumbo a Gibraltar, nos sorprendió una espantosa tormenta. Las olas rompían sobre los altos macarrones de madera y se sucedían con tal rapidez que no daba tiempo a que el agua saliera por las puertas de desagüe antes de que nos alcanzara la ola siguiente. Yo estaba tumbada en la cubierta de proa con mi hermano Willie y su tutor, que estaba asustado y mareado a la vez. «Si vienen siete olas de éstas seguidas», nos informó, «nos hundimos». Willie y yo pasamos el resto del día contando las olas aterrorizados mientras aumentaba el agua verde en la cubierta. Hubo varios heridos entre la tripulación y el doctor que siempre nos acompañaba en los viajes estuvo muy ocupado.
Estas expediciones en barco eran demasiado aburridas para nosotros, los niños. El médico, el tutor de mi hermano, mi institutriz y tres hombres amigos de mis padres componían el grupo. Las fuertes marejadas eran las que nos permitían escapar del programa de trabajo, porque hasta las excursiones a los lugares de interés en las visitas que hacíamos en tierra se convirtieron en parte de nuestra educación, y se esperaba que escribiéramos un informe de todo lo que habíamos visto. Harold, que todavía estaba en la etapa infantil, tenía libertad para divertirse dentro de los límites posibles de un yate.
En uno de nuestros cruceros visitamos Argel, Túnez y Egipto. Recuerdo la profunda impresión que me causaron las magníficas proporciones de los templos de Egipto, pero las tumbas de los reyes me provocaron la peor claustrofobia y estaba aterrada con los cientos de murciélagos que colgaban de los techos, que eran muy bajos. Había algo patético en las momias alhajadas con tanta suntuosidad y rodeadas de las posesiones terrenales que consideraban necesarias en sus vidas futuras, y parecía verdaderamente indecoroso perturbar el digno aislamiento que habían querido asegurarse tomando infinitas precauciones.
Cuando dejamos Egipto nos dirigimos a Constantinopla. En la entrada a los Dardanelos nuestro yate fue detenido bruscamente con dos disparos en la proa, pues a los barcos de guerra no se les permitía entrar en el Bósforo y nos habían confundido con un buque de combate pequeño. Después de un intervalo de veinticuatro horas durante el cual se aplacó la cólera de las autoridades nos permitieron proseguir, y no mucho más tarde anclamos en esa hermosa bahía para contemplar Constantinopla con sus hermosos palacios y mezquitas. Mis padres habían bajado a tierra cuando el capitán, preocupado, me dio la noticia de que había llegado un pachá que deseaba ver a mi padre. Como el capitán no hablaba una palabra de francés y el pachá no hablaba una palabra de inglés, se acordó que sería yo la que lo entretuviera, ya que él se negó a irse sin presentar las disculpas del sultán a mis padres por la falta de cortesía con la que habíamos sido recibidos. Debió de ser una nueva experiencia para un altivo y sofisticado turco hablar con una niña pequeña durante una hora o más, y fue un momento de orgullo cuando después me llegó una preciosa caja de caramelos como tributo a mis esfuerzos. En esa época las mujeres turcas estaban estrictamente recluidas, sólo se logró su emancipación con la política de occidentalización de Mustapha Kemal durante el primer cuarto del siglo siguiente. Mi padre tuvo una audiencia con el sultán, que nos atendió con gran cortesía e incluso nos permitió visitar palacios que no solían estar abiertos al público.
Ese año nuestro crucero terminó en Niza, adonde llegamos a tiempo para el carnaval con toda su alegría grotesca y desenfrenada. Tomamos parte en la Batalla de las Flores y disfrutamos mucho lanzando a los transeúntes los que con el tiempo se convertirían en ramilletes de flores polvorientos. De repente un paquete tirado con la mejor intención pero con bastante torpeza me dio en el ojo. No permitieron que los bombones que contenía ni el cumplido que lo acompañaba, «Pour la jolie petite fille», me sirvieran de consuelo, pues mi madre, temiendo que los halagos pudieran dar lugar al engreimiento, dijo: «Deben de ser para Harold». Tengo que admitir que Harold, que tenía 3 años, era un niño precioso; pero aun así albergaba la esperanza de que no lo hubieran confundido con una niña, y tuve dudas sobre la veracidad de mi madre.
De Niza fuimos a París, donde en años sucesivos pasamos los meses de mayo y junio, bien en el hotel Bristol o en el Continental. Cuando pienso en la primavera, pienso en París, con sus dulces aromas a brotes de castaño y lilos en flor, y en los lirios que venden en las calles los vendedores ambulantes, esos ramitos de muget que se llevan el 1 de mayo. Esa encantadora ciudad tiene para mí una belleza que hace doler el corazón. La elegante armonía de sus edificios antiguos, el brillo de las luces, el verde pálido de los árboles y el rápido discurrir del Sena con su rojo refulgir bajo el sol vespertino, todo ello alimenta una veneración tierna y nostálgica. Porque la belleza de la primavera es evanescente y su encanto es algo muy frágil.
Cuando era una niña, París en primavera era un lugar feliz. En el Carrusel montábamos en caballos de madera al alegre ritmo de los valses. Nos encantaban los espectáculos de Punch y Judy en los Campos Elíseos, y en las pequeñas barracas comprábamos cubos y palas para jugar en los montones de arena, o barcos para navegar en los pilones redondos de los jardines de las Tullerías. Durante varios años nos reunimos allí con un pequeño grupo mientras nuestros padres se iban fuera para participar en las carreras de Longchamps, hacer compras o simplemente para pasarlo bien con la actitud desenfadada del siglo XIX. Recuerdo dentro del grupo a Waldorf Astor, ahora vizconde Astor y casado con Nancy Langhorne, la primera mujer parlamentaria. Era un niño serio, muy bien parecido, con el extraordinario sentido de justicia que inspiró todos sus actos hasta el final. También estaba May Goelet, que era inteligente, divertida y rápida, los tres atributos naturales de una chica americana. Después sería mi dama de honor y más tarde se casaría con el primo de Marlborough, el duque de Roxburghe, un hombre refinado y un gran caballero. Se convirtió en dueña de un castillo escocés y vivió en el castillo de Floors, en el adorable territorio fronterizo donde se juntan Inglaterra y Escocia. Sus principales intereses eran los bordados, la pesca del salmón y el bridge, al que jugaba lo suficientemente bien como para estar en la categoría de lady Granard, otra compatriota. Dedicó a estas diversiones un buen cerebro que quizá hubiera podido utilizar para mejores propósitos.
Y también estaba Katherine Duer, que primero se casó con Clarence Mackay y luego, después de divorciarse de él, con el doctor Joseph Blake, el gran neurocirujano que prestó servicios a Francia en el hospital que tuvo a su cargo durante la Primera Guerra Mundial. Katherine era muy guapa, con nariz recta y una mata de pelo oscuro que le caía hacia atrás desde la frente baja y bien formada. Siempre era la reina en los juegos a los que jugábamos y si alguien se atrevía a sugerir que me tocaba a mí, ella lo paraba: «Consuelo no quiere ser reina», y tenía razón. Esos días del comienzo de la primavera eran precursores de otros que durante los meses de verano pasábamos en Newport. Ahí volvía a reunirse nuestro pequeño grupo. Mi recuerdo más feliz es el de una granja que había en el campo, en los alrededores del lugar donde íbamos a comer al aire libre y a jugar a indios y vaqueros, aquellos juegos salvajes inspirados en los cuentos de Fenimore Cooper. Escurriéndonos entre los espinos, subiendo por las rocas, atravesando riachuelos, éramos totalmente felices, aunque teníamos una pinta espantosa, con la ropa hecha jirones y las caras y las rodillas arañadas cuando nos íbamos a casa, a los salones revestidos de mármol y a los castillos renacentistas que habían construido nuestros padres.
En el otoño mi familia volvía a Idelhour y después a Nueva York, donde reanudábamos la rutina del invierno. Cuando llegué a la adolescencia, comencé a estudiar en lo que se conocía como las clases Rosa. Mi clase estaba compuesta por seis chicas y tenía lugar en la casa de la señora Frederick Bronson. El señor Rosa se las arreglaba para incluir materias tan variadas como inglés, latín, matemáticas y ciencias en dos horas; pero aunque nuestro conocimiento fuera elemental, al menos se nos despertaba el interés. El señor Rosa tenía un gran éxito en historia y literatura, o quizá lo creía yo así porque eran mis asignaturas favoritas. Tuvimos que escribir redacciones, y páginas y páginas sobre las Guerras Púnicas que todavía guardo como un tesoro entre mis primeros esfuerzos literarios.
La señora Bronson vivía en Madison Avenue, cerca de la Calle 38, que entonces era una zona residencial de moda en la ciudad. Todas las mañanas iba allí con mi institutriz. En aquella época había muy pocas tiendas en la Quinta Avenida. El gran hotel Windsor en el número 571 de la Quinta Avenida, que más tarde quedó destruido en un incendio, era, junto con las iglesias, uno de los pocos edificios grandes que rompían el flujo uniforme de las mansiones privadas. Los autobuses todavía iban tirados por caballos y había muchos carruajes elegantes con cochero y mozo de cuadra en el asiento delantero. Esos paseos me gustaban más que la vuelta a casa en el cupé de mi padre, que pasaba a buscarme a la una en punto.
Además del programa de estudios de Rosa, daba lecciones de francés, alemán y música con varias institutrices y hacía más o menos una hora de ejercicio en Central Park.
En la década de 1880 los cimientos de la educación se echaban desde una edad temprana. No se nos animaba a considerar la expresión personal más importante que la adquisición del conocimiento y si, como los niños de todo el mundo, pintábamos cuadros rudimentarios y grotescos, no se consideraba que tuvieran ningún mérito artístico. A los 8 años leía y escribía en francés, alemán e inglés. Los aprendí en ese orden, porque hablábamos francés con nuestros padres, pues parte de la educación de mi padre había tenido lugar en una escuela de Ginebra. Luego teníamos una institutriz alemana en casa; la institutriz francesa venía una hora al día y preparaba mis lecciones con ella bajo la supervisión de Boya.
A causa de nuestros viajes hubo una larga sucesión de institutrices en mi vida, y cuando me hice mayor teníamos en casa dos institutrices para aprender a comportarnos en sociedad, una inglesa y una francesa. Complacer a ambas era muy difícil, requería mucho tacto y paciencia. Puede que esa circunstancia me enseñara a ver los dos lados de un asunto, porque cualquier opinión que tuviera una de ellas invariablemente la contradecía la otra. La institutriz inglesa se quedó conmigo hasta el día de mi boda. Fue una de las mejores amigas que jamás tuve.
La lectura se convirtió pronto en mi pasatiempo favorito. Cuántas horas de inefable felicidad pasamos en compañía de Les Petites Filles Modèles, Le Bon Petit Diable y otras creaciones de Madame de Sègur, cuyas simpatías con los niños descarriados eran más de mi gusto que las aspiraciones sensibleras expresadas en una serie de libros alemanes que también se cruzaron en mi camino en aquella época. Recuerdo uno titulado Zwei und Fünfzig Sonntage, de donde deduje que los niños alemanes, igual que yo, consideraban que el domingo era un día de liberación de una disciplina demasiado generalizada. Los libros que leí en aquellos días tempranos fueron sobre todo en francés y en alemán. Había cuentos de hadas, los de Hans Andersen y Les Contes de Perrault, y las Fables de La Fontaine, que tuve que aprender de memoria. En un libro alemán había una criatura grotesca llamada Struwwel Peter cuyas escapadas realmente las disfrutábamos Willie y yo. Más tarde Robinson Crusoe, Swiss Family Robinson y los cuentos de Leatherstocking de Fenimore Cooper inspiraron nuestros juegos. En aquellos días había pocos libros escritos para niños. Me desconcierta la variedad a la que me enfrento ahora. Quizá fuera esa la razón por la que leíamos lo que podría describirse como los clásicos. Sólo más adelante, cuando Willie iba a la escuela y me quedé sola, fue cuando mis libros se volvieron sentimentales, y Queechy con The Wide, Wide World me trajo horas llenas de lágrimas. Y ahí estaba la señorita Alcott, cuyos personajes Jo y Meg y Beth y Amy deben de ser nombres muy conocidos en todas las familias americanas. A los 13 años conocí los amores de los dioses en un encantador libro sobre mitología griega, y con Adventures of Ulysses, de Charles Lamb, Henty, Marryat y Jules Verne me embarqué en viajes de descubrimiento. Me sabía prácticamente de memoria The Scottish Chiefs y Robin Hood también fue uno de mis héroes favoritos. Fue por entonces cuando las Vidas de Plutarco me inspiraron una austeridad espartana que yo encontraba atractiva en contraste con la comodidad de mi vida. Sin que mi institutriz lo supiera, pues para entonces ya me habían trasladado a un cuarto cerca del de mi madre, decidí dormir en el suelo sin manta; pero un fuerte resfriado enseguida puso fin a aquel experimento de tan corta duración. El paso siguiente en mis experiencias literarias fue el descubrimiento de Ivanhoe, Kenilworth y Woodstock, y las novelas de Dickens, que me dejaron embelesada. Después vinieron Henry Esmond y Los virginianos, de Thackeray. No me dejaron leer La feria de las vanidades. Desarrollé una ternura especial por las ninfas del agua en Water Babies de Ondine y Kingsley y recitaba Die Lorelei con verdadera emoción. Nuestros juegos de croquet se hicieron divertidísimos cuando descubrimos Alicia en el país de las maravillas y su continuación, y las frecuentes referencias a la frase «Que le corten la cabeza» enojaban a nuestros adversarios cuando en el croquet enviábamos sus pelotas fuera de campo. Pero la verdadera crisis emocional llegó cuando encontramos El molino del Floss en la biblioteca del yate y mis sueños se entrelazaron con el romance de Stephen y Maggie Tulliver. Además de éstos, que eran mis libros personales, leí con mi institutriz biografías de los grandes poetas ingleses y alemanes junto con sus obras; de los Cuentos de Canterbury de Chaucer y Faerie Queene de Spenser pasé al Cantar de los nibelungos y Wallenstein, del idealismo puritano de Milton al lirismo alemán de Klopstock, de Shakespeare a Schiller y Goethe. Sabía mucho más de los amores de Goethe de lo que se figuraba mi madre, pero amor era una palabra legendaria y para mí sólo significaba lo que él describe en su adorable poema como «Himmel hoch jauchzend zum Tode betrüth — glücklich allein ist die Seele die liebt». Leí vorazmente a los clásicos alemanes con una institutriz que me inspiró tal amor por la poesía y la filosofía alemanas que después de mi matrimonio leí los libros que hasta ese momento me estaban prohibidos: el Fausto en su totalidad, Heine, con Schopenhauer y Nietzsche. En cuanto a las filosofías más densas de Kant y Hegel, no me gustaban y no perdí el tiempo en fatigarme con el poco entendimiento que tenía de ellos. Pero Nietzsche poseía el inevitable atractivo de la visión poética combinada con la locura. En Viena, años después, en una de aquellas tristes peregrinaciones para recuperar la audición, tuve sueños de traducir Así habló Zarathustra, sueño que terminó cuando al preguntar en una librería descubrí que ya había unas veintisiete traducciones del mismo.
La emoción más profunda de mi juventud nació en mi confirmación. El obispo Littlejohn, que por entonces era el obispo de Long Island, fue nuestro invitado y el oficio tuvo lugar en la iglesia de Islip que mi padre había ayudado a construir. Cuando me arrodillé en el altar me sentí como si estuviera dedicando mi vida al servicio de Dios y, si alguien me hubiera sugerido hacerme monja, ciertamente podría haber considerado cambiar la muselina blanca y el velo que llevaba por el atuendo más sobrio del convento. La preparación para este sacramento en un periodo en que el creciente distanciamiento entre mis padres me provocaba dolor me hizo especialmente susceptible al atractivo emocional del cristianismo.
Cuando tenía 16 años, mi familia adquirió un nuevo yate de dos mil toneladas: el Valiant. Trajo a mi padre desde Birkenhead, donde se construyó, hasta Newport en siete días y medio. Su viaje fue corto y poco interesante en comparación con el que hizo mi bisabuelo en el S.S. North Star, que comenzó a navegar el 22 de mayo de 1853 en Sandy Hook y tardó diez días, ocho horas y cuarenta minutos en llegar a Southampton. En una revista contemporánea encontré la siguiente descripción, que tal vez podría resultarles divertida a mis lectores: «El comodoro Cornelius Vanderbilt construyó el S.S. North Star para su solaz. Su tamaño era de doscientos pies de longitud de quilla y doscientos setenta pies de eslora, con treinta y ocho pies de amplitud de manga. Era el mayor yate que se había construido para viajes de recreo, y una vez terminado y amueblado lujosamente, el comodoro comenzó su viaje de vacaciones al Viejo Mundo con su numerosa familia de dieciocho miembros a bordo: sus hijos y sus hijas con los respectivos maridos y mujeres y un gran séquito de sirvientes. El comodoro y sus acompañantes fueron recibidos con destacadas muestras de consideración allá donde fueron y en Southampton las autoridades municipales les ofrecieron un banquete; el día en que se celebró fue una fiesta para los ciudadanos.
»Después de un viaje de quince días por Inglaterra el North Star partió hacia Cronstadt, adonde llegó sin percance alguno, y el comodoro con su familia y sus seguidores fueron recibidos con hospitalidad por el zar y su corte. Fue el año antes de la guerra de Crimea, y Rusia aún no había experimentado ninguno de los humillantes fracasos que rompieron el corazón del emperador y provocaron su muerte prematura.
»Tras disfrutar de una serie de magníficas fiestas y recepciones en San Petersburgo el North Star se dirigió hacia el sur, donde visitó Le Havre, así como los principales puertos del Mediterráneo en España, Francia, Italia, Constantinopla, Malta, Gibraltar y Madeira, y volvió a Nueva York en septiembre. Y dondequiera que fueron, al comodoro y a sus acompañantes los trataron como príncipes.
»El crucero del North Star sigue siendo único. Desde entonces no se ha emprendido jamás ningún viaje similar, ni en este país ni en Gran Bretaña; y las vacaciones del comodoro, al igual que toda su carrera, siguen siendo algo excepcional que no es probable que se repita».
El viaje de mi padre, si bien menos interesante, al menos tuvo un espléndido final, pues cuando llegó a Newport lo esperaba nuestra nueva y magnífica casa, Marble House, en Bellevue Avenue. Esta casa, el segundo éxito arquitectónico de mi madre en cooperación con su amigo arquitecto Richard Hunt, estaba inspirada en el Grand Trianon del parque de Versalles. Pero, a diferencia de la creación de Luis XIV, se alzaba en un terreno limitado y estaba rodeada de altos muros, como una prisión. Hasta las verjas estaban cubiertas de chapas de hierro. Pero es innegable que Marble House, tanto por dentro como por fuera impresionaba por su grandeza y su esplendor. El vestíbulo y la escalera eran de mármol amarillo y los finos tapices que flanqueaban la entrada y representaban la muerte de Coligny y la masacre de la noche de San Bartolomé, siempre me producían un escalofrío momentáneo. El hermoso comedor, hecho de mármol rojo, brillaba como el fuego.
En la parte de arriba, mi propio cuarto era austero. Estaba revestido de una oscura boiserie renacentista. Había seis ventanas, pero como mucho se podía vislumbrar únicamente el cielo a través de sus altos y estrechos marcos. Una chimenea de piedra sin adornos frente a la cama me saludaba al despertar. A la derecha, sobre una mesa antigua, se alineaban un espejo y varios cepillos y peines de plata. En otra mesa los utensilios de escritura estaban dispuestos en un orden tan perfecto que nunca me atreví a usarlos. Porque mi madre había elegido cada pieza del mobiliario y había colocado cada ornamento a su gusto, y había prohibido la entrada de mis pertenencias personales. A menudo, cuando estaba tumbada en la cama que, al igual que la de santa Úrsula en la hermosa pintura de Carpaccio, estaba sobre una tarima y cubierta con un baldaquino, pensaba que en su amor por mí había algo del espíritu creador de un artista, que su deseo era producirme como un ejemplar acabado enmarcado en una montura perfecta, y que mi persona estaba dedicada a cualquier disposición final que ella tuviera en mente.
En el piso inferior, justo por debajo de la mía, una estancia gótica albergaba una colección de cerámica de mayólica, cameos y bronces reunida por un entendido francés que respondía al nombre de Garvais. Era nuestro salón, pero las vidrieras procedentes de alguna iglesia famosa dejaban fuera la luz y creaban una atmósfera de melancolía en la que una Madonna de Della Robbia sugería la renuncia a la vida mundana. Fue allí donde Marlborough me propuso más tarde matrimonio, y donde yo acepté un sacrificio al que sentí que estaba predestinada como tributo a los mandatos de mi educación.
No es de extrañar que, intuitiva y sensible como era, fuera introspectiva. Mi vida era una vida solitaria en la que mis hermanos, ambos más jóvenes que yo, y uno de ellos de forma notoria, participaron poco debido a su escolarización. Nunca compartimos lecciones y durante las vacaciones, cuando se hicieron mayores, practicaban deportes y juegos en los que rara vez se me permitía participar.
Las restricciones de mi infancia por ser niña pueden parecer extrañas a las jóvenes modernas acostumbradas a la libertad de la que disfrutan. Pero en mi juventud no había teléfonos, ni cines, ni automóviles. Hasta las ropas impedían la comodidad que hoy damos por sentada. Cuando tenía 17 años, las faldas casi tocaban el suelo; se consideraba impúdico llevarlas más cortas. Mis vestidos llevaban cuellos de ballenas altos y ajustados. Un corsé me estrechaba la cintura hasta los cuarenta y cinco centímetros que decretaba la moda. En la cabeza llevaba un sombrero enorme adornado con flores, plumas y lazos sujeto al pelo con largos alfileres de acero, y un velo me cubría la cara. Unos ajustados guantes me apretaban las manos y llevaba también una sombrilla. Vestida de ese modo iba a la playa de Bailey a darme un baño matinal. Allí, cubierta con un traje de alpaca azul oscuro que consistía en un vestido debajo del cual llevaba unos calzones y medias de seda negras, y con un gran sombrero para protegerme del sol, subía y bajaba en el agua con el vaivén de las olas. Huelga decir que nunca me enseñaron a nadar. El tenis y el golf tampoco formaron parte de mi educación, pero en las lecciones de comportamiento se cultivaba una forma de caminar medida y majestuosa. Cuán llena de restricciones tediosas estuvo esta vida artificial. No era sorprendente que no me gustara nuestra estancia en Newport y que echara de menos la mayor libertad que me daba Idlehour. A medida que me fui haciendo mayor aumentó la disciplina. Entonces veía poco a la gente de mi edad y pasaba los días en mis estudios. Mi madre estaba en contra de lo que ella llamaba los tontos flirteos de chicos y chicas, así que se terminaron los almuerzos campestres en la granja y a mi institutriz se le dieron órdenes estrictas de informar sobre cualquier veleidosa alteración de mis pensamientos. El almuerzo, que se servía en el comedor de mármol rojo donde las pesadas sillas de bronce requerían la ayuda de un lacayo para acercarse a la mesa, era mi única distracción social.
Mi madre siempre almorzaba en casa para estar con sus hijos; era la única comida que hacíamos juntos. Uno de los recuerdos más vivos que tengo de ella es sentada a la cabecera de la enorme mesa de roble de nuestra casa de Nueva York, en la que siempre se ponía la mesa para los seis u ocho invitados que llegaban de manera informal. Entonces existía la moda de que las mujeres tomaran té o chocolate con la comida de mediodía. Delante del sitio de mi madre había una lujosa bandeja de plata con un servicio de té y una jarra de chocolate. Eran grandes y pesados y estaban repujados con escenas de la vida flamenca que recordaban a aquellas de los tapices que colgaban de las paredes. A mí me parecían demasiado pesados para que las delicadas manos de mi madre pudieran levantarlos.
Los hombres sólo estaban presentes alguna que otra vez en estos almuerzos, pues mi padre se quedaba en su negocio, y a medida que iba cumpliendo años y escuchaba el estéril chismorreo de las conversaciones de las mujeres cuando estaban juntas, desarrollé una clara preferencia por las reuniones masculinas, cuya conversación, me parecía a mí, tenía mucho más interés. Mis estudios en las clases de Rosa me habían hecho mucho más sensible a acontecimientos distintos a los que se discutían en el grupo de amigas de mi madre. A veces deseaba expresar mis puntos de vista en las conversaciones generales que tenían lugar, pero la mirada de mi madre me contenía. El arte era uno de mis temas favoritos, y escuchaba las críticas de algunas que se autoproclamaban entendidas y cuyos juicios estaban dictados por el coste más que por la belleza de un objeto. No me sorprendió cuando más adelante, en el palacio de mármol falso de la señora Oelrich o en la mansión renacentista de la señora Goelet vi objetos que llenos de dorados y de ricos terciopelos parecían caros, pero no tenían ni las delicadas proporciones ni los límites que impone el arte. Las casas de época proliferaban entonces como las setas en el competitivo ambiente de la plutocracia de Newport. Se cuenta que a la señora Stuyvesant Fish, que vivía en una casa de cierta distinción pero sin pretensiones y que se proclamaba líder social, le incomodaba esa ostentación. En una ocasión cuando su anfitriona, cuyo conocimiento de historia era tan limitado como su apreciación del arte, anunció: «Y éste es mi salón Luis XV», la señora Fish, con educación, pero con una insolencia intencionada exclamó: «¿Y qué le hace pensar eso?». Aquella distinción satisfacía al pequeño grupo de elegantes que todavía ocupaban las sencillas casas de sus padres y veían como una afrenta las vulgares extravagancias de los recién llegados.
De niña observaba el surgimiento de estas nuevas mansiones cuando iba por las tardes a pasear con mi poni Dumpling, calle arriba y calle abajo, por Bellevue Avenue. Mi institutriz, la señorita Harper, compartía el asiento al lado del mío en el carro bajo de dos ruedas que habían fabricado especialmente para mí; detrás iba sentado un pequeño mozo de cuadra. Un día, de compras en la ciudad de Newport, me di cuenta de cómo se explota a los ricos, pues cuando mencionamos que nuestra dirección era Marble House, el tendero me informó de que había un error en el precio que me había dado y añadió nada menos que un 50 por ciento. Hasta la señorita Harper parecía desconcertada, y yo estaba horrorizada por lo que consideraba una falta de honradez.
A medida que fui haciéndome mayor, cada vez me alegraba más de dejar la vida artificial de Newport y de regresar a Idlehour en el otoño. Aquí, cuando tenía 16 años, me esperaba un último y tranquilo descanso antes de nuestra partida en un largo crucero hacia la India.
A partir de ese momento asistí poco a las clases de Rosa. Quizá fuera bueno que terminara el ardor competitivo que evocaban los exámenes, porque yo sola me ponía en tal estado de aprensión que todavía me pregunto cómo me las arreglé para conseguir el cum laude con el que nuestro profesor premiaba nuestros mayores esfuerzos. Animada por mi institutriz inglesa, había abrigado esperanzas de ir a Oxford tras mi graduación, con vistas a obtener una licenciatura en lenguas modernas, pero todo esto se malogró cuando a los 18 años me comprometí para casarme.