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La reina ha muerto, ¡viva el rey!
La reina ha muerto, ¡viva el rey! La impopular guerra de Sudáfrica había terminado. La coronación del rey Eduardo VII tendría lugar el 26 de junio de 1902.
Ese invierno fuimos a Rusia para asistir a las grandes ceremonias de la corte para recibir el Año Nuevo ortodoxo. Dos años después Rusia estaba en guerra con Japón y estos eventos sociales jamás volvieron a recuperar su antiguo esplendor. Mi marido, que sentía debilidad por las ceremonias, deseaba desempeñar un papel digno en unas celebraciones famosas por su magnificencia. Ningún preparativo parecía demasiado elaborado para garantizar la elegancia de nuestro aspecto. Cada detalle se sometía a su riguroso escrutinio. Hubo que renovar los uniformes de la corte, y yo me compré en París unos vestidos preciosos. Encargamos una gargantilla ancha de diamantes y turquesas como parure especial para llevarla con un vestido de satén azul. Habíamos oído hablar mucho de las fabulosas pieles de los nobles rusos; es cierto que mi abrigo de martas cibelinas era magnífico, pero era el único que tenía. Para asegurarnos un mayor prestigio invitamos a la joven y bella duquesa de Sutherland a que nos acompañara, así como al conde Albert Mensdorff, por entonces vinculado a la embajada austrohúngara en Londres, y también al señor Henry Milner, un amigo que había expresado el deseo de unirse a nosotros. El número habitual de doncellas y ayudas de cámara y un detective privado para salvaguardar las joyas constituían una comitiva imponente.
Mientras atravesábamos Rusia, el raro misterio de sus llanuras blancas bajo la pálida luz de la luna me deprimió. Habíamos reservado una suite acondicionada para soberanos extranjeros en el hotel de l’Europe de San Petersburgo, en aquel tiempo la capital de Rusia. Las enormes habitaciones de techos altos estaban amuebladas de forma un poco ostentosa, con sillas duras y mesas doradas. Un extraño y recargado olor me hizo correr hacia las ventanas, pero el gerente me explicó que con la llegada del invierno se habían cerrado herméticamente, y la única ventilación la proporcionaba un sistema de aire caliente. Me sentí aprisionada. El hotel no se podía comparar con los de París y mi primera visión de la ciudad al pasar por sus calles tenía poco que ver con el esplendor oriental que yo había anticipado. Las amplias avenidas azotadas por el viento estaban flanqueadas de edificios modernos de dudoso gusto arquitectónico; sólo de trecho en trecho un vasto palacio presentaba alguna fachada con cierta distinción. Las iglesias ortodoxas con sus cúpulas y sus chapiteles, y la austera fortaleza de San Pedro y San Pablo eran, sin embargo, inconfundiblemente rusos.
Nos presentaron a la alta sociedad rusa en las fiestas de las embajadas británica y austriaca. Recuerdo la embajada británica, una magnífica casa sobre el muelle desde donde se podía contemplar el río Neva helado. El embajador y lady Scott nos recibieron con la simpática amabilidad que los caracterizaba y parecían complacidos de recibir visitas inglesas, que eran demasiado escasas.
El embajador austriaco, Freiherr Alois Lexa von Aehrenthal, el típico diplomático fino y elegante, ofreció una cena en nuestro honor en la que dio la bienvenida a las duquesas inglesas expresando su agradecimiento por el cumplido que hacíamos a su país al llevar los colores nacionales de Austria. Fue entonces cuando caímos en la cuenta de que el satén negro de la duquesa de Sutherland y mi terciopelo amarillo representaban, de hecho, los colores austriacos, y percibí que a veces los diplomáticos interpretan un significado inexistente a partir de una circunstancia fortuita. En este mundo diplomático, tan sensible a las reacciones sociales, el trasfondo de la diplomacia secreta que prevalecía en aquel entonces lo inspiraba el conde Lamsdorff, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno del zar. Me pareció un personaje siniestro y poco sincero, un oriental en el fondo. Me dijeron que nunca hablaba con las mujeres, así que me sentí halagada cuando pasó la velada conmigo.
No fue hasta que acudimos a la fiesta-cena que dio la condesa Shouvaloff en su gran palacio, con su teatro privado y sus innumerables salones, y fuimos recibidos por los Orloff y los Belosolky, cuando entramos en los hogares rusos. Sin embargo, estas familias eran, de hecho, más cosmopolitas que eslavas. Algunas tardes fuimos en trineos abiertos hasta las islas del helado río Neva y cenamos y bailamos con música tzigane. Los días rusos eran cortos, pero sus noches eran interminables y rara vez nos fuimos a la cama antes de la madrugada. En la ópera los ballets eran de Tchaikovsky, pues Diaghileff no había revolucionado aún la danza clásica. La danseuse-en-tête había sido la amante del zar, de acuerdo con la tradición, y otras amantes habían sido asignadas a los grandes duques como parte de su educación amorosa. Cuando nos familiarizamos con las intrigas y los escándalos de la sociedad, sentimos que nos habíamos sumergido en una atmósfera del siglo XVIII, tan diferente era de la rígida moralidad victoriana de Inglaterra.
Tuvimos el privilegio de asistir a tres gloriosas ceremonias celebradas en la corte. Para la primera, un gran baile de tres mil invitados que se ofreció en el Palacio de Invierno, Milly Sutherland y yo nos pusimos nuestras mejores galas. Mi vestido era de satén blanco drapeado en líneas de una simplicidad clásica, y llevaba una cola de tul sujeta con un cinturón de diamantes auténticos. Una tiara de las mismas piedras iluminaba las oscuras ondas de mi pelo y desde el cuello caían cascadas de perlas. Parecía muy joven y esbelta en esa reluciente blancura y mi doncella exclamó encantada: «Comme Madame la Duchesse est belle!». Animada de ese modo me sentí preparada para afrontar el examen más crítico de mi marido, que llevaba el uniforme de consejero real con calzones blancos hasta la rodilla y una chaqueta azul adornada con galones dorados, el sombrero con plumas bajo el brazo. Sonrió y dijo: «Por fin tenemos un aspecto distinguido», frase que, viniendo de él, era todo un halago.
En el Palacio de Invierno las escaleras estaban engalanadas con un magnífico arreglo de placas doradas fijadas en las paredes. Había cientos de lacayos vestidos de librea escarlata y los guardias cosacos con capas largas y sueltas daban una impresión de esplendor bárbaro. En el gran salón de baile innumerables arañas de luces arrojaban su brillante resplandor sobre los apuestos hombres y las gráciles mujeres allí congregados. A mi regreso a Inglaterra lady Dudley me preguntó si las mujeres rusas eran hermosas y cuando le respondí: «No tan hermosas como sus compatriotas», me hizo gracia su cáustica réplica: «Debe de haberse sentido aliviada».
Cuando entraron los miembros de la familia imperial al ritmo inspirador del himno ruso —con el desfile de los grandes duques en espléndidos uniformes, las grandes duquesas, bonitas y enjoyadas, la hermosa y distante zarina y el zar—, el baile adquirió el aspecto de un cuento de hadas. Con los primeros compases de una mazurca el gran duque Miguel, el hermano menor del zar y su heredero entonces, ya que el hijo del emperador aún no había nacido, me invitó a bailar. Se trataba de algo muy distinto de las mazurcas que había aprendido en la clase del señor Dodsworth. «No se preocupe», dijo cuando yo puse reparos, «yo llevaré el paso», y se puso a hacer unas cabriolas alrededor que me hicieron recordar el cortejo de las aves. Pero era un muchacho joven y alegre, y dejándome llevar por el ritmo ascendente, me vi a mí misma saltando al compás ruso con los mejores bailarines. Lo mataron los bolcheviques en 1918.
En el más selecto Bal des Palmiers, baile que tomó ese nombre por las palmeras en torno a las cuales se habían dispuesto las mesas de la cena, tuve la oportunidad de hablar con el zar. El conde Mensdorff, a quien le habían dicho que yo sería la compañera de cena del emperador, me pidió que me pusiera el vestido más bonito que tuviera y pareció satisfecho cuando aparecí vestida de satén azul con el collar turquesa haciendo juego. Como las fiestas se habían sucedido unas a otras, Milly Sutherland y yo estábamos un poco disgustadas al observar que las mujeres rusas tenían un parure de joyas que hacía juego con cada vestido, así que sentí satisfacción al poder mostrar la gargantilla azul. El Bal des Palmiers era mucho más pequeño y parecía más alegre y más íntimo que el primer baile de la corte. Mientras coqueteaba levemente con mis caballeros, esperé el momento de mi encuentro con el hombre en cuyas manos estaba el destino de millones de personas.
La cena se sirvió a la familia imperial y a los embajadores colocados en el estrado. El grupo general estaba sentado en torno a pequeñas mesas de ocho comensales. A mi derecha había un sitio vacío que, según me susurró mi acompañante, estaba destinado al zar, que con su séquito, estaba haciendo un recorrido por los salones. En un momento estaba allí y ocupó su lugar discretamente. Mi primera reacción fue observar el extraordinario parecido que guardaba con su primo, el príncipe de Gales, el futuro Jorge V. Tenía la misma sonrisa bondadosa, medio escondida por la barba, la misma dulzura en sus azules ojos y una gran sencillez en su forma de hablar y en sus modales. También me impresionó su aspecto juvenil, pues sólo tenía 32 años y había llegado al trono a los 27. Mientras hablaba me di cuenta de las enormes dificultades a las que tenía que enfrentarse. En aquella época había una constante y creciente agitación a favor de unas reformas que él sostenía que no se podían conceder sin peligro. Cuando le pregunté por qué dudaba en instaurar en Rusia el gobierno democrático que tanto éxito tenía en Inglaterra, me respondió con solemnidad: «Nada me gustaría más, pero Rusia no está preparada para un gobierno democrático. Vamos doscientos años por detrás de Europa en cuanto al desarrollo de nuestras instituciones políticas nacionales. Rusia es más asiática que europea y, por consiguiente, debe ser gobernada por un gobierno autocrático». Siguió explicando que su poder era absoluto, pero que se reunía con sus ministros diariamente en audiencias independientes. Deduje de ello que ni siquiera existía un gabinete. Parecía temeroso de que algún ministro adquiriera demasiado poder, el temor que persigue a los autócratas del mundo entero. También parecía temer a los millones de personas que pertenecían a Rusia: su ignorancia, su superstición, su fatalismo. Sentado allí, a mi lado, me pareció digno de compasión; él, el emperador de todas las Rusias, el pequeño padre, ansioso y asustado: un buen hombre, pero un hombre débil. Estaba dominado por la emperatriz, cuyo temor por la salud de su hijo la induciría más tarde a un estado de exaltación religiosa y la pondría bajo la influencia de Rasputín, cuyos poderes místicos con frecuencia ayudaban a remediar los sufrimientos del heredero del zar, que era hemofílico.
La cena se prolongó y había casi tantos platos como en un banquete. Se sirvieron sopas, caviar y esturiones enormes, carnes y caza, pâtes y primeurs, helados y frutas, todo montado sobre vajillas de plata y oro creadas por Germain, cinceladas y muy bellas, tanto por su forma como por su color.
El emperador había estado hablando con sencillez y seriedad, como un hombre que se enfrenta cara a cara con los asuntos graves, cuando con una alegría que a mí me pareció infantil comentó: «Sé todo lo que ha hecho desde que está en Rusia, porque la policía secreta me envía un dossier sobre los movimientos de los extranjeros; pero ¿va a decirme el motivo por el que la duquesa de Sutherland va a ver a Máximo Gorky cuando sabe que está temporalmente exiliado?». Me resultó difícil explicar que en Inglaterra la gente tenía derecho a sus propias opiniones, incluso si éstas no eran compartidas por el gobernante del Estado. Cuando me dejó para volver con la emperatriz, me pidió una fotografía mía y me prometió la suya, que recibí a su debido tiempo. Nunca lo volví a ver, pero estoy convencida de que era fundamentalmente bueno, que su deseo era hacer feliz a su pueblo, y que no lo consiguió porque era débil y Rusia no estaba preparada para un gobierno democrático. Desde luego que Lenin, Trotsky y la gente de esa calaña han demostrado que lo que me dijo era verdad.
El zar y la zarina llevaban unas vidas bastante hogareñas. El tío del emperador, el gran duque Vladimir, con su esposa de origen alemán, una princesa de Mecklenburg, eran los líderes de la sociedad rusa y dirigían un grupo que, al igual que el grupo Orléans de la corte francesa, trataba de ejercer el poder político. Nos invitaron a cenar con ellos, y durante la velada tuve ocasión de observar las hábiles preguntas con las que la gran duquesa María Pavlovna intentaba conocer nuestras impresiones sobre su país adoptivo. Su personalidad era majestuosa, pero podía ser amable y encantadora a la vez.
Tras la cena la gran duquesa me mostró las joyas que tenía expuestas en las vitrinas de su vestidor. Había innumerables parures de diamantes, esmeraldas, rubíes y perlas, por no hablar de otras piedras semipreciosas, como turquesas, turmalinas, ojos de gato y aguamarinas. Lo que sacó de la venta de estas joyas fue de lo que vivió cuando huyó al extranjero durante la Revolución tras habérselas entregado a un amigo inglés, Albert Stopford, que pudo sacarlas clandestinamente del país.
La emperatriz viuda nos recibió a Milly Sutherland y a mí en su palacio y nos habló de su hermana, la reina Alejandra, con gran afecto. La madre del zar no era guapa, pero tenía la misma dignidad y bondad innatas que hacían que su hermana fuera tan querida. La cortesía que tuvo con nosotros fue mayor que la que nos dispensaron en los círculos de la corte, pues la zarina no nos concedió una audiencia y fuimos conscientes de la impopularidad que se estaba granjeando esta última a causa de su carácter poco sociable.
El mal tiempo nos impidió una visita a Tsarskoye Selo, pero hubo una cena inolvidable en las galerías de pintura del Hermitage. Fue ciertamente una escena maravillosa la que se desarrolló bajo la mirada de los Tiziano y Van Dyck de la colección imperial. La velada había comenzado con un ballet en el teatro del Hermitage, construido para la emperatriz Catalina. En su pequeño e íntimo círculo se reunía la familia imperial con los grandes nobles de Rusia, la guardia de caballería, los Corps des Pages, oficiales cosacos en sus pintorescos uniformes, y mujeres encantadoras, una magnífica compañía. Encontramos los sitios que nos habían asignado y se alzó el telón. No recuerdo el ballet, pero sí que ya fuera por una orden dada en broma o por una situación fortuita, sonó de repente la melodía de Malbrouck s’en va-t-en guerre[5] y el emperador y el público se volvieron hacia nosotros con un sonrisa. Fue como si estuviéramos siendo aceptados en el pequeño mundo que representaba la corte, un mundo tan autosuficiente, tan seguro de su destino y, sin embargo, tan lamentablemente ciego a los males externos que incluso en ese momento de halagadora euforia sentí la premonición de una tragedia, y pensé en cómo el Fígaro de Beaumarchais se había representado en Versalles por orden de María Antonieta poco antes de su desgracia. A veces me asaltan esos presagios, y en aquella ocasión la corazonada se había acentuado por mi capacidad de visualizar el otro lado de la imagen, pues ese otro lado era demasiado visible en las largas filas que las amas de casa hambrientas formaban en los desabastecidos mercados, en los mendigos que se congelaban en las calles, en el persistente clamor en pro de un gobierno representativo.
Vivimos una velada con un escenario más democrático cuando nos invitó a cenar el ministro de Hacienda, el conde Witte. Me pareció más europeo que eslavo, y me hizo gracia cuando dijo que lo que Rusia necesitaba eran algunos magnates americanos que abrieran el país y sus recursos, «porque», añadió, «nosotros no tenemos visión para los negocios». A título ilustrativo mencionó que el gobierno había recibido una vez un prospecto sumamente favorable de determinadas minas y había quedado tan impresionado que se mandó construir con gran dispendio un ferrocarril que conducía hasta ellas, así como un pueblo para alojar a los mineros; pero cuando se procedió a continuar su explotación se descubrió que las minas eran tan pobres que la operación había resultado una pérdida colosal. En ese momento pensé que sólo quería decirme algo agradable, sabiendo que yo era americana de nacimiento y bisnieta de lo que él describía como un magnate. La guerra ruso-japonesa pronto pondría al descubierto la ineficiencia general de los que tenían el poder.
En nuestra visita a Moscú nos exigieron visados. Para los europeos, acostumbrados a viajar libremente con pasaportes, este requisito es como una nota siniestra que lleva connotaciones de policía secreta y vigilancia. Nos dimos cuenta de que no todos los extranjeros eran bien recibidos cuando supimos lo que les había sucedido a los Ephrussi, que habían salido de París con nosotros. Madame Ephrussi era hija del barón Alphonse de Rothschild, el jefe francés de esa gran familia de banqueros. Era una hermosa criatura con una pequeña cabeza que inclinaba ligeramente hacia un lado, como los pájaros, y miraba hacia arriba con ojos dulces y traviesos enmarcados en unas cejas perfiladas con delicadeza. Sus rasgos bien dibujados, su bonito color de tez y el pelo prematuramente gris le conferían el atractivo aspecto de un pastel del siglo XVIII. En París nos habían hablado de la fortuna que se estaban gastando en joyas y vestidos con la ilusión de conquistar la corte rusa, y nos sorprendió no haberla visto durante la quincena que pasamos en San Petersburgo. Años después el chambelán del zar, que como otros muchos rusos blancos se refugió de la Revolución en la Riviera francesa, nos reveló que había tenido la desagradable tarea de informar a Madame Ephrussi de que no podría ser recibida en la corte porque su marido era un judío ruso, dato que se le había ocultado al embajador en París y que se había descubierto a la llegada de los Ephrussi a la capital rusa. «Jamás he tenido una tarea más desagradable», añadió el conde X con profunda emoción, «y creí que ella iba a morir de la histeria».
Cuando llegamos a Moscú, nos envolvió Rusia. Atrás quedaba la cosmopolita sociedad de San Petersburgo que pasaba los inviernos haciendo apuestas en Montecarlo, las primaveras en las carreras de caballos de París, los veranos haciendo «curas», impresionando al mundo entero con su aire de fabulosa opulencia. Moscú era más asiático que europeo. Detrás de sus inmensas murallas el Kremlin era oriental. Tenía color y grandeza, chapiteles que atravesaban el cielo cual minaretes, e iglesias que, con sus cúpulas doradas, parecían mezquitas.
En San Petersburgo el arte francés y la arquitectura italiana habían inspirado los palacios bastante barrocos construidos para los ricos. Al igual que Catalina la Grande, sus nobles habían adquirido cuadros y muebles en el extranjero, y en las mejores colecciones podían encontrarse las obras de famosos pintores, escultores y ebanistas franceses. Pero a mi juicio estos grandiosos interiores en que el icono con su llama y el samovar humeante eran los únicos rasgos distintivos rusos carecían del gusto refinado que se encuentra en Francia. Una no podía imaginarse que estaba en una casa francesa más de lo que podía confundir una joya de Fabergé con una engarzada por Cartier. Era evidente que el carácter ruso había encontrado su expresión en la música y en la literatura más que en las artes plásticas; al igual que los ríos de Francia hacían pensar en un Sisley o sus aldeas en un Pissarro, las escenas rusas evocaban las descripciones de Turgeneff o los ecos de una famosa canción tradicional.
Los pocos días que pasamos en Moscú los ocupamos en visitar lugares de interés. Cenamos con el gran duque Sergio y su bella esposa, la gran duquesa Isabel, hermana de la zarina. Como gobernador de Moscú, el gran duque vivía en el Kremlin. Uno de los hombres más apuestos que he visto, medía más de un metro ochenta, y vestido de uniforme resultaba imponente. Tenía, sin embargo, un aire cruel y arrogante, y a pesar de su indudable atractivo evocaba cierta maldad. Mientras nos hacía los honores pensé en lo bien que quedaría de Mefistófeles, y el destello de autosuficiencia que capté en su mirada me hizo darme cuenta de que había intuido mi pensamiento. En Rusia lo odiaban a muerte; los asesinos le pisaban los talones y de no haber sido por la constante atención de la gran duquesa, que era muy querida por su bondad y por sus obras benéficas, la bomba mortal le hubiera sorprendido antes de lo que finalmente lo hizo.
A pesar del interés de nuestra visita, dejamos Rusia sin lamentarnos. Las tierras baldías de sus planicies, donde todo signo de vida quedaba amortecido en la nieve, me habían dejado helada y estaba contenta de regresar a las escenas de satisfacción hogareña que denotaban las aldeas y campos de Inglaterra.
Mis pensamientos se centraron en la inminente coronación, pues la reina Alejandra me había honrado al seleccionarme como una de las cuatro duquesas que la llevarían bajo palio durante la ceremonia. Las duquesas de Portland, Montrose y Sutherland eran las otras tres. Nos mandaron llamar al palacio de Buckingham para el primer ensayo. El coronel B., distinguido oficial al mando de la guardia, nos informó de que había sido designado para entrenarnos y confesó que nuestra tarea sería difícil, ya que el palio era alto y pesado a la vez. Habíamos sido bien elegidas en cuanto a estatura, pero nuestra fuerza no era adecuada para el esfuerzo de sujetar tenso el palio mientras caminábamos y me atreví a observar que, llevando colas de tres metros, con toda seguridad las de detrás se tropezarían con las colas de las que fueran delante. Se decidió, por tanto, que el palio lo llevarían pajes y se colocaría sobre la reina, y que sólo entonces ocuparíamos nosotras nuestros lugares.
Londres bullía de emoción. Patrióticas multitudes venidas de los puntos más remotos del imperio llenaban las calles. Cada día la llegada de un nuevo soberano extranjero aumentaba la tensión. La metrópolis tenía un aire alegre con las carrozas reales en las que los reyes, los príncipes y los marajás paseaban con pompa acompañados por los escoltas militares. Nunca había tenido Londres un aire tan festivo, nunca había estado tan llena de banderas, nunca se había hecho tan evidente su impresionante imagen de capital de un vasto imperio.
Hubo cenas de estado en el palacio y todas las noches fuimos convidados a una recepción o un baile ofrecidos por aquellos cuyo rango y fortuna les permitían recibir a personajes reales.
Luego, de repente, cayó como una bomba la noticia de la enfermedad del rey y de que se le practicaría una operación de urgencia. La gran marea de júbilo popular se tornó de la noche a la mañana en angustia y ansiedad. Las mismas multitudes que antes lo vitoreaban permanecían ahora afligidas en el exterior del palacio en espera de los partes médicos que se daban cada hora, discutiendo el mal presagio. Se dijo que el rey jamás se llegaría a coronar. Se oyó que sir Frederick Treves, el cirujano real, embargado por la emoción, no había sido capaz de llevar la operación a término y había tenido que recurrir a su ayudante. Nadie sabía en qué creer, pero todo el mundo chismorreaba; mientras, los príncipes extranjeros y los embajadores especiales se fueron marchando y Londres volvió de nuevo a la normalidad.
A su debido tiempo nos informaron de que la operación de apéndice había sido un éxito completo y de que la coronación tendría lugar el 9 de agosto utilizando una fórmula abreviada para no abusar de las fuerzas del rey.
El día señalado nos vestimos temprano con trajes de terciopelo rojo adornados con visón y nos metimos chocolate en los bolsillos, pues se decía que serían como mínimo cinco horas en la abadía, incluida la espera antes y después de la ceremonia y la aglomeración para marcharnos. El color de Marlborough es el carmesí, no muy distinto del escarlata real, y cuando íbamos en nuestra majestuosa carroza desde Warwick House a la abadía recibimos las aclamaciones de las multitudes congregadas que habían pasado la noche acampadas allí para tener mejores vistas. Al llegar a la abadía, Marlborough se fue, pues tenía que participar en el cortejo real. La enorme longitud de la abadía se extendió ante mí con espectadores alineados en hileras a cada lado del pasillo. Un paje llevaba desplegada la cola de terciopelo de mi traje, y con la cabeza alta y mirando directamente al frente, me perdí en el solemne esplendor que evocaba la escena; llegué así al lugar que me habían asignado en el crucero, donde, formando una masa escarlata, refulgentes de diamantes, estaban sentadas las paresas de Inglaterra.
Parecía que habían pasado horas cuando las trompetas anunciaron la llegada real. Habíamos permanecido clavadas en las duras sillas y sólo nos habíamos levantado ocasionalmente cuando pasaba un personaje real para ocupar su puesto. Cuando los pares llegaban a sus asientos, a la derecha del trono y enfrente de nosotras, nos provocaban la risa que siempre recibe a un perro perdido en un desfile solemne. Había algunos cuyos trajes ancestrales eran demasiado grandes y largos. Totalmente inconscientes de las risas que provocaban, pasaban, serios y desdeñosos, con las coronas y las vestiduras sujetas bajo el brazo. Pero el momento más hilarante llegó cuando el rey fue coronado y, siguiendo la tradición, los pares se pusieron las coronas en la cabeza. Porque en algunos casos las coronas, hechas para ancestros con cabezas más voluminosas, se deslizaron hasta la barbilla del desventurado par, ocultándole por completo la cara debajo del bonete de terciopelo con el que estaba forrada la corona. Yo había tomado la precaución de llevar una corona muy pequeña hecha para encajar dentro de la tiara, de modo que cuando fue coronada la reina, me la coloqué hábilmente en su sitio y me hizo gracia ver los esfuerzos de otras cuyas coronas eran demasiado grandes o demasiado pequeñas para que pudieran sujetarlas como era debido.
Pero ahora resonaban las trompetas, el órgano repicaba y el coro cantaba los himnos triunfales que aclamaban al rey y a la reina. Ya se veía el largo cortejo, los oficiales de la corte con sus bastones de mando blancos, los dignatarios de la iglesia con sus magníficas vestiduras, los portadores de las insignias reales, entre los cuales se encontraba Marlborough, que llevaba la corona del rey Eduardo sobre un cojín de terciopelo, la encantadora reina con las damas de honor que le sujetaban la cola, y después el rey, recuperado, solemne y majestuoso. Se me hizo un nudo en la garganta y comprendí que era más británica de lo que creía.
La belleza del oficio religioso fue realzada con la magnífica liturgia tradicional, la penetrante dulzura de las notas de los miembros del coro, los espléndidos ropajes, los cálices sacramentales de oro y piedras preciosas, las joyas y los trajes escarlata de la cofradía congregada. Cuando la reina dejó el trono para arrodillarse ante el anciano arzobispo y ser ungida, nos levantamos para sujetar el palio por encima de ella. Desde mi asiento, que estaba a su derecha, miré hacia abajo sobre su cabeza inclinada, había juntado dócilmente las manos en señal de oración, y observé la temblorosa mano del arzobispo cuando la ungió con el óleo sagrado depositado en una cuchara. Aguanté la respiración cuando observé que se le escapaba un hilillo que le bajó por la nariz. Guardando una compostura verdaderamente real, mantuvo las manos entrelazadas en oración; sólo una expresión de angustia delató su inquietud cuando su mirada se cruzó con la mía como preguntando: «¿Son muy grandes los estragos?». Siempre recordaré esa mirada de discreta resignación, y luego, más tarde, el gran estruendo de aclamación que surgió del público cuando el rey fue coronado. Parecía casi como si el símbolo de majestad terrenal hubiera desbancado al divino, pero, por otra parte, yo no era inglesa y no podía sentir el mismo orgullo por la tradición de ininterrumpido linaje que el acto de la coronación simbolizaba.
Ese mismo verano de 1902 Marlborough fue nombrado caballero de la orden de la Jarretera y nos invitaron a pasar un fin de semana en Hatfield, la antigua sede de la familia Cecil, donde la reina Isabel había pasado parte de su niñez al cuidado del primer ministro Cecil. Había de nuevo un Cecil ocupando el puesto de primer ministro y el marqués de Salisbury no era mal sucesor de su antepasado; de hecho, me parecía el mejor tipo de inglés y su familia un ejemplo perfecto de la mejor tradición inglesa. Su hijo mayor, el vizconde Cranborne, estaba en la Cámara de los Comunes; lord Hugh, el benjamín, se convertiría más tarde en rector de Eton College; lord Robert Cecil, que ocupaba un puesto en la diplomacia, llegaría a ser identificado con la Liga de las Naciones; la carrera de lord Edward se desarrollaba en el ejército, y lord William pronto sería consagrado obispo de Exeter. Hubo muchas anécdotas divertidas relacionadas con el carácter distraído de este último, y me contaron que una vez, mientras viajaba a un congreso eclesiástico, perdió el billete del tren y, muy azorado, pidió disculpas al guardia. «No se preocupe, Ilustrísima, lo conocemos y confiamos en usted». A lo que el obispo respondió: «Pero no se da cuenta, buen hombre, de que no tengo la más mínima idea de adónde voy».
La primera noche de nuestra visita lord Salisbury me llevó a cenar y sucumbí al encanto de su caballeroso y refinado discurso. Había realmente algo muy parecido a una bendición en el antiguo y sereno ritual de esa casa al que inconscientemente debí de adherirme, pues le comentó a alguien que mi lenguaje tenía un estilo bíblico. Con un brillo en las pupilas abordó el motivo de nuestra visita: «Según creo», dijo, «voy a entregar la orden de la Jarretera al duque, pero no tengo ni la más remota idea de por qué». Aunque me dieron muchas tentaciones de contestar con una vieja ocurrencia: «Ya sabemos que no tiene mérito alguno», me abstuve de hacerlo.
Como mi marido se había embarcado en una carrera política, parecía aconsejable tener un emplazamiento permanente en Londres en lugar de arrendar una casa distinta cada año. Sólo tuve que mencionar nuestro deseo para que mi padre prometiera satisfacerlo. Incapaces de encontrar un edificio que nos viniera bien, adquirimos uno de los escasos bienes inmuebles que estaban en el mercado. El West End de Londres, donde vivían «los mejores», pertenecía a los grandes terratenientes, el duque de Westminster, los lores Portman y Cadogan, cuya política era arrendar sus tierras, a veces durante nada menos que noventa y nueve años, pero nunca vender. Encontrar un bien raíz, por pequeño que fuera, era todo un logro. En la propiedad había una capilla, que según los supersticiosos traería mala suerte demoler, pero también había una bodega situada en el sótano. La rima «espíritus de abajo, espíritus del vino, espíritus de arriba, espíritus divinos» nos dio esperanzas de que al suprimir las tentaciones de la bodega podríamos reconciliarnos con los espíritus de arriba; y cuando la capilla se demolió, los clérigos vecinos, cuyos feligreses habían sido atraídos por la mayor popularidad del predicador de la capilla Curzon, nos dieron las gracias por haber provocado que los desertores volvieran a sus rediles. Curzon Street estaba cerca del barrio conocido como Shepherd’s Market, y construimos una casa de piedra gris de dieciocho metros de ancho y treinta metros de fondo, que unía la calle al mercado. Fue diseñada al estilo del siglo XVIII por Achille Duchêne, un arquitecto francés más conocido por ser el jardinero paisajista que, junto con su famoso padre, había devuelto muchos de los jardines destruidos de Francia a su antiguo esplendor. Aún no habíamos decidido un nombre para la casa cuando, una noche durante una cena en Marlborough House, el príncipe de Gales inquirió con una sonrisa maliciosa: «¿Qué nombre van a dar a la casa, ya que no pueden llamarla Marlborough House?». Me atreví a sugerir Blandford o Sunderland House por dar otros nombres de la familia que pudiera llevar, pero no se le podía negar al príncipe agudeza ni capacidad de crítica para un emplazamiento mal elegido, y con una risita preguntó haciendo referencia a una de las famosas batallas del primer duque de Marlborough: «¿Y por qué no Malplaquet?».
Cuando nos instalamos en Sunderland House la primera planta con su larga galería y sus dos salones todavía no había sido decorada. El vestíbulo de entrada con el suelo de baldosas blancas y rojas, un saloncito que daba al este, la sala de estar de Marlborough y el comedor estaban decorados en estilo Luis XVI. Más adelante, cuando vivía allí sola y Sunderland House quedó a mi disposición, terminé la decoración de los salones del segundo piso. El arquitecto deseaba colocar bajorrelieves en cada uno de los extremos de la larga galería y, con un espíritu de arrogancia no exento de humor, mandé hacer uno del gran duque y el otro de mi bisabuelo, el comodoro, que justo cien años después había sentado las bases de la fortuna de mi familia. Las escandalizadas y sardónicas miradas de mis invitados ingleses me hicieron disfrutar mucho cuando me di cuenta de cómo debían de ser sus cáusticos comentarios; y cuando, en las numerosas cruzadas emprendidas en nombre de las reformas sociales, me encontraba de pie sobre el estrado de espaldas al primer duque de Marlborough y de cara al comodoro, me preguntaba cuál de los dos hubiera rechazado mis discursos de forma más radical.
Cuando Marlborough se convirtió en subsecretario para las colonias y miembro del gobierno, mis obligaciones como anfitriona incluían recibir invitados del extranjero. Había que memorizar las largas listas de los oficiales y de los invitados importantes, pues los oriundos de las colonias eran proverbialmente susceptibles y si el señor Smith de Nueva Zelanda hubiera sido presentado a lady Snooks como procedente de Australia, o viceversa, el resultado habría sido desastroso. Estas recepciones no eran en modo alguno un placer, y me centré en los debates de la Cámara de los Comunes con interés y alivio. De vez en cuando tuve el privilegio de ocupar un asiento en la tribuna de los oradores. Los debates conocidos como debates de etiqueta eran ocasiones muy especiales. Una sabía que oiría al defensor principal de cualquier legislación que fuera a discutirse y que los oradores más elocuentes del Parlamento tomarían parte en el debate. La adhesión del partido liberal a la ley de autogobierno había vuelto a llevar al primer plano esa medida que provocaba una furiosa contestación. En aquella época los miembros del partido nacionalista irlandés constituían una fuerte y temible minoría en la Cámara de los Comunes. John Redmond era entonces el líder, con Timothy Healy y John Dillon como hábiles lugartenientes. Nunca perdían la ocasión de hostigar al gobierno conservador siguiendo su táctica para conseguir el autogobierno. El señor Balfour, como líder del gobierno en la Cámara de los Comunes, fue hábilmente secundado en los debates sobre la ley de autogobierno por sir Edward Carson, que era miembro de la Universidad de Dublín y principal defensor de la continuidad de la unión de Irlanda con Inglaterra. Recuerdo perfectamente aquellos apasionantes debates y el rugido de furia que emitían los partidarios de la ley de autogobierno cada vez que sir Edward tocaba un punto vulnerable. Sir Edward era un consumado y brillante miembro de la abogacía y nunca se abalanzaba sobre su presa. Al contrario, parecía jugar con sus oponentes cuando replanteaba sus argumentos eliminando la parcialidad; entonces, con ofensivas despiadadas y un desprecio implacable censuraba a los partidarios de la ley de autogobierno como traidores tanto de Inglaterra como de Irlanda, ya que hablaban únicamente en nombre de una parte de aquella destrozada tierra. Hubo ocasiones en que, sentada en la tribuna de los oradores entre lady Londonderry, cuyas simpatías estaban con el Ulster, y Margot Asquith, ardiente defensora de la ley de autogobierno, me resultaba difícil mantener una neutralidad impasible. Fue un alivio cuando la señora Lowther, la esposa del presidente de la Cámara, impuso el silencio como norma.
Lady C., como todavía llamaban a lady Londonderry los que la habían conocido como lady Castlereagh, debería haber nacido en el siglo XVIII. Descendía del primer conde de Inglaterra e, impresionada por su espléndido linaje, ponía un gran énfasis en los derechos que todavía poseían las clases gobernantes y trataba de impresionar a los demás con la importancia de su posición. Inteligente y ambiciosa, se aprovechaba de la posición de su marido en el partido conservador para influir en la tendencia de la política. Actuando predominantemente como la Egeria de la causa unionista, convirtió Londonderry House en el punto de congregación de todo el conservadurismo. Era una magnífica mansión con un conjunto de salones que daban a Hyde Park. Como era costumbre en los hogares ingleses, había montones de flores en todas las mesas, junto con una serie de fotografías autografiadas. Las recepciones políticas eran numerosas y tan concurridas que cuando los que recibían eran lord y lady Londonderry junto con el primer ministro la escalera que conducía a la magnífica galería de pintura tenía que reforzarse con andamios, tan enorme era el peso de las multitudes. Estos andamios y los repugnantes trípodes colocados alrededor para recoger las colillas de cigarrillos y puros estropeaban a mi juicio la elegancia del entorno. Me imaginaba que el gran lord Castlereagh, apuesto y majestuoso, vestido con el traje de la Jarretera en el retrato de Lawrence, miraría desde las paredes con igual desaprobación esas concesiones prácticas de nuestro tiempo.
Algunos años después, tras mi separación, me sentía más complacida de esperar sola a mi anfitriona en aquellas encantadoras habitaciones mientras ella preparaba té y consejos. Sabía que yo llevaba una vida solitaria y su perspicaz y práctica sabiduría resultó un saludable antídoto para cualquier tendencia sentimental que yo pudiera tener. A veces me impactaba su franco materialismo, porque para ella el poder político y social era todo lo que importaba.
Su amable intento de reconciliarme con mi marido resultó un fracaso, salvo en una ocasión en que ambos asistimos a una cena que ella daba en honor del rey Eduardo y la reina Alejandra. Como las parejas separadas no eran recibidas en la corte, de este modo se creó tácitamente una excepción a nuestro favor. Fue en esta cena cuando se produjo el siguiente incidente, tan típico de siglos pasados. Las damas habían pasado a los salones, dejando a los hombres en el piso inferior. Estaba a punto de servirse el café cuando lady Londonderry quitó de repente la taza real a su estupefacto mayordomo y haciendo una reverencia se la ofreció a la reina. Asombradas como estábamos todas por este curioso cambio con respecto a lo acostumbrado, reprimimos con dificultad la risa; pero nuestra anfitriona, sin inmutarse en absoluto, nos explicó que aquella familia tenía la tradición de servir personalmente a sus soberanos.
Lord Londonderry era tan ardiente defensor de las prerrogativas de nacimiento y posición como lo era su esposa, y recuerdo una cena en la embajada alemana cuando me las arreglé para evitar lo que podría haber sido un incidente diplomático. En la controversia sobre la ley de autogobierno, que llegó a sus cotas máximas en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, lord Londonderry, que era unionista por tradición familiar, ya que su antepasado, lord Castlereagh, había sido artífice de la unión, se oponía fieramente a la política de autogobierno del primer ministro. Cuando los príncipes de Lichnowsky, que eran amigos míos, dieron su primera cena oficial en la embajada alemana en honor del rey Jorge y la reina María, yo estaba entre los invitados, y en el círculo que esperaba a sus majestades me encontré con lord y lady Londonderry. Las puertas se abrieron de repente para anunciar al primer ministro y a la señora Asquith. Con un bufido de indignación lord Londonderry se volvió hacia mí, con la cara roja de ira, y anunció que se iba, pues el embajador lo había insultado al pedirle que se reuniera con el señor Asquith. Fue con gran dificultad que le hice darse cuenta de que en una cena ofrecida en honor del rey, un embajador extranjero tenía que invitar al primer ministro, de que él debería haber sido consciente de ello y de que además no podía esperar que un extranjero fuera consciente de la profundidad con la que él sentía la división de Irlanda. Así se evitó el escándalo de su partida en un momento en que las relaciones entre Alemania e Inglaterra ya estaban tensas. Ese tipo de incidentes, que revelan la idiosincrasia de amigos muy queridos, no pueden de ninguna manera restar méritos a sus inestimables cualidades, entre las que predominaban el coraje, la lealtad y la bondad. Si los he contado es porque parecen ser el retrato de los modos y las costumbres de un pasado ya desaparecido. Vivían en otra época, y si sus pareceres no nos provocan una sonrisa, recordemos que todos ellos sirvieron a su país con espíritu cívico.
El año después de la coronación lord Curzon, virrey de la India, nos invitó a ser sus huéspedes en el Durbar, la recepción oficial que daría para celebrar la subida al trono del rey Eduardo. Aunque había conocido a lord y lady Curzon sólo dos años antes de que a él, a los 40 años, lo nombraran para este elevado puesto, siempre me habían manifestado una afectuosa amistad que yo valoraba en especial. La esposa de lord Curzon, Mary Leiter, era compatriota mía, y una belleza despampanante. Pensaba que había perdido sus características americanas más de lo que yo era capaz de hacer. Totalmente concentrada en la carrera de su marido, había subordinado su personalidad a la de él hasta un grado que yo hubiera considerado que iba más allá de la capacidad de abnegación de una mujer americana. Me conmovía el gran amor que se tenían el uno al otro. La admiración de ella por los notorios logros de su brillante marido, su fuerte partidismo, la comprensión de los defectos que él tenía, el humor con el que aceptaba el papel secundario que él le había asignado, incluso en las obligaciones domésticas que normalmente se delegaban en las mujeres, eran en conjunto dignos de admiración. De hecho, como algunas veces me confesó, su único reproche era que él no le permitía hacerse cargo de las responsabilidades que por derecho le hubieran correspondido asumir a ella sola, pues la insistente y meticulosa atención que él dedicaba a tareas prosaicas de poca importancia le impedía tomarse el merecido descanso que su salud reclamaba. Era un defecto que él jamás aprendió a remediar y que se derivaba de un escaso sentido de la proporción, lo que quizá se debiera originalmente a la estricta educación recibida en la atmósfera que con tanta viveza describió su amigo y secretario, Harold Nicolson, en un amable libro sobre Curzon: «Con frecuencia se olvida que Curzon fue educado en lo que esencialmente era una vicaría en plena época victoriana; los suelos podían ser de mosaicos de estilo cosmatesco y las columnas de alabastro; pero Keddleston no dejaba de ser una vicaría; el calvinismo se respiraba en el aire; y la niñez de Curzon fue consecuentemente disciplinada, limitada, coaccionada, desagradable y fría».
También es posible que tuviera sus raíces en el suplicio que valerosamente soportaba por la curvatura de su columna vertebral, pues la continua molestia del dolor engendra una irritabilidad nerviosa que bien podría encontrar una salida en el trabajo constante, aunque éste sea innecesario. Sea como fuere, incluso en los días de sus batallas políticas más duras tomaba la opción de revisar las cuentas familiares.
En 1917, después de la muerte de Mary, se casó con otra mujer muy guapa, Grace, viuda de Alfred Duggan de Buenos Aires. Recuerdo muy bien lo que me divertí cuando, visitando Hackwood por primera vez después de su segundo matrimonio, lady Curzon señaló una ordenada pila de libros cerca de mi cama y riéndose observó: «Los ha elegido George así que le gustarán. Yo misma», añadió, «había seleccionado los libros que se iban a poner en el cuarto de cada visita, pero cuando los examinó George decidió que no había evaluado correctamente los gustos literarios de los invitados que esperábamos y, después de enviar a un lacayo a recoger los libros con una bandeja, hizo una nueva selección».
Viajamos rumbo a la India en un transatlántico de P. & O., éramos unos sesenta invitados, amigos de los Curzon. Entre otros estaban los duques de Portland, lord y lady Derby, lord y lady Crewe, el señor y la señora Laurence Drummond, lord Elcho y otras muchas personas simpáticas y agradables. Desde el momento de nuestra llegada a Bombay, donde Marlborough y yo fuimos huéspedes del gobernador, los espectáculos, tan sofisticados y espléndidos como los que se narran en los cuentos de Las mil y una noches, nos dejaron encantados. Su excelencia el virrey había superado incluso la tradición real en su deseo de impresionar a los gobernantes y príncipes nativos. La pompa y el esplendor eran signos visibles de las molestias que se habían tomado para organizar los festejos; pero considerando las dificultades que supone en la India la provisión de carne fresca, aves, leche, mantequilla y huevos, me doy cuenta del milagro de organización necesario para poner en marcha ese campamento para sesenta personas y ofrecerles todos los lujos, como fue el caso. Para el Durbar propiamente dicho un tren especial nos condujo a un gran campamento que se había construido cerca de Delhi con el fin de acomodar a los invitados del virrey. Una doble fila de preciosas tiendas flanqueaba la avenida central. Nosotros teníamos una antesala, dos dormitorios detrás y un pequeño cuarto que albergaba una bañera redonda. El ayuda de cámara de Marlborough y mi doncella se alojaban cerca y un sirviente nativo nos traía agua caliente para asearnos y un desayuno caliente y delicioso a cualquier hora. Pero había poca privacidad y recuerdo el grito de desesperación de nuestro culi una mañana cuando, al traer una jarra de agua extra, me encontró en la bañera. Me alteró bastante su grito de angustia, hasta que me dijeron que su castigo habría sido muy severo si hubiera interrumpido de ese modo a una dama inglesa en una situación similar.
El virrey vivía en una grandiosidad aislada. Ni siquiera a sus altezas reales los duques de Connaught, que estaban entre sus invitados, les permitieron olvidar que era lord Curzon, y no el hermano del rey, el que representaba al rey-emperador. Cenábamos habitualmente con él en un ambiente ceremonial, y en una ocasión hubo un baile para el cual nos pusimos nuestros trajes más suntuosos y nos engalanamos con nuestras mejores joyas. Lady Curzon era la imagen de la belleza enfundada en un maravilloso vestido bordado con un diseño de plumas de pavo real y adornado con piedras preciosas, pero escuché sombríos murmullos acerca de la mala suerte asociada con aquellas plumas. Unos años después murió en lo mejor de su juventud y de su belleza. Nos habían dicho que no bailáramos con los príncipes nativos, ya que a sus esposas no se les permitía salir de su reclusión y esa intimidad podría ser malinterpretada, pero yo oí quejas de los marajás de que el virrey los desdeñaba. También les molestaban sus numerosas reformas legislativas, que ponían freno al poder que ellos tenían.
En la revista militar el Cuerpo de Camellos de Bikaner con su magnífica disciplina y la belleza de aquellos animales bien preparados y perfectamente engalanados fue el que más me impresionó. El cortejo de príncipes nativos que vinieron a rendir homenaje, fantásticamente espléndidos con sus trajes y joyas, fue otro espectáculo inolvidable. Hubo un momento de sorpresa cuando uno de los marajás, con actitud insolente, se negó a rendir el tributo que debía a su emperador. Lord Curzon palideció, pero con la estudiada diplomacia que siempre muestran los ingleses en esas ocasiones siguió con la ceremonia, que terminó sin más incidentes.
También hubo una fiesta de velos, el «purdah» a la que las mujeres europeas fueron invitadas por lady Curzon para que conocieran a las maharaníes y a las princesas nativas; los hombres fueron rigurosamente excluidos. Aquellas jóvenes mujeres eran encantadoras, con la belleza pura de un camafeo persa, y se me antojaron un grupo de niños encerrados o un enjambre de mariposas destinadas a no volar jamás. Si pensamos que no fue hasta 1829 cuando se abolió la práctica del «sati» bajo el gobierno de lord William Bentinck, nos damos cuenta de cuán peligrosamente dependían sus vidas de sus maridos. Lady Dufferin tomó nuevas medidas para su bienestar proporcionándoles mejores tratamientos médicos, lo que a su vez fue fomentado por lady Curzon.
Uno de los edecanes del virrey me envió a una cacería con halcones y me dieron como montura un caballo muy brioso. Todavía recuerdo aquella temprana mañana al galope por las planicies indias con el sol saliendo en la distancia. Sobre mi cabeza volaba en círculos un halcón desencapuchado a la espera de su caza. Vi cómo ascendía a inmensas alturas para colocarse por encima del pájaro que quería atacar. Parecía sorprendente que un halcón tuviera la potencia y la velocidad suficientes para desplazarse a doscientos cuarenta kilómetros por hora, y que pudiera cubrir una distancia como la que hay entre Fontainebleau y Malta, que no baja de dos mil ciento setenta y cinco kilómetros, en veinticuatro horas.
Guardo un recuerdo impactante de la India. No es el recuerdo de la preciosa ciudad pintada de color rosa de Jaipur, donde el inmenso palacio de coral rosa del marajá se eleva siete alturas y ocupa casi un kilómetro de la ciudad. No es el de Benarés, ni sus piras ardientes, ni los cortejos fúnebres que llevan a los muertos en camillas abiertas. No es el de los cadáveres de bebés flotando río abajo por el Ganges mientras hombres, mujeres y vacas se bañan alegremente en sus proximidades. No es el de los leprosos que tienden hacia nosotros sus mutiladas manos. No es el de los palacios fortaleza construidos con arenisca roja o mármol, ni el de sus espaciosos y frescos salones, ni el de los patios interiores donde los riachuelos se canalizan en conductos de mármol y arabescos de flores. No es el del Taj Mahal bajo la luz plateada de la luna ni el de la tumba de la reina cubierta de nardos recién esparcidos.
El recuerdo inolvidable que me dejó la India es el de la intensidad de la emoción humana que produce la psicología de masas. Sucedió la noche del Durbar Imperial durante los fuegos artificiales. Me habían llevado a un lugar que estaba en alto, si no recuerdo mal, a una torre de la gran mezquita de Delhi. Había tanta tranquilidad allá arriba que no sabía nada del gentío que se aglomeraba abajo. Pero con la llamarada del primer cohete subió hasta mí un suspiro inmenso, y al mirar hacia abajo vi una multitud tan apiñada que sólo se podían distinguir sus rostros morenos, enmarcados por turbantes de colores vivos, mirando hacia lo alto. Hasta donde llegaba la vista, se concentraban las masas con las caras vueltas hacia arriba, extasiadas con cada una de las luces que resplandecían en el cielo. La compostura con la que disfrutaban, la profundidad y la dignidad de sus emociones fueron verdaderamente impresionantes. Y aquellos turbantes multicolor que enmarcaban los morenos rostros me recordaban a un gran arriate de tulipanes con sus corazones negros levantados hacia mí.
Unos cuantos días después dejamos a nuestros anfitriones y nos embarcamos en un P. & O. rumbo a Marsella. Al llegar a casa me causó una gran alegría encontrarme con mis hijos. Nunca había estado separada de ellos durante tanto tiempo, y en la India había deseado con frecuencia estar con ellos. La Navidad en especial me había parecido una época triste, alejada de mis hijos y de mi familia en América. Blandford tenía en esos momentos 6 años e Ivor, 5, y aunque todavía ocupaban el lugar destinado a los niños tenían clases con su institutriz francesa, con la que también salían a dar paseos hablando en francés todo el tiempo. Entre la institutriz, la niñera principal y el mozo de cuadra con el que salían a montar en sus ponis parecía que quedaba poco tiempo para su madre. No obstante, bajaban mientras desayunábamos. Mis mañanas siempre estaban ocupadas con las obligaciones familiares y los asuntos de la aldea, y también era preciso mantener una voluminosa correspondencia, pues en aquellos tiempos escribíamos cartas como ahora hablamos por teléfono. Los niños se reunían con nosotros para el almuerzo, y si estaba libre de otras obligaciones más serias los llevaba de paseo en mi coche eléctrico, un ejercicio arriesgado, con un ojo en la carretera y otro en Blandford para asegurarme de que no se cayera. Aprendieron a manejar el bate de críquet y también a boxear. Por las tardes, vestidos con trajes de terciopelo, bajaban a merendar y yo les leía o bien nos dedicábamos a juegos tranquilos, pues con un vestido de encaje apenas podía retozar y correr. Pero la mejor parte del día llegaba a las seis, cuando íbamos juntos a sus cuartos, donde les esperaba un baño y la cena; luego rezaban sus oraciones y yo los arropaba en la cama.
Durante nuestra visita a Rusia el año anterior cogí un resfriado que me dejó un poco sorda. Desde hacía poco había empezado a notar que la sordera se estaba haciendo más pronunciada. Me resultaba difícil oír las conversaciones que los ingleses son propensos a llevar a cabo en voz baja. Hay ciertas personas que consideran maleducado emplear un tono más alto que el susurro, en especial cuando se dirigen a una persona de posición más elevada, y a pesar de mis repetidas peticiones de que hablaran más alto persistían en hablar quedamente olvidando el hecho de que yo no les oía. Esto no sólo era cansado sino también exasperante, por no decir humillante, y me provocaba muchísima ansiedad, pues sentirme aislada del trato humano a una edad tan temprana me parecía catastrófico. Cuando un especialista inglés me aconsejó aprender a leer los labios, me sentí condenada. Decidí probar una cura de la que me habían hablado en Viena y emprendí un largo viaje acompañada por mis hijos, sus dos niñeras y mi doncella.
El especialista austriaco me informó de que la cura duraría seis semanas y no ocultó el hecho de que podría ser dolorosa. Las distracciones sociales serían, por tanto, bien recibidas, y provista con las cartas de presentación que amablemente me dio el conde Mensdorff fui recibida en el grupo cosmopolita más joven con la mayor simpatía. Las frecuentes visitas a la ópera, o a una de las numerosas operetas por las que era célebre Viena, y las cenas en el hotel Bristol después de la representación fueron episodios agradables de una vida alegre e informal; la temporada de Viena con sus bailes y sus recepciones no había empezado. Hubo, no obstante, una fiesta en el palacio de Hofburg ofrecida por el emperador Francisco José para celebrar el compromiso de una de las archiduquesas. Cuando me presentaron al emperador, me dio la bienvenida a la capital en francés, ya que no hablaba inglés. Pequeño e insignificante al lado de los altos y apuestos archiduques, parecía triste y retraído, y mostraba una actitud fría que atribuí al asesinato de su esposa y a la pérdida de su único hijo varón.
El Jueves Santo volví a ver al emperador en la ceremonia medieval conocida como el fusswaschung. Sólo el Papa, el rey de España y el emperador de Austria como cabeza del Sacro Imperio Romano seguían este acto iniciado por Nuestro Señor. Originalmente pensado como acto de humildad, se había convertido, cuando yo lo vi, en una escena de esplendor en la que la arrogancia se hacía pasar por falsa simplicidad. Doce de los hombres más pobres y ancianos de Viena estaban sentados en un banco justo enfrente de la tribuna desde la cual, vestida de luto como era obligatorio, observé la escena. Habían sido cuidadosamente lavados y perfumados para que ningún olor desagradable pudiera ofender las narices imperiales. Me contaron que en una ocasión se habían descuidado esas precauciones y el emperador de la época casi se asfixia al arrodillarse para lavar los mugrientos pies que tenía delante. Los pies estaban ahora inmaculadamente limpios, casi podría decirse que con las uñas arregladas, y uno tras otro, cada uno de ellos metía un pie en agua perfumada. Cuando el emperador llegó al último hombre levantó sus cansados ojos, en los que vi el brillo frío y sombrío de la desilusión. Luego, levantándose, volvió junto a los archiduques, que iban vestidos con magníficos uniformes y se alineaban de pie mirando hacia nosotros. Se abrieron las grandes puertas y entró una procesión de sirvientes con doce bandejas colmadas de deliciosas viandas que los doce archiduques depositaron de forma ceremoniosa ante los doce ancianos. Pero para mi consternación las bandejas fueron retiradas de inmediato por los sirvientes. Mi acompañante me aseguró que la comida se les enviaría a sus hogares, y me explicó que cuando solían comerla durante la ceremonia, el emperador y los archiduques se cansaban de esperar y los propios hombres sufrían invariablemente de indigestión. Me entristeció que un acto de humildad cristiana como el de lavar los pies de los mendigos se hubiera convertido en una escena operística despojada de todo sentido espiritual.
Recuerdo una ocasión bien distinta cuando me mostraron los famosos caballos de color crema del emperador en la Escuela de Equitación Imperial. Mientras dábamos una vuelta admirándolos, uno de los caballos defecó y un mozo de cuadra se apresuró a poner una cesta para recibir la ofrenda, si fue por respeto a la inmaculada arena que cubría el suelo o fue para enseñar al caballo mejores modales, nunca lo supe. Recuerdo que me puse colorada para gran deleite de los displicentes vieneses.
En 1904 Viena era todavía una capital del siglo XVIII. Exhibía una elegancia antigua y tenía un respeto arcaico por la tradición y por la cuna. El beau monde era todavía el de los ricos y los de alta alcurnia. La Primera Guerra Mundial aún no se había cobrado tantísimas vidas; su proceso nivelador pertenecía aún al futuro. La buena cuna da una distinción que quizá vaya más allá de su valor. La buena casta, tanto en los animales como en los hombres, está por lo general más favorecida físicamente, y los aristocráticos austriacos que conocí parecían galgos, con sus cuerpos alargados y enjutos y sus pequeñas cabezas. Una educación refinada tiende a conferir una cierta naturalidad, algo que estos vieneses poseían en grado sumo. A veces contribuía a hacerla a una olvidar que por lo general eran más cultos que inteligentes. Pensé que era una pena que pudieran expresar sus ideas en tantos idiomas diferentes cuando tenían tan pocas ideas que expresar.
Volví a Viena para repetir los tratamientos, pero nunca lograron curarme, y la conversación empezaba a resultarme agotadora. Había tantas pausas que llenar, tantas medias tintas que adivinar, tantas suposiciones que hacer en torno al significado, que incluso cuando había captado el sentido, el fin apenas justificaba las molestias. Y después, cuando las voces queridas se fueron atenuando y vi la chispa de enfado que sigue a una broma no apreciada, me volví retraída y vivía en un mundo poblado de personajes por mí elegidos, preocupada y preocupante a la vez. La soledad puede llegar a ser ferozmente posesiva, y me encantaba caminar sola, porque entonces la naturaleza me hablaba a través del susurro del viento en los árboles y de los cantos de los pájaros y del zumbido de las abejas, que, aunque no oía, creaban en mi conciencia una bella armonía, como los músicos a los que ya no podemos oír pero cuyas melodías permanecen todavía en la conciencia. Para mí se convirtió en un consuelo seguir siendo lo que lord Curzon llamaba «un cisne negro», alejada en aguas ensombrecidas y mudas donde podía elegir la imagen reflejada.
Me han preguntado a menudo cómo podía sentarme en comités y hacer el trabajo que hacía estando discapacitada. Un aparato que llevaba bajo el sombrero me servía de cierta ayuda, pero se trataba principalmente de hacer un esfuerzo de concentración. Cuando preparaba un tema sobre el que tenía que hablar, siempre tenía listas las respuestas para las preguntas que pensaba que me podrían hacer. Cuando me fui a vivir a Francia, el aire seco mejoró mi audición; las voces francesas son más claras; sus acentos, mejor definidos, y pude participar de nuevo en las conversaciones. Pero sólo con el perfeccionamiento de los aparatos eléctricos modernos pude volver a disfrutar de una audición normal. Ciertamente habría que erigir un monumento a los pacientes científicos que han logrado lo que ningún otólogo ha conseguido hasta ahora: dar la capacidad de oír a los sordos.
Y así pasaron los años, en Inglaterra haciendo frente a mi trabajo y a mis problemas personales, en Francia visitando a mi padre. Me encantaba Francia, ese país de luces cambiantes, de llanuras apacibles, de innumerables ríos. Me encantaban los canales flanqueados de álamos, las discretas aldeas donde la vida se vivía tras los muros. Me encantaban los campos de trigo donde los campesinos cosechaban el sustento. Jamás me cansé de sus variados paisajes, desde las huertas de Normandía hasta las austeras montañas de Auvergne, desde el perezoso Loira hasta el rápido Ródano. Me encantaban sus acacias y los plátanos y los tilos, los afilados cipreses y los achaparrados y grises olivos de la Provenza. Me encantaba el olor de la lavanda y el tomillo en flor, y el dulce humo gris de las fogatas del bosque. Me encantaba la Bretaña, con su paisaje verde y los campos cerrados. Me encantaban las huertas y los primorosos pueblos de la Île-de-France. Y por supuesto, la emoción de despertar, después de una noche en el tren, en la Costa Azul, con los Alpes coronados de nieve al fondo y el mar por delante, brillando como un zafiro gigantesco bajo el más radiante de todos los soles, y su fértil tierra rojiza, que parecía contener la tensión y el ardor de la vida. Pero vivía en Inglaterra, una tierra de medias tintas y sombras, de neblinas y nubes algodonosas, de humedad y lluvia.
Las visitas a mi padre eran especialmente agradables, pues me alegraba mucho de la felicidad que había encontrado en su segundo matrimonio. Mi madrastra tenía un carácter alegre y amable. Dedicada por completo a su marido y a los cuatro hijos que le habían dado dos matrimonios anteriores, vivía la vida que le convenía a mi padre. Era una vida tranquila y hogareña dentro de un pequeño círculo de amigos leales. En París o en Nueva York mi madrastra trabajaba en la clínica que había fundado mi padre, o en alguna otra iniciativa filantrópica. Mi padre tenía su establo de caballos de carreras y una pequeña casa en Poissy, a poca distancia en coche de París. A veces pasábamos allí la noche y por la mañana temprano íbamos a su pista privada para ver galopar los caballos. Mientras mi padre los cronometraba, yo los visualizaba ganando el Grand Prix, el Prix du Jockey Club y el resto de los acontecimientos clásicos en los que competía con éxito. Tenía buen criterio y cuando después de su muerte el señor McComber vendió la caballeriza, Duke, el adiestrador que iba con ellos, me dijo: «Esos caballos nunca volverán a correr como lo hicieron para el señor Vanderbilt». Y así fue.
Durante el verano de 1905 Marlborough decidió encargar que nos hicieran un retrato. Deseaba tener un cuadro del grupo familiar equivalente al retrato que hizo sir Joshua Reynolds del cuarto duque y su familia. En los primeros años del siglo XX John Singer Sargent había adquirido una clara supremacía sobre los artistas contemporáneos de Inglaterra; su retrato de lord Ribblesdale, sus grupos con las tres encantadoras hermanas Wyndham, lady Elcho, la señora Adeane y la señora Tennant, así como el de la familia Wertheimer se mostraban en la Academia Real Inglesa. Siempre eran los cuadros que llamaban más la atención y sobre los que más se discutía, y era habitual que estuvieran rodeados de multitudes en fuerte desacuerdo acerca de sus méritos. A pesar del hecho de ser americano, Sargent se había convertido en residente de Londres y se había establecido en un estudio en Tite Street, donde Whistler había pintado en una época anterior. Cuando Sargent vino a Blenheim invitado por mi marido y se le dijo que tenía que pintar el equivalente a un cuadro en el que había ocho personas y tres perros, no pareció amilanarse en modo alguno. «Pero», exclamó, «¿cómo voy a llenar un lienzo de este tamaño con cuatro personas? Claro que», añadió en tono de burla, «podría añadir unos cuantos sabuesos de Blenheim». Sin embargo, cuando se dio cuenta de que no había alternativa, comenzó a estudiar una composición que nos situara en posición de ventaja dentro de un entorno arquitectónico. Así pues, nos pintó de pie en el vestíbulo, con columnas a cada lado, y sobre nuestras cabezas, el estandarte de Blenheim, como había pasado a conocerse el estandarte real francés reproducido en Blenheim. A mí me colocaron sobre un escalón más alto que Marlborough para tener en cuenta la diferencia de altura, pues yo era más alta. Él, naturalmente llevaba el traje de la orden de la Jarretera. En cuanto a mí, Sargent eligió un vestido negro cuyas amplias mangas iban forradas de satín en un rosa intenso; el modelo había sido utilizado por Van Dyck en un retrato de la colección de Blenheim. Para mi hijo mayor pidió un traje en blanco y oro, mientras que Ivor, vestido de terciopelo azul, jugaba a mi lado con un spaniel. Sir Edgar Vincent, que mostró un gran interés en el retrato, preguntó a Sargent si iba a subrayar el tono ligeramente japonés o el tono de infanta española de mi tipo. «El de infanta, naturalmente», respondió Sargent, pues era un gran admirador de Velázquez. Tenía, además, predilección por los cuellos largos, que él comparaba al tronco de un árbol. Por esa razón estética se negó a adornar el mío con perlas, hecho que ofendió a una de mis cuñadas, que comentó que yo no debía aparecer en público sin ellas.
Sargent había sido alumno de Carolus Duran, y con frecuencia hablaba de él y de Boldini, por cuyo trabajo expresaba una gran admiración, alegando que su rival italiano había tenido más éxito conmigo que él mismo. Durante los posados, que fueron numerosos y tuvieron lugar en su estudio, siempre agitaba y fumaba innumerables cigarrillos. Era muy vergonzoso, y su conversación consistía en breves comentarios entrecortados de carácter bastante cáustico. Miraba a su modelo de lejos, inclinaba la cabeza a un lado, cerraba los ojos, y con el pincel preparado y la paleta extendida se abalanzaba sobre el lienzo y pintaba en cortos movimientos espasmódicos. Los niños lo ponían nervioso; no tenía idea de cómo tratarlos. Como los míos eran vivaces y temperamentales, yo tenía que supervisar todos sus posados. Cuando lo conocí mejor, me fascinó la bondad de su corazón, que ni siquiera la timidez podía disimular.