Prólogo

Consuelo Vanderbilt Balsan ejerció una enorme influencia en mi vida. Mis primeros recuerdos fueron los de la Casa Alva en Lantana, Florida, donde casi todos los inviernos pasaba las vacaciones escolares. Era la casa que la abuela y Jacques Balsan habían comprado después de la guerra.

Consuelo (o La Abuela, como la llamábamos) nació en 1877 y era la primogénita de una madre con una gran ambición social y un padre fabulosamente rico de carácter amable e indulgente.

Los primeros años de su vida hubieran sido insoportables para las generaciones posteriores. Era una vida sumamente estricta. Si no se mantenía suficientemente erguida, la obligaban a llevar una barra de acero que le bajaba por la columna e iba atada con una correa a los hombros y la cintura. A los 18 años sus padres la llevaron a hacer un gran crucero en su yate, el Alva, en el que visitaron Europa, Rusia y la India. Mientras disfrutaba de los lugares de interés con su hermano Willie, más joven que ella, la madre, Alva, planeaba su futuro. Se había empeñado en que su hija se casara con un inglés. En esa época Consuelo estaba enamorada de un pretendiente de Newport, en América, pero su madre tenía otras ideas. Alva decidió que el duque de Marlborough cumplía los requisitos y, como él estaba buscando una rica heredera americana, a todos les pareció un buen arreglo, a todos excepto a Consuelo, naturalmente.

Habiéndose decidido por un duque inglés, Alva comenzó a organizar el enlace con gran sufrimiento para Consuelo.

Consuelo se casó con su duque y se mudó al palacio de Blenheim, donde se encontraba extremadamente sola y todo le parecía extraño. Tuvo dos hijos muy seguidos, John e Ivor, pero el matrimonio no era feliz y pronto ambos buscaron compañía en otros lugares. Consuelo estuvo a punto de provocar un escándalo, determinada como estaba a huir con su amante, pero Winston Churchill, su aliado e íntimo amigo suyo (y primo hermano de su marido), intervino y la persuadió de que no hiciera algo así. Winston consiguió el apoyo del padre de ella, que organizó una separación ordenada y le construyó una casa en Londres.

En esta nueva fase de su vida se metió de lleno en el trabajo público, fue elegida al ayuntamiento del condado de Londres y se hizo sufragista.

Con el tiempo obtuvo el divorcio y pudo casarse con el amor de su vida, un aviador francés encantador que al parecer se había fijado en ella muchos años antes, cuando estaba de viaje por París, y le había dicho a su propia madre que se iba a casar con ella. Se mudaron a Francia, recibían a las visitas magníficamente y cultivaron la amistad de pintores y escritores, estableciendo una escuela en la propiedad que tenían cerca de París, en Saint Georges-Motel. También compraron una casa espectacular en el sur de Francia, en Eze. Se las arreglaron, no sin grandes dificultades, para escapar de Francia tras la invasión alemana y volvieron a instalarse en Estados Unidos.

Los dos nos mimaban mucho a mis hermanas y a mí. Jacques nos llevaba regularmente a Mimi y a mí a Le Pavillion para almorzar y el famoso chef Henri Soule nos hacía suflé de manzana. La Abuela siempre iba muy arreglada y vestía maravillosamente bien, y además se aseguraba de que nosotras también fuéramos bien vestidas. Nos incluía en muchos de sus almuerzos con adultos, donde nos hacía sentarnos con la espalda muy recta y hablar con famosos hombres del mundo de los negocios, las letras y la política, ataviadas con vestidos de organdí cuyo tejido picaba. Debe de haber sido muy raro (y mortalmente aburrido) para ellos.

La Abuela siempre tuvo una actitud positiva y era muy activa, con frecuencia remodelaba sus casas y, de hecho, la nuestra en Southampton. Se mantenía joven gracias a la curiosidad y al interés que tenía por todas las novedades. Si estuviera viva hoy día, estoy segura de que tendría conocimientos de informática. La tecnología moderna le hubiera parecido fascinante. Es posible que su sordera la frenara con los teléfonos móviles, pero hubiera cogido el hábito de enviar mensajes de texto, algo que les hubiera resultado fácil a sus manos, siempre con una manicura perfecta. Vivió los extraordinarios acontecimientos y cambios del siglo XX con equilibrio y entusiasmo. Nunca la oí quejarse. Jamás se mostró negativa ni enfadada. Sabía cómo divertirse y se las arregló para vivir su vida con gran dignidad y elegancia. Llevó la alegría a muchas personas, y toda la familia la adoraba y la respetaba.

 

SERENA RUSSELL BALFOUR, 2011