12
Un rincón de Francia, 1940
En algún lugar dentro de mi conciencia queda la tristeza, la inquietante ansiedad de aquel frío y desolador invierno. Estábamos bloqueados por el hielo en nuestro pequeño castillo. Desde el helado suelo subían en espiral algodonosas brumas. Las fuentes permanecían en silencio en el aire como plumas de plata reluciente. Los árboles cubiertos de escarcha mostraban sus ramas grabadas en blanco y negro contra el cielo. En aquel jardín cubierto de nieve no se movía nada, todo parecía tenso, en espera. Y así despertamos a un nuevo día. Mi doncella me sirvió el desayuno con una lacónica noticia: «Rien de spécial à signaler» («Nada nuevo que señalar»), con la que la radio oficial apaciguaba nuestras aprensiones. Después vendrían los periódicos con escasas noticias. Los comentaristas no nos suministraban información.
Con la llegada de los refugiados desde las provincias del este el Préfet del Eure me pidió que visitara los alojamientos que les habían asignado y que hiciera un informe sobre las condiciones en que vivían. El Eure no es un gran departamento; no obstante, abarcaba desde nuestro pueblo, que estaba en el extremo sur, hasta el Pont de l’Arche en el norte y hasta Broglie en el oeste, siendo Evreux su capital. Los refugiados fueron distribuidos entre las poblaciones principales. Estas antiguas poblaciones de Normandía eran pintorescas, con sus casas con entramado de madera y los tejados a dos aguas. Las iglesias eran también magníficas, de piedra tallada, y había tabernas antiguas con buena comida y buenos vinos, pero había pocos alojamientos para los refugiados. De hecho, era lamentable que no pudieran hacerse mejores provisiones para ellos, pero aceptaron con humildad los alojamientos provisionales, que fue todo lo que pudimos ofrecerles. Fue sorprendente, teniendo en cuenta la afluencia de tantos forasteros, que no tuviéramos epidemias graves; pero pusimos empeño en asegurar mejores cuidados para los niños, a quienes suministramos sueros y leche con garantía sanitaria. Por regla general a los adultos se les ofrecían alimentos en alguna sala central, y en casi todos los casos el alcalde de la localidad había hecho todo lo que había podido para cumplir las instrucciones del Préfet.
En estas visitas de inspección, a las que nos acompañaba la doctora Du Bouchet, solíamos salir de casa a las nueve de la mañana provistos de un plato de comida caliente y termos de café, y a menudo no regresábamos hasta después del anochecer. Hacía tanto frío ese invierno que estábamos congelados a pesar de las bolsas de agua caliente que usábamos en los pies cuando parábamos a comer. Una noche, cuando volvíamos a casa, el chófer se detuvo en la oscuridad y me encontré frente a la gran bóveda de un cañón pesado mientras unas voces inglesas nos gritaban que paráramos. Era un regimiento inglés que iba de camino a Evreux, uno de sus cuarteles generales.
A veces nos llegaban informes personales desde el frente. Nuestro agente, en los pocos días de permiso que pasó con su esposa, nos habló de los miles de minas que el enemigo había sembrado en los pueblos abandonados que eran tierra de nadie. Estaban escondidas con tal ingenio que un paso en falso o un impulso de curiosidad podían resultar en una muerte ignominiosa, la mutilación o la ceguera, y en algunos casos los hombres estaban desmoralizados y se negaban a lidiar con amenazas tan arteras y mortíferas. Nos explicó que para animar a los hombres, un oficial se tumbaba en el suelo y buscaba las minas a tientas con la mano izquierda; luego, con la cara oculta y la mano derecha al costado, desactivaba el detonador. Evitó hacer una relación de cuántos habían perdido la vida o habían quedado mutilados en el proceso.
El gobierno francés, tal vez pensando que desde la seguridad de nuestros hogares no nos dábamos cuenta de lo que esta guerra que llamaban falsa significaba para los hombres que estaban en la línea de fuego, una noche convirtió la radio en un puesto de avanzada, y durante unos cuantos minutos vivimos con aquellos hombres. Al principio los oímos hablar en voz baja. Luego vino un centinela con noticias de que se estaba acercando una patrulla alemana. En el silencio cargado de significado fuimos conscientes de que los hombres estaban tomando sus armas y posiciones. Luego, con el estallido de las granadas de mano supimos que estaban luchando. Después de esa noche, no podía soportar la expresión «guerra falsa», me parecía un insulto a unos hombres valientes cuyos nervios eran tan sensibles como los nuestros y de cuya entereza dependía nuestra seguridad; pero no fue muy frecuente que tuviéramos esa evidencia directa de los hombres en acción. En el mejor de los casos había pocas noticias fiables, así que los rumores y habladurías eran mucho más siniestros. Cuando el invierno tocaba a su fin, cada día traía nuevos temores de que la invasión de Holanda y Bélgica hubiera comenzado. La radio alemana daba muchas más noticias que la francesa e inevitablemente escuchábamos su aterradora propaganda. Aquellas largas tardes de invierno, envueltos en abrigos de pieles para mantenernos calientes, solíamos apiñarnos en torno a la chimenea mi marido, Paul y un ruso blanco, un amigo que había sustituido a nuestro agente y nos ayudaba a administrar la propiedad. A veces Paul, Basil Davidoff y yo organizábamos algún juego; era mejor que hablar, lo que de algún modo aumentaba nuestra ansiedad. Jacques se había reincorporado al ejército francés y a menudo estaba fuera en diversas misiones.
El viernes 10 de mayo mi doncella me despertó con la noticia de que los alemanes habían invadido Holanda, Bélgica y Luxemburgo, y estaban marchando hacia el sur y el oeste. Entonces supe que había comenzado lo inevitable y que pronto nos alcanzaría. Le dije que hiciera una maleta y la pusiera debajo de mi cama.
Ese día no se hizo mucho. Toda la gente estaba reunida en grupos hablando de las noticias. Los últimos hombres en edad militar o los que estaban de permiso se incorporaron a sus regimientos. La radio nos informó de que habían caído bombas en Lyon, Lille, Nancy y Pontoise. Los aviones alemanes eran claramente bastante numerosos como para poder visitar cada rincón de Francia, realizando además una gran ofensiva.
En el sanatorio encontré a la enfermera jefe preocupada acerca de los consejos que debería dar a nuestras alumnas enfermeras. Algunos padres estaban llamando por teléfono a sus hijas para que regresaran a casa. La mayoría de las chicas deseaban seguir en sus puestos; otras sentían que debían estar con sus madres que se habían quedado solas. Era difícil encontrar una respuesta al pretexto de que en un momento como éste las familias debían estar unidas, pero había trabajo por hacer en el sanatorio y la mayoría permaneció en sus puestos. Desde París llegaban padres para preguntar si podíamos mantener a sus hijos con nosotros. Les aseguré que no íbamos a cerrar el sanatorio.
El pueblo de Saint Georges-Motel tenía trescientos cincuenta habitantes, y con la suposición de que una comunidad tan pequeña no se consideraría que valiera la pena bombardearla, no se habían provisto refugios. Dependíamos del bosque de Dreux, a sólo un kilómetro cruzando el río, para nuestra seguridad.
Al volver a casa desde el sanatorio encontré a Paul Maze, su hija Pauline, mi marido y Davidoff escuchando las últimas noticias. La voz fría e impersonal del locutor mientras iba anunciando hora a hora en tono comedido la increíble rapidez del avance alemán era de alguna manera espeluznante. Estudiamos los mapas con una ansiedad escalofriante. En el fondo todos sabíamos que no había esperanza, pero mantuvimos los labios sellados. Mi marido fue la única excepción; siguió animándonos, pues su confianza en el ejército francés se mantenía firme y, a pesar de cada nuevo desastre, se negaba a flaquear.
Con la invasión de los Países Bajos cada vez llegaba una mayor afluencia de refugiados. En su huida hacia el sur, llegaron incluso hasta nuestro apartado pueblo. Primero vinieron los automóviles de los ricos. No se detuvieron en Saint Georges, pero conocí a sus propietarios en Dreux, en el Banco de Francia, donde estaban cambiando su inservible dinero por moneda francesa, que aún mantenía su valor de cotización. Después siguió un triste desfile. Una vez más, los grandes remolques de las granjas tirados por cuatro espléndidos percherones se desplazaban hacia el sur dejando sus cosechas, su ganado y sus hogares a merced del invasor. Qué típicamente franceses eran aquellos remolques llenos de heno y enseres domésticos acompañados por un muchacho que chascaba el látigo mientras caminaba al lado de los caballos. Encaramada en lo alto de uno de estos remolques vi a una ancianita en una butaca. La rodeaban sus nietos y llevaba puesto su mejor vestido negro y un mantón cruzado sobre el pecho; en la cabeza, uno de esos gorros altos de encaje que todavía llevan los campesinos franceses. Cuando hablé con ella, dijo con tristeza: «Es la tercera vez que les Boches nos hacen abandonar la casa, una vez antes de la batalla del Marne, la segunda vez en la última ofensiva alemana justo antes del final de la última guerra, y ahora otra vez». Supe entonces que el enemigo estaba en Francia; últimamente la información de la radio había sido de una extraña vaguedad. Los ciclistas pasaban ahora en hordas. Un día vi a un anciano empujar lentamente la bicicleta con su mujer ocupando el asiento. Estaban exhaustos, pues llevaban dos semanas en la carretera, y les hicimos descansar con nosotros hasta que estuvieron bastante recuperados para continuar. Habíamos abierto una cantina en la calle principal y habíamos echado al suelo unos colchones dondequiera que encontramos espacio.
El 11 de mayo repicó la campana de la torre de la iglesia y el cura nos convocó a asistir a un oficio de intercesión. Vestidas de negro, las mujeres atravesaron las calles del pueblo con la cabeza gacha y las manos juntas en oración. De todos los lados se me unieron grupos de niños cuando me apresuraba hacia la iglesia; vinieron hasta los más pequeños, serios y con los ojos como platos. Les habían dicho que rezaran por sus padres. En la iglesia vi a mujeres que habían enviudado en la última guerra intercediendo por sus hijos, y los huérfanos rezaban por sus hermanos. Se habían encendido muchas velas, todo parecía extrañamente quieto y triste. De camino a casa me encontré con uno de nuestros jardineros. Era un hombre de edad avanzada y al hablar con él parecía que estaba obsesionado: «Cette fois ils nous auront» («Esta vez nos cogerán»), repetía una y otra vez. Traté de tranquilizarlo y recuerdo que dije: «Los americanos los liberarán, sin duda», pero sacudió la cabeza: «Trop tard», dijo. Y para él sí era demasiado tarde, pues cuando entraron los alemanes se pegó un tiro.
La evacuación de nuestro sanatorio y de los niños refugiados planteó un problema difícil. Me produjo mucha ansiedad y se complicó con la actitud del Ministerio de Sanidad, que se negó a darme instrucciones definitivas. Tras numerosas comunicaciones telefónicas de naturaleza bastante agria y dictatorial en las que me dijeron que observara los decretos de las autoridades militares, que prohibían la evacuación de los niños refugiados en caso de que surgiera la necesidad, por fin se concedió el derecho de trasladar el sanatorio, ya que era una institución privada y no pública. El ministro, no obstante, subrayó la necesidad de hacerlo con discreción, y explicó que los niños debían desplazarse en pequeños grupos para no suscitar el pánico en el pueblo. Me aconsejaron que buscara una casa en el sur para utilizarla como sanatorio provisional. Mientras tanto, los alemanes se estaban acercando al Sena, que estaba a tan sólo trece kilómetros y había oído decir que un sanatorio cerca de Roubaix no había sido evacuado a tiempo. Sumidos en un espantoso silencio, los ocupantes del ministerio estaban absortos en su mundo. En mi conversación telefónica con ellos saqué este tema como ejemplo de lo que nos podría pasar a nosotros: «Ah oui, Mme. L. a été bien légère, mais elle est intelligente, elle se débrouillera», fue su lacónica respuesta. No teniendo deseos de que los padres que habían confiado en mi juicio pensaran que era «negligente» y convencida de que nunca se resolverían los asuntos con los alemanes de forma satisfactoria, me obsesioné con el deseo de evacuar a tiempo a estos niños. Se hicieron planes para sacarlos en los diversos camiones, ambulancias y coches que teníamos. Atamos bolsas de lino con ropa a cada vehículo y guardamos comestibles debajo de los asientos, apilamos colchones sobre el suelo y los techos. Luego hicimos un ensayo para que todo el mundo supiera qué hacer exactamente en caso de emergencia, pues el contacto con los refugiados me había demostrado que uno rara vez piensa con claridad bajo la tensión del miedo. De hecho, me habían dejado atónita las cosas inútiles que muchos se habían llevado al partir a toda prisa. Me había impresionado en particular un anciano que llevaba una cesta con gran cuidado. Pensaba que había guardado algo de valor, pero cuando la abrió salieron de ella diez patitos y le pedí permiso para ponerlos en el estanque. «¿Eso es todo lo que ha traído?», le pregunté. «Sí, señora», respondió. «Nos dijeron que el Cuerpo de Motoristas alemán estaba a cinco kilómetros y —comment voulez-vous?— no les podía dejar estos patos».
Unos cuantos días después, cuando me encontraba escribiendo a un amigo en América, llegó un sirviente apresurado en busca de Monsieur. Al parecer había visto un avión alemán soltar un paracaídas en el bosque de Dreux a unos cientos de metros al otro lado del río. Enseguida encontramos a Monsieur y, armado con una escopeta y acompañado por Louis, quien había localizado al paracaidista, se fueron en un pequeño coche en busca de él. Mientras tanto, fui corriendo al Gran Molino a alertar a Paul y lo envié con su anticuada pistola a unirse a la persecución. Pero el bosque de Dreux es grande, y nunca dieron con este quintacolumnista. Disfrazado de cura francés, de gendarme o de viajante ya estaría dedicado, sin duda, a algún nefando plan para destruirnos. Los paracaidistas eran ahora cada vez más numerosos y por la noche oíamos pasar aviones enemigos. Había que hacer algo al respecto, y el alcalde del pueblo convocó una reunión pública para discutir nuestros planes de seguridad. El garde chasse anunciaba estas reuniones a ritmo de tambor mientras caminaba por las calles del pueblo, pero como era muy mayor y su voz era muy débil iba acompañado de un niño que gritaba en tonos estridentes la hora y el lugar de la asamblea. Jacques y Paul asistieron a la reunión. Fue una escena que podría haber sido escrita por Balzac y excelentemente puesta en escena por Coquelin o Raimu. Qué gran tragicomedia representaba aquel grupo de aldeanos de edad avanzada llamados a detener y burlar a un cuerpo de quintacolumnistas de Hitler, pues tal era su cometido. Es verdaderamente notable que se pudiera coger a algún paracaidista, pero hubo al menos diez falsas alarmas por cada una auténtica. Durante toda esa semana los habitantes del pueblo dieron informes pormenorizados de los personajes dudosos que habían visto, y se peinaron los campos en búsquedas infructuosas. Hacerles preguntas era confuso, pues no había dos testigos que estuvieran de acuerdo. Se hacían descripciones largas y circunstanciales de los forasteros que se habían visto o de las conversaciones que se habían oído, lo que no llevó a ninguna parte, pues a menudo, con una sorprendente ligereza, el testigo desacreditaba todo el relato y con la aversión de los campesinos a verse acorralados respondía: «Eh, que voulez-vous, j’ai peut-être pas bien vu» («Qué quiere, quizá no haya visto bien»).
El 17 de mayo el Préfet me mandó llamar a Evreux, una ciudad a unos veinte kilómetros de distancia. Nos pidió que preparáramos comida y alojamiento para cuarenta y cinco mil refugiados que llegarían en tren desde el norte. Era una orden de emergencia. Al día siguiente se les organizaría y se les enviaría a las poblaciones del sur indicadas en el plan de evacuación. Acabábamos de empezar cuando llegó otra orden para que preparáramos plazas hospitalarias para los civiles heridos, para los cuales aún no se habían hecho provisiones. Se evacuó de inmediato una escuela de formación vocacional para chicos, que se enviaron con sus padres. Pusimos sábanas limpias en las cuatrocientas camas e instalamos una clínica de primeros auxilios; una cocinera preparó una buena comida y pusimos al cargo a la enfermera jefe y a varias enfermeras de nuestro sanatorio, y a la caída de la tarde estábamos preparados para recibirlos. Esperamos toda la noche, ya que los heridos no pudieron llegar hasta el día siguiente. Su tren había sido bombardeado y había quedado inutilizado, por lo que tuvieron que refugiarse en las cunetas y por fin fueron llevados a Evreux en automóviles. Muchos se vieron obligados a caminar, y en la carretera fueron barridos por las ametralladoras de los aviones que volaban bajo. Una mujer, consternada, me dijo que habían matado a sus dos hijos que caminaban unos cuantos metros delante de ella. «Vi los ojos del aviador mientras les apuntaba», repetía una y otra vez en el paroxismo de su dolor. Estaban todos en una situación desesperada, la ropa cubierta de sangre, los zapatos destrozados. Mi marido y yo fuimos a comprarles ropa. Siempre recordaré la alegría de una joven cuando extendimos un bonito vestido sobre su cama: «C’est pour moi? Oh, Madame, comme vous êtes bonne!» («¿Es para mí? Oh, Madame, es usted muy amable»), y por un momento se olvidó de la bala que tenía en el pecho y de todas las pérdidas que había sufrido. La magnitud del desastre me dejó horrorizada. ¿Qué se podía hacer con estos miles de seres humanos, perdidos como estaban en una vorágine de terror y miseria? No tenían más que un pensamiento, escapar de los tanques y bombarderos de un despiadado enemigo.
En las salas los doctores y las enfermeras quitaban los vendajes y vimos las graves heridas provocadas por las bombas y las balas. En algunos casos ya se había asentado la gangrena y era necesario amputar. Los pacientes eran valerosos y guardaban la compostura. Una mujer me insistió en que un médico que le había dado los primeros auxilios le había recomendado un examen con rayos X. Era difícil explicar que en este pequeño hospital improvisado no había rayos X. Las autoridades militares habían anunciado que sólo los casos más graves permanecerían en Evreux; todos los que pudieran moverse serían inmediatamente evacuados a zonas más seguras.
Habían estado pasando aviones alemanes y las fuerzas alemanas motorizadas se acercaban. Las mujeres, estremecidas por los bombardeos y los ametrallamientos que habían sufrido en las carreteras, temían que se produjera un ataque aéreo. Las tranquilizamos lo mejor que pudimos. Deseaban ponerse en contacto con los familiares que habían dejado atrás. Una me rogó que telefoneara a Amiens a su marido que, según ella, se encontraba allí en el hospital. Parecía cruel decirle que Amiens había caído en manos de los alemanes. Otra mujer que se arrastraba escaleras arriba me llamó la atención. Estaba rodeada de sus siete hijos. El mayor, que aparentaba unos 9 años, llevaba al más pequeño en brazos. Me contó que habían recorrido las carreteras a pie durante una semana y que a veces habían tenido la suerte de que les transportaran en un carro. Antes de salir de casa la madre había vestido cuidadosamente a los niños con sus mejores trajes, pero ahora las botas que llevaban estaban desgastadas y la ropa sucia y hecha jirones. Estaba embarazada de su octavo hijo y confesó que le había llegado la hora. Por suerte teníamos el coche esperando y mi marido la llevó al hospital de maternidad, donde dio a luz a un niño. Me preguntaba cómo podríamos alimentar esta creciente avalancha de indigentes. Parecía como si la pequeña ciudad de Evreux de repente se hubiera convertido en el centro del universo. Cientos de camiones y automóviles llenaban las calles. Las tropas inglesas avanzaban hacia el norte y los refugiados se desplazaban hacia el sur. A pesar de las increíbles multitudes congregadas jamás vi que las tropas se quedaran atrapadas o que se produjera un embotellamiento. Pequeños boy scouts dirigían los vehículos a las calles designadas. La gente era disciplinada y ordenada. Se habían organizado cantinas y centros de información donde se les comunicaba a los refugiados las ciudades que les recibirían.
Volviendo a casa en coche vi una imagen estupenda, una fila de ambulancias en muy buenas condiciones que resaltaban entre la sombría multitud por ser tan nuevas y estar impecables. Las conductoras y camilleras estaban muy guapas con sus elegantes uniformes azules. Cada ambulancia llevaba una inscripción: «Donada por las mujeres de Argentina». Me pregunté adónde se dirigían.
Cuando llegamos a Motel, nos encontramos allí con ciento cincuenta soldados franceses, tres oficiales y una mitrailleuse. Se habían separado de su unidad, de lo que culpaban a las hordas de refugiados. Me parecía que ya habíamos hecho bastante por un día, pero habilitamos unos cuartos para los oficiales en la casa y echamos paja en el invernadero para que se acomodaran los soldados. Matamos una oveja y en su cocina móvil prepararon enseguida una buena cena. Nos dijeron que en algunos pueblos les habían disparado alemanes disfrazados de franceses. Nos resultó difícil creer ese relato, pero luego supimos que los quintacolumnistas empleaban esos métodos para crear el caos y la desmoralización.
Me di cuenta de que el creciente número de refugiados que pasaba por el pueblo provocaba tensiones a toda nuestra gente. Hasta la doctora Du Bouchet, cuya bondad era infinita, se rebeló cuando al volver a casa después de un día muy duro se encontró a unos refugiados en su cama. Habían pasado tres semanas desde que comenzó a llegar este flujo interminable de personas. Aquellos a los que no podíamos dar alojamiento dormían en las cunetas o bajo los árboles al borde de la carretera. Habían aprendido a valorar la protección que les ofrecían los árboles de los inquisitivos ojos de los que lanzaban las bombas. A medida que fue pasando el tiempo y su zona de alcance fue aproximándose, sentí cómo aumentaba la tensión. Los ancianos movían la cabeza y las mujeres me miraban con ansiedad cuando pasaba. Era difícil mantener el ánimo con el corazón roto de dolor e indignación.
Después de pasar diez años en una tierra en paz me resulta difícil describir mis reacciones a la tensión y al desconcierto de aquella primavera. Recuerdo una sensación de horror cada vez mayor a medida que se acercaban los alemanes. Era como si todo lo bello, todo lo bueno, todo lo que valía la pena fuera a destruirse. Había hecho un gran esfuerzo en simular un coraje que no tenía, sabía que estábamos derrotados. Me parecía que lo único que importaba ahora era sacar a los niños del sanatorio para ponerlos fuera de peligro. Pero antes de partir fui a ver a la condesa consorte de Pierre de Viel Castel, que vivía en el pueblo. Anna Ripley era americana y quería consultar con ella la petición que pensábamos enviar a nuestras compatriotas. Me recibió en la puerta horrorizada por las noticias que acababa de recibir. Al parecer, los nazis habían matado a la suegra de su hija.
«Mi hija está arriba», susurró, «pero todavía no se lo he dicho. Adora a su suegra y está esperando un bebé para dentro de poco, ¿qué le voy a decir?». «¿Cómo ha ocurrido?», pregunté.
A Madame de M., me dijo, la habían matado a tiros cuando iba sentada al lado de su marido en el coche en el que viajaban. Él, como maire de su pueblo, fue el último en salir tras la evacuación que se había ordenado, y se encontró con el Cuerpo Motorizado alemán. Por suerte, a él sólo lo hirieron y había podido escapar.
Teniendo al enemigo tan cerca, no parecía muy oportuno hacer un llamamiento a los americanos. Nuestros amigos del otro lado del océano estaban muy lejos y no nos había llegado ni una palabra de condolencia. Nos parecía extraño que fueran tan insensibles a nuestros males. De hecho, en ese momento todo parecía irreal y estábamos aturdidos por un desastre que sentíamos muy cercano, pues el viento que soplaba del norte traía el sonido de las metralletas que cada vez nos sonaba con mayor nitidez en los oídos.
Al día siguiente, 6 de junio, obedeciendo las instrucciones del Departamento de Salud, partimos hacia Pau en busca de alojamiento para los niños. Jacques tenía órdenes de ir al sur y pudo llevarme en su pequeño Citroën, ya que el chófer había sido movilizado. Salimos con una maleta cada uno, pues sólo pensábamos estar fuera unos cuantos días, justo el tiempo para encontrar una casa y regresar para evacuar a los niños.
Jamás olvidaré la tristeza ni la belleza de nuestro último día en Motel. Las fuentes, que tanto me gustaban, lanzaban al aire calmo sus chorros bañados de sol; se oía la risa feliz de los niños que jugaban cerca de allí. Volví la vista atrás mientras nos alejábamos. La casa rosa con su tejado azul se reflejaba en las aguas del foso. Recé para que se salvara.
Luego nos metimos en la carretera, atrapados por el tráfico que se dirigía al sur. Unos cuantos kilómetros más allá de Dreux, se estaban excavando trampas para los tanques y un «75» apuntaba a la carretera. En Blois cruzamos el Loira, con sus lentas aguas grises y sus arenas doradas. La ciudad estaba abarrotada de tropas y refugiados. Las últimas noticias que habían llegado eran malas, la gente hablaba de traición y de cómo los puentes del Mosa habían caído por negligencia criminal o por causas aún peores. Los ríos ya no representaban una barrera frente a un ejército tan mecanizado, según decían. Se quejaban de que los refugiados, que se contaban por millones, eran como plagas de langosta. Se preguntaban hasta cuándo habría suficiente comida para alimentarlos y alimentar sus caballos, o hasta cuándo habría gasolina para los coches. Anticipaban que en unos cuantos días también ellos serían evacuados de sus hogares, dejando todas sus pertenencias. Era desgarrador ser testigo de aquella lacerante angustia, de la horrible desilusión que abatía al orgulloso pueblo francés.
Llegamos a Châteauroux para la cena y pasamos esa noche con el hermano de Jacques en su casa familiar. Durante la noche los aviones alemanes tiraron bombas cerca de nuestras fábricas de tejidos y al amanecer nos despertó la artillería antiaérea. Cuando nos fuimos a las ocho de la mañana, mi cuñada, que ya había ido a misa, se despidió de nosotros con serenidad.
Siempre me sorprendía la forma impersonal en que mis familiares franceses hablaban de los acontecimientos. No se engañaban a sí mismos, no se asumía superficialmente la eventual victoria de los franceses, como hubiera ocurrido en Inglaterra. Escuchándolos, me preguntaba si mi viva imaginación no tendría algún defecto, porque incluso entonces vi venir los horrores de una ocupación nazi. «Quizá», reflexionaba, «su tolerante civilización desprecie el temor de los métodos inhumanos de un tirano despiadado». Fueran cuales fueren sus pensamientos, su fortaleza era admirable.
Salimos de Châteauroux y nos encaminamos a Périgueux. La carretera discurre en una larga línea recta entre colinas. Más abajo se extienden los ricos prados en los que pasta el ganado blanco de Limoges. El campo se desplegaba ante mí como un paisaje pintado por los primitivos. Los tapices góticos cobraron vida y visualicé damas montadas sobre corceles con gualdrapas que portaban un halcón encapuchado en la muñeca de su brazo estirado. Pero vivía en el siglo XX. Los tanques, pensé, aplastarían estas ricas tierras, aquellos hermosos árboles serían talados, casas que habían resistido el desgaste de los siglos serían derribadas por estos modernos demonios destructivos.
Encontramos Pau atestado de gente. La proximidad de la frontera española había atraído a muchos cuyas actividades se consideraban sospechosas. Se había disparado la desconfianza; los arrestos eran numerosos. Me sentí ahogada en una hedionda atmósfera de deslealtades. Nos apresuramos a buscar una casa capaz de acomodar a cien niños y al final encontramos una casa de campo que, aunque no era adecuada para un uso permanente, podía servir como hogar temporal. El gobierno expropió el hotel en el que pasamos la primera noche, y el hermano menor de Jacques, que vivía en Pau, nos pidió amablemente que compartiéramos su apartamento durante el resto de nuestra estancia.
Acostumbrados a levantarnos de madrugada, salimos de Pau a las cuatro de la mañana del tercer día, contentos de ir de vuelta a casa. Parecía extraño que el camino estuviera tan despejado; no había nadie que se dirigiera al norte y, sin embargo, el tráfico hacia el sur no infringió nunca las normas, y nuestra mitad de la carretera se desplegaba ante nosotros sin obstáculos entre una interminable fila de caravanas. Pensé en el hipódromo de Epsom Downs el día del Derby, pero la apuesta era aquí de vida o muerte y en los sombríos rostros percibí que era mucho lo que estaba en juego. Deseé que Degas hubiera pintado algunas de estas escenas, una mujer medio desnuda inclinada sobre una palangana en una pose inolvidable, otra peinando su dorado cabello con la salida del sol de fondo.
Paramos en un café de Périgueux a tomar un refrigerio muy necesario, y nos saludaron dos amigos. «¿Adónde vais?», nos preguntaron. «A Saint Georges-Motel», respondimos. «Estáis locos», dijeron, «los alemanes ya están allí; el gobierno se ha trasladado a Burdeos». «Tonterías», respondió mi marido, «están exagerando», y reanudamos el camino. Por mis cansados ojos pasaron imágenes del Cuerpo Motorizado nazi. Prefiero que me maten antes de que me hagan prisionera, pensé. Escrutando el tráfico que parecía ahora volar hacia el sur, busqué nuestros vehículos, que si las noticias eran ciertas, debían estar trasladando a Pau a todos los miembros de nuestra casa. De repente reconocí uno de ellos y vi a nuestro mayordomo sentado junto al conductor. Él también nos había visto y esa tarde telefoneó a casa de Henri Balsan, donde acertadamente pensó que pasaríamos la noche. La comunicación telefónica entre los distintos departamentos franceses se había suspendido, fue una suerte que todavía estuviera cerca para poder ponerse en contacto con nosotros. Nos dijo que efectivamente los alemanes estaban en nuestro pueblo, que había sido evacuado. Saint Georges había sido bombardeado, pero ni el castillo ni el sanatorio habían sufrido daños. En cambio, el hospital de Dreux había recibido un impacto directo y oímos que la esposa de nuestro agente, que aquel día había ido allí a dar a luz había muerto junto con el recién nacido. Una tragedia más entre tantas, cuando los nervios están tensos y las sensibilidades tan torcidas, es mejor ignorarla, y elegimos alegrarnos con la noticia de que los niños del sanatorio habían escapado sanos y salvos. Albert, el mayordomo, también nos dijo que en el último momento Basil Davidoff y Louis, el ayuda de cámara de mi marido, que hablaba alemán, habían decidido quedarse en el castillo para protegerlo. Pusimos nuestras esperanzas en que a Louis, por ser luxemburgués, lo perdonarían los alemanes, y sin duda Davidoff, un oficial ruso blanco, podía considerarse a salvo. No obstante, más adelante oímos que a Louis casi lo disparan por espía cuando entraron los alemanes.
Llegamos a casa de Henri Balsan por la tarde temprano y nuestros anfitriones aún tenían una habitación que darnos. Luego, a medida que fue cayendo la noche, siguieron llegando otros miembros de la familia que como nosotros vivían en el norte. Cuando se hubieron asignado todas las camas disponibles, se tiraron colchones al suelo, hasta los sillones tenían ocupantes. Jamás se practicó la hospitalidad de forma tan generosa. Me preguntaba cómo podrían nuestros anfitriones dar de cenar a una veintena de invitados imprevistos, pues Le Plessis está alejado de cualquier ciudad y los pueblos franceses tienen poca comida que ofrecer. Me sorprendió por ello la excelencia de la comida, que, aunque se limitó a una sopa, macarrones, verduras y postre se sirvió con el minucioso ritual de un banquete. Qué útiles resultan estas convenciones, pensé, mientras escuchaba el agradable flujo de la conversación sobre temas generales; podríamos ser invitados, no evacuados que huyen de una invasión enemiga. Esta ilusión siguió manteniéndose gracias a una encantadora anciana que estaba sentada a la derecha de Henri Balsan. Mostrando un aristocrático desdén por la preocupación y el miedo, ignoraba la guerra por completo, y siguiendo la tradición según la cual el capitán de un barco que se hunde da órdenes a su tripulación, nos conminó a ir al sur y salir airosos. Con qué gallardía se hizo cargo de esa velada, con qué sentido del humor y con qué ingenio alejó la conversación de las rocas y profundidades del presente y la llevó hacia las aguas calmas del pasado. Sus hijos y nietos estaban en el ejército; las mujeres de su familia, dispersas; su hogar, en manos enemigas, pero no dejó escapar ni una palabra de todo esto. Era como si deseara inspirar a las muchachas y a las mujeres jóvenes que la rodeaban, para quien preveía la humillación y el dolor de la derrota, con la tradición del coraje y la entereza que siempre han mostrado las mujeres francesas.
Atormentados emocionalmente con las noticias que había dado la radio, que hablaban de ciudades tomadas, de ejércitos derrotados y del increíble avance del enemigo, nos preguntábamos dónde podrían frenarse sus fuerzas. Los belgas ya no estaban en guerra, los italianos se habían proclamado enemigos nuestros, y los ingleses desde sus tierras pedían a nuestro apocado gobierno que opusiera resistencia, ¿qué sucedería a continuación? Para nosotros no quedaba sino la simple decisión de continuar hacia el sur y hacer preparativos para los niños que pronto se unirían a nosotros en Pau. Pero incluso en ese momento nos acosó la preocupación, pues Jacques había extraviado los cupones de gasolina y sin ellos no podíamos continuar. Nos quedaba la gasolina justa para llegar a la estación de servicio donde habíamos parado la última vez cuando íbamos dirección norte, y esperábamos que aquella mujer menuda que estaba al cargo hubiera encontrado nuestros cupones y nos los hubiera guardado. Pasamos todo el camino preocupados por aquellos cupones, quizá también fuera bueno sentir una necesidad personal en ese momento, y cuando los encontramos nuestra alegría fue grande, y bendijimos a aquella honrada mujer que nos los había guardado.
En Pau volvimos a oír rumores de un armisticio inminente. Con Francia bajo ocupación enemiga, mi renta como ciudadana francesa se congelaría en América, y ya no podríamos mantener el sanatorio. Los niños se habían acomodado de algún modo en la casa de campo que habíamos encontrado para ellos, pero ahora teníamos que pensar en devolver los que se habían curado a sus padres y en enviar a los que todavía requerían cuidados a otras instituciones. Era difícil obtener información fiable, así que decidimos ir en coche hasta Burdeos, donde se rumoreaba que se encontraba el gobierno. Burdeos es una bonita ciudad. Pese a que estaba disgustada, las primorosas casas antiguas despertaron mi admiración. Al llegar al consulado americano vimos una larga fila de coches y una multitud de personas agitadas que entraban y salían de allí. Las barras y estrellas sobre la entrada nos ofrecieron una falsa promesa de paz. Dentro, cada funcionario estaba rodeado de un nutrido grupo de personas desenfrenadas. Era imposible llegar a ellos. Cercados por la multitud, nos saludaron dos amigos americanos. Uno de ellos, un importante oficial de la Cruz Roja, parecía nervioso y me rogó insistentemente que dejara el país. Nos dijo que yo figuraba en la lista de rehenes de los nazis. Sólo unos meses antes, el barón Louis de Rothschild había sido encarcelado en Viena y habían extorsionado a su familia, que tuvo que pagar millones antes de que lo liberaran. Nos aconsejaron que cruzáramos la frontera cuanto antes, pues pronto estaría cerrada.
Impresionados por el claro peligro existente para mi seguridad, decidimos dirigirnos al jefe de Jacques, el ministro del Aire, con el fin de obtener permiso para dejar el país. Fue difícil encontrarlo, porque el gobierno se estaba trasladando justo entonces a su nueva sede. Pero cuando por fin lo encontramos, el hecho de que se hubiera otorgado un armisticio facilitó la desmovilización de Jacques, y no sólo le dieron permiso, sino que también le aconsejaron que me llevara a América de inmediato. Sólo faltaba obtener los visados. Aunque el asunto parecía ser urgente, almorzamos, no obstante, en uno de los famosos restaurantes de Burdeos, y mi marido y la mujer que compartió nuestra mesa, propietaria de extensos viñedos, enseguida se enfrascaron en una conversación sobre viticultura estimulada por una excelente botella de clarete; la guerra no se mencionó. Como había gente esperando asiento, decidimos tomar café en otro lugar y condujimos bajo un aguacero hasta el café principal, donde tuvimos dificultades en encontrar una mesa vacía. La sala estaba repleta de una muchedumbre en silencio. De repente, en la radio empezaron a oírse los familiares compases de «La Marsellesa», que ahora estaba acostumbrada a asociar al desastre. Nos pusimos todos en pie como si nos hubieran propulsado. Luego llegó el breve y devastador anuncio: «El gobierno francés ha pedido un armisticio que ha sido concedido». En la quietud que siguió, mientras los hombres encajaban las mandíbulas y las mujeres lloraban, nos quedamos aterrorizados por tres espantosos truenos que desgarraron el aire en rítmica secuencia, como si los mismísimos cielos se hubieran conmovido: «Es Francia que está siendo crucificada», dije, y como en una pesadilla nos dirigimos al coche. En el consulado americano las mismas masas frenéticas asediaban a los funcionarios. Las noticias de un armisticio no habían sino espoleado sus temores; cruzar la frontera se había convertido en su única preocupación.
Sentí pena por los funcionarios. Sin poder dar abasto a tantas personas angustiadas, faltos de personal y trabajando hasta el agotamiento, pasaban, además, apuros para descifrar las nuevas y urgentes regulaciones sobre los pasaportes que el Departamento de Estado les enviaba. Por fin conseguí a un secretario que con evidente desgana escuchó mi solicitud de visado. Entregándole los pasaportes, solicité un visado que nos permitiera ir a nuestro hogar en Florida, permiso que siempre nos habían concedido en el pasado. Pero nos respondió: «Ya no puede pedir un visado de visita, tendrá que ir como emigrante». «Muy bien, iremos como emigrantes». No obstante, nos devolvió los pasaportes: «Primero tiene que presentar el certificado de nacimiento, el certificado de matrimonio y el certificado de divorcio», nos dijo con tono grave. «Esos documentos están en París, los tiene nuestro abogado, al que seguramente habrán evacuado. ¿Cómo espera que los presente?».
Vi que le brillaban los ojos de satisfacción al pensar que se había deshecho de nosotros; pues durante nuestra conversación, algo acalorada, había ido de un lado a otro consultando nuevas regulaciones, dictando a su secretario, discutiendo con un francés que deseaba volver a sus negocios en Nueva York y saliendo precipitadamente a ver al cónsul, todo esto mientras hacía comentarios sobre la imposibilidad de trabajar en esas condiciones tan agobiantes y mostraba su desaprobación ante la idea de permanecer en Burdeos bajo la ocupación alemana. Luego, mirando el reloj me lanzó una mirada y dijo: «Son las seis, será mejor que vengan mañana». «No pierdan más tiempo», dijo nuestro asesor de la mañana. «Jamás conseguirán nada aquí. Busquen un visado para España y Portugal en Bayona, donde tienen consulados, y confíen en conseguir su entrada en América en Lisboa. Y apresúrense», añadió en tono alarmante, «pues la frontera puede cerrarse en cualquier momento, y luego ya no podrán salir».
Al no haber habitaciones disponibles en Burdeos, tomamos la carretera a Bayona. El campo de los alrededores parecía estar plagado de vehículos y buscamos alojamiento en vano. Estaba anocheciendo y al pasar por un pueblo preguntamos a un hombre que dirigía el tráfico si sabía dónde había una habitación libre. Con una rápida mirada al uniforme de Jacques, dijo sonriendo:
«Mais, mon Colonel, mi esposa y yo estaremos orgullosos de compartir con usted y con Madame la Colonelle nuestro hogar. Sólo tenemos una pequeña habitación de invitados, pero está a su disposición».
Aceptamos llenos de gratitud, y cuando vimos a su amable esposa, la habitación limpia y confortable que nos ofrecieron, la generosa hospitalidad que se complacieron en darnos, nos sentimos verdaderamente afortunados. Nos sentamos en la pequeña sala de estar que daba al jardín mientras hablábamos con nuestra anfitriona y nos preguntamos qué le habría pasado a nuestro anfitrión. Había sido, según nos dijo su mujer, capitán de la marina mercante, y ahora estaba retirado. De repente, muy complacido, volvió con una botella grande de Moet et Chandon de 1928 bajo el brazo. Nos informó de que la había enfriado poniéndola en la bañera llena de agua fría. Jamás he bebido mejor champán ni lo he disfrutado tanto. De estar tristes y cansados, pasamos a refrescarnos y tener esperanza.
La señora había puesto la mesa y nos invitó a compartir su comida. Después de una buena sopa nos ofreció una excelente tortilla y una ensalada como no la había probado jamás, con vinagre de vino de Burdeos, de sabor cálido, delicado y perfumado, y terminamos con jugosos albaricoques, mientras dos botellas de burdeos, una ligera y otra con más cuerpo, desaparecieron con asombrosa rapidez. Durante la comida, el padre de la anfitriona pasó a saludar. Era el guardabosque de un importante magnate local, y de sus comentarios dedujimos que si le hubieran avisado de nuestra llegada un par de conejos hubieran adornado la mesa. Nuestro anfitrión, que había consumido buena parte del champán y de las dos botellas de vino tinto, estaba muy locuaz. Ahora estaba más impresionado por mi aspecto que por el uniforme de mi marido, y si no hubiera sido porque la radio nos recordaba constantemente que estábamos en un momento muy crítico de una guerra desastrosa, se hubiera mostrado bastante alegre.
Salimos a las cuatro de la mañana siguiente, reconfortados por su amabilidad. Insistieron incluso en que tomáramos café antes de despedirnos. En Bayona fue imposible encontrar alojamiento, pero en el hotel donde almorzamos el mécanicien nos ofreció una habitación en su casa, que estaba cerca. Se hallaba, como vimos después, en una callecita tranquila, y la habitación daba a un jardín. Dormimos en los dos sofás que había.
Encontramos los consulados de Portugal y España en estado de sitio. Multitud de personas agitadas trataban de entrar a la fuerza por las puertas guardadas por oficiales del consulado con ayuda de la policía. Nos percatamos de que los recién llegados tenían pocas posibilidades de alcanzar aquellos portales. Por suerte, Jacques se acordó de que un antiguo embajador de España en Francia, que era amigo nuestro, estaba viviendo en Biarritz, y decidimos recorrer los pocos kilómetros que había de distancia para que nos hiciera una carta de recomendación que nos permitiera tener acceso al cónsul español. Por desgracia, el embajador se encontraba fuera, pero se le esperaba al día siguiente. Sabíamos que ese retraso podría ser fatal y fue difícil soportarlo, pues no se nos quitaba de la cabeza la posibilidad de que la frontera se cerrara en cualquier momento.
Las lluvias torrenciales contribuían a aumentar los problemas de circulación, así que compramos impermeables y paraguas. Comimos en el hotel, donde el personal, aunque exhausto, servía con eficiencia a cientos de viajeros. Me quedé maravillada con la paciencia que mostraban los camareros. Sin duda eran conscientes de lo nerviosos y cansados que estaban los clientes. Muchos habían perdido a sus familiares, y fuimos testigo de conmovedores reencuentros cuando, entre la riada de evacuados, un hombre encontraba de forma inesperada a su esposa e hijos. Como todos los medios de comunicación se habían cortado, nos sentíamos extrañamente dependientes de una feliz casualidad. Así que nos consideramos afortunados cuando nos encontramos con el barón Almeida en Biarritz, que amablemente se ofreció a ponernos en contacto con el cónsul portugués. Cuando íbamos en coche de Biarritz a Bayona recogimos a un hombre y a su esposa que iban a pie. Era un hombre al que veríamos de nuevo.
Nos habían dicho que las autoridades españolas exigían un visado para Portugal como garantía de que los refugiados no se quedarían varados en España, donde la comida no era nada abundante. Nuestra primera visita fue, por tanto, al cónsul portugués. Teníamos tantas ganas de ponernos en contacto con él que llegamos a las seis de la mañana, aunque las puertas no se abrían antes de las ocho. El día había amanecido sombrío y la lluvia caía con más fuerza que nunca. En la calle llegaban hasta bien lejos las largas filas de personas irritadas y desconsoladas que se extendían como negros escarabajos empapados. Desde esta calle un pasaje angosto entre casas colgantes era la única entrada a un pequeño patio desde donde un tramo de escaleras de madera que subía por un muro exterior conducía a las oficinas consulares de la cuarta planta. Poco a poco conseguimos meternos, pero cuando llegamos al patio también estaba atestado de gente. Se miraba con hostilidad a los recién llegados y nuestra presencia suscitó murmullos de protesta. Incluso a esas tempranas horas no veía posibilidades de llegar al cónsul, pues las muchedumbres eran violentas; entre ellas había varios portugueses que proclamaban a voz en grito su derecho a regresar a su propio país. En un peldaño elevado del patio reconocí a unos cuantos conocidos que al igual que nosotros estaban esperando. Aún no había llegado la hora de abrir el consulado, pero de repente, en respuesta al clamor, se abrió una ventana en la zona superior y apareció la cabeza del cónsul. «Queremos nuestros pasaportes», «Tenemos derecho a nuestros pasaportes», gritaron los portugueses. El cónsul, moviendo las manos con desesperación respondió con otro grito: «¿Cómo puedo ayudarles a todos si ni siquiera puedo salvar a mi esposa?». Al oír esto la multitud se tornó más amenazante; cada vez nos veíamos más apretados. Me pregunté qué vendría a continuación. Entonces se cerró la ventana. El cónsul debió de tomar consejo, pues unos minutos después nos gritó: «Todos tendrán sus visados, pero tienen que tener paciencia». Entonces se calmó la tensión, y hasta hubo algunos vítores. Esperamos dos horas bajo la lluvia en medio de la multitud y para nuestra sorpresa vimos que el hombre que habíamos traído en coche el día anterior, abriéndose paso entre la multitud, bajaba las escaleras hacia nosotros, mientras que desde arriba el barón Almeida nos hacía señas para que subiéramos. Al parecer, nuestro compañero de viaje había obrado en consecuencia, haciéndose eco de nuestro reproche de que el cónsul portugués necesitaba más ayuda.
Había un montón de personas hasta llegar a las escaleras, y sentí desesperación cuando empecé a empujar para abrirme paso entre ellas, pero con Jacques a mi espalda y nuestro salvador ayudándome desde arriba logré pasar y subir aquellas escaleras hasta entrar en la zona segura del consulado. Tuve el tiempo justo de recobrar el aliento antes de que se abriera la puerta y, con el visado en la mano, me enfrenté a aquellas escaleras y a una turba furiosa de que hubiéramos hecho trampa. «No nos dejarán bajar», pensé, y aparentemente también pensó lo mismo nuestro salvador, pues con una rápida mirada al pasamanos y a la frágil madera de los peldaños gritó de repente: «Cuidado, cuidado, las escaleras están cediendo, no están hechas para soportar tanto peso». En la desbandada que se produjo a continuación llegamos a la calle, poniéndonos a salvo antes de que volviera la turba y se abalanzara de nuevo con furia escaleras arriba. Es extraño que una buena acción se vea recompensada con tal rapidez y en tan gran medida. Los pasaportes eran en ese momento más valiosos que las joyas, y casi cogí el hábito nervioso de rebuscar en el bolso para sentir la tranquilidad que me daba el mío.
Pero aún teníamos que obtener el visado español antes de poder cruzar la frontera. El consulado de España estaba en el segundo piso de una casa patricia situada en una de las principales calles de Bayona. La imponente escalera subía majestuosamente en amplios escalones y en cada uno de ellos había una figura yacente medio dormida. Cuando subíamos con cuidado entre ellos, miraron hacia arriba señalando el letrero que estaba expuesto muy a la vista en la puerta del consulado. Anunciaba que ese día no se darían más visados. Como aún era temprano, pensé que el personal estaría probablemente echándose la siesta de mediodía. Llamé al timbre repetidas veces hasta que la puerta se abrió con cautela y apareció una cabeza. Mostrando el sello del embajador ante el rostro de aquel hombre sobresaltado, conseguimos entrar. Cuando salimos unos minutos más tarde con nuestros visados, me dio vergüenza ver a aquellos infelices que estando tan cansados tenían que volver a soportar las incomodidades de pasar otra noche en las escaleras. Al reflexionar en las prerrogativas que había logrado, casi me sentí una infractora.
Volvimos a Biarritz camino de la frontera. Esperaba que no hubiera más multitudes lastimeras y desconsoladas, pues odiaba tener que abrirme camino a empujones, pero Jacques, con el uniforme de oficial francés, no podía recurrir a esos métodos; como tampoco, pensé con sentido común, podía negarse a seguirme, ya que estando sola podía haber sido fácilmente maltratada.
Del hotel Palais de Biarritz tengo dos recuerdos muy nítidos. Cuando entramos en el vestíbulo, donde aún tenían puestas mesas de cóctel en las que no quedaba un alma, vi a un joven inclinado sobre una de ellas con un gesto de desesperación tan brutal que pensé que se estaba muriendo. Me acerqué y levantó la cabeza. «Será en el océano o tendrá una pistola que dispare mucho más rápido», pensé cuando sus ojos se encontraron con los míos y revelaron su aflicción por la maldición que había caído sobre los de su raza. Luego subí al piso superior a recoger algunas cosas que habíamos dejado. En el vestíbulo vi una hilera de al menos veinte baúles, maravillosamente elegantes, que llevaban la etiqueta «Señora Tailer-Smith». Conocía a su dueña, una americana amiga de mi madre.
«¿Va a quedarse aquí?», le pregunté. «Es posible que la frontera se cierre pronto». «Pero no podría marcharme sin esto», respondió señalando los veinte baúles. Contemplando la placidez de su semblante y los veinte baúles, dije, «Estará perfectamente. Adiós y buena suerte».
Ahora íbamos de verdad camino de la frontera, pero cuando llegamos las barreras se habían bajado, la aduana estaba cerrada. ¿Abrirían al día siguiente? Nos aseguraron que sí. Con la costumbre que tenía mi marido de encontrarse con amigos en todas partes nos dirigimos al director de Bidassoa, una fábrica de muebles que había en los alrededores, y él amablemente se ofreció a alojarnos. A la mañana siguiente, a las seis, llegamos con el coche al puente sobre el río que separa España de Francia, y mientras mi marido fue a la aduana me acerqué al sitio donde hacían guardia los centinelas.
Me embargó una gran tristeza cuando salí de Francia, donde había encontrado tanta felicidad. Sabía que mi marido volvería a su país y odiaba ser la causa de su partida. Mientras estaba de pie sobre el puente, la frontera se abrió y vi pasar a sir Charles y lady Mendl en un precioso Rolls-Royce con un chófer al volante. Tenían pasaporte diplomático y les seguía una furgoneta conducida por el señor McMullen, un amigo suyo. Iba llena de baúles de Vuitton.
Una vez en España, la vida adquirió un aspecto más normal. Fue fácil conseguir buenas habitaciones en San Sebastián, pero nuestros pasaportes estaban limitados a unos cuantos días. Observé que no teníamos mantequilla ni azúcar y me di cuenta de que la comida no abundaba y los extranjeros no eran bien recibidos. No obstante, tuvimos grandes dificultades en conseguir asientos en el tren a Lisboa, por los que la agencia de viajes pedía precios exorbitantes. El gobierno francés permitía sacar del país treinta mil francos a cada uno de sus ciudadanos, pero con la caída de Francia, la moneda ya no tenía valor. Mi marido tenía una cantidad limitada de libras inglesas y dólares americanos, pero no eran suficientes para pagar los precios de nuestros billetes a Lisboa. Decidimos vender el Citroën, que valía más en España que en Francia, ya que había pocos coches en el mercado. Pero luego nos informaron de que era ilegal comprar coches franceses a los refugiados. Estábamos aprendiendo a base de golpes, y me indignó el increíble precio de ganga por el que el negociante obtuvo nuestro coche. Luego la agencia de viajes y él hicieron los trámites oportunos para darnos los asientos de tren que antes nos habían dicho que no podían conseguir.
Me sacudí el polvo de España al subir al tren, pero en la frontera portuguesa nos esperaba la peor prueba de todas. Nos quitaron los pasaportes y nos dieron un papel de resguardo con el que, según nos dijeron, nos los devolverían en Lisboa. Este procedimiento me pareció una tortura refinada e innecesaria. En el estado de tensión nerviosa al que todos los refugiados estaban sometidos, era como quitarle el salvavidas a un nadador agotado en medio de la corriente. De hecho, yo me aferré al pasaporte con la misma desesperación que se hubiera agarrado al salvavidas una persona que se ahoga, pero no me valió de nada.
«Se le devolverá en Lisboa en la Oficina de Pasaportes», me dijeron.
Esperábamos llegar a Lisboa a las siete de la tarde de ese mismo día, pero llegamos a las cuatro de la madrugada del día siguiente. En el hotel al que habíamos mandado un telegrama no había reservas; el portero nos dijo que todas las habitaciones de la ciudad estaban ocupadas. Con suerte podríamos encontrar una en Estoril, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Así que tomamos un taxi hasta allí y al final encontramos habitación y cama a las seis de la mañana. Estaba contenta de poder tumbarme, pero las imágenes de los pasaportes atormentaron mis sueños y a las ocho de la mañana estábamos de nuevo en la carretera para reclamarlos.
Había, por supuesto, una gran cola esperando a que abrieran la Oficina de Pasaportes, que con la pereza que genera el sol, abría tarde, cerraba temprano para el almuerzo y la siesta, y abría de nuevo en un gesto de deferencia antes de cerrar por la noche. Llegamos a tiempo para ponernos al final de la cola y llegar a la oficina justo cuando cerraban. Así que fuimos al consulado americano, donde nos informaron de que no concedían visados sin pasaporte. Sin embargo, habíamos recibido un grato mensaje de mis hermanos diciéndonos que teníamos plazas reservadas en un hidroavión el viernes siguiente. Apenas teníamos tres días para obtener los pasaportes y los visados. Pasaron cuarenta y ocho horas antes de que nos los devolvieran. Llevados a la desesperación, amenazamos con quedarnos en Portugal a expensas de las autoridades; ante esta amenaza buscaron a conciencia en los archivos y sacaron los pasaportes. Luego el cónsul americano presionó muy amablemente para que pudiéramos obtener los visados americanos.
La noche antes de salir de Lisboa cenamos con el duque de Kent que, al tener noticia de nuestra llegada, nos invitó al precioso palacio que el gobierno portugués había puesto a su disposición durante su visita oficial. Al principio declinamos la invitación por no tener trajes de etiqueta, pero él insistió en que fuéramos con lo que tuviéramos y prometió llevar noticias nuestras a mis hijos en Inglaterra. Me senté a su lado durante la cena; había pasado justo un año desde que nos habíamos conocido en Blenheim con motivo de la puesta de largo de mi nieta. Dos años después él murió en un accidente aéreo. Qué raro parecía estar sentada otra vez en una cena formal libre de preocupaciones, qué poco sabían esas personas de las tempestades y tensiones de un país invadido por un enemigo despiadado. Les resultaba extraño que no tuviéramos ropa de gala. Había un abismo entre nuestros puntos de vista y los suyos. Sin embargo, no olvidaré la amabilidad y la consideración que nos brindó el duque esa noche. Me hizo sentir más cerca de Inglaterra y de mis hijos, y su solicitud fue muy reconfortante. Era un hombre que poseía un gran encanto y era muy receptivo a todas las cosas bellas, cualidad que había heredado de su madre, la reina Mary.
A la mañana siguiente, gracias a los buenos oficios del cónsul americano y de mis hermanos, salimos de Lisboa en el Clipper. Tenía cierta reticencia a volar, pues éste era mi primer viaje. Sin embargo, cuando avanzamos por las aguas y alzamos el vuelo, dirigí la vista al cielo azul de las alturas y luego a la costa que poco a poco se iba desdibujando allá abajo, y sentí que me había embarcado en un pasaje celestial a la tierra prometida.