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Un matrimonio por amor

El año 1920 se ensombreció con la enfermedad y la muerte de mi padre. Estuve con él hasta el final. Cualesquiera que fueran sus sufrimientos personales, no se quejaba; ni siquiera un gesto de mal humor empañó la serenidad que siempre había emanado de él. Se sentía con tanta claridad su delicadeza que me parecía que jamás podría alcanzarlo nada innoble. Tanto en sus negocios como en la vida cumplía con las normas de integridad que él mismo se había impuesto. Recuerdo el tributo que le rindió el duque de Gramont, uno de los más destacados deportistas franceses, cuando vino a presentar sus condolencias: «Deseo expresarle el dolor del club de jockey francés por la muerte de su padre. Deportistas excelentes y honorables como él, conscientes de las mejores tradiciones de la hípica, son los que nos complacemos en recibir. Su muerte será una gran pérdida para el mundo de la hípica francesa». Llegaron expresiones de afecto y estima de los pobres, y hubo pesar en la clínica que había fundado, donde con frecuencia había ayudado yo a mi madrastra en su trabajo durante las visitas que hice a París.

Lo llevamos a casa y le dimos sepultura en el panteón familiar de Staten Island. El funeral que celebramos en nuestra casa de Nueva York, en el que sólo estuvieron presentes la familia y los amigos más íntimos, me trajo recuerdos conmovedores cuando desde la galería, donde de niños contemplábamos las fiestas que se desarrollaban debajo, llegaron las evocadoras notas de los cantos fúnebres.

Siguieron unas cuantas semanas en Long Island, donde mi madre se había construido un castillo medieval que dominaba la bahía. A pesar de sus actividades a favor del sufragio femenino llevaba una vida solitaria y decidió ir conmigo a Francia, donde yo había determinado vivir. Tras años de intensa propaganda, sus ambiciones se hicieron realidad con la aprobación de la Decimonovena Enmienda en 1920, que otorgó el derecho al voto a las mujeres. Para entonces se había convertido en presidenta del Partido Nacional de la Mujer y les había proporcionado su sede central en Washington cerca del Capitolio, el edificio conocido como Alva Belmont House. Pensé que su decisión de vivir en Francia podría estar motivada por algo más que el deseo de estar cerca de mí; como siempre había sido una constructora empedernida, sabía que agradecería la oportunidad de construir una nueva casa en un nuevo país, pues sólo era realmente feliz cuando se ocupaba de ese trabajo.

A mi regreso a Europa pasé unas cuantas semanas en Londres para recoger mis pertenencias, concertar la venta de Sunderland House, traspasar una casa que había arrendado en Portman Square a mi hijo casado, dejar Crowhurst y poner fin a las numerosas actividades que había llegado a tener en tanta estima. Fue doloroso dejar el trabajo y me causó tristeza despedirme de mis compañeros. Trabajar para los demás genera un tipo de altruismo al que, a medida que pasa el tiempo y aumenta el hábito, sometemos inconscientemente nuestras decisiones, poniendo en la balanza la felicidad personal que creemos merecer por derecho propio. Habiendo eliminado por propia voluntad las anteojeras que crea la autocomplacencia, vi que se me había hecho más difícil camuflar los deseos egoístas y me asaltaron temores sobre la rectitud de mi decisión. Pero al mirar retrospectivamente los largos años de soledad, que iban nada menos que desde los 29 hasta los 44 años, sentí que no podía renunciar a la promesa de felicidad que se me había presentado ahora en el camino, decisión que me ayudó a tomar el feliz matrimonio de mi primogénito. Además, como pensé afligida, si esperaba a que mi segundo hijo contrajera matrimonio sería demasiado tarde para seguir un rumbo similar. Después de la guerra se había ido a Oxford a completar sus estudios, y pensé que dado que mis dos hijos se habían establecido una vez más en los nichos que les asignaba la tradición, yo podía escapar a ámbitos más libres, pues los nichos me producían claustrofobia.

Como consecuencia, tras el matrimonio de Blandford me fui a vivir a la preciosa casa que mi padre me había dado en París. Aunque su muerte me había privado de la feliz compañía que me había imaginado, la llegada de mi madre me trajo cierto consuelo, y junto con su hermana Jenny Tiffany, que siempre había sido una de mis tías favoritas, pasamos multitud de horas agradables.

Por otro lado, mientras esperaba el divorcio, arrendé una casa de campo cerca de la propiedad que mi madre había adquirido en Eze-sur-Mer e iba con la mayor frecuencia posible a Inglaterra para estar con mis hijos.

El 4 de julio de 1921 me casé con Jacques Balsan en la capilla real de los Savoy a las nueve de la mañana. Esta hora tan poco habitual había sido elegida para evitar el foco de atención que se había centrado anteriormente en el matrimonio de Marlborough con Gladys Deacon, celebrado esa primavera en París. A fin de cumplir la ley francesa pasamos también por una ceremonia civil, con el coronel George Harvey, que entonces era el embajador americano en Londres, y mi primo, el general Cornelius Vanderbilt, como testigos. Al despojarme del lustre de la corona, tenía la esperanza de evitar ser un centro de atención. Pero aunque no tuve demasiado éxito a ese respecto, en todos los demás, la vida con Jacques Balsan me trajo la profunda felicidad que conlleva la camaradería con alguien con quien se comparte amor y respeto por igual. Es difícil hacer una valoración de una persona con quien se tiene una afinidad y una armonía tan completas, pero puede decirse que, tanto en Francia como en Inglaterra o en mi tierra natal, rara vez he conocido a un hombre, a una mujer, ni desde luego a un niño, que no haya sucumbido al encanto de su personalidad, al entusiasmo que ponía en sus variados intereses, a la sutil inteligencia de su entendimiento, al ingenio de su conversación, y sobre todo, a la profunda bondad y amabilidad de su carácter.

Quizá no esté fuera de lugar ofrecer aquí a mis lectores un breve relato de su vida. Había sido un aviador en el verdadero sentido de la palabra, pues antes de que se inventaran los aeroplanos era propietario de un globo en el que voló en 1899 de Francia a Rusia. El año siguiente ganó un récord de altura en Francia. A menudo me ha contado cómo, en otra ocasión, aterrizó en el norte de Prusia a orillas del lago Leta. Cuando el globo bajó a tierra, los campesinos lo rodearon y lo condujeron hasta el castillo del barón de Bandemer, que lo recibió con la cortesía que un oficial dispensa a otro, aunque sean tradicionalmente enemigos. El barón, antiguo chambelán del emperador Frederick, y la baronesa lo llevaron a pasear por los bosques de sus vastas posesiones y un día llegaron hasta un monumento. Deteniendo los caballos, el barón dijo con orgullo: «Voy a mostrarle una cosa muy interesante. Este monumento se ha erigido para celebrar la derrota de los ejércitos franceses en Sedán». Al volver al castillo, Jacques Balsan se despidió de sus anfitriones. No se había percatado, hasta que su anfitriona se lo explicó, de que «no había intención de insultar, ya que el barón, como prusiano, tenía una mentalidad especial».

En 1909, antes de que Blériot hiciera su histórico vuelo cruzando el canal, Jacques compró su primer aeroplano y obtuvo la licencia de piloto número 18. Convencido de que la aviación desempeñaría un papel relevante en las guerras futuras, fue a Marruecos como aviador voluntario en la guerra contra los moros en 1913 y 1914. Fue una decisión valiente, pues los moros eran conocidos por matar a sus prisioneros con lentas torturas y los aeroplanos eran entonces monoplanos con un motor de sesenta y cinco caballos. Recibió la Legión de Honor por el excepcional servicio prestado al Ministerio de Defensa. Su experiencia en África lo preparó para la Primera Guerra Mundial y en 1914, siendo entonces capitán de las fuerzas aéreas, fue nombrado por el general Maunoury para que hiciera un reconocimiento del terreno en la primera batalla del Marne. Le he oído hablar a menudo de la emoción que sintió al ver al ejército alemán, al mando de Von Kluck, avanzar en un esfuerzo por destruir el ejército francés en su punto de unión con los ingleses, maniobra que resultó su perdición.

Durante la guerra Jacques estuvo al mando de un grupo de aviones Scout. En 1915, junto con mi padre, asumió pagar el transporte a todos los americanos que desearan combatir en las fuerzas aéreas francesas, y el doctor Gross, del hospital americano de Neuilly, reclutó y formó el escuadrón Lafayette, que más tarde se integraría en el ejército americano. El último mes del año 1917 fue enviado a Londres en una misión especial.

Habíamos coincidido esporádicamente desde el baile de mi puesta de largo en casa del duque de Grammont en París. Balsan había venido a Blenheim como invitado en varias ocasiones, y el enorme león de juguete que trajo a mis hijos adornó un hueco del gran salón durante muchos años. Recuerdo que recibí una postal de él durante la guerra y, cuando nos encontramos de nuevo, me dijo que me la había enviado porque no esperaba regresar de una misión para bombardear una determinada ciudad y había querido saludarme antes de su partida.

Parecía casi como si el destino hubiera decretado que tenía que volver a entrar en mi vida. Pero incluso después de nuestro matrimonio civil y religioso, la Iglesia católica, como habría de saber después, no nos consideraba casados.

En Francia el divorcio prácticamente no existe y los católicos que desean volver a casarse tienen que solicitar al Tribunal de la Rota la disolución de sus vínculos anteriores. Los católicos ortodoxos tienen prohibido, por tanto, reconocer el matrimonio de un católico con una persona divorciada a no ser que el matrimonio de esta última haya sido anulado por la Iglesia. Los Balsan, como devotos católicos, no podían recibirme y, al notar la fisura que mi matrimonio con Jacques había provocado en la familia, le rogué que no rompiera con ellos, pues sabía el profundo afecto que se profesaban unos a otros. Viniendo como venía de Inglaterra, donde los católicos están sujetos a los prejuicios religiosos, descubrí que en Francia se daba el caso contrario, y me quedé sorprendida cuando fui aclamada en los círculos protestantes por negarme a cambiar de religión, como habían hecho muchos antes que yo.

Al volver la vista atrás a estos primeros años de mi segundo matrimonio me he dado cuenta de la vida tan centrada en nosotros mismos que llevábamos. En nuestra estrecha relación el mundo exterior significaba poco, y si ciertas familias se negaban a reconocer nuestro matrimonio, felizmente no dependíamos de los placeres que nos pudieran ofrecer.

Nuestro matrimonio, santificado en una iglesia episcopal, para mí era completamente válido; y de buena gana hubiera ignorado las opiniones ultrarreligiosas que impedían a los católicos ortodoxos reconocerlo. Pero en 1926, cuando Marlborough decidió que quería que su primer matrimonio fuera anulado, la presión que ejerció mi familia francesa y mi deseo de ver a Jacques en paz con ellos determinó mi decisión de dirigirme a Rota.

Cuando consulté a mi abogado inglés, sir Charles Russell, católico y amigo fiel, averigüé que mi única alegación válida para la anulación era el hecho de haberme casado en contra de mi voluntad. Me dolió tener que pedirle a mi madre su consentimiento, pero al saber que los procedimientos eran totalmente privados nos pusimos de acuerdo para dar los pasos necesarios. Mi antigua institutriz, la señorita Harper aportó un valioso testimonio, ya que había presenciado personalmente la coacción a la que había sido sometida. Así pues, enviamos una solicitud a Rota, que concedió la anulación.

Todo hubiera salido bien de no haber sido porque Marlborough fue a Roma para ser recibido en audiencia por el Papa, lo que provocó que circulara la noticia de la anulación, y rápidamente se desató la ira de los protestantes contra el Tribunal de la Rota por anular un matrimonio episcopal. Por desgracia se fueron por la borda nuestra privacidad y nuestra tranquilidad, pues una vez más la prensa expuso mi historia. Mi madre, con su coraje habitual, se mantuvo impertérrita, pero yo sufrí al verla bajo una luz tan desfavorable, a sabiendas de que con el matrimonio al que me había forzado ella esperaba asegurar mi felicidad. Las polémicas religiosas tienden a ser amargas, pero no era cierta la acusación de que habíamos sobornado al Tribunal de la Rota. Los honorarios de los abogados y el coste de la recopilación de las pruebas fueron los únicos gastos y fueron muy inferiores al coste de un divorcio legal. Sin embargo, sentí amargura cuando pensé que había necesitado tres intervenciones legales para obtener la libertad, y luego una cuarta en el Tribunal de la Rota, cada una de ellas acompañada por una publicidad desagradable e innecesaria.

Una vez concedida la nulidad, me casé con Jacques en una ceremonia católica y me uní al círculo familiar. Los Balsan vivían en Châteauroux, en el centro de Francia. Sus fábricas de tejidos habían sido fundadas por el príncipe de Condé a instancias del ministro Colbert, que durante el reinado de Luis XIV reconstituyó el comercio y las industrias de Francia. La familia vivía en el castillo y sus dominios, que estaban rodeados por un terreno a modo de parque, mientras que las fábricas se encontraban en los alrededores.

En mi primera visita las puertas del salón se abrieron para mostrar una escena familiar típica. Había al menos veinte personas reunidas en varios grupos, los hermanos de Jacques, sus primos y sus sobrinos. En un sillón de orejas cerca de la lumbre estaba sentada una encantadora anciana vestida de negro con detalles de encaje. Era Madame de Charles Balsan, tía de Jacques y cabeza de familia, que con una autoridad magistral se aseguraba de seguir la disciplina tradicional de la Iglesia católica. Saludándome con afecto, fue llamando después a sus hijos por su nombre y me los presentó, añadiendo un comentario amable para cada uno de ellos. Tan pronto como hablé con ella me di cuenta de que también tenía ingenio y sentido del humor, y más tarde, cuando me escribió, me quedé maravillada de su espléndido dominio de la escritura y de la belleza y la elegancia de su estilo. Cuando me dio la bienvenida al círculo familiar, haciéndome entrega de una caja de oro que era una reliquia de familia, percibí su pregunta tácita: «¿Puedes entender y apreciar las razones por las que te hemos hecho el vacío durante tanto tiempo en contra de nuestro cariño y deseos personales?». Y después, cuando le escribí expresando que lo comprendía, ella, en un gesto generoso, leyó mi carta a la familia reunida. Verdaderamente tengo de ella un recuerdo de gentil autoridad.

El día después de conocerla Jacques y yo regresamos a nuestra casa de París, donde habíamos pasado tantos años felices incluso antes de esta reunión familiar. Daba al Campo de Marte, ese gran jardín que extiende su verde césped desde las orillas del Sena hasta los magníficos edificios de la Escuela Militar. Por las mañanas me despertaba con el alegre galopar de los oficiales de caballería que pasaban al lado de nuestras ventanas en el camino de herradura que rodea los jardines. A mediodía los trabajadores se comían el almuerzo en los bancos que flanqueaban los senderos, y participaban en esas acaloradas discusiones que los latinos encuentran tan estimulantes. Hombres y mujeres se sentaban a leer los periódicos bajo los árboles. Cada uno tenía un asiento especial situado en su lugar favorito. Con el tiempo me enteré de los periódicos que leían y de los niños que respondían a sus llamadas. Nos saludábamos unos a otros con la cabeza y nos dedicábamos una sonrisa, «Bonjour, Madame», cuando pasaba por allí. Qué maravillosos eran aquellos días de primavera y comienzos del verano. Las alegres flores de los parterres, el terciopelo verde del césped, los dorados senderos de arena que los circundaban, el perfume de las lilas y los laburnos, las acacias elevando al cielo sus ramilletes de flores, los pájaros cantando, los cisnes en el pequeño y alegre estanque y, más allá, las claras aguas grises del Sena besando las piedras de los embarcaderos donde los pescadores pescaban o leían las noticias. Por la noche las luces de la Torre Eiffel lanzaban destellos sobre nuestro tejado y las estrellas parecían responder desde lo alto. ¡Ah, la desgarradora belleza de París en primavera!

Nuestra casa había sido construida por Sergent, un arquitecto francés cuyo mérito principal estribaba en su fiel reproducción de las proporciones del siglo XVIII. Panelamos las espaciosas habitaciones de techos altos con antiguas boiseries y encontramos muebles y bibelots para completarlos. Pasamos días muy emocionantes buscando la pieza perfecta para el lugar adecuado. Solíamos pasear recorriendo las calles y los muelles de arriba abajo con los ojos pegados a los escaparates hasta dar con un hallazgo. Luego seguíamos un enfoque estratégico, echábamos una ojeada rápida y preguntábamos el precio de un objeto. Después, mostrando todavía indiferencia, nos acercábamos a nuestro hallazgo y empezaba el inevitable regateo. Nunca olvidaré la emoción que nos embargó cuando encontramos La Baigneuse de Renoir, ni el orgullo de poseer aquel desnudo en gris perla que adornaba nuestro salón cual radiante joya. Cuando vino la guerra tuvimos mucho miedo de perderlo, pero al final La Baigneuse llegó a América con nuestras posesiones. En 1946 se lo dimos a la organización de ayuda americana a Francia para ofrecer comida a los niños franceses. Cuando se vendió por ciento quince mil dólares, pensé en Renoir, que, pobre y hambriento, sólo había obtenido unos cuantos cientos de francos por sus cuadros; y deseé que hubiera vivido para que supiera la suma que había alcanzado su obra maestra y que había proporcionado comida a los niños franceses que pasaban hambre.

Por fin habíamos redecorado la casa. Las boiseries del siglo XVIII daban elegancia y encanto a las paredes y un hermoso tapiz de Boucher que había pertenecido a mi padre y que mis hermanos me habían cedido amablemente adornaba el comedor. La colección de muebles, cuadros y bibelots que habíamos coleccionado con tanto placer estaba completa. Había llegado el momento de someter el resultado de una investigación tan minuciosa al juicio de otros.

A los franceses les gusta conocer extranjeros, pero los invitan muy pocas veces, por lo que nos pareció apropiado dar fiestas cosmopolitas. Los almuerzos centrados en torno a una personalidad literaria o política se convirtieron en nuestra spécialité. En un país donde la conversación es brillante lo aconsejable es una fiesta de ocho personas o, como mucho de diez, y es necesario poner atención para asegurarse de que la mezcla va a ser un éxito. Descubrí que, quizá debido a su cortesía innata, en presencia de extranjeros los franceses rara vez emprendían esas discusiones en las que descuellan. Me quedé impactada por la pertinacia de la mentalidad latina, por su tenacidad crítica, por su aversión a la verborrea y por la rigurosidad de un conocimiento que, si a veces es menos amplio, a menudo es más preciso. Me parecía que los franceses pocas veces se permitían las fantasías a las que eran dados los ingleses. La sensiblería no era de su gusto, pero el realismo contenía a menudo un sentimiento más profundo.

Nuestras fiestas cosmopolitas eran muy alegres, y la casa con sus objetos de arte provocaba interesantes debates, pues en Francia casi todo el mundo «colecciona» o es aficionado. Cuán gratificante era que un invitado admirara una adquisición reciente y qué extraño resultaba colocar una copa de cóctel helada sobre una mesa de marquetería.

Entre las fiestas preferíamos las que se daban en la embajada británica, en la magnífica casa con jardín que una vez había pertenecido a Pauline Borghese. La alta sociedad francesa se dividía en tres castas bastante apartadas: el ancien régime, compuesto por los grandes nombres de la historia francesa bajo la monarquía; la noblesse d’Empire creada por Napoleón I y III; y el Corps Diplomatique con los ministros de la República. Esa división creaba un problema para las anfitrionas. Reconciliar los diversos elementos, tan celosos de sus prerrogativas, era una tarea ingrata que nadie acometía con gusto, y sólo un embajador extranjero podía superar con éxito el problema que planteaba la etiqueta a la hora de organizar los asientos. En las cenas que la embajada daba en honor del presidente de la República parecía haber una completa armonía entre esos elementos hostiles; hasta los duques de Francia y aquellos de los efímeros imperios reconciliaban sus diferencias, al menos por el momento. En la mesa que daba cabida a sesenta invitados relucía la famosa vajilla dorada que se había hecho para la bella hermana de Napoleón. Había sido adquirida por el gobierno británico, junto con la casa y los jardines, por una suma que según se rumoreaba ahora se sacaría sólo con la vajilla. Estas cenas siempre eran muy agradables y a veces se animaban con incidentes divertidos. La mujer de un embajador, que tenía fama de despistada, cuando encabezaba la comitiva a la cena del brazo del presidente de la República, olvidó en cuál de los numerosos salones se iba a cenar y tuvo que recordárselo un mayordomo cohibido y nervioso. Hubo otra que, quizá por ser más adicta al arte que a la diplomacia, después de la cena y haciendo caso omiso del resto de sus invitados, se retiró a su estudio con un modelo. Y remontándonos aún más en los anales del tiempo, hubo alguien a quien le encantaba jugar al póquer y arrastraba al juego a sus víctimas, que no se mostraban muy dispuestas a ello. Pero esas excentricidades sólo añadían combustible al fuego que las rarezas británicas mantenían encendido, y hacían las delicias de los franceses, que siempre estaban dispuestos a excusar este comportamiento. Las recepciones en la embajada británica, especialmente durante la época del marqués de Crewe, se celebraban de forma grandiosa y, sin embargo, con la soltura y la falta de ceremonia que hacían posibles unos sirvientes ingleses perfectamente capacitados. Aunque una vez oí al mayordomo anunciar a la duquesa de Noailles como duquesa d’Uzès y un agregado aturullado la presentó después como duquesa de la Trémouille, pero qué importaba si seguía siendo duquesa de Francia y, quién sabe, tal vez había subido de peldaño.

Entre las fiestas que dieron nuestros conocidos franceses, recuerdo una velada maravillosa en un bonito hotel entre cour et jardin en la Rue de Varennes. Se había librado de los saqueos durante la Revolución y sus boiseries, muebles y objetos de arte del siglo XVIII se mantenían intactos. En un escenario así un baile perfecto tenía que ser necesariamente con trajes de época, y la duquesa de Doudeauville nos había pedido que fuéramos vestidos con trajes al estilo de la época de Luis XV. Copié el mío de un retrato de Nattier: un vestido blanco de tafetán con una banda rosa que cruzaba desde el hombro y un adorno de rosas en el pelo empolvado. Al entrar en el salón, me recibieron con una espontánea salva de aplausos por mi aspecto, un halago que realzó una velada ya de por sí encantadora. Los músicos, vestidos de librea al estilo dieciochesco de La Rochefoucauld, tocaban música suave y nostálgica. El precioso salón iluminado con velas y los allí reunidos con sus elegantes trajes parecían reconstruir un pasado que yo hubiera vivido alguna vez. El abanico que había encontrado entre las pertenencias de mi madre se movía en mi mano a su propio ritmo, y el reflejo fantasmal de mí misma en el espejo creaba la ilusión de un pasado glamuroso. Es una velada que me encanta recordar por su exquisita distinción.

También fui testigo de otra escena que evocaba un pasado de grandeza en la embajada polaca. La condesa Chlapowska había invitado a sus eminencias el nuncio papal y los arzobispos de París y de Varsovia; y cuando subieron la gran escalera en todo su esplendor pontificio precedidos de pajes de librea portando candelabros, como correspondía a los príncipes de la Iglesia, fue una imagen digna de recordar. Los hombres hacían reverencias y las mujeres se arrodillaban para besar el anillo pontificial. Me hicieron gracia las maniobras de los que hubieran considerado la velada perdida si no les hubieran hablado los invitados de honor. Con qué habilidad se las arreglaron para ir acercándose cada vez más hasta que ya no podían ser ignorados sin que resultara de mala educación. Sabía que después tendríamos que oír durante días lo que sus eminencias les habían dicho.

En París las fiestas debían gran parte de su distinción a la belleza de las casas antiguas, arregladas con refinado gusto, y a la excelencia de la cena. También daba la impresión de que los invitados se elegían con vistas a hacer un intercambio de ideas. El largo intervalo después de la cena cuando los hombres fuman en el comedor, tan propenso a romper la continuidad de la charla, no existe en Francia; una anfitriona sabe cómo estimular la conversación general, a nadie se le permite acapararla y en el momento adecuado se da pie para que intervenga la persona apropiada. Las mujeres francesas tienen este arte, pero nunca he visto llevarlo a cabo con éxito en ningún otro país.

No eran sólo las fiestas aristocráticas las que nos agradaban. Un almuerzo en una casa burguesa destaca con igual atractivo. Habíamos sido invitados por Monsieur Justin Godart, que era entonces ministro de Sanidad, a un almuerzo en honor del líder de la Orden de los Caballeros de Malta, que iba a otorgar una condecoración a nuestro anfitrión. El presidente Albert Lebrun, Madame Lebrun, Monsieur Edouard Herriot y la duquesa viuda d’Usès, que aunque de edad avanzada seguía teniendo un papel destacado en política y deportes, componían el resto de los invitados. Cuando entré en el pequeño apartamento del Quai Voltaire mi anfitriona, una típica ama de casa francesa cuyos conocimientos prácticos abarcaban todos los secretos del arte culinario, me llevó aparte para confesarme la ansiedad que sentía sobre la habilidad de su nuevo cocinero para lograr la perfección que ella deseaba conseguir en el almuerzo, y me preguntó si yo consideraba fuera de lugar que ella se retirara a la cocina. «Al contrario», le aseguré, «es mejor poner en riesgo el protocolo que la excelencia de una comida que un grupo tan selecto debe de estar esperando». Cuando volvió un poco más tarde con nosotros, sonrojada pero triunfante, me di cuenta de que le había dado un buen consejo. De hecho, mi vecino de mesa, el veterano ministro Herriot, que junto con nuestra anfitriona afirmaba ser natural de Lyon, declaró que había mantenido dignamente la reputación de esa ciudad que se autoproclamaba la mejor cocina de Francia, y qué mayor elogio podía desear ella.

Recuerdo otra ocasión más, si bien muy diferente, cuando Léon Blum era primer ministro y tuvimos un gobierno socialista cuyas simpatías se inclinaban más a la izquierda que las de ningún otro gobierno anterior. Los siniestros informes que se filtraban a través de los rangos ministeriales más bajos deprimían al optimista más recalcitrante, y en un almuerzo en la embajada yugoslava barrunté los temores que anunciaban la revolución anterior. Tenía por vecino de mesa a un diputado francés, un aristócrata que veía la tendencia de la política bajo el gobierno socialista con horror e indignación. Yo siempre tenía la costumbre de defender el otro lado de cualquier argumento y sostuve que Francia nunca llegaría a ser comunista.

«¿No se da cuenta», me dijo, «de que Blum ha ordenado al Préfet de Police quitar todos los policías de las calles en las próximas veinticuatro horas y que mañana podríamos estar todos colgados à la lanterne?».

Mi respuesta fue: «Pero ¿cómo se atreve usted, un diputado francés, a provocar miedo entre nosotros cuando lo que se requiere es coraje y, sobre todo, mantener las cabezas frías?».

No me respondió, y atravesé el Campo de Marte de regreso a casa, donde los trabajadores estaban reparando las carreteras, preguntándome si las piedras que acumulaban para el adoquinado serían utilizadas como barricadas o como armas. Sólo unos días antes había visto a Blum y a su ministro Coste pasar por los Campos Elíseos sentados en la trasera abierta de un taxi con los puños levantados, y apenas había podido protegerme de las embestidas de la multitud en una porte cochère que el conserje cerró detrás de mí.

Las manifestaciones comunistas se estaban convirtiendo en algo bastante común y una sensación de inseguridad asediaba los sueños con los ecos de los carretones; y hubo pesadillas cuando la invasión nazi parecía muy cercana y nos sentimos como los peones de un fatídico juego de ajedrez.

Un día mi secretaria se quejó de que un trabajador la había abucheado al pasar. «Nosotros no somos crueles como los rusos», le había dicho, «y no te vamos a matar, pero eres bonita y mañana serás ma poule», queriendo decir que sería su chica. La consolé diciéndole que le había hecho un cumplido, y que no significaba ninguna amenaza. Durante semanas nos habíamos despertado todas las noches con el canto de «La Internacional» en una fábrica vecina donde los hombres estaban de huelga. Solían pasar por nuestra casa para ponerse al sol en el Campo de Marte, pero nunca nos causaron la menor alteración, ni siquiera cuando nuestros invitados llegaban bien vestidos para asistir a un concierto benéfico. Yo por mi parte tenía plena confianza en su sensatez, independientemente de lo que otros pudieran decir. Es una fe que jamás he perdido.

A lo largo de todos estos años fui muy dichosa en mi vida con Jacques y con nuestro amplio círculo de amigos; pero al principio echaba de menos el trabajo al que estaba acostumbrada en Inglaterra, de modo que me alegré cuando en 1926 un grupo de trabajadoras sociales me pidió que las ayudara a construir y a equipar un hospital para las clases profesionales. Las clases medias (así llamadas en Francia) no disponían de ningún hospital propio; o bien tenían que tomar habitación en una clínica, lo que a menudo no se podían costear, o de lo contrario tenían que resignarse a las camas de una sala de hospital.

Debía comprarse un hermoso terreno con jardín sobre la colina de Vincennes dominada por los cañones del antiguo fuerte. Pertenecía a Jean Worth, que había sido el mejor sastre de su época. La doctora Du Bouchet del hospital americano de Neuilly y el señor Bernard Flurscheim proyectaron un hospital de trescientas sesenta habitaciones privadas junto con una casa y escuela de enfermeras. Era un plan muy ambicioso para que lo acometiera un grupo privado de individuos, y sólo después de numerosas conferencias con el ministro de Sanidad y de la promesa del gobierno francés de que complementaría los fondos recaudados en las donaciones voluntarias, nos sentimos justificados para comprar el solar y empezar las operaciones de construcción.

Se estimó que con doscientos mil francos el hospital se dotaría de fondos para una habitación y ésa fue la base de nuestra primera campaña de recaudación de fondos. La respuesta me sorprendió agradablemente, pues en aquellos días un dólar valía entre veintiocho y treinta y cinco francos, y doscientos mil suponían una buena parte de las rentas francesas. Aun así era obvio que ni con las donaciones ni con las sumas recaudadas en los espectáculos benéficos se podría recolectar un total que, debido al aumento de los precios que parecía ir unido a la administración socialista, se elevaba a cuarenta y cinco millones.

A su debido tiempo obtuvimos la promesa del gobierno de pagar el déficit; la necesidad que había del hospital, la excelente calidad de nuestros planes y el hecho de que nuestro comité se hiciera cargo de la administración fueron innegables activos a nuestro favor.

Se organizaron muchos espectáculos para recaudar fondos, pero el más popular, que se convirtió en parte del Día del Grand Prix fue la cena en el Cercle Interallié. Fue un evento alegre y fascinante; se dispusieron mesas en el jardín y la juventud y las bellezas de París compitieron por los premios que ofrecían los modistos y joyeros más destacados a los mejores bailarines. Una subasta de regalos, entre los que se incluían un reloj de Fabergé que yo había traído de Rusia y un automóvil, provocaron una puja animada, aunque sentí pena por André de Fouquiére, que tan amablemente y con tanta habilidad se había encargado de esta tâche ingrate.

En una ocasión tuve a una notable prima donna americana como invitada y la coloqué entre dos franceses muy amenos. Inspirada por una generosidad excesiva, ofreció cantar para nuestro hospital, pero cuando le pedí que fijara la fecha respondió que primero debía asegurarle que le concederían la Legión de Honor. A pesar de que es una distinción que se otorga más fácilmente a los extranjeros que a los franceses, no tuve el coraje de respaldar una petición tan imprudente. Mis compatriotas, sin embargo, eran expertos en insistir en sus demandas y en una ocasión me pidieron que firmara una petición a un ministro que afirmaba que «la colonia americana en París estaría muy complacida si la señora X fuera condecorada». La había redactado la propia señora.

Como acto para recaudar fondos, un equipo de remo inglés se ofreció a competir contra cualquier equipo francés. Fue la primera regata de su clase que tuvo lugar en París. Los preparativos para recibir a nuestros visitantes ingleses me resultaron sencillos, pues los mejores hoteles ofrecieron habitaciones y comida a un coste nominal, y todo el mundo, desde el marqués de Polignac, que los recibió en uno de sus famosos almuerzos con champán en Rheims, hasta el más humilde midinette colaboró para que lo pasaran bien.

Fue más difícil asegurar la asistencia del presidente Lebrun, que, cuando le preguntaron, anunció: «Si Madame Balsan viene a pedírmelo, podría acceder a ello». Así que una mañana, vestida con mis mejores galas, fui al Elíseo, y el oficial de la casa del presidente que salió a recibirme me hizo atravesar tres grandes salones. En cada uno de ellos había grupos de oficiales atareados que se levantaron y me hicieron una reverencia al pasar. Por fin llegamos al presidente, que estaba en una primorosa sala con altos ventanales que daban al jardín. Estaba sentado a una mesa de gran tamaño cubierta de documentos en los que estampaba su firma. Ya lo conocía de antes, y me di cuenta de que al ser un hombre muy ocupado querría que entrara rápidamente en materia, así que le presenté de inmediato nuestra petición. Dijo, como cediendo, que le habían dicho que la presencia del presidente en ese tipo de eventos significaba una diferencia de muchos cientos de miles de francos. «Así que ¿cómo nos va a decir que no?», le pregunté. Pero objetó que el presidente de la República Francesa era un hombre muy ocupado y que su presencia en una regata podría ser criticada. «Los reyes de Inglaterra honran los acontecimientos deportivos internacionales con su presencia», dije yo, «y nuestro objetivo es construir un hospital muy necesario para les classes moyennes». Entonces aceptó sonriente y me retiré como había llegado.

La regata fue un gran éxito y ganó el equipo inglés, aunque el francés, teniendo en cuenta la desventaja de su inadecuado entrenamiento, lo hizo mejor de lo que se esperaba. Nuestros invitados ingleses prometieron que volverían siempre que quisiéramos. Habían disfrutado mucho de su visita y uno de ellos, que había pasado una noche en una prisión francesa debido a un altercado con un policía, nos aseguró que se alegraba de ello, pues deseaba experimentar todo lo francés.

El más conmovedor de todos los tributos en memoria del mariscal Foch, a quien iba dedicado nuestro hospital, fue el que le rindió Paderewski. Había dejado de ser primer ministro de Polonia, pero seguía siendo un gran pianista y dio un concierto a beneficio nuestro en el teatro de los Campos Elíseos. El largo programa que ofreció debió de poner a prueba su escasa fortaleza; no obstante, tras la ovación del público que marcaba el final, siguió tocando para un grupo de estudiantes que se habían congregado en torno a él. Tan lleno de generosidad como de talento, se negó a quedarse con una parte de lo recaudado pese a que los onerosos gastos provocados por la enfermedad de su esposa estaban consumiendo sus recursos.

En un té ofrecido por la embajadora polaca tras el concierto me divirtieron los agónicos esfuerzos de las damas presentes para ser presentadas a la reina de los belgas, que había venido desde Bruselas para oír tocar a Paderewski. La reina estaba sentada en un sillón; se había puesto otra silla cerca de ella; y formando un círculo a su alrededor se habían colocado los que consideraban que ella debía hablarles y los que de la misma forma consideraban que tenían derecho a que les presentaran a la reina. Entre los primeros había varias duquesas de Francia, quienes después de su audiencia permanecieron en el círculo resistiéndose a renunciar al malicioso placer de ver los desesperados esfuerzos de aquellos que deseaban ser presentados. De repente una dama de las que más empujaba pudo abrirse paso a empellones. Motu proprio depositó su vulgar persona en la silla junto a la reina. Creo que si hubiera estado en su lugar me hubiera quedado paralizada por el altivo brillo de los ojos de Su Majestad y por la insolencia, sólo a medias disimulada, de las frases que debieron de llegarle desde la muchedumbre circundante; pero, encantada con su exitosa maniobra, permaneció insensible ante cualquier desaire.

Por fin llegó el día en que nuestro hospital sería oficialmente inaugurado por el presidente. Abundaban los ministros franceses, embajadores extranjeros y personajes de posición elevada, pero nuestra satisfacción principal fue la opinión expresada por la profesión médica de que no existía en ningún otro sitio un hospital mejor, opinión confirmada por los alemanes en 1940 cuando desalojaron a todos los pacientes franceses y tomaron el hospital para su propio uso. En 1950 la Fundación Foch du Mont Valerian se dedicó de nuevo a las classes moyennes para las que había sido construida. Al anunciar las buenas noticias, Monsieur Justin Godart, a cuyo inagotable apoyo debíamos el haber podido concluir con éxito nuestro trabajo, me informó de que me habían nombrado Présidente d’Honneur, una señal de apreciación que, tras un intervalo de tantos años, me conmovió profundamente.

También debo a su recomendación como ministro de Salud Pública mi primer paso en la obtención de la Legión de Honor, que recibí en 1931. Recuerdo muy bien el día que vino a nuestra casa de París para otorgarme la condecoración. Había rechazado el acto público que amablemente me había sugerido, y nada podía haber sido más de mi agrado que aquella ceremonia informal cuando, en presencia del personal de nuestra casa, hizo un pequeño discurso y le pidió a mi marido que me prendiera la cruz, pues al no haber sido él mismo condecorado no tenía poder para otorgarla. Sin embargo, no le sería negado hacer un panegírico, para lo cual le rogó a mi marido que le diera permiso. Fue todo muy francés.