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Un matrimonio de conveniencia
En 1895 no había túneles ni carreteras hasta Long Island. Sólo el puente de Brooklyn se extendía sobre el East River. Tomamos un transbordador hasta Long Island City y luego un tren especial hasta Oakdale.
Acomodados en un vagón panorámico, Marlborough se entretenía durante el viaje leyendo telegramas de felicitación que me pasaba con los correspondientes gestos de deferencia o de indiferencia que suscitaban sus emisores. Así pude medir la importancia de cada persona y recibí mi primera lección de conciencia de clase. Lamentablemente, no había bandeja de plata en la que presentar la misiva de su majestad la reina Victoria, pero fue leída con el respeto debido, y hasta en aquel distante vagón de tren empezó a notarse la sensación de su intimidante presencia. Parecía evidente que la familia real y su propia familia, los Spencer-Churchill y los Hamilton, estaban dispuestos a ofrecerme una gentil bienvenida, aunque atemperada con las reservas que provocaba el matrimonio con una extranjera. De los Churchill, que eran los más inmediatamente interesados dado que Blenheim era su hogar, llegó una nota de júbilo; pero de los Hamilton parecía emanar una clara advertencia de que sería mi persona más que mi fortuna el reclamo para obtener sus favores.
Los Hamilton eran un clan formidable encabezado por la duquesa viuda de Abercorn, muy orgullosa de su familia y de sus alianzas. Hija de un duque de Bedford, era el típico ejemplo de aristócrata hereditaria. Unos años más tarde me incluyó en una fotografía que hizo de sí misma y de sus ciento treinta descendientes en el jardín de Montagu House en Whitehall, en aquella época la residencia de su yerno, el duque de Buccleuch, y más tarde sede del Ministerio de Trabajo. Todavía puedo recordar mi sorpresa cuando un miembro tras otro de aquella distinguida visita me comentó que yo era la primera americana que ella se había dignado a recibir. ¿Podían ellos imaginar que me estaban halagando? De los trece hijos vivos de la duquesa, a seis hijas se les había ordenado casarse dentro de la nobleza y con nadie que tuviera un título inferior a conde. A mi suegra, conocida como lady Blandford ya que se había divorciado de su marido antes de que él heredara el ducado, le habían prohibido aceptar la proposición matrimonial de un caballero de un nivel inferior, que después contrajo otra alianza ducal. Intuyendo la similitud de nuestras experiencias, llegamos a estar muy unidas en un entendimiento estrecho y lleno de comprensión, lo que hizo que me apoyara ante las diferencias que surgieron.
Además de estas felicitaciones reales y familiares llegaron cables de organizaciones políticas, de dignatarios del condado, de arrendatarios, de empleados y de multitud de amigos; todo ello en su conjunto me hizo comprender la compleja y ordenada sociedad a la que me iba a unir. Los mensajes expresaban tanta deferencia que me parecieron ridículos, porque después de todo sólo éramos dos personas muy jóvenes. Pero con el tiempo aprendí que el esnobismo es una manía entronizada que extiende sus tentáculos en todos los estratos de la vida nacional británica.
Mi marido me habló de unas doscientas familias cuyos linajes y ramificaciones, cuyos patronímicos y títulos tendría que aprender. Después reclamarían mi atención Blenheim y sus arrendatarios, sus empleados y sus sirvientes. Sólo más tarde descubrí que mis reacciones personales hacia lo que me parecían absurdas distinciones debían reprimirse y que no debía esperar que un sirviente que estuviera en una posición más alta de la jerarquía realizara una tarea que él considerara por debajo de su dignidad. Un día al tocar la campanilla me respondió un mayordomo, pero cuando le pedí que prendiera fuego a una hoguera ya preparada me hizo una reverencia y, dejando la habitación, observó: «Enviaré al criado, excelencia», a lo que rápidamente respondí: «No se moleste, lo haré yo misma».
Esas pompas y ceremonias eran factores de importancia primordial en el país que iba a ser el mío. Para mí, sentada junto al hombre que ahora gobernaba mi vida, absorto como estaba en la contemplación del futuro en un momento en que el presente debería significar tanto, las perspectivas se vislumbraban poco halagüeñas.
Fue un alivio llegar a la pequeña estación de Oakdale, pero no había ningún coche esperándonos y nos vimos rodeados de una gran multitud. En lugar de seguir siendo objetos de su curiosidad salimos a pie, acompañados por miembros de la prensa que estaban encantados por la primicia periodística que aparecería en los titulares del día siguiente: «El duque y la duquesa empiezan su luna de miel a pie».
No pasó mucho tiempo antes de que el coche nos encontrara y las puertas de Idlehour se cerraran detrás de nosotros. La vista de mi antiguo hogar me inundó de recuerdos de días felices cuando mis padres estaban unidos y tenía la compañía de mis hermanos. Qué distinto del presente, ahora que me enfrentaba sola a la vida con alguien casi desconocido. La casa parecía alegre con la lumbre encendida en el salón, desde el que unos amplios escalones de roble pulido conducían al piso superior. Aquí habían preparado para mí la habitación de mi madre, y la mía, que estaba a continuación, para Marlborough. Me invadió la repentina toma de conciencia de mi absoluta ingenuidad, lo que me llenó de miedo. Echaba en falta a mi familia como un niño abandonado. El problema que crea el matrimonio entre dos temperamentos irreconciliables es un problema de carácter psicológico digno tanto de compasión como de comprensión. En los ocultos confines donde se rastrean los recuerdos se asientan dolores demasiado profundos para entenderse.
Tras la semana de reclusión que la costumbre impone a las parejas reacias en luna de miel, volvimos a Nueva York y pasamos una velada en un espectáculo de caballos que estaba de moda, donde nuestro palco fue acosado por multitudes que la policía tuvo que hacer circular. Fue agradable escapar de la luz pública que había puesto su foco en cada uno de nuestros actos, y me fui de la ciudad con pocos pesares.
Como Blenheim se estaba renovando, no podíamos ir allí antes de marzo, y como Marlborough, que no había viajado nunca, deseaba ver algo del mundo antes de asentarse, nos embarcamos hacia el Mediterráneo. Para cruzar el Atlántico no había en aquellos días tanto lujo como ahora. Los barcos eran mucho más pequeños y no había suites bellamente decoradas, ni un restaurante Ritz, ni cine ni radio. Al no haber transatlánticos a Italia viajamos en un pequeño buque de carga. La suite del capitán, que nos la había dejado a nosotros, era sombría y no ofrecía más que un mínimo de comodidad.
Como buena navegante, no me importaba la larga y extremadamente dura travesía, pero estaba preocupada por Marlborough. No había ningún médico a bordo; éramos, según creo, los únicos pasajeros y las atenciones del capitán no le eran de ayuda. El mareo produce un pesimismo horrible, al cual mi marido se entregó por completo, y necesité todo mi optimismo para superar la deprimente melancolía de aquel viaje.
Abandonamos el barco en Gibraltar en lugar de continuar hasta el puerto de Italia hacia el que nos dirigíamos, pues otro viaje por mar no era aconsejable para él. Se organizó una visita a Madrid, Sevilla y Granada y después teníamos intención de proseguir por la Riviera francesa, Roma y Brindisi hasta nuestro destino final: Egipto. Los inviernos en España tienden a ser fríos y grises. Los vientos helados de Madrid hicieron que en las visitas a museos mal caldeados el frío fuera muy desagradable. Las galerías que contenían tantas obras maestras, y también tantas hileras de pinturas de calidad inferior, estaban pésimamente ordenadas en aquella época. Perdí el entusiasmo y, como había excedido mis fuerzas, también me sentía exhausta.
Pasamos una velada agradable con el embajador inglés, sir Henry Drummond-Wolf, que resultó ser un anfitrión simpático y cortés. Allí conocí a lord Rosebery, por entonces líder del partido liberal en la Cámara de los Lores. Su breve gobierno de poco más de un año había caído en 1895 pero a él le había dado tiempo a cumplir su mayor deseo, ganar el Derby siendo primer ministro, lo que ocurrió en 1894 y de nuevo en 1895. Hombre extremadamente ingenioso, poseedor de una agudeza mordaz, tenía, a pesar de su aspecto burgués, una arrogancia aristocrática que resultaba menos agresiva por el brillo de sus ojos azules y una sonrisa amable y divertida. Alguien me dijo que su madre, la duquesa de Cleveland, que en Inglaterra vivía en la calle Battle Abbey, siempre pedía a sus invitados escribir no sólo sus nombres sino también una apreciación de su estancia en el libro de visitas; y la siguiente entrada de un invitado desagradecido: «Líbranos Señor de los crímenes de la Batalla[3] y de la muerte repentina» era justo el tipo de juicio que a mi entender el propio lord Rosebery podría haberse permitido. Consciente de que no se podía encontrar mejor medio para ganar el favor de la duquesa viuda de Marlborough, me consideré afortunada cuando él me dijo que le enviaría un buen informe sobre mí.
Fue menos agradable contemplar una consecuencia más inmediata de nuestra reunión. Cuando Marlborough se enteró de que lord Rosebery iba a ser recibido en audiencia por la regente de España, la reina María Cristina, también quiso que le concedieran ese honor. La estricta etiqueta de la corte española me intimidaba tanto como el temor a las burlas de lord Rosebery; no obstante, cuando nos encontramos en el Palacio Real en el día señalado y nos condujeron por salones interminables, conseguí desenvolverme con dignidad y, cuando me encontré en presencia de la realeza, hice las tres reverencias que requiere la costumbre española. La reina madre llevaba una vida enclaustrada, y sentí lástima por el pequeño rey, Alfonso XIII, a quien vi a distancia en el sombrío ambiente palaciego. Nadie podía prever entonces su trágico exilio y su muerte en tierra extranjera. Pero para una epicúrea él era un estoico notable; más adelante, cuando me encontré con él en Inglaterra, me dijo que siempre había considerado a la muerte su compañera más cercana y que la inmunidad de las bombas no había sido sino pura casualidad.
De mis visitas a Sevilla y Granada recuerdo muy poco. Me impresionó la inmensidad de la catedral de Sevilla, pero para mi gusto estético me resultaron chocantes las estatuas de la Virgen adornadas como si fueran de carnaval, con mantos de terciopelo y armiño y con joyas chabacanas diseñadas en forma de collares, brazaletes y tiaras. Tras la gótica austeridad de estas sombrías iglesias llegué con alivio a la Alhambra, desde cuya amplia terraza se dominan las fértiles llanuras hasta las alturas rocosas de Sierra Nevada. El evidente gusto de los árabes por los jardines y los chorros de agua, por los arcos elegantes y por las columnas esbeltas, me recordaron el Taj Mahal de la India. Si mi estado de ánimo hubiera sido más alegre y si nuestra visita hubiera tenido lugar durante el verano, podría haber encontrado regocijo en la música y en las fiestas españolas, con sus pintorescas muchedumbres; tal como me encontraba, tengo una imagen sombría de un país austero cuyas costumbres y religión seguían manteniéndose en gran medida como fueron en el siglo XVI.
Desde España viajamos en tren a Francia. Fue un completo y extraordinario contraste llegar al pequeño principado de Mónaco en medio de un sol brillante con el azul del Mediterráneo a nuestros pies. Mi luna de miel hasta aquel momento había sido una introducción seria y deprimente a una vida que había imaginado que al menos sería divertida, pero ahora se me había levantado el ánimo. Siempre había dependido de los cielos azules y esperaba días placenteros en un entorno alegre. Nos quedamos en el elegante hotel de París, y comimos con un animado grupo de mujeres bellas y hombres elegantes, muchos de los cuales eran conocidos de mi marido. Cuando le pregunté quiénes eran, me sorprendieron sus respuestas evasivas y me quedé aún más asombrada cuando me informó de que no debía mirar a las mujeres cuya belleza admiraba. Fue después de reiteradas interpelaciones cuando me enteré de que se trataba de damas ligeras de cascos cuya belleza y encanto tenían un precio. La situación se complicó cada vez más cuando supe que no debía reconocer a los hombres que las acompañaban, aunque algunos de ellos hubieran sido mis pretendientes unos cuantos meses antes. En aquella época había señoras del demi-monde o vida alegre que competían en belleza, en elegancia, en ingenio y en simpatía con las grandes damas del Faubourg. Estas mujeres, quizá la propuesta más cercana a las hetairas griegas que ha visto el mundo cristiano, disponían de hermosas casas donde recibían a la intelectualidad de París, de bellos carruajes en los que airear sus encantos, de preciosas joyas para adornarse. En la ópera y en las carreras con sus incomparables trajes eran el centro de atracción de todas las miradas. Las dos bellezas más sobresalientes de la vida alegre eran La Bella Otero, una joven morena y apasionada con una poderosa mezcla de sangre griega y gitana que siempre se vestía de forma exuberante para resaltar su magnífica figura, y la encantadora Liane de Pougy, que parecía la grande dame que con el tiempo llegaría a ser gracias a su matrimonio con el príncipe rumano Ghika.
Había rivalidad entre ellas, y se mostraban orgullosas de las piedras preciosas que les adornaban como signos visibles del prestigio que habían alcanzado en su profesión. Por ellas se gastaron y se perdieron fortunas y se hacían apuestas sobre el valor relativo de sus joyas. No sorprendió, por tanto, que la Otero retara a su rival a aparecer en el casino una noche cubierta de pies a cabeza con joyas de gran valor. Fue una demostración deslumbrante, pero, tratando de superar a su adversaria, la Otero había sacrificado el buen gusto y se puso a sí misma en ridículo. Las apasionadas conjeturas acerca de la réplica de Pougy quedaron de inmediato respondidas. La noche siguiente apareció vestida con un sencillo traje blanco sin una sola joya, seguida por su doncella suntuosamente engalanada con joyas que eclipsaron con creces las de la Otero.
La inmensa importancia que los hombres daban a la belleza se ponía de relieve de esas formas tan extravagantes, y a mí me parecía injusto que a cettes dames du demi-monde se les permitiera realzar su belleza con cosméticos que estaban prohibidos para la femme du monde. Porque la mujer respetable, como se la llamaba entonces, tenía que observar un papel neutro; tanto la ropa como el «maquillaje» tenían que ser discretos. Pasar inadvertida era la máxima que imponía la buena, si bien hipócrita, sociedad de la época. Cualquier exageración de la moda se condenaba como de mal gusto y ninguna mujer distinguida podía permitirse parecer seductora, al menos en público. El solo uso de la barra de labios y de los polvos ya se consideraba licencioso, y cualquier adorno adicional inmediatamente la colocaría a una en el mundo de la déclassé, ese triste estado medio donde se niega el reconocimiento tanto por parte de los que pertenecen al mundo superior como por parte de los que pertenecen al mundo inferior. Qué distinta era esta vida de la existencia mojigata y monacal que me había impuesto mi madre. Ya no estaba entronizada la diosa Minerva. La belleza más que la sabiduría era lo que parecía interesar a todo el mundo.
También me horrorizaba la importancia que había adquirido de repente la comida. «Considerando», me dijeron, «que es el único placer con el que podemos contar tres veces al día todos los días de nuestra vida, una comida bien organizada reviste una importancia primordial». Nos pasábamos horas discutiendo el mérito de un plato o el buqué de un vino añejo. El maître d’hótel se había convertido en una persona importante a quien se dirigía la mayor parte de la conversación de mi marido durante las comidas.
Sin lugar a duda el demi-monde era rutilante, alegre y seductor, pero el beau monde brillaba de forma no menos atrayente. Se veía a dandis, libertinos, despilfarradores y descendientes de las grandes familias europeas jugarse imprudentemente fortunas colosales. Incluso Estados Unidos de América, el puritano vigilante de un mundo tan disoluto, tenía su representante en la figura no menos espectacular del gran James Gordon Bennett, el millonario dueño del New York Herald y su portavoz continental, el Paris Herald, aquel que había enviado a H. M. Stanley a África central a buscar a Livingstone y había organizado también una expedición polar. Cuando lo conocí tenía una casa de vacaciones en Beaulieu-sur-Mer y era muy amigo de mi madre. Los trenes pasaban veloces por su jardín, y el señor Bennett corría invariablemente a las ventanas para verlos pasar. Me pareció insólito que a alguien que tenía su propio yate, el famoso Lysistrata, anclado en la tranquila bahía que se extendía a sus pies, le pareciera tan emocionante el paso de los trenes. Pero James Gordon Bennett era un excéntrico y circulaban curiosas historias sobre sus caprichos. Entre los invitados a cenar en el Lysistrata estaban las bellezas americanas Lily, lady Bagot y Adele, condesa de Essex, que con otra compatriota, la erróneamente llamada señora Moore de París, tuvieron una noche una aventura extraordinaria. El señor Bennett se retiró a su camarote y el yate levó anclas y se adentró en el mar. Al ver la costa de Francia desaparecer en la distancia los invitados se apresuraron a inquirir al capitán acerca de tan inesperada partida, clamando por un regreso inmediato. «Tengo órdenes del señor Bennett de continuar hasta Egipto», respondió el capitán, «y nada salvo su palabra cambiará esa orden». Pero el dueño del lujoso yate estaba encerrado en su camarote, y los invitados pasaron forzosamente una noche desagradable en varios niveles de malestar, pues el mar estaba encrespado y sólo llevaban sus trajes de etiqueta. Por suerte la mañana siguiente devolvió al anfitrión a la realidad y se dio orden de que el yate regresara a Montecarlo. Allí desembarcaron los invitados, furiosos e indignados, con sus trajes de noche en plena luz del día. Las profusas disculpas acompañadas de exorbitantes regalos terminaron por restablecer unas relaciones más amistosas, pero en el futuro no fue tan fácil persuadir a los invitados para que cenaran en el Lysistrata.
En este mundo internacional quizá fueran los rusos los mayores jugadores, encabezados por los grandes duques Alexis y Vladimir. Debía de ser un defecto de familia, porque más tarde la gran duquesa Anastasia también prefirió las mesas de juego de Montecarlo a la atmósfera tediosa y severa de la corte de su marido alemán. En la década de 1920, cuando mi madre era vecina suya en Eze-sur-Mer, solíamos ver a la duquesa en nuestras excepcionales visitas al casino. Siempre estaba lanzando imprudentemente sobre la mesa hasta su última moneda, que veía esfumarse con el brillo verde de sus ojos semirrasgados. Cuando se la encontró muerta en la cama después de una noche particularmente desastrosa, surgieron inquietantes rumores de que había tomado demasiados somníferos. Cuán típicamente ruso era su aspecto: delgada, morena y siniestra, pero bellísima envuelta en satén y joyas. Llevaba el pelo negro recogido en la pequeña cabeza que aún levantaba con orgullo y en los labios se dibujaba una mueca de desdén. Se mostraba por completo indiferente a todo lo que no fueran sus anhelos y sus deseos personales.
Por la poca frecuencia con la que me presentaban a alguien llegué a la conclusión de que mi círculo debía de ser muy selecto. Fue agradable, por tanto, conocer a otra joven esposa. Inglesa, rubia y bonita, era una joven segura de sí misma con una perspicaz apreciación de las normas sociales. Asombrada de mi falta de mundo, me quitó la venda de los ojos. En el espejo desazogado del crudo materialismo mis valores parecían absurdos y escuchaba sus virulentos chismorreos con inquietud creciente. Si veía desde su punto de vista a los que yo había de conocer, y calculaba como ella intentaba que hiciera la animadversión de ciertos amigos de mi marido, el futuro se vislumbraba arduo y complejo. Por último, haciendo hincapié en la necesidad de ropas finas, de joyas valiosas y de gastos suntuosos, añadía: «Con nuestro dinero, nuestra ropa y nuestras joyas tendremos mucho éxito en la próxima temporada londinense, y todas las mujeres nos envidiarán».
Deprimida y preocupada, dejé el sofisticado grupo que habíamos conocido en Montecarlo para continuar hasta Roma. Establecidos en unas habitaciones de hotel con pocos muebles para pasar mi primera Navidad sin familia y sin amigos, me sentía extrañamente triste y sola. Fue un momento inoportuno para asegurar mi vida, pero parecía que no había tiempo que perder. Se necesitaba un certificado médico para completar la operación. Los chequeos médicos no eran habituales en mi juventud; se enviaba al médico para curar más que para prevenir. Siempre recordaré la brutal manera en la que el pretencioso doctor romano que vino a examinarme me informó de que probablemente sólo me quedaban seis meses de vida. Sin embargo, un especialista que mandamos llamar de Londres nos aseguró que estaba fuerte orgánicamente y que sólo me había quedado sin fuerzas. Me impuso un régimen de descanso y en la soledad de aquellas largas horas empecé a ser consciente de lo que significaba una vida lejos de mi familia en un país extranjero. A los 18 años comenzaba a exasperarme por el papel impersonal que había desempeñado hasta entonces en mi propia vida: primero fui un títere en el juego de mi madre y ahora, como decía mi marido, «un eslabón de la cadena». Para alguien no lo suficientemente impresionada con la importancia de asegurar la supervivencia de una determinada familia, el hecho de que nuestra felicidad como individuos no supusiera nada en esta cadena ininterrumpida de generaciones sucesivas era un pensamiento corrosivo; porque aunque tenía un gran deseo de tener hijos, no había llegado a la etapa de total abnegación con respecto a mi felicidad personal. No obstante, sabía que producir el siguiente eslabón de la cadena era mi deber más inmediato y me preocupaba mi mala salud.
Mi marido se pasó el tiempo con los marchantes de arte, rebuscando en los anticuarios de la ciudad. No me permitió que lo acompañara porque decía que con mi vestimenta de pieles y perifollos los precios se disparaban. Tuvimos suerte de conseguir un hermoso tapiz de Boucher que poseía un particular y que un famoso comerciante inglés no pudo comprar por un día. Más tarde estuvo colgado en mi habitación en Blenheim, hasta que mi marido se lo vendió al señor Edward Tuck; ahora está en el Petit Palais y forma parte de la excelente colección que él ofreció a la ciudad de París.
Desde Roma fuimos a Nápoles, ciudad que recomiendo omitir a las parejas en luna de miel, pues la visita a las ciudades quemadas de Pompeya y Herculano puede provocar discordias. A mí, por lo menos, me pareció una experiencia humillante que me dejaran fuera de las ruinas mientras mi marido bajaba con un guía a ver las pinturas y las estatuas erigidas para venerar a Príapo, el dios de la fertilidad.
En Brindisi embarcamos en un pequeño barco a vapor y después de otro tormentoso viaje llegamos a Alejandría, desde donde proseguimos hasta El Cairo y subimos por el Nilo. Miraba el dahabiya con desconfianza, era un barco de vela y dependía de una lancha a vapor para propulsarnos río arriba. Era, además, pequeño e incómodo, y tanto mi doncella como el ayuda de cámara de Marlborough compartían mi aversión a estos lugares tan estrechos. Hasta las gloriosas puestas de sol que enrojecen las arenas y el cielo y convierten el Nilo en un río de lava eran menos bellas vistas con un remolcador por delante. Avanzábamos con increíble lentitud. Amarramos todas las noches y pasamos los días en las inevitables excursiones en burro a los templos o a las tumbas. En el viaje anterior con mi padre los burros llevaban nombres americanos, ahora, en cambio, el acento era británico. Una noche llamaron a unas bailarinas indias para que actuaran. No acostumbrada aún a esas exhibiciones, me retiré a la parte inferior y no lamenté del todo oír que una se había caído al río, de donde la sacaron sin que saliera malparada de su inmersión.
Por último volvimos a El Cairo y luego embarcamos en Suez en un buque a vapor de P. & O. hacia Marsella. En París tomamos un apartamento en el hotel Bristol, situado en la Place Vendôme.
Estaba contenta de estar en París de nuevo y allí completé la compra de mi ajuar. Como tenía poca experiencia en las compras, pues siempre se había ocupado de ello mi madre, Marlborough se arrogó el derecho de mostrar la misma tiranía que ella había ejercido hasta entonces en la selección de mis trajes. Por desgracia, su gusto parecía estar dictado por un anhelo de esplendor más que por deseo alguno de realzar mi belleza. Recuerdo en concreto un vestido de noche de satén de color azul marino con una larga cola, que se adornó en toda su longitud con plumas blancas de avestruz. Otra creación fue un lujoso vestido de terciopelo rosa con martas cibelinas. El propio Jean Worth dirigió las pruebas de estos hermosos vestidos, que él y mi marido consideraban adecuados, pero que yo hubiera cambiado con gusto por el tul y el organdí que llevaban las chicas de mi edad.
Mi padre, generoso, me había dicho que comprara lo que quisiera, que él me lo regalaría, pero me sorprendió el exceso de lencería, ropa de cama y mesa, prendas de vestir, pieles y sombreros que estaba encargando mi marido. Las ideas de Marlborough sobre las joyas eran igualmente principescas y, como no parecía haber reliquias de familia, las joyas se convirtieron en un aditamento a mi ajuar. Entonces estaba de moda llevar gargantillas anchas; la mía era de perlas y tenía diecinueve vueltas, con altos broches de diamantes que me raspaban el cuello. Mi madre me había dado todas las perlas que le había regalado mi padre, dos magníficas sartas que una vez habían pertenecido a Catalina de Rusia y a la emperatriz Eugenia, y también un sautoir, un collar largo que se podía llevar en la cintura. Una tiara de diamantes rematada con piedras en forma de perla fue el regalo que me hizo mi padre, y de Marlborough recibí un cinturón de diamantes.
Eran verdaderamente hermosas, pero las joyas nunca me dieron placer: la pesada tiara siempre me producía un fuerte dolor de cabeza y la gargantilla ancha me irritaba el cuello. Enjoyada y engalanada de ese modo se me consideró digna de conocer a la alta sociedad inglesa. Con los primeros días de la primavera cruzamos el canal de la Mancha.
Londres se veía inmenso mientras el tren serpenteaba despacio por interminables suburbios poco iluminados. Me parecían sin gracia, pero las calles estaban limpias y las casitas tenían jardines. Había un aire general de sencillez. En aquellos días había poco descontento, Inglaterra era un país próspero y sólo los intelectuales se atrevían a debatir el socialismo. Llena de preocupación y poco segura de mí misma por ir al encuentro de tantos desconocidos —desconocidos que iban a convertirse en mi familia—, miré con ansiedad al andén de la estación donde un pequeño grupo de personas esperaban para recibirnos. Allí estaba lady Blandford, mi suegra, con sus hijas Lilian y Norah; Ivor Guest, el apuesto pero altanero primo que había venido a nuestra boda; lady Sarah Wilson, una tía; lady Randolph Churchill con su hijo, el joven Winston Churchill, otro primo más, y numerosos amigos. Sentía que me examinaban muchos ojos y esperaba que el sombrero me favoreciera y que las pieles fueran lo suficientemente elegantes para merecer su aprobación. Hablaban todos a la vez en voz baja y con extraños acentos que sabía que tendría que imitar, y agradecí no tener un acento nasal. La visión de estos desconocidos, la familia de Marlborough, puso muy de manifiesto la soledad en la que me encontraba. Tomé conciencia de que de ahora en adelante él estaría rodeado de amigos y de distracciones que a mí me eran ajenos y que la precaria posición que tuve durante los meses que pasamos solos afianzada en su vida y en sus afectos podría ponerse fácilmente en peligro.
Esa noche la cena familiar reveló la contienda entre los clanes de los Churchill y de los Hamilton. Lady Blandford, una Hamilton por nacimiento, era una típica grand dame del final de la época victoriana: Disraeli la había convertido en heroína de una de sus novelas. Tenía el rostro estrecho y aristocrático de las personas distinguidas, la nariz fina y ligeramente arqueada y unos pequeños ojos azules que denotaban bondad y capacidad de juicio. Llevaba el pelo negro recogido con tal profusión de rizos y ornamentos que se tardaba mucho tiempo en arreglarlo, por lo que una vez hecho el peinado tenía que durarle todo el día. Llevaba el busto alto y la cintura muy marcada que imponía la moda. Se mostraba orgullosa de sus pequeños pies y manos y se vanagloriaba de que ninguna manicura le había tocado jamás las uñas. Sus enfoques eran limitados, pues había recibido la proverbialmente escasa educación que se daba a las muchachas inglesas, pero poseía la habilidad de la intuición y la observación, y enseguida me di cuenta de que me apreciaba. Lady Sarah Wilson, una Churchill, era bien distinta. Me dijo que la llamara Sarah, pues se consideraba muy joven para ser tía y sentí una animadversión que por entonces no podía explicar. Me pareció tan insensible como su esmerada apariencia, y sus prominentes ojos, su áspera voz y su risa sarcástica me hacían estremecer. Sentía antipatía por mi suegra, «Bertha», como ella la llamaba, y demostraba claramente que la consideraba una idiota. Conmigo mostraba una bondad de forma tan arrogante que me hacía apretar los dientes, porque no tenía intención de que me trataran con condescendencia. Con mucho gusto dirigí mi atención a Winston, un joven pelirrojo unos años mayor que yo. Me dio la impresión de ser apasionado y de estar lleno de vitalidad, parecía tener toda la intención de aprovechar la vida al máximo, ya fuera en lo relativo a los deportes, al amor, a la aventura o a la política. Era el siguiente heredero al ducado y me pregunté cómo me mirarían él y su madre, lady Randolph Churchill, americana de nacimiento. En cualquier caso, pensé, estarán encantados de advertir que todavía no hay indicios de heredero alguno. Lady Randolph era una mujer hermosa con una alegría vital que la convertía en el alma de cualquier fiesta. Seguía siendo, en su madurez, la reina de muchos corazones y era bien sabido que al príncipe de Gales le encantaba su compañía. El brillo de sus ojos grises reflejaba la alegría de vivir y cuando sus anécdotas eran subidas de tono, como solía ocurrir a menudo, era en sus ojos tanto como en sus palabras donde se podían leer todas las implicaciones. Era una pianista de gran talento, una lectora inteligente y bien informada y una entusiasta defensora de cualquier novedad. Su amistad y su lealtad constantes fueron valiosísimas para mí en la adversidad.
Durante esta cena de bienvenida la conversación se desvió hacia América y lady Blandford hizo varias observaciones sorprendentes que pusieron de manifiesto su creencia de que todos vivíamos en plantaciones con esclavos negros y que había en cada esquina pieles rojas listos para arrancarnos la cabellera. Se sentía muy ofendida de pensar que, habiendo estado una vez en la India, no le habían permitido visitar América, y se quejaba de no haber podido asistir a nuestra boda porque su hijo se negó a pagarle el pasaje. Luego Sarah se rio con disimulo y también se lamentó de no haber estado presente. «Pero», añadió, «la prensa no nos ahorró ni un solo detalle», y me dio la sensación de que se había omitido la palabra «vulgar», pero no sus implicaciones.
La ignorancia acerca de nuestra historia y nuestra geografía parecía estar extendida. Una prima americana que vino a pasar un fin de semana en Blenheim me habló de su asombro cuando su vecino de mesa en una cena, un aristócrata de edad, comentó que él nunca había podido entender la guerra entre América del Norte y América del Sur.
«Teniendo en cuenta la distancia entre ustedes, ¿por qué luchaban?», preguntó. «Pero no hemos tenido nunca una guerra contra América del Sur», le respondió desconcertada. «Claro que sí», dijo él. «Fue en 1861».
A mi prima le costó hacerle entender que los que habían luchado habían sido los estados del sur de la Unión, no América del Sur con el Norte.
El día siguiente, una mañana fría y nublada de comienzos de marzo, lo dedicamos a las visitas de familia. El primero de estos suplicios fue mi presentación a la duquesa viuda de Marlborough, la abuela de mi marido, hija del cuarto marqués de Londonderry. Era una anciana formidable del tipo de la reina Ana. Lo que quiero decir con ello es que podría ser arrogante y familiar en una sucesión desconcertante, que era dueña de unos grandes ojos prominentes, una nariz aquilina y una concepción de la vida basada en el lema «Dios y mi derecho». Para ella ser una duquesa inglesa era la máxima posición que podía alcanzar una mujer no perteneciente a la realeza y, como Sarah Jennings, primera duquesa de Marlborough, se sentía capaz de medir su ingenio con el de cualquier reina, aunque imagino que la reina Victoria hubiera sido menos fácil de embaucar de lo que la reina Ana había sido para Sarah.
La duquesa estaba sentada en una butaca del salón de su casa ubicada en la esquina de Grosvenor Square, donde vivía desde que se había quedado viuda. Vestida de luto, con un gorrito de encaje en la cabeza y una trompetilla en la mano, me dio un beso de bienvenida como el que depositaría una soberana destronada al saludar a su sucesora. Después de un embarazoso escrutinio de mi persona, me informó de que lord Rosebery le había dado informes favorables sobre mí tras nuestro encuentro en Madrid. Expresó gran interés en nuestros planes e hizo indagaciones acerca de la forma de vida que teníamos la intención de vivir, esperando, dijo, ver Blenheim restituido a su antigua grandeza y que se mantuviera el prestigio de la familia. Me dio la impresión de que con su pequeño sermón pretendía mostrarme el comportamiento que yo tenía el deber de adoptar. Luego, fijando en mí sus fríos ojos grises, continuó: «Tu deber principal es tener un hijo, y debe ser un varón, porque sería intolerable que ese pequeño advenedizo de Winston se convirtiera en duque, ¿estás en la dulce espera?». Sintiéndome completamente abatida por mi negligencia en no haber asegurado el eclipse de Winston y deprimida por las responsabilidades que me había echado encima, me alegré de despedirme de ella. Después fuimos a Hampden House, la residencia del duque de Abercorn, que era el jefe de la familia Hamilton y tío de mi marido.
Esa casa tenía todo el encanto y la belleza de los paneles georgianos, con habitaciones espaciosas que daban a un pequeño jardín rodeado de paredes de ladrillo. El duque, un hombre pequeño y frágil, estaba sentado junto a la lumbre; llevaba zapatillas bordadas y un batín de terciopelo, pues estaba convaleciente de alguna dolencia menor. Cuando lo vi, me dio la impresión de que el aspecto de Marlborough tenía mucho más de los Hamilton que de los Churchill, además de tener también sus gestos. El duque era inquieto y quisquilloso, y dio una vuelta por la habitación señalando los retratos de familia pintados por Lawrence, de los que había una estupenda colección. Insistió en que me quitara el abrigo, que era de terciopelo verde forrado totalmente de martas cibelinas rusas.
«Qué maravilla de abrigo, qué pieles tan preciosas», exclamó, «tengo que mandar a buscar mis martas cibelinas para compararlas».
Dicho lo cual tocó la campana y el ayuda de cámara trajo su abrigo. Para su profundo pesar, no podía compararse al mío. Después siguieron un montón de cotilleos de la familia y, por último, cuando nos levantamos para marcharnos, me miró de arriba abajo y con un divertido parpadeo dijo: «Veo que los futuros Churchill serán altos y guapos».
Era evidente que ambos lados de la familia estaban igual de preocupados con la necesidad inmediata de un heredero para el ducado, y me estaban contagiando su ansiedad.
Nuestra siguiente visita fue a la marquesa de Lansdowne, una tía que Marlborough prefería con diferencia a su madre. En aquella época lord Lansdowne era secretario de Estado para Asuntos Exteriores en el gobierno de lord Salisbury. Su residencia londinense era Lansdowne House, en Berkeley Square, cuyo jardín lindaba con el de Devonshire House en Piccadilly. Diseñada por Robert Adam, Lansdowne House, con sus altos pórticos y sus pilares clásicos, era una obra maestra de la arquitectura inglesa del siglo XVIII. Las bellas habitaciones estaban llenas de esculturas griegas y romanas, así como de pinturas. Lady Lansdowne era en su aspecto muy similar a mi suegra, excepto que era más guapa. Ambas eran de carácter alegre, les encantaban los cotilleos y soltaban una risita tonta a la menor provocación. No había olvidado la pompa y la solemnidad que la rodearon durante los años que fue virreina de la India. Con Marlborough ella mostraba el afecto y el ligero coqueteo de la grande dame victoriana. Noté que tenía curiosidad por saber qué había detrás de la colegiala tímida y poco segura de sí misma que seguía siendo yo. Porque era distinta de las chicas inglesas, más culta, y se dio cuenta de que en mis reacciones a sus consejos latía un pensamiento independiente.
Deduje de su conversación que las damas inglesas estaban rodeadas de lo que me parecían restricciones fastidiosas. Al parecer una no podía caminar sola por Piccadilly o Bond Street, ni sentarse en Hyde Park a menos que estuviera acompañada; que una no debía ser vista en un coche de caballos, y que siempre debía viajar en un compartimento reservado; que era mejor ocupar un palco que una butaca en el teatro, y que asistir a un music hall estaba totalmente descartado. Además, había que tener mucho cuidado para no ponerse en una situación comprometida y en un baile no bailar más de dos veces con el mismo hombre. Una debía aprender a ocupar su puesto en la jerarquía social y si tenía la buena fortuna de pertenecer a dos familias destacadas, debía aprender todas sus ramificaciones. En otras palabras, una debía memorizar el Peerage, ese libro que junto con el Almanach de Gotha en Europa y en menor medida el Social Register en América establece linajes y crea esnobs. Descubrí que ser duquesa a los 19 años me colocaba en un ambiente mucho más maduro y que se esperaba de mí un decoro mayor de lo que correspondía a mi edad. De hecho, mi primer contacto con la sociedad inglesa me hizo darme cuenta de que era una sociedad fundamentalmente jerárquica en la que las diferencias de rango eran muy importantes. La sociedad estaba indudablemente dividida en castas. Cierto es que no eran tan rígidas como aquellas de la antigua civilización hindú, y que no había intocables, excepto los que pecaban a propósito contra sus normas. Así pues, a un caballero al que descubrieran haciendo trampas en las cartas o a una mujer estigmatizada públicamente con el adulterio se les hacía el vacío por igual. Había unas férreas leyes que determinaban el código convencional de comportamiento, pero la sensibilidad aristocrática de los modales era sin duda más importante, y decretaba discreción en las indiscreciones de cada uno. La arrogancia era evidente en las relaciones entre los superiores y los que pertenecían a un grado inferior y se había inculcado con tanta firmeza que hasta los sirvientes la observaban en el tratamiento de unos con otros. Es algo tan arraigado en la conciencia inglesa que un gobierno laborista no se ha atrevido a abolir la Cámara de los Lores ni ha sido capaz de encontrar un mejor principio en el que basar una segunda cámara. Los títulos todavía suscitan un entusiasmo especial y la palabra «excelencia» se pronuncia a veces casi con una unción reverente. Todavía me produce alborozo recordar una ocasión en que un clérigo se dirigió a mi marido antes del almuerzo del siguiente modo: «¿Puedo bendecir la excelencia de la mesa, excelencia?».
Por fortuna el día que salimos hacia Blenheim hacía frío, pues Marlborough había decidido que yo debía ponerme mi abrigo de martas cibelinas. Blenheim está tan sólo a ciento cinco kilómetros de Londres y se puede llegar fácilmente en coche en menos de dos horas; pero en aquellos tiempos no había automóviles y fuimos en tren hasta Oxford, desde donde recorrimos en una locomotora especial los ocho kilómetros de distancia que hay hasta Woodstock. La pequeña estación estaba de fiesta, adornada con banderas; se había extendido una alfombra roja en el andén y el alcalde, vestido con el traje de ceremonia escarlata y acompañado de los miembros de la corporación municipal, nos recibió con un discurso de bienvenida. Dirigiéndose a mí dijo: «Su excelencia estará sin duda interesada en saber que Woodstock tenía alcalde y ayuntamiento antes de que se descubriera América».
Sintiendo que me habían puesto apropiadamente en mi lugar, conseguí esbozar la sonrisa de asombro que creía que se esperaba de mí, aunque se me quedó una réplica en la punta de la lengua. Nos esperaba un carruaje del que se habían desenganchado los caballos y nuestros empleados procedieron a arrastrarlo hacia arriba hasta la casa. Un tanto desconcertada por esta forma de progreso ante la cual se rebelaban mis principios democráticos, conseguí no obstante desempeñar mi papel de manera adecuada, haciendo reverencias y sonriendo en respuesta a las aclamaciones de las multitudes congregadas. Se habían erigido arcos triunfales y los escolares ondeaban banderas, todo el campo había acudido a recibirnos, y me conmovió profundamente su calurosa bienvenida. Paramos en el ayuntamiento, donde nos dieron sus tarjetas de visita escritas en pergamino con letra muy florida, y los niños me trajeron flores. Por fin llegamos a la casa, pero allí nos esperaban de nuevo los rituales. Los arrendatarios, los empleados y los sirvientes de la casa estaban alineados en grupos y cada uno había preparado un discurso de bienvenida y un ramo de flores que tenía que presentarse según la costumbre y ser correspondido de forma adecuada.
Mientras permanecía de pie en los escalones escuchando los diversos discursos, me di cuenta de que mi vida sería extenuante si tenía que estar a la altura de todo lo que se esperaba de mí. Los ramos de flores me cubrían los brazos, el abrigo de pieles se me hacía cada vez más pesado, el viento llevaba mi gran sombrero de acá para allá, y de repente me sentí angustiada, con un imperioso deseo de estar sola. Mi doncella me esperaba con un traje de satén y encaje preparado, el baño caliente ya estaba listo y me vestí para el ritual de la cena tal como Marlborough, el jefe de cocina y el mayordomo habían dispuesto.
Cómo llegué a temer y a odiar estas cenas, cuán tediosas y fatídicas se avecinaban al final de un largo día. Se servían con toda la ceremonia acostumbrada, pero una vez que se había servido un plato, los sirvientes se retiraban al pasillo; la puerta se cerraba y sólo acudían al toque de la campanilla colocada delante de Marlborough.
Tenía la costumbre de amontonar la comida en el plato; el siguiente movimiento consistía en apartar el plato, junto con los cuchillos, los tenedores, las cucharas y las copas, todo ello con gestos calculados que se llevaban mucho tiempo; luego separaba la silla de la mesa, cruzaba una pierna por encima de la otra y hacía girar incesantemente el anillo que llevaba en el dedo meñique. Mientras realizaba estos gestos estaba absorto en sus pensamientos y bastante ajeno a cualquier reacción que yo pudiera tener. Pasado un cuarto de hora volvía de repente a la tierra, o quizá debería decir a la comida, y empezaba a comer con gran lentitud, quejándose habitualmente de que la comida estaba fría. Pero ¿cómo no iba a estarlo? Por lo general, ninguno de los dos decíamos una palabra. Desesperada, me dio por tejer, y el mayordomo leía novelas de detectives en el pasillo.
Mi primera responsabilidad estaba relacionada con mi casa. Ordenados según su estatus doméstico, primero estaba el mayordomo, al que el resto de los sirvientes se dirigían como señor tal y tal. Su principal cometido era mantener a todo el mundo, incluido él mismo, en su lugar. Su dominio en el departamento de los hombres era absoluto, sólo los dos electricistas, a los que en aquella época se les daba el respeto debido a los hombres de ciencia, lo trataban de igual a igual. El mozo de cámara venía a continuación. Una de sus obligaciones era mantener el suministro de papel, plumas y tinta en los numerosos escritorios que había, un artículo costoso, como descubrí cuando tuvimos invitados que preferían utilizar nuestro papel en lugar del suyo. Debieron de marcharse a menudo con algunas resmas, porque recuerdo haber recibido una carta con el membrete del palacio de Blenheim de un invitado que hacía tiempo que se había marchado. Obviamente se había olvidado de a quién escribía.
El ayuda de cámara de Marlborough compartía el prestigio que confieren los faldones y los pantalones de rayas. Ese traje se consideraba necesario para mantener el estándar de elegancia del cuarto del mayordomo, donde los ayudas de cámara y las doncellas comían sentados estrictamente de acuerdo al rango que les daban sus patrones del piso superior. Recuerdo que Jacques Balsan, en una de las visitas que nos hizo, me dijo que había tenido que prestar a su ayuda de cámara un esmoquin que ya no usaba, porque los demás ayudas de cámara presentes habían mirado con desprecio su sayal azul. La marquesa de Bath en su librito titulado Before the Sunset Fades describe la etiqueta de la vida en la planta baja de Longleat: «Un extraño ritual se llevaba a cabo durante el almuerzo en la sala de la servidumbre. Los sirvientes de menor rango entraban primero en tropel y permanecían de pie en sus lugares hasta que los sirvientes superiores entraban en orden de estatus doméstico. Después del primer plato los sirvientes superiores salían del mismo modo: una vez que se había comido el trozo de carne trinchado por el mayordomo y se había ofrecido una segunda porción, el asado lo retiraba ceremoniosamente el criado del cuarto del mayordomo, tarea que llevaba a cabo con gran pompa, seguido por los sirvientes superiores. Se retiraban entonces al cuarto del mayordomo para proceder con el resto de la comida; mientras tanto, las criadas y las costureras salían disparadas con los platos colmados de postres para comer en sus propias salas. Ésta era al parecer la costumbre aceptada en las casas más grandes de la época».
El cortejo de sirvientes principales saliendo de la sala del brazo la ilustra Cecil Beaton de forma muy entretenida. Pero en mi época no se seguía ese ritual en Blenheim, y los sirvientes de rango superior permanecían atrincherados en su propio comedor, al que se negaba la entrada a recién llegados como los chóferes, que eran enviados a hacer bulto a la sala de sirvientes. En el escalafón de sirvientes venían después el submayordomo y tres o cuatro lacayos. También había individuos humildes a los que se conocía por el extraño nombre de hombres raros, que, como pude observar, no era a causa de ninguna rareza personal, sino porque se esperaba que llevaran a cabo los deseos del mayordomo por extraños que éstos fueran. Se los mantenía ocupados llevando carbón a las cincuenta o más chimeneas que había; también limpiaban las ventanas y presumían de que lo hacían una vez al año, pues les llevaba doce meses completar la ronda.
En cuanto a las mujeres, quien mandaba era el ama de llaves. Me daba lástima porque tenía sólo seis criadas, un número de empleadas inadecuado para mantener en orden una casa tan colosal. La dificultad se acentuaba aún más por lo quisquilloso que era Marlborough. No se me olvidará con facilidad el día en que nuestra encomiable y competente ama de llaves vino a verme en estado de gran nerviosismo e indignación.
«Su excelencia», dijo manteniéndose erguida mientras hablaba lenta y claramente, «ha acusado a una de mis criadas de robar». «Ah, señora R.», contesté, «seguro que lo ha interpretado mal». «En absoluto» respondió ella. «Su excelencia dice que en la mesa de la segunda ventana del salón verde falta una pequeña caja de porcelana, de hecho dice que falta desde hace varios días y yo ni siquiera me he dado cuenta de que ya no está allí».
Se envió a buscar a la criada supuestamente responsable, que, llorando, dijo que deseaba marcharse, pues jamás la habían acusado antes de robar. Cuando por fin pude calmarlas a ambas fui a ver a Marlborough, que riéndose me informó de que había escondido la caja él mismo para ver si se daban cuenta de que ya no estaba allí.
Las criadas vivían en una torre donde no había agua corriente, pero, como habían vivido de ese modo durante cerca de dos siglos, no me permitieron mejorar su predio. Había, además, cinco lavanderas y una encargada de la destilería que preparaba los desayunos y los pasteles y los bollitos para el té. La destilería que daba al jardín italiano y el salón de las porcelanas, con sus encantadoras paredes adornadas con una porcelana preciosa, eran dos de mis lugares favoritos.
Un cocinero francés tenía a su cargo cuatro empleados. Se suscitaban frecuentes peleas entre él y el ama de llaves sobre las complejidades de las bandejas de desayuno, pues los platos de carnes se proveían desde la cocina, y la cocina y la destilería estaban separadas por metros y metros de corredores húmedos y fríos, de modo que la comida llegaba con frecuencia fría.
Más adelante, cuando hubo una habitación de niños, se creó una cuarta zona gobernada por el ama de cría. Quizá ella era el ejemplo más típico de esnobismo, y cuando nació mi segundo hijo se negó a dejar al «marqués» en manos de la segunda niñera, como por derecho debería haberse llevado a cabo, alegando que todavía era un bebé. Para ella era humillante empujar el cochecito de mi hijo menor a pesar de que a Ivor, que era un niño adorable, lo sostenían a menudo señoras que lo admiraban. La niñera era una déspota que tenía esa extraña hostilidad a cualquier placer juvenil que a veces viene provocada por la falta de felicidad personal. Como mujer inglesa, tenía la consabida antipatía por la niñera francesa, que, según se quejó ante mí, se negaba a tomar un baño; pero cuando le planteé el asunto a la chica, descubrí que sólo se oponía a la supervisión personal del aya. La dureza que el ama de cría mostraba en sus dominios por fortuna no abarcaba a mis hijos ni a mí. En mis frecuentes visitas a los cuartos de los niños me recibía con una agradable sonrisa y me hacía sentir bienvenida en aquellas maravillosas horas que pasaba jugando con mis bebés.
Otra persona importante en la casa era mi doncella. Estuvo conmigo veinte años y murió estando a mi servicio. Mi suegra la había escogido para mí. Jeanne, la doncella francesa que me había acompañado en mi luna de miel, no se consideraba adecuada según mi marido, que escribió a su madre para que tuviera esperándome una que ya estuviera acostumbrada a las tradiciones inglesas. Consciente de mi juventud, lady Blandford seleccionó a una persona mayor y seria totalmente carente de alegría. Era la figura de la solterona personificada y, como detestaba a los hombres en general y a mi marido en particular, me hizo objeto de una fiel devoción, si bien un poco autoritaria. Era una suiza que poseía las excelentes cualidades de su raza, tenía un fuerte sentido del deber y una aversión igualmente aguda por la vida plena y llena de deseos de la juventud. Su único anhelo era quedarse en casa. Odiaba las fiestas de los fines de semana que, cuando pasó el tiempo y yo vivía sola, eran el esparcimiento del que yo más disfrutaba después de una semana muy atareada. Le anunciaba con miedo, temblando, que íbamos a pasar el domingo a Esher o a Taplow o a Hackwood. Ella odiaba todos esos lugares, porque sabía que tendría que compartir un cuarto con otras doncellas. A veces discutía con ella y le decía: «Tiene cinco días tranquilos durante la semana; no tienen que sentarle mal mis dos días de júbilo». Con una lógica incontrovertible respondía: «Usted siempre tiene una habitación propia».
Estas visitas también tenían para ella otros inconvenientes, y la lucha por el cuarto de baño se convirtió en un asunto desagradable que, aunque recurrente, era mejor ignorar. Las casas de campo inglesas tenían pocos cuartos de baño y normalmente estaban instalados en algún lugar poco práctico al final de un corredor. Por tanto, conseguir el cuarto de baño para sus señoras se convertía en una guerra estratégica de movimientos entre las diversas doncellas. A veces, cuando subía a vestirme para la cena, las veía haciendo cola con esponjas, toallas y ropa interior, esperando enfurruñadas por hacerse con el cuarto de baño. Hubo una noche penosa cuando, al volver tarde después de una partida de bridge, mi doncella me recibió enfadada diciendo: «Dos veces le he preparado el baño esta noche y dos veces me lo han robado». «No se preocupe», respondí a modo de disculpa, «me pasaré sin él», pero no quiso calmarse. Pobre Rosalie, murió de una enfermedad espantosa y dejó lo que para ella era una gran suma de dinero. Un año después una carta de sus familiares suizos me informó de que había bloqueado de tal modo sus legados que a ellos les quedaría muy poco que heredar. Su abogado me dijo que, inspirada por el testamento de un millonario que ella había visto publicado en la prensa, había insistido en imponer las mismas salvaguardas y restricciones en sus libras, chelines y peniques que había impuesto aquél en sus millones. Ése puede ser, lamentablemente, el resultado desacertado de un buen ejemplo.
Entre los diversos jefes de los departamentos había con frecuencia dificultades que yo tenía la tarea de ajustar. Al principio deseaba a veces que mis 19 años me hubieran provisto de una mayor experiencia.
Nuestros aposentos, orientados al este, se estaban redecorando, así que pasamos los tres primeros meses en un apartamento frío y triste que daba al norte. Eran habitaciones feas, deprimentes, que carecían de la belleza y las comodidades que me había ofrecido mi propio hogar. Justo al otro lado del corredor, dominando un pequeño patio interior, estaban las que se conocían como habitaciones del deán Jones, donde, por cierto, nació Winston Churchill. El deán había sido el capellán privado del primer duque y su retrato podía verse en los murales pintados por Laguerre. Tenía una figura corpulenta y una tez rubicunda y parecía que hubiera disfrutado de las buenas cosas de la vida, libre de las barreras de su vocación espiritual. Me parecía extraño que rondara por el feo apartamento que había sido suyo, pero no había duda de que varias personas que durmieron allí se quedaron aterrorizadas con su aparición. Una joven pintora de miniaturas que me estaba haciendo un retrato, me rogó que la cambiara de habitación mientras declaraba histérica que por la noche la había despertado una ráfaga de luz y que había visto al deán inclinado sobre ella. Un invitado varón había tenido una experiencia similar, y me impresionó por su manifiesto terror. De modo que las habitaciones permanecieron vacías durante mi reinado. Ahora se han hecho famosas por ser el lugar de nacimiento de Winston Churchill, y podría añadirse al resto de sus logros el hecho de que al parecer exorcizó al fantasma, pues ahora ya nadie menciona que haya visto al deán Jones; no hay duda de que contrariado por su eclipse ya no ronda el lugar. Cuando nos trasladamos al apartamento que solían ocupar los duques, lo encontré muy poco acogedor. Es extraño que en una casa tan grande no hubiera ni una habitación verdaderamente habitable. Planeado para impresionar más que para agradar, Blenheim fue objeto del famoso epitafio de Abel Evans para Vanbrugh:
Bajo esta lápida, lector, observa
A John Vanbrugh y su castillo de barro
Que seas para él pesada, ¡oh, tierra!
Que él dejó sobre ti pesados fardos.
Tal vez Blenheim no fuera diseñado como hogar; es posible que sus creadores prefirieran las características que uno de los enemigos de Vanbrugh describió en sus versos sobre la casa del duque de Marlborough en Woodstock:
Mire, señor, mire el gran acceso a la residencia
Este camino es para el coche de su excelencia;
Aquí está el reloj y allí está el puente,
Observe el gallo y el león rugiente,
El espacioso patio, la columnata griega,
Observe la anchura de la casa solariega,
Tan bien diseñadas están las chimeneas,
Que con ningún viento humean.
Esta galería está ideada para caminar,
Las ventanas para retirarse y hablar
La cámara del consejo para discusiones
Y el resto, del Estado son habitaciones.
Gracias, señor, gritaría yo, es una bonita escena,
Pero ¿dónde se duerme o dónde se cena?
Dormíamos en pequeñas habitaciones de techos altos; cenábamos en oscuras salas de techos altos; nos vestíamos en vestidores sin ventilación; nos sentábamos en largas galerías o salones pintados. Si hubieran estado bien proporcionados o bellamente decorados, no me hubiera importado tanto sacrificar la comodidad a la elegancia. Pero por desgracia Vanbrugh parece haber estado más dispuesto a suscribir los cánones del arte dramático que los de la arquitectura, pues había sido autor teatral antes de convertirse en arquitecto. Puede que las críticas de Alexander Pope a Blenheim: «Nunca vi una cosa tan grande que contuviera tanta pequeñez», y también: «En una palabra, el conjunto es una ridiculez muy cara y el duque de Shrewsbury describió su verdadero carácter cuando dijo que era una gran cantera de piedras sobre el suelo», estuvieran inspiradas por el desprecio que siente un escritor por alguien que traslada sus afectos a otra musa.
Mi dormitorio tenía un techo muy alto y un friso en altorrelieve en el que cupidos dorados sujetaban guirnaldas floreadas. La habitación era relativamente pequeña y justo a los pies de la cama, en la pared de enfrente había una chimenea de mármol que me parecía una tumba. En su superficie plana se leían las palabras: «Polvo Cenizas Nada». Esta sombría inscripción en grandes letras negras recibía mis pasos, y me preguntaba por qué al redecorar las habitaciones habría dejado Marlborough este pensamiento tan morboso, reliquia de la filosofía de su padre, en un lugar tan prominente. Comencé a estar intrigada por una personalidad que había elegido ese lema para confrontar a dos recién casadas, porque naturalmente yo no había conocido al duque anterior. Era obvio que disfrutaba proclamando sus puntos de vista mordaces, porque en otra chimenea había hecho imprimir: «Dicen. ¿Qué dicen? Dejadles que digan», lema al que deduzco que había hecho honor. A pesar de las deprimentes reflexiones provocadas por estas advertencias un poco siniestras, el sentido del humor y la compañía de mis cuñadas me ayudaron a olvidarlas.
Mis momentos más felices eran los paseos con nuestro corredor de fincas, un consumado jinete. Solíamos galopar por todo el terreno hasta nuestras granjas más distantes, donde conocí a los arrendatarios de Marlborough. Eran buenas personas, buenos granjeros y amigos leales, y algunos habían vivido en la propiedad más de cincuenta años. Sus hijos se habían alistado al regimiento del condado en el que Marlborough era oficial. El regimiento de caballería de Oxfordshire, como se llamaba este regimiento de voluntarios, solía adiestrarse en nuestro High Park y las tres semanas que pasaban en tiendas de campaña eran una época feliz, con cenas, bailes y deportes. Recuerdo una emocionante carrera que gané en una yegua zaína, pasando con gran estruendo por encima del puente hasta la casa en un empate con el asistente.
Las visitas a los vecinos del condado eran menos agradables que las que hacía a los granjeros arrendatarios. La informalidad de ir montada a caballo era impensable. En lugar de ello tenía que recorrer en un viejo landó, a veces acompañada por mis cuñadas, pero con más frecuencia sola, los largos kilómetros que separaban las diversas propiedades. La etiqueta imponía una visita de al menos veinte minutos. Lo normal era que se prolongaran a una hora o más, pues invariablemente nuestros vecinos deseaban mostrarme sus casas y me ofrecían té; además, el cochero me había dicho que los caballos necesitaban un descanso antes de volver a hacer los casi trece kilómetros que había hasta casa y me di cuenta de que también quería contar chismes sobre mí. Siempre hay una cierta envidia de la que se considera la familia más importante o la mejor propiedad de un condado. Era obvio que las familias más antiguas arraigadas en Oxfordshire consideraban a los Churchill, que se habían trasladado allí en el siglo XVIII, como los primeros colonizadores. Quizá también para impresionarme destacaban su antiguo linaje, lo que parecía implicar que las vidas vividas en un pasado tan lejano conferían una mayor dignidad a aquellas que se vivían en el presente.
Una de nuestras vecinas más encantadoras era lady Jersey, una dama ocurrente y culta, y buena oradora. El conde de Jersey había sido gobernador general de Australia y en una ocasión, cuando se dirigía a un público numeroso, un rudo abucheador le gritó: «Ya le hemos escuchado bastante, saque a la señora».
Había una familia en particular que, sin ninguna otra razón más que el extraordinario aspecto de sus miembros, provocaba nuestro alborozo. Si hubieran aparecido en cualquier escena de vodevil como lo hacían en sus visitas a Blenheim, estoy segura de que las habrían recibido con un alegre aplauso. Apenas anunciaba el mayordomo su visita, a mis cuñadas y a mí nos entraba un deseo nervioso de reír tontamente; nos teníamos que morder los labios y evitar mirarnos unas a otras para impedir la sonora carcajada que siempre nos provocaban estas dos solteronas que tenían por lo menos cincuenta años. Eran gordísimas y se vestían de alepín negro, lo que acentuaba las generosas curvas de su anatomía. En sus colosales pechos se veía una variedad de motas y migas, vestigios de su última comida. Sus boas de plumas colgaban rectas en lugar de estar onduladas. Sobre sus grandes matas de grueso pelo canoso colocaban en insolentes ángulos pamelas adornadas con lilas y rosas, que sujetaban a la cabeza con velos de lunares negros que despedían olor a viejo. Llevaban las grandes manos rojas medio tapadas con mitones de algodón negros y sujetaban con firmeza unas sombrillas. En los pies llevaban zapatos negros altos con laterales elásticos. Solían entrar de sopetón, rebosantes de alegre compañerismo y nos apretaban contra su pecho con la mejor voluntad. Era difícil escapar al beso que sus negros bigotes hacían casi doloroso, pero estaban tan llenas de alegría a pesar de sus monótonas vidas que enseguida estábamos todos físicamente exhaustos por la algarabía que creaban.
Mis deberes también consistían en hacer visitas a los pobres, cuya cortesía yo encontraba simpática. En las casas de beneficencia fundadas y financiadas por Caroline, duquesa de Marlborough, había señoras mayores cuyas quejas había que oír y cuyas dolencias había que atender, y había ciegos a los que había que leer. Pero había una señora dulce y paciente que me encantaba. Solía esperar con ganas mis visitas, pues conmigo podía entender cada palabra de lo que yo le leía mientras que algunas veces, con otros, no podía ni oír ni seguir la lectura y era demasiado educada para decírselo. Llegué a saberme de memoria el Evangelio según san Juan, porque era su favorito. Mi querida señora Prattley, cuando miraba su hermoso y apacible rostro, las finas manos entrelazadas sobre el regazo, el mantón negro cruzado cuidadosamente sobre el pecho, la cabeza inclinada, sus ojos sin vida cerrados, los labios que repetían las palabras de san Juan que yo pronunciaba, sentía la paz de Dios descender en ese humilde hogar y me sentía feliz de ir allí por la fortaleza que me daba.
Era costumbre en Blenheim poner una cesta llena de latas en una mesa auxiliar del comedor donde el mayordomo dejaba las sobras del almuerzo. Era mi tarea meter esta comida en las latas, que luego se llevaban a los más pobres de los diversos pueblos donde Marlborough tenía propiedades. Con una completa falta de esmero el hábito había sido siempre mezclar la carne y las verduras con los postres, haciendo un horrible revoltijo en la misma lata. Pese a ser considerada impertinente por no ajustarme a las costumbres anteriores, yo clasificaba las distintas viandas en latas diferentes para sorpresa y deleite de quienes las recibían.
Durante aquellos primeros meses nuestros días fueron muy atareados pero no tenían mucho interés. Marlborough pasaba gran parte del tiempo en Londres y me dejaba con sus dos hermanas solteras para que me hicieran compañía. Las mañanas comenzaban con oraciones en la capilla a las nueve y media, después se servía el desayuno. Si me quedaba dormida, pasaba un gran apuro para estar lista, y con frecuencia tuve que cruzar corriendo la casa hasta llegar a la capilla mientras me abrochaba el último corchete o el último botón o me ajustaba un sombrero. Al toque de campana las sirvientas dejaban los trapos de limpiar el polvo; los lacayos, las bandejas; los criados, los baldes; los carpinteros, las escaleras; los electricistas, las herramientas; las cocineras, las cacerolas; las lavanderas, la ropa, y todos se apresuraban por llegar a la capilla a tiempo. Los jefes de los departamentos ya habían tomado asiento en los bancos que tenían asignados. El coadjutor vestido con el sobrepelliz leía las oraciones y la lectura sagrada, y después del breve oficio, cuando lo acompañaba hasta la puerta, me hablaba de cualquier enfermo o pobre que necesitara mi atención personal. Los domingos por la tarde teníamos oficio de vísperas y cánticos elegidos por mí, y los escolares venían a cantar. Los domingos por la mañana asistíamos al oficio en Woodstock. De hecho, tuve buena prueba de esa sensación de domingo que D. H. Lawrence encontraba tan fastidiosa en Inglaterra.
La capilla del palacio era pequeña pero de techos altos y el ambicioso monumento de Rysbrack al duque John ocupaba una pared entera. Nuestros bancos miraban hacia el monumento y el altar quedaba a nuestra izquierda. A menudo me preguntaba si el deseo del arquitecto había sido sugerir que la lealtad al duque John estaba por encima de la lealtad al Todopoderoso. Tras haberme encontrado con las victorias de Marlborough en los tapices que adornaban las paredes, haber visto su casa en los murales pintados por Laguerre, su efigie en plata sobre la mesa del comedor, su busto en mármol en la biblioteca, su retrato encima de las repisas de las chimeneas, su ascenso a las esferas celestiales en los techos, la sensación que tenía cuando miraba al monumento funerario era similar a la del obispo de Rochester, que en una carta al papa Alejandro dijo refiriéndose al funeral del duque, en el que él tuvo que oficiar: «Mañana voy al deanato (de Westminster) y creo que me quedaré allí hasta que haya dicho “Polvo eres y en polvo te convertirás” y cierre esa última escena de pomposa vanidad».
El primer duque y su duquesa estaban enterrados bajo esta capilla. Unos años después de mi llegada nos quedamos consternados por el olor a putrefacción. Al investigar se descubrió que los armazones de algunos ataúdes eran tan ligeros que habían reventado. Por fortuna en la capilla sólo había espacio para los duques y sus consortes. Los de menor alcurnia se enterraban en el pequeño cementerio de Bladon que quedaba al otro lado del parque desde la casa.
Estos pocos meses de mi primera primavera inglesa que pasé tranquilamente en Blenheim fueron una introducción a los aspectos más serios de la vida en Inglaterra. Fue entonces cuando probé la larga tradición de servicio público a la que los hombres y las mujeres ingleses contribuían de buen grado, tradición a la que debían su grandeza. Llegué a la conclusión de que cuando Marlborough hablaba de ser un eslabón en la cadena quería decir que había ciertas normas que debían mantenerse, cualquiera que fuera su coste, porque ¿qué era una generación sino un eslabón? Y para él era inconcebible que dada la grandeza de su posición pudiera fracasar en mantener la tradición de su clase. El campo inglés era todavía rural, los agricultores y los jornaleros eran fieles a su señor, el nivel de vida posible para aquellos cuyas necesidades eran elementales. No me correspondía a mí, con mis ideales más democráticos, alterar ese precario equilibrio. Debía adoptar el papel que se esperaba de mí por mi matrimonio y cumplir sus obligaciones lo más concienzudamente posible. Con estas buenas resoluciones dejé Blenheim a comienzos de mayo para pasar mi primera temporada social en Londres. Casi podría decir para hacer mi primera presentación en sociedad, pues había tenido poca diversión en mi vida anterior, y la poca que había tenido había sido esporádica, sin orden y sin resultados: unos cuantos bailes en París, Londres y Nueva York sin tiempo para hacer amistades o para entender siquiera.