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Saint Georges-Motel: veranos tranquilos

A medida que fueron pasando los años vimos que nuestra casa de París empezaba a exigir una vida propia especial, como puede ocurrir con las casas, lo cual no era de nuestro agrado, ya que ambos preferíamos los placeres más sencillos del campo. De modo que hacia 1926 empezamos a buscar un lugar pequeño cerca de París y felizmente encontramos en Saint Georges-Motel un pequeño castillo donde a partir de entonces pasamos los veranos.

Fue amor a primera vista, un amor al que nos hemos mantenido fieles, pues de todos los lugares adorables que he visto es el que tiene más encanto. Situada en el límite de Normandía cerca del bosque de Dreux, la casa solariega se levantaba en un claro entre los altos árboles; sólo se veía al entrar por las verjas a las que se llegaba bajando desde el pueblo por una ancha avenida de frondosos tilos y castaños. Era una casa alta y elegante construida en ladrillo rosa y rematada con un tejado alto de pizarra azul. En su estilizada parte central las ventanas se distribuían de manera uniforme y desde todas ellas se veían el arroyo y los verdes parterres a lo lejos. Los dos extremos estaban flanqueados por torres rodeadas de anchos fosos cuyas aguas eran profundas y claras. Estas aguas también circundaban el patio delantero, donde después de cruzar un puente se entraba a través de una reja de hierro con el sello de Luis XIII. La casa propiamente dicha era algunos años más antigua; en una de sus habitaciones se decía que había dormido Enrique IV la noche antes de la batalla de Ivry en la que consiguió París. Lo que nos cautivó fue el fascinante aislamiento del lugar. Los inmensos árboles daban fe de la dignidad de los placeres de aquellos tiempos en que la vida, ignorante de la prisa, discurría plácidamente. En un bosque cercano, bajando por un sendero, se veía un jabalí de piedra en su pedestal que traía a la memoria escenas de cacerías del pasado, y en ocasiones un ciervo del bosque más alejado llegaba hasta nuestro río.

La casa y los jardines llevaban mucho tiempo descuidados, pues el dueño vivía con sus trece hijos en otra casa más adecuada para una familia tan grande. Se rumoreaba que un descendiente del primer propietario, un conde del Antiguo Régimen, había sido, junto con su mujer, víctima de la Revolución. Debió de ser un hombre de buen gusto para haber respetado la casa construida por sus ancestros, pues sólo más tarde se habían añadido los pabellones. Eliminamos estas estructuras modernas y dejamos la construcción intacta en su rosada belleza. Restauramos los jardines y arreglamos los parterres donde sonaban las fuentes entre tracerías de madera de boj. Mi jardín favorito estaba fuera, en un huerto de manzanas. Rodeado de altos muros donde crecían rosas y madreselvas, tenía un estanque y arriates de flores perfumadas. También había jardines acuáticos con sauces llorones, hortensias, lirios, azucenas, lupinos y anémonas. Más a lo lejos las praderas bordeaban el río Avre, y un viejo molino se levantaba en el punto en que desembocaba en el más caudaloso río Eure. Con el tiempo este molino se convirtió en un primoroso lugar que prestábamos a nuestros amigos, y en los veranos de 1938 y 1939, cuando se llenó de niños, llegó a Motel la alegría de la risa y el ruido. Había niños montando a caballo por el bosque o saltando las vallas de los campos con sus ponis, niños jugando al tenis y nadando en el estanque, niños pescando truchas en los ríos o yendo en canoa por los canales, niños jugando al golf o paseando en bicicleta por los jardines. Recuerdo con congoja la dulce y despreocupada alegría de aquellos veranos de antes de la guerra.

A los aldeanos les encantaba su castillo, y observaban los cambios que hacíamos con ojos críticos. En septiembre solíamos dar una fête champêtre para nuestros vecinos, una alegre fiesta en el jardín a la que los propietarios de las casas solariegas de los alrededores acudían con su personal, y los campesinos llegaban con sus mejores galas. Recibíamos desde el cura del pueblo hasta la dama más casquivana; invitábamos a todo el mundo sin distinción. Los invitados se quedaban de cuatro a siete, y a las cuatro en punto, desde la entrada donde los esperábamos veíamos una larga fila que subía por la avenida y cruzaba el Cour d’Honneur. Cuando les dábamos la bienvenida yo tenía preparado un regalo para cada niño. Había una plataforma sobre el césped para bailar y a cada lado un quiosco adornado con banderas donde se servían champán, sidra, bollos y todo tipo de pasteles. Los niños comían bajo los árboles en las mesas que se habían dispuesto para la ocasión. Tocaba una banda de música y había payasos y prestidigitadores. Recuerdo un año en que los niños de nuestra escuela de verano bailaron un minué para gran satisfacción nuestra. Cuando salían del castillo parecían los pequeños fantasmas de un elegante pasado: los chicos con pantalones bombachos y peluca, las chicas con miriñaque y tirabuzones empolvados.

Hacia el final de la tarde los bailes eran más alegres, y los hombres, a quienes el champán volvía más locuaces, discutían con sus esposas, que deseaban que las llevaran a casa. Pero siempre prevalecían los buenos modales, y jamás tuvimos ningún incidente desagradable, pues todo el mundo estaba deseando que llegara «la fête de Madame Balsan».

Durante las vacaciones de verano abrimos una escuela de recreo para los niños del pueblo, pues me resultaba descorazonador lo poco que jugaban los niños franceses. Había un riachuelo donde podían nadar y una zona de recreo con juegos, y a las niñas se les enseñaba a coser, mientras que los niños se dedicaban a la carpintería. Al final de las vacaciones, los niños hacían algún espectáculo en nuestro honor, y el apoteósico final, donde siempre se cantaba el himno nacional de Estados Unidos en inglés y «La Marsellesa» en francés, cerraba una deliciosa actuación que actores y público disfrutaban por igual. Al recordar lo tímidos que habían sido los niños en las fiestas escolares que había dado en Blenheim, me parecía propio de la democracia que estos niños franceses desearan recompensar de alguna manera los buenos momentos que nosotros les habíamos ofrecido; y el éxito con que lo lograban formaba parte, de algún modo, del carácter francés.

Aquí, en Saint Georges-Motel, tuvimos el privilegio de ser anfitriones de varios amigos a quienes dejábamos las pequeñas casas de la propiedad. Este grupo de artistas, músicos y escritores giraba en torno a Paul Maze, un normando que al casarse con una viuda escocesa había tenido que adoptar forzosamente la nacionalidad de su esposa. Paul demuestra que es un artista no sólo en los óleos y pasteles que pinta, sino también en su modo de vida, verdaderamente bohemio. Con frecuencia le oí describir, en un flujo bilingüe de francés e inglés, un incidente que ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, cuando se alistó como voluntario en el ejército británico. En la retirada de Mons se separó de su unidad, y cuando lo encontró una compañía inglesa, el hecho de que hubiera perdido los documentos de identificación, unido a su acento francés y al uniforme inglés le valieron un arresto por espionaje. No hubo muchas contemplaciones con los espías en aquel desastroso repliegue, pero la suerte quiso que un oficial inglés que lo conocía pasara por allí a caballo y al verlo gritara: «Hola, Paul, ¿qué haces aquí?». A lo que Paul respondió: «Estoy a punto de que me disparen».

Encaraba la vida con la misma serenidad y vivía felizmente con su esposa escocesa, que añadió dos hijos de Maze a los cinco que ya tenía. Vivían en el Moulin durante el verano y en torno a ellos se reunían pintores como Dunoyer de Segonzac, Simon Lévy y la adorable Odette des Garèt. También había escritores venidos desde París y amigos desde Inglaterra; y en los últimos veranos antes de la guerra Yvonne Lefèbure, el famoso pianista, vivió en una de nuestras casitas rústicas.

Un fin de semana en que tuvimos de invitados a Winston Churchill y a su bella esposa se pintó un cuadro único. Lo especial fue que lo firmaron cinco artistas. Sucedió de la forma siguiente: Winston estaba pintando en el césped que había en la parte delantera de la casa. Delante de él tenía una vista del gran canal donde se proyectaban las sombras de los árboles. Yo había invitado a Paul Maze y a tres artistas colegas suyos a almorzar. Se acercaron a Winston, que estaba de pie con su bata blanca delante del caballete y se pusieron a su alrededor. Él, sin dejarse intimidar por observadores de tanta importancia, sacó cuatro pinceles y repartiéndolos dijo: «Tú, Paul, pintarás los árboles; tú, Segonzac, el cielo; tú, Simon Lévy, el agua, y tú, Marchand, el primer plano, y yo superviso». Así de ocupados me los encontré más tarde. Winston, que fumaba un gran puro y miraba con ojo crítico el progreso de su cuadro, intervenía de vez en cuando, «un poco más de azul aquí en el cielo, Segonzac; el agua con más sombras, Lévy; y tú Paul, pon un verde más intenso justo ahí en el follaje». Todo lo que pude hacer fue llevármelos a almorzar.

Ése fue el fin de semana en que Winston decidió que quería pintar nuestro foso. Después de sopesarlo cuidadosamente pensó que era preferible que el agua estuviera agitada en vez de calma. Envió a buscar un fotógrafo a Dreux, puso a dos jardineros en una barca y les dijo que hicieran olas con los remos. Todavía puedo ver la escena con Winston dirigiendo personalmente la maniobra, el fotógrafo corriendo de un lado a otro tomando instantáneas y los jardineros fustigando torpemente el agua. Con su característica minuciosidad, Winston perseveró hasta que se agotaron todas las posibilidades, y al fotógrafo, acalorado y preocupado, se le oyó murmurar: «Mais ces Anglais sont donc tous maniac».

De vez en cuando íbamos a París a cenar en los pequeños restaurantes que frecuentaban los artistas. La velada se animaba cuando Segonzac y Paul interpretaban escenas cómicas que inventaban sobre la marcha y a veces se unían a ellos el camarero o el propietario, que se divertían de lo lindo.

Una noche hicimos un baile de disfraces en el Moulin para mis nietos y sus amigos. Lo más divertido, como suele ocurrir, fue confeccionar nuestros propios trajes. Bailamos con la música de un gramófono y los niños hicieron imitaciones al estilo de las de Paul. Pero incluso en ese momento sentimos la sombra de la guerra que se avecinaba y pensé con aprensión en el futuro que aguardaba a esos jóvenes. Sólo unos cuantos años después, dos de los más brillantes habían sido inmolados.

Nuestra feliz vida en Saint Georges-Motel había servido de inspiración a mi madre para adquirir una casa de campo cerca. No quedaba lejos de Fontainebleau, estaba construida en piedra y era del periodo renacentista. Lo que la atrajo de inmediato fue la leyenda de que el gran financiero y constructor Jacques Coeur se la había dado a su hija; indirectamente ese hecho le proporcionaba el placer que le daba cualquier tributo a la jerarquía femenina. Una vez establecida, dejó volar su fantasía e hizo mejoras sin descanso, de modo que a pesar de su maltrecha salud empleó felizmente los últimos años de su vida. Vigilaba perpetuamente su propiedad de modo crítico. Un día, mientras paseaba por el jardín con Jacques y conmigo, de repente se paró y mientras señalaba el río que pasaba por la casa, dijo: «Este río no tiene suficiente anchura, debería ser el doble de grande»; y la siguiente vez que fuimos un ejército de trabajadores lo estaba agrandando. Un gran patio delantero separaba el pueblo de la casa. Era de arena, en vez de estar empedrado. «Esto está muy mal, debería estar empedrado», comentó mi madre con seriedad; y el año de su muerte se llevaron piedras desde Versalles para cubrir el patio. Su actividad intelectual, en absoluto mermada, encontró una válvula de escape en un consejo internacional para conseguir la igualdad de derechos para las mujeres en todo el mundo. El consejo tenía su sede central en Ginebra, y mi madre, con la señorita Alice Paul, dirigía el trabajo más cerca de casa. También facilitó y mantuvo una residencia de recreo para uso de las enfermeras del hospital americano de París y se interesó de forma amable y servicial por las vidas de las personas entre las que vivía.

Augerville-la-Rivière tenía, como la mayoría de los pueblos franceses, una antigua iglesia de piedra no carente de belleza arquitectónica, pero para mi madre faltaba algo esencial: una estatua de Juana de Arco; lo que la irritaba es que a la santa, que para ella representaba la feminidad militante, no se le rindieran honores en la iglesia del que ahora se había convertido en su pueblo. Al ser protestante, no podía donar la estatua, pero con su ingenio encontró una solución: persuadió a la señora Harry Lehr, una antigua amiga católica, para que hiciera ella el regalo. Totalmente consciente de las mezquinas costumbres de la señora Lehr, mi madre no confió en ella a la hora de elegir la estatua, sino que ella misma escogió un magnífico modelo de tamaño natural. Cuando un obispo vecino accedió a consagrar la santa en una ceremonia apropiada, se eligió una empresa con el fin de que arreglara la casa para dicho acontecimiento. Con la estatua de santa Juana elevada sobre las andas y el obispo rodeado de acólitos y curas marchamos en procesión hasta la iglesia, pasando entre una muchedumbre de aldeanos arrodillados. La señora Lehr, como donante de la estatua, tenía una posición prominente detrás de la santa, y su parloteo, que ella era incapaz de contener, profanó el solemne silencio. Mi madre, en quien siempre se podía confiar para controlar una situación, dijo en voz alta muy enojada: «Bessie, ¿te vas a callar?». Gracias a Dios vi que, obedientes como éramos todos ante tales amonestaciones, la señora Lehr mantuvo a partir de entonces el decoroso comportamiento que la ocasión exigía.

Una vez que santa Juana fue instalada devotamente en su hornacina adornada con velas votivas y flores y tras la celebración de una misa en su honor, regresamos a casa para almorzar. Al percatarnos de que nuestros amigos franceses estaban sorprendidos por esta ceremonia que para ellos era incomprensible, pues no entendían cómo una americana protestante deseaba alabar a una santa francesa y católica, les expliqué, para su regocijo, que lo que atraía a mi madre era la figura de Juana como militante más que la figura de Juana como santa.

La siguiente vez que fui a visitarla me entristeció ver a mi madre en una silla de ruedas. Era la que la reina Victoria había utilizado en sus visitas a Cimiez y había sido fabricada por un famoso forjador de carruajes. La belleza de sus líneas había cautivado a mi madre, que había pedido que le enviaran un burro con todos los arreos desde Sicilia para que tirara de ella. La silla se exhibe ahora con otros elegantes vehículos del pasado en el museo de Compiègne, al que se la cedimos.

Mi madre se fue debilitando poco a poco, y la llevamos a la pequeña casa que tenía en París, donde murió en el invierno de 1933. Cuando dejé el Viejo Continente, con su notorio respeto por los difuntos, donde los hombres tienen tiempo para quitarse el sombrero y las mujeres para hacer la señal de la cruz a modo de saludo, me pareció extraño que en Nueva York nos recibieran policías en motocicleta que después se colocarían por delante del coche fúnebre mientras nos dirigíamos a gran velocidad a la iglesia episcopal de Santo Tomás. Pero el oficio religioso fue triunfalmente simbólico; las organizaciones sufragistas avanzaron oleada tras oleada hacia el altar ondeando sus enseñas. Se cantó un himno que mi madre había compuesto y que, naturalmente, tenía como asunto a las mujeres. Era lógico que se rindiera ese tributo al coraje que ella había mostrado en su enfrentamiento a los prejuicios populares y las costumbres establecidas, al empeño que puso en conseguir mejores condiciones para las mujeres de todo el mundo.

Pasamos unas cuantas semanas en Florida con mis hermanos. Habiéndome casado tan joven y habiendo vivido en Europa de forma tan permanente, para mí era un placer verlos y recordar momentos de una juventud que parecía ya un pasado lejano. Desde el recuerdo que conservaba de la niñez, Harold se había convertido ahora en un hermano muy querido, cuya naturaleza sensible había llegado a apreciar, y me alegraba tener el placer de conocer a la encantadora y culta dama que poco después sería su esposa.

A nuestro regreso a Francia me entregué de nuevo a mi trabajo en París y a mi trabajo con los niños en Saint Georges-Motel. Con el tiempo mi interés principal pasó a ser un sanatorio para convalecientes, o como se llama en Francia, un preventorio, donde había unos ochenta niños pequeños que estaban recuperándose de operaciones o necesitaban cuidados preventivos. Más adelante el Ministerio de Sanidad destacó las necesidades de los niños en las primeras fases de la tuberculosis y añadimos cincuenta camas en albergues al aire libre en los bosques cercanos.

Un grupo tan grande de niños con edades comprendidas entre 1 y 5 años requiere mucho personal, de modo que aumentamos el número de enfermeras de nuestro hospital con unas treinta estudiantes a las que formamos como enfermeras infantiles. Nuestro trabajo recibió el apoyo del ministro de Sanidad y de la Académie de Médecine, que nos otorgaron la Médaille de Vermeil y la Médaille d’Or. Las visitas de pediatras y enfermeras extranjeros que asistieron a los congresos internacionales celebrados en París fueron aún más halagadoras. Recuerdo que, en una ocasión, a la hora que los pediatras alemanes tenían fijada para partir no pudieron encontrarlos por ningún lado, y los autobuses tuvieron que volver a París sin ellos. Una hora más tarde descubrimos que estaban muy atareados tomando notas en los cuadernos; nos explicaron que el propio Hitler les había dado órdenes estrictas de describir con minuciosidad todas las innovaciones de cada institución que visitaran. Nos impresionó profundamente que estos hombres de edad avanzada cumplieran sus dictados con la puntillosidad que suele atribuirse a los estudiantes.

Durante el avance de los americanos en Normandía nuestro hospital sufrió ligeros daños por los disparos, y después entregamos los edificios al Departamento del Eure, cuyo propio preventorio había sido destruido por completo durante la guerra.

Siempre me han encantado los niños; pero como la anciana que vivía en un zapato, con mi preventorio y la escuela de recreo, a los que se unieron en 1939 y 1940 unos cientos de niños refugiados de París, tenía tantos que casi no sabía qué hacer. Pero al menos eso significó que jamás experimentamos el tedio de la vida en el campo.

Mi día empezaba temprano, pues siempre había muchas cosas que hacer. Solía caminar hasta los tres establecimientos independientes donde estaban alojados nuestros niños refugiados. También había que visitar los edificios del sanatorio que se asentaban en la colina justo detrás del pueblo. Si caminaba deprisa podía hacerlo en las tres horas antes del almuerzo, a menos que me demorara con informes demasiado largos. Solía pensar que era una verdadera suerte que las enfermeras que estaban al cargo estuvieran tan ocupadas que jamás pudieran pasar tiempo en conversaciones innecesarias; de lo contrario, nunca hubiera podido terminar mi tarea. También había que resistir la tentación de jugar con los bebés, pues había sesenta y eran todos monísimos. Sólo había tiempo para tomar nota de sus necesidades en la libreta que llevaba siempre conmigo.

El sanatorio con sus ochenta niños pequeñitos ocupaba el segundo lugar en la ronda diaria. Pasaba tiempo visitando los diversos departamentos, las salas, los cuartos de juegos, las dependencias de las enfermeras, la cocina, la zona de recreo al aire libre y el pabellón de recepción donde había que aislar a los recién llegados para evitar la introducción de posibles infecciones. Cada niño estaba en su propio cubículo acristalado. Había una cuna y un baño en cada uno de ellos, así como una mesa y una silla, y juguetes especiales, y delante de cada habitación, una zona individual al aire libre separada por un cristal. El edificio miraba al sur y era muy soleado; y los niños, al poder verse unos a otros y hacer lo que quisieran, no parecían sufrir por su aislamiento.

Desde la zona de aislamiento iba a los albergues que estaban en los bosques de pinos, donde vivían los niños que se encontraban en las primeras fases de la tuberculosis. Eran alrededor de treinta niños que dormían y comían al aire libre. Pero había dos habitaciones caldeadas donde se les bañaba y vestía. A una le hacía bien ver cómo les volvía el color a las mejillas. Mi única queja es que engordaban demasiado y había que comprarles ropa constantemente. La doctora Bouchet, nuestra pediatra, dirigía esta pequeña colonia y supervisaba también a los niños refugiados de los demás edificios. A veces me acompañaba colina abajo hasta el Pequeño Molino del pueblo.

Habíamos comprado este edificio originalmente para nuestra escuela de verano y desde entonces lo habíamos ampliado, así que ahora vivían allí unos veinte niños refugiados que nos enviaban desde la zona roja de París. Fervientes comunistas, los pequeños cantaban «La Internacional» en lugar de «La Marsellesa», y cuando se les pedía que hicieran un saludo a la bandera francesa apretaban sus pequeños puños y gritaban, «Heil Hitler, que viene a librarnos». Estos chicos y chicas que no habían llegado a la adolescencia eran los que nos daban más problemas. Tuve tres encargadas distintas antes de encontrar a una joven capaz de lidiar con ellos, pues carecían tanto de disciplina como de formación, y mostraban un maravilloso ingenio destructivo. En cada visita tenía que registrar una nueva queja. Tirar cosas por los váteres era una de sus diversiones favoritas. Casi siempre era imposible conseguir un fontanero, ya que la mayoría de ellos habían sido movilizados, de modo que uno de nuestros jardineros, de avanzada edad, tenía que hacer un trabajo que le resultada complicado y difícil.

La encargada que logró tener éxito era una joven bonita, hija de un distinguido oficial de carrera de la caballería francesa. Había estudiado educación infantil, y había logrado una distinción con su diploma por haber obtenido las mejores notas que se le habían dado jamás a una licenciada. Bajo su dirección los niños experimentaron un cambio increíble, hasta dejaron de apretar los puños y de cantar «Heil Hitler». Pronto se puso de manifiesto el asombroso grado de valentía, energía y decisión de esta encantadora joven. Las autoridades responsables de los niños evacuados nos informaron de que no estábamos autorizados a trasladarlos y de que en caso de necesidad enviarían camiones del ejército a buscarlos. Así que cuando trasladamos a los niños de nuestro sanatorio, tuvimos que dejar a los otros atrás, esperando los camiones prometidos. Aunque nos hubieran permitido trasladarlos no había suficientes vehículos para más de cien niños y el numeroso personal. Cuando más tarde llegaron los camiones del ejército francés y se llevaron a la fuerza a estos niños, dejándolos en condiciones precarias en zonas que acababan de salir de la contienda, esta joven luchó sin cesar para encontrar comida, alojamiento y protección para ciento veinte niños, dos de los cuales habían sido heridos y estaban a su cuidado. Enfrentándose a muchas dificultades y privaciones, finalmente consiguió regresar desde la zona de Vendôme, y tres semanas más tarde, después de que se hubiera firmado el armisticio, pudo llevar sin percance a los que estaban bajo su custodia a Saint Georges-Motel. Exigiendo una entrevista con el general alemán que había tomado posesión de nuestra casa, le informó de que ahora tenía la obligación de alojar y alimentar a los niños hasta que ella pudiera devolvérselos a sus padres, cosa que él hizo.

Desde el Pequeño Molino mi camino se extendía a lo largo del río Avre, un precioso riachuelo cristalino donde abundaba la trucha. Pasaba por jardines y atravesaba campos e incluso en invierno era tranquilo y bonito. A medida que me acercaba al Gran Molino podía oír a Pauline Maze ensayando al piano. La hija de Paul tenía mucho talento y Mlle. Lefèbure, que había sido la alumna favorita de Cortot, le daba clases. Un gran piano de cola Bechstein que habíamos llevado desde nuestra casa de París ocupaba el cuarto de estar de la casa que habíamos dejado a los Maze. Pauline practicaba al menos ocho horas diarias, y Paul, que estaba sufriendo un periodo no productivo, lo que en sí mismo hace que los artistas se vuelvan neurasténicos, amenazaba con volverse loco si escuchaba una escala más. Pero, con la total insensibilidad que un genio muestra por otro, Pauline persistía, y Paul, con algodón en rama saliéndole por las orejas, trabajaba en el jardín. Me lo encontraba a menudo rodeado de los niños que vivían en el Gran Molino.

Éstos eran los mayores y tenían hasta 15 años. La encargada era una viuda de la Primera Guerra Mundial y su hija era una bailarina de la Ópera de París. La bailarina, lamentablemente, no podía practicar sus entrechat como hacía Pauline con sus escalas. Así pues, los celos estropearon lo que podría haber sido una amistad. En la frustrante inactividad de una reclusión forzada, los niños crispaban los nervios de la bailarina. Los nervios de Paul también estaban tensos y hubo fuertes encontronazos en los que se resentía la autoridad de Mme. la Directrice, para gran regocijo de los niños. Cuando me acercaba allí solía preguntarme qué problema habría que resolver, pues aquellos niños de más edad eran difíciles de manejar. No teníamos autoridad más que para imponer unos castigos insuficientes y, sin embargo, los padres esperaban que los formáramos y los educáramos. Recuerdo a un joven imposible de 15 años que gastaba su energía en intimidar a los más pequeños y pervertirlos, de modo que al final les pedí a sus padres que se lo llevaran. Cuando llegó el día, me encontré a la Directrice y a las enfermeras llorando, humilladas por no haber sabido lidiar con él; mientras que los padres, reacios a sacarlo de allí, estaban rodeados de grupos de niños sobrecogidos y afligidos. Dejó tras de sí una sensación general de fracaso, como el que imagino que se siente en las prisiones cuando un delincuente recalcitrante vuelve a la sociedad.

Consciente de las crecientes limitaciones, nunca nos faltaron, sin embargo, alimentos ni combustible para los niños. El carbón nos llegaba en sacos en un carro que parecía un coche fúnebre tirado por caballos negros con arreos de funeral. El conductor, encaramado en un asiento alto y con un sombrero que se asemejaba un poco al sombrero mexicano, parecía un Don Quijote anciano. Como vaciaba los sacos de carbón, estaba tan negro como los caballos; no obstante, hacía gala de un gesto maravillosamente grandilocuente cuando hacía reverencias con el sombrero: podría haber sido un grande de España expiando los pecados de una existencia anterior.

A pesar de las numerosas ansiedades y dificultades, vivíamos en un pequeño mundo feliz en el que todos estábamos ocupados y los niños siempre estaban contentos. El mejor reconocimiento que tuvimos fue el del inspector del Sistema Nacional de Salud de París, que comentó: «Cuando tengo el caffard vengo a Saint Georges-Motel y los niños siempre ponen remedio a mis problemas».

Durante el último verano antes de la guerra la reina de España, que había venido a Blenheim tantos años antes como princesa Ena de Battenberg, llegó en coche desde Fontainebleau con una de las infantas y su yerno, el príncipe Torlonia, para almorzar con nosotros. Estuvimos solas y hablamos de los viejos tiempos en Inglaterra, y le pregunté a la reina, que era entonces una fugitiva en Francia, por qué no había vuelto a su tierra natal en vez de vivir en Fontainebleau. Tras insinuar que le desagradaba ser una refugiada, admitió que había decidido volver a casa, porque en los últimos tiempos había visto recorrer Francia a los mismos gitanos y vendedores ambulantes que habían anunciado la revolución en España y estaba convencida de que eran quintacolumnistas.

Aquel verano fuimos a Blenheim para asistir al baile de la puesta de largo de mi nieta mayor, Sarah, que ahora está casada con un americano. Mi hijo había sucedido a su padre como décimo duque en 1934. La carga impositiva, cada vez mayor, dificultaba hacer frente a los gastos de mantenimiento de un monumento tan grande, y la llama socialista que había avivado la legislación de Lloyd George había incrementado las tensiones. No obstante, entre el palacio y Woodstock siempre prevalecieron las relaciones más cordiales; mi hijo había sido elegido alcalde y su esposa, Mary, lo había sucedido en el cargo. Puede que resulte odioso alabar a los nuestros, pero sería grosero negar lo que es debido. Siguiendo la tradición que ha preservado la herencia aristocrática de Inglaterra, mi hijo decidió mantener y transmitir el regalo que una nación agradecida había ofrecido a su familia a perpetuidad; así, cuando el ministerio que ocupó la casa durante la guerra volvió a su sede permanente, hizo los preparativos para abrir Blenheim a la afluencia de turistas a una escala sin precedentes hasta la fecha, pues sólo de ese modo se podía cumplir con la carga impositiva y se podía asegurar el mantenimiento de una casa tan grande. Sus esfuerzos se han visto coronados por el éxito. Más de cien mil turistas, a un precio de dos chelines y seis peniques, visitaron Blenheim en el año de apertura, un récord que desde entonces se ha mantenido y superado.

Durante la guerra la familia vivía en el ala este, donde sus aposentos estaban compuestos por una pequeña biblioteca y un comedor, además del apartamento privado de los duques. En el piso superior estaban las habitaciones de los niños y algunos cuartos para unos cuantos invitados. Muchos de mis compatriotas vinieron a conocer Blenheim en estas circunstancias. Mi hijo fue oficial de enlace del ejército para el comandante ordinario de la región sur y oficial de enlace del teniente coronel de las fuerzas armadas de Estados Unidos desde 1942 hasta 1945. El talento de mi nuera para la organización y su admirable devoción por el servicio público encontraron su expresión como comandante jefe de los servicios de auxilio territorial y más tarde en la Cruz Roja británica.

Confío en que mis lectores perdonarán esta digresión al recordar los sentimientos familiares, sentimientos a los que sin duda también ellos se entregan; y ya que, en contra de mis deseos, estas memorias se han convertido en un documento personal más que en el simple retrato de una época que había previsto al principio, debo decir algo acerca de mis seres queridos.

En 1939 fui a Blenheim con un mal presentimiento, pues el horizonte internacional se presentaba sombrío. En la cena, sentada junto a Monsieur Corbin, el conocido embajador francés, me resultó difícil compartir el distanciamiento diplomático que mantenía en su conversación. Sin embargo, en la misma cena, en la mesa de mi nieta, estaba el hijo mayor del príncipe heredero alemán, que, según me habían dicho, Winston había sugerido utilizar para contrarrestar el nazismo de Hitler. Monsieur Corbin, el perfecto diplomático, evitaba esos temas y se decantaba por los asuntos personales, de modo que escuché con gran placer la alabanza que hizo de los logros de mi hijo Ivor. Propietario de algunos cuadros magníficos que iban de Cézanne a Matisse, Ivor había adquirido conocimientos y buen gusto. Sus polémicas con Roger Fry en las publicaciones de arte eran incomprensibles para todos menos para los iniciados, pero las exposiciones de arte contemporáneo francés que había organizado le granjearon el elogio unánime, y más adelante, su trabajo para el general De Gaulle hizo que le concedieran la Legión de Honor.

No obstante, a pesar de esas consideraciones que para mí eran halagadoras, sufría la misma inquietud que me había afligido una vez en Rusia cuando, rodeada del radiante esplendor de la corte de los zares, sentí el inminente desastre, pues una vez más, en esta luminosa escena en Blenheim intuí el final de una época. Sólo unos meses después estos salones serían desmantelados y la horrible parafernalia de los círculos oficiales se instaló allí durante el periodo que duró la trágica guerra. Pero aquella noche el ambiente era todavía alegre, y grande el placer que sentí al encontrarme con tantos viejos amigos. Bebí con Winston y Anthony Eden y paseé por las preciosas terrazas que Marlborough había construido antes de su muerte. Estas terrazas, junto con la reconstrucción del patio delantero, eran obra de Duchêne. Con sus líneas formales y sus ornamentos clásicos, eran el escenario apropiado para un monumento tan imponente como el palacio de Blenheim. De hecho, Vanbrugh había contemplado construir el patio delantero diseñado por Duchêne, como descubrimos cuando llegamos a los cimientos.

Cuán reconfortantes son los recuerdos que tengo de Blenheim en la época de mi hijo, cuando su vida con Mary y sus hijos plasmaba todo lo que yo hubiera deseado que fuese la mía.

Volvimos a París a tiempo para presenciar la gran revista militar que se celebraba allí el 14 de julio, la fiesta nacional. Winston Churchill, invitado de honor en la tribuna principal, me dijo después, cuando le hice comentarios sobre los grandes tanques que habían hecho temblar el suelo de los Campos Elíseos a su paso: «El gobierno tiene que mostrar a los franceses que su dinero se ha transferido de la ociosidad de las reservas a la seguridad de los tanques».

Pero yo me quedé horrorizada al oír que en el desfile se habían incluido todos nuestros tanques, pues su pequeño número no indicaba seguridad. Durante el desfile el mayor aplauso fue para la magnífica Legión Extranjera, que, con aire marcial y profesionalidad, me pareció que habían marchado tan bien, si no mejor, que el regimiento de la Guardia Real británica.

La siguiente vez que vi a Winston en Francia fue en pleno verano. Vino a Saint Georges-Motel a su regreso de una inspección de la Línea Maginot que había formado en colaboración con el general Gamelin y el general George. Parecía compartir la admiración que estas fortificaciones suelen evocar; pero cuando le pregunté por el estado de nuestras defensas desde el final de la Línea Maginot hasta el mar, todo lo que pude colegir fue que dependían de fortines y alambradas, lo que no me tranquilizó.

La situación era bastante preocupante, dado que se avecinaba una nueva guerra y que Hitler y Mussolini se daban coba el uno al otro, y América, o al menos así nos parecía a nosotros, vivía en un mundo paradisiaco donde la sombra de la guerra no proyectaba su desesperanza. En 1939, justo antes de Múnich, fui con mi marido a ver a un ministro del gobierno francés para ofrecerle el hospital de la Fundación Foch en caso de guerra. Dirigiéndose a Jacques susurró: «Nous sommes fichus»; pero oí las ominosas palabras, que me obsesionaron a partir de ese momento, pues sabía que los franceses son realistas.