Epílogo
Nacieron dos más. Pero, para entonces, ya Lucas había dejado el hospital y se dedicaba a las faenas de la finca, juntamente con su suegro y su mujer. Tenían dos hijos adoptivos, uno de ellos que se integraba entre aquellos otros dos, y cuando nacieron los otros dos, que no eran negros, sino morenos como su padre, Marcela dijo a Lucas:
—Ya está bien. Tres hijos propios y dos adoptivos, ¿no te parece suficiente?
Lucas rió. Se había convertido en un hacendado, que sabía cuánto tenía entre manos. Y como médico, más bien rural, atendía a sus clientes, pertenecientes todos a la heredad. El cortijo crecía, y Lucas se adiestraba cada día más en sus faenas.
—Si tú quieres, no hay más.
—Es que no tenemos ni uno negro.
—Y claro. ¿Por qué habíamos de tenerlo? Se parecen a mí. Y yo no soy nadie para decir si mi hijo va a ser negro o moreno únicamente. Verás cuando sean mayores cómo arrasan.
Los miraban desde el ventanal. Los cinco jugaban con la nurse, y el rubio pelo de Luis no impedía que se amaran entrañablemente. Gerardo solía jugar con ellos y María los atendía.
Ellos dos, a veces, se iban a aquel apartamento donde se inició su relación.
—No más hijos, Lucas. Es que estoy agotada. En poco más de cuatro años, tres, ¿no es suficiente?
Lucas reía y la miraba malicioso.
—Es que nos gusta hacerlos.
—Pero yo los tengo que parir.
No tuvieron más, de momento. Cinco hijos, tres propios, de sus relaciones, y dos más, adoptivos, eran suficientes.
Un día, Lucas le dijo a Marcela:
—¿Sabes que David se casa?
—¿Con quién?
—Con una potentada.
—Pues es lo que él quería.
Y reían ambos. Intimistas, enervados, voluptuosos.
A veces, en los atardeceres, se iban a la casa del pajar y Lucas decía a Marcela, pegándola contra su costado:
—¿No quieres más, de verdad?
—No.
—¿Y otro?
—No, Lucas, no. Ya está bien. Hube de renunciar a mi puesto de enfermera, y tú al de médico. Con cinco tenemos suficiente.
—Uno más.
—Lucas.
Y Lucas, riendo, enervado y apasionado, hizo el sexto. Nació moreno, con ojos negros, pero normal.
Normal, en cuanto ellos suponían, pues claro tenían que un día podría nacer un hijo negro. Pero no ocurrió.
—Si serás... —solía decirle ella.
Lucas la adoraba. La besaba afanoso, como si fuera la primera vez.
Gerardo y María vigilaban la educación de la prole de su hija que, según pensaban, iba a ser abundante. Pero no lo fue.
El sexto hijo, contando con los dos adoptivos, y nada más.
Pero ellos seguían yendo a la casita de yerba seca y al apartamento de la ciudad.
Allí vivían, y vivían tanto que a veces tenían miedo de engendrar otro heredero, pero no ocurrió.
—Te adoro —le decía Lucas en sus afanes amorosos retozones.
Y Marcela temblaba.
Se enardecía.
Y le decía en voz baja, quedamente:
—Lucas, yo te adoro; si me faltaras, me moriría.