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Fue a media tarde.

Había dormido unas cuantas horas después de una ducha templada. Solía aparecer por el cortijo cuando su madre aún no se había levantado y su padre ya andaba cabalgando campo a través con su gente. Era verano y hacía calor. Marcela pensó que ese día David no iría a buscarla, porque ella misma le había advertido que no fuese, ya que tenía en mente conversar con sus padres todo lo serenamente que fuese preciso.

Sabía que no iba a ser entendida. O que le pondrían los mayores obstáculos posibles. Su madre era más humana, pero en tales circunstancias, evidentemente, se pondría al lado de su padre.

No obstante había que afrontarlo todo, y pensaba hacerlo. No admitía dilación. Tampoco podía pensar que la culpa de su decisión la tuviera Lucas. No, en modo alguno. Ella le contó a Lucas lo que le sucedía, y Lucas le dio una solución.

Tampoco podía decir que había otro hombre en su vida, porque no era cierto. Lucas mismo era un gran amigo, pero jamás pensó en él como posible pareja. Las dudas eran sólo suyas. Ella, que se debatía en su mar de confusiones.

Porque una cosa era tener diecisiete años y enamorarse como una parvulita, y otra tener veintiuno y llevar cuatro años junto a la misma persona sin deseo alguno de casarse.

Tampoco podía decir que sus relaciones con David fuesen del todo blancas. Pero sí que lo eran desde que las dudas empezaron a entrar en ella.

Las luchas, pues, entre David y ella eran enconadas. David quería volver a los antiguos tiempos, y ella no sentía fuerza suficiente para reanudar un amor íntimo que no deseaba. De ahí su incertidumbre. Porque, si siguiera deseando a David, ¿qué mejor que casarse?

«El que diga que el amor no implica deseo es un tonto», solía decir Lucas, cuando ella le refería pasajes de su vida íntima con David.

—Bueno —dijo el padre, al verla entrar en el salón—, te estábamos esperando.

—¿Para qué?

—Para hablar.

—Mamá, ¿hablar de qué?

—Pues de mil cosas. Por ejemplo de tu profesión. No nos gusta nada. Tu padre y yo pensábamos decírtelo hace tiempo. En realidad lo sabes perfectamente, pero te hemos permitido el gusto, porque creíamos que te cansarías.

Marcela pensó que era el momento.

Vestida con un trajecito de hilo rojo, tipo sport, y calzada con sandalias negras de finas tiritas, se acomodó en un sofá.

Dos años antes hubiera sentido recelo, indecisión. Ahora no tanto. Además, pensaba que iba a defender una causa justa.

—Cuatro años de relaciones es mucho tiempo —dijo el padre, paseando el salón y mirando a su hija silenciosa a pequeños intervalos—. David ha terminado su carrera de ingeniero agrónomo. Tiene veinticuatro años. Una buena edad para formar una familia y tener hijos sanos y fuertes.

—Si te sentaras, papá, hablaríamos con más calma, más sosiego y quizá con más razonamiento.

Gerardo Igualada se sentó de golpe.

Aún vestía el traje de montar y las altas polainas. Marcela pensaba que tanto su padre como su madre eran aún jóvenes. No entendía por qué su mentalidad era tan vieja.

Pero tenía que actuar conforme a su mentalidad, y eso lo veía muy difícil.

Ella defendía su postura, pero los padres, iban a defender la suya con uñas y dientes. No obstante, ella estaba dispuesta a salir victoriosa. Sí, sí, ya sabía la responsabilidad que tenía por la herencia, por dar nombre a la casta, y todas esas zarandajas que a ella, en verdad, le tenían sin cuidado.

—Veamos, Marcela —dijo el padre, ya sentado y casi solemne—, ¿cuándo os casáis?

—No me siento preparada.

—¿No te sientes...? ¿Qué tonterías son ésas, Marcela?

—Os lo dije en otras ocasiones. No me siento dispuesta. No sé aún lo que deseo en realidad. Me puse en relaciones con David a los diecisiete años. Os agradó, os encantó, diría mejor, que me emparejara con vuestro amigo y vecino. Pero... ¿se puede una casar así, sólo porque convenga? En estos tiempos...

—No quisiera perder la paciencia, Marcela.

—Papá, me temo que tendrás que perderla, a menos que razones. No me voy a casar aún. No digo que no lo haga. Tengo que entenderme, verme por dentro, palparme y saber, de todo ese análisis que extraiga de mi meditación, si deseo realmente ser la esposa de David. Creo que le estimo —añadió, pensativa, sin que sus padres dijeran nada aún, así habían quedado silenciosos de la sorpresa—, pero no es posible casarse con un hombre al que sólo estimas.

El padre se levantó de golpe. María, la madre, estiró el busto hasta casi parecer rígida.

* * *

Marcela dijo tibiamente:

—Siéntate, papá.

—¿Después de lo que has dicho? ¿Sabes lo que significa mantener cuatro años de relaciones con un hombre y quedarte así?

—No sé lo que significará para vosotros. Para mí, nada. Para mi generación, casarse por unir dos pedazos de tierra es lo más demencial del mundo.

—Marcela, que estás hablando con tu padre.

—Es que, si no lo fuera, no tenía por qué darle esta explicación.

El padre volvió a sentarse. Estaba lívido.

—En mis tiempos, Marcela...

—Papá, que tus tiempos eran tus tiempos, y los míos son otros. Eso debéis entenderlo. Además, yo no estoy diciendo que no me case con David. Estoy diciendo que deseo y necesito vivir sola un tiempo. Reflexionar. Mantenerme con lo que gane.

—¿Ehhhhh?

—Eso es lo que iba a deciros. Ya que me habéis adelantado la ocasión, no tengo más remedio que abordarla y decidirla.

—Irte a vivir... ¿adónde? —deletreó el padre.

—Al centro. En un apartamento.

—¿Oyes, María?

—Papá.

—María, que yo termino volviéndome loco.

—Si no razonamos sosegadamente, no puedo continuar. Con tus gritos me aturdes, papá.

—Pero, ¿cómo quieres que no los dé? ¿Qué campanada es ésa? ¿Acaso te olvidas de quién eres hija, del nombre que te obliga, de...?

Marcela también se había levantado.

La madre estaba tan asombrada que no daba crédito a lo que oía.

—Escuchad —y les apuntó con el fino dedo enhiesto—. Tengo veintiún años. Una profesión bien remunerada. Deseo conocerme a mí misma, aclarar mis ideas. No vivo con vuestros prejuicios, ni con vuestras creencias, ni con vuestros métodos. Yo tengo los propios de mi generación. Me gustaría que entendierais todo esto. Que no me obligarais a hacer las cosas en contra de vuestra voluntad. Yo tengo mi vida, mamá. No me mires con ese espanto. Tengo, pues, todo el derecho del mundo a hacer lo que crea más conveniente, pero nunca porque a vosotros os interese. No voy a usar el tópico de que me habéis traído al mundo sin que yo lo pidiera. Sería injusto. He sido feliz a vuestro lado, os quiero muchísimo. Ahora, después de cuatro años de relaciones, me decís que debo casarme, y que si no me caso, quedaré marcada para el resto de mi vida. Eso era antes, mamá, y si fuese hoy para vuestra generación que sería la que me juzgase, no me importa. No me importa en absoluto.

—Marcela.

—Papá, te estoy dando explicaciones. Sé que os daño. Pero... ¿no os dañaría más si de súbito, dentro de un año o dos, os dijera que me iba a divorciar? Mirad, si tuviéramos seis vidas, os cedería ésta y me quedaría con las otras cinco. Pero sólo tengo una, y todo el derecho del mundo a vivirla como quiera. Como yo entienda que vivo mejor. Os diré, además, que tanto dinero, tanto poderío, tanto nombre, no sirve de nada, cuando se ven tantos dolores, tantos desgarros, tantas muertes inesperadas e injustas a los ojos de los humanos, de su entendimiento lógico. No me miréis así; no soy un monstruo. No quisiera pareceros injusta, porque no lo soy. Pero ante la duda, ante tanto como me disteis, ante una vida cómoda como la que yo he llevado, no puedo ser yo si la acepto así, sin probar antes otra.

—Estamos anonadados —dijo la madre, entendiendo en parte la postura de su hija.

—Estamos indignados —gritó el padre.

—Calma, Gerardo. Deja que Marcela se explique.

—¿Qué explicación ni qué niño muerto? Ella tiene un deber que cumplir.

—¿Matarme en vida, papá? ¿Sacrificar mis ideales más sinceros? ¿Venderme por unas tierras?

—¡Marcela, no todo el mundo nace en una cuna como la tuya, y cuando se nace así, uno tiene deberes y responsabilidades!

—Lo entiendo. Pero antes de asumirlas, quiero vivir a mi manera.

—Que es sola, en un apartamento. ¿He oído bien, Marcela?

—Has oído bien, papá.

—Tú estás loca.

Marcela se encaminó a la puerta.

—Lo siento. No entendéis. Considero estúpido seguir hablando.