19
Fue a media mañana, ella aún no había salido de su cuarto, cuando sonó el timbre del teléfono de su alcoba.
—Sí, dígame.
—Soy yo, Marcela.
—¡Lucas!
—Tenías razón. Nuestros exámenes de estudiantes fueron estúpidos. Acabo de venir de los laboratorios. Todos dieron positivo.
—¡Oh!
—Mira, hay que asumir la responsabilidad. El hecho de tener un hijo contigo me llena de felicidad, pero... Tú sabes ya qué peros estoy poniendo y a lo que me refiero.
—Sí, sí, Lucas.
—Pues tú, tranquila, que yo soy lo bastante hombre para decírselo todo a tus padres. No voy a ocultar nada, y si tenemos un hijo negro... sólo tú y yo sabremos que eso supone una tremenda contrariedad, y no por nosotros, sino por el hijo mismo.
—¿Estás seguro de tus orígenes?
—Segurísimo. De mi esterilidad no tanto, y ahora, claro ya, sé que nos hemos jugado demasiadas cosas haciendo experimentos. Y que todo fue demasiado absurdo. Antes de casarme contigo, debí someterme a estos exámenes y exploraciones. Pero no se me ocurrió.
—Ven a casa tan pronto puedas, Lucas.
—Estás muy disgustada, ¿verdad?
—Nada.
—¿Nada?
—En absoluto. Será nuestro hijo, y lo vamos a querer como queremos a Luis y a Neni. Los tres serán iguales, y si tenemos uno de color, ¿qué diferencia existe? A fin de cuentas es de los dos y de esos momentos tan deliciosos disfrutados juntos. Lucas, ven en cuanto puedas. Te necesito, y te diré más. Esta tarde estaré allí donde tú sabes.
—¡Marcela!
—Te amo, Lucas. Con todo lo que lleves encima, que a mí me importa un rábano.
—¿Y tus padres?
—Hay que asumir la realidad y decir todo cuanto tú sabes de ti mismo y tus antepasados. Y si mis padres no desean un nieto diferente, nos iremos.
—Tu padre es encantador, Marcela.
—No sé cómo será ante esa realidad que ambos, deliberadamente, ocultamos por considerar que no era necesario. Pero las cosas han cambiado, e igual que voy a tener un hijo, puedo tener media docena, y eso ya será diferente para mis padres. Te admiran y te quieren, pero...
—Temes que no me acepten.
—No lo sé, Lucas. Pero tú ponte en lo peor.
—De acuerdo. Seré sincero. Y me confesaré ante tu padre, pero, si te apetece, diles ya que vas a ser madre, que mi esterilidad fue fruto de una imaginación de estúpidos estudiantes. No me duele ni me pesa. Por ti daría mi vida, pero también quisiera conservar a tus padres, Marcela. A ti te admiran. Háblales; sé sincera. No ocultes nada. Yo estaré ahí tan pronto salga del hospital. Te aseguro que conversaré con tu padre, y no pienso ocultar mi origen. Que si bien es el que tú sabes, también puede ocurrir que todo sea tan viejo que ya no queden genes de ningún tipo en cuanto a un pasado que ni yo mismo sé de cuándo procede.
—No te aflijas por eso, Lucas. Que no te aflija nada. Yo te amo, y estaré en aquel lugar que tú sabes, al anochecer. Mi padre puede optar por dos cosas. O perderme con toda mi prole o aceptarnos tal cual somos.
—Gracias, Marcela.
—Hasta pronto.
Colgó el aparato telefónico y se quedó en el lecho oyendo los gritos de sus hijos adoptivos, que jugaban con la nurse en el jardín, y a sus padres conversando en voz baja, cuyas voces llegaban de la terraza.
Decidió abordar el asunto, asumirlo todo como hizo en su momento, cuando dejó plantado a David. Supo entonces cuánto daño les había hecho, pero también supo cuándo éste se disipó. Unas tierras más o menos, teniendo ellos tantas y siendo el mejor ganadero de la comarca resultaba necio sacrificar la vida de una hija a un amor que ya no existía.
Se levantó perezosa. No se sentía muy bien de salud, dado que llevaba un embarazo encima, pero eso era lo de menos. Porque lo esencial era que ella y Lucas estuvieran de acuerdo, y lo estaban en todos los detalles, fueran estos negativos o positivos para los demás. Porque lo primordial eran ellos mismos.
Se duchó con calma y dejando que el agua resbalara por su cuerpo y la azotara. Una cosa tenía clara, y sabía que Lucas también la tenía, aunque ella aún no se la hubiese dicho. Que dejaría el hospital, que se dedicaría a ser madre, ama de casa, esposa de su marido. Y hasta veía a Lucas prescindiendo de su puesto en el hospital como jefe de equipo y convirtiéndose en ganadero. Sin lugar a dudas, la frustración de Lucas fue toda su vida la ganadería, a la cual no había accedido por convertirse en médico. Pero entre su vocación de tal y su afición al campo, ganaba lo último; estaba claro por su forma de comportarse.
* * *
—Mira —siseó Gerardo, mostrándole otro pliego anónimo a su esposa—. Es lo mismo o parecido.
—Y dice...
—Lo que tú ya sabes. Que Lucas tiene orígenes algo extraños y que Marcela está embarazada. Según parece, la esterilidad de Lucas fue cosa de estudiantes, y como él, en el fondo la deseaba, pues se aferró a ella.
—¿Y qué harás tú, Gerardo?
—Esperar.
Apareció Marcela en la terraza. Aún llevaba el cabello espigoso tirando a cobre, mojado, y las facciones algo desfiguradas. Gerardo pensó: «Eso es cierto. Está embarazada».
María se levantó, fue hacia ella y la besó con suma ternura.
Marcela pensó: «Lo saben, lo adivinan o alguien se lo dijo».
Pero guardó silencio. Remi le sirvió el desayuno y, entre sus padres, tomó el zumo, después el café con tostadas y mantequilla, mientras miraba, arrobada, cómo los niños jugaban con la nurse, yéndose patio abajo tras una pelota.
—Son divinos, ¿verdad? —comentó la madre, interrogante.
—Preciosos, mamá.
—¿Es que ya no vas al hospital? —preguntó el padre mansamente.
—No sé si volveré. Os tengo que dar una noticia.
—¡Oh!
—¡Ah!
—Estoy embarazada. Lo de Lucas era falso. Cosas de estudiantes. Se hizo un reconocimiento esta mañana. No hay nada de esterilidad.
—Marcela, eso es fantástico.
—Sí, papá, pero yo deseo que Luis y Neni sean en esta casa dos hijos más, aparte del que voy a tener.
—¿Y quién lo duda?
—Lo digo por si en vosotros cabe esa duda.
—Mira, Marcela —dijo el padre con acento extraño, pero sin decir cuánto de más sabía sobre aquel asunto anunciado por los anónimos—, tus hijos, tanto los que ya tenemos aquí, como el que venga, y si vienen media docena mejor, serán igual. Tú vive tranquila.
No, mucho menos que eso. Faltaba lo peor, y no sabía aún cómo lo tomarían sus padres. Lo peor de todo sería cuando naciera el hijo. Porque, tal cual ella conocía a sus padres, si era de color, sería como un trauma, como una vejación.
Pero no pensaba hablar de ello, porque, a fin de cuentas, Lucas era lo bastante hombre para abordar aquellos asuntos. Sabía, además, que los abordaría sin preámbulos, y que cada cual tomara las determinaciones que considerara oportunas. Ella no renunciaría jamás a Lucas. Y si tenía que irse con sus hijos adoptivos y el suyo propio, o veinte más que tuviera, lo dejaría todo para seguir a su marido.
Estuvo a punto de contarles toda la realidad, pero sabía que, de ser alguien sincero allí, habría de ser Lucas, y no permitiría que ella sufriera por dejar patente una verdad que conformaba y compendiaba la vida de su marido.
Por eso quizá, una vez desayunada, se fue a jugar con Luis y Neni, y con la nurse, que, por ser joven, aunque inglesa, conociendo mucho de español, jugaba con los niños como si fuera una más.
Lucas no acudió a la hora de almorzar. No siempre acudía, pero a las cuatro, cuando retornaba, solía irse al campo con su padre, ambos a caballo y ambos compenetrados.
Esa tarde decidió ir a la casita ubicada en la bifurcación, que estaba llena de hierba seca y olía a campo, a flores, a veces a humedad, y otras veces a tierra mojada, que para ella resultaba enervante.
Se ponía el sol. Se oían, lejanas, las voces de los braceros, que se iban cada cual a sus casas, alzadas en la colina y que dependían de la hacienda de su padre. Mientras se estiraba en la hierba, pensó: «Un día quizá tenga que irme con todo mi bagaje, pero me iré sin dudar. Lucas es para mí lo más extraordinario, y si papá lo despide por tener un origen muy particular, peor para mi padre, porque yo seguiré a Lucas al fin del mundo».
Eso lo tenía muy claro, tanto que cuanto más pensaba en ello, más deseaba que Lucas, al fin, le dijera la verdad a su padre. Porque, si no tuviera hijos, esa verdad podía callarse, pero, existiendo éstos, ya no podía callarse nada.
Oyó el trote del caballo y se incorporó un poco en la yerba.
En seguida apareció Lucas mirando aquí y allá y gritando:
—Marcela.
—Estoy aquí.
Lucas fue hacia ella y cayó a su lado.
—No he dicho nada aún. Esperaba verte. Pero esta noche lo digo todo, no pienso callarme nada —mientras decía esto cayó junto a ella y se revolcaron los dos en las pajas secas que olían a verano, a flores, a esa yerba seca que tiene un olor especial—. Cariño... saben que estás embarazada y que mi esterilidad era fruto de unos estudiantes sabihondos que sabían muy poco.
—Sí.
—¿Y has dicho todo lo demás?
—Eso queda para ti.
—Lo diré, lo diré. Pero ahora no diré nada. Estoy aquí contigo, y me gusta estar y me entra una inefable necesidad de estar...
Y estaba. Y allí, de no hallarse Marcela embarazada, se podría fraguar otro hijo.
Anochecía ya cuando Lucas dijo:
—¿Y si no aceptan la realidad?
—Tomaremos de la mano a la nurse y a los niños y nos iremos.
—Dejándolo todo atrás.
—Todo, Lucas. ¡Todo! Y lo siento por ellos.
—Pero es que aún no puedes juzgarles.
—Tú me dirás cuándo puedo.
—Les conoces mejor que yo.
—Sí, y pienso que cedieron temiendo perderme, pero aceptar un nieto negro, no estoy segura.
—¿Y por qué ha de ser negro?
—¿Y por qué no?
Lucas se quedó desmadejado y dijo, apretándose contra ella y hundiéndose ambos en la yerba seca:
—¿Y por qué no? Tienes razón, ¿y por qué no?