XVI
No esperaba ver a tía Ingrid allí, cuando se levantó ya muy entrada la mañana.
—Mildred —dijo ésta, como si la estuviera esperando tras la puerta.
Mildred retrocedió y la dama fue tras ella y cerró la puerta.
—He venido hace un instante. Fue a buscarme la avioneta particular de Gary.
—¡Ah!
—Mildred, ya sé que os habéis casado.
—Sí —admitió ella a lo tonto, dejándose caer en el borde del lecho—. Sí.
—Gary fue a buscarte aquella noche... Me lo contó todo.
—¿Todo?
¿También aquello?
No. Estaba segura de que no.
Tía Ingrid la tranquilizó, sin darse cuenta de que lo hacía.
—Ya sé que estuviste en su apartamento y discutisteis. Ya sé que tú le dijiste que fe querías... Supe también que no estabais casados. Y que vino aquí en tu seguimiento, dispuesto a casarse contigo.
—Tengo... tengo apetito —dijo ella, deseosa de cortar aquella perorata de su tía—. Iré al comedor.
—Gary dejó esto para ti.
—¿Qué?
Y sin darse cuenta, buscaba afanosa el objeto dejado por Gary.
—Es una nota —apuntó la dama, entregándole un sobre cerrado—. No quiso despertarte. Le han llamado de Ratón. Una ciudad donde él tiene intereses. Me dijo que... Jeremías, el piloto, te llevaría allí, si quieres ir a reunirte con él. Tardará una semana en volver.
El sobre cerrado temblaba entre sus dedos. Su voz sonó un poco ronca, trémula al rogar a su tía:
—¿Quieres... quieres dejarme sola un momento, tía Ingrid?
La dama la conocía bien. Sabía que estaba pasando por un momento decisivo en su vida.
Por eso se apresuró a ponerse en pie, murmurando:
—Lee la carta y después... haz lo que te dicte tu corazón, no tu orgullo ni tu amor propio de mujer, querida mía. No olvides que la felicidad carece de orgullo.
No respondió.
Al romper la nema salió un pliego pequeño, con unas pocas líneas.
Tía Ingrid ya no estaba allí. En aquel instante la pureta se cerraba tras ella.
Los ojos color turques leían con anhelosa avidez:
«Muchachita querida: Tengo que salir. En Ratón tengo asuntos muy importantes. Es un pueblo pequeño, no más de veinte mil habitantes. Dispongo de un bungalow para mi uso exclusivo. Fui a tu alcoba a pedirte que me acompañaras, pero... estabas tan profundamente dormida... Te besé en la frente, ¿sabes? No pude evitarlo. Tú sólo moviste los párpados, pero no llegaste a abrirlos. Por favor, ven a reunirte conmigo a Ratón. Jeremías, mi piloto particular, te llevará a mi lado. Perdóname el daño que te hice. Piensa que a mi lado aprendiste a ser otra mujer. La que yo deseaba para madre de mis hijos. Mildred, te lo ruego, olvídate de todo y piensa que estamos casados, que somos jóvenes, que nos queremos con intensidad. No me dejes solo aquí una semana, piensa que me será imposible moverme en ese tiempo y me será sumamente duro vivir sin ti. Por favor, ven. Te amo, Mildred. Como jamás amé a mujer alguna, porque el destino debía tenernos reservados el uno para el otro, como soñaron nuestros tíos. Ven, querida mía, muchachita sensible. Ven.
»Gary.»
El pliego quedó abierto ante los ojos color turquesa, muy abiertos, anegados en llanto.
¿Podía evadirse? ¿Y a qué fin? ¿Por qué? Le amaba y era su maridó...
Llevó los dedos a las sienes.
Casi en aquel mismo momento se abrió la puerta, y apareció, deslizándose suavemente, tía Ingrid.
—¿Te... te preparo la maleta, Mildred? —preguntó quedamente, tocándole el hombro.
Se sobresaltó.
Alzó el rostro palidísimo, donde los labios se movían convulsamente.
—Pues... pues...
—Te... la preparo, ¿verdad?
No podía hablar. Aunque quisiera, le era de todo punto imposible.
Por eso asintió con un breve y torpe movimiento de cabeza.
Tía Ingrid, como si le inyectaran dinamita, empezó a ir de un lado a otro, metiendo en la pequeña maleta todo aquello que consideraba que necesitaría su sobrina. De vez en cuando levantaba la cabeza y la miraba fijamente por una fracción de segundo, para luego continuar en su labor.
Cuando todo estuvo listo, se acercó a la jovencita sensitiva que seguía inmóvil, sentada en el borde del lecho.
—¿Te... te ayudo a vestirte, Mildred, querida mía?
—Sí..., sí...
Y como un autómata se dejó ayudar, sin saber aún lo que hacía realmente, y cuando quiso darse cuenta, volaba en la avioneta particular de su marido en compañía de Jeremías, el maduro piloto que hablaba sin cesar, como si pretendiera entretenerla.
* * *
El avión tomó tierra. Anochecía ya. Se divisaban muchas luces de colores en torno al pequeño campo de aterrizaje.
Jeremías explicó:
—Es un pueblo bonito, mistress Browne. Y muy pintoresco. ¿Ve esas luces? Pertenecen a tiendas y a bungalows de los hombres que trabajan para míster Browne. Todos le queremos mucho, ¿sabe usted? Es bueno para sus empleados y no explota a nadie.
—Ya...
Su voz sonaba hueca, rara.
Una sombra se destacó en la oscuridad. Caminaba presurosa. Alta y flaca, vestida correctamente de oscuro, parecía llenar aquella parte sombría y vacía del aeropuerto.
—Buenas noches —saludó Gary, mirando rápidamente a Jeremías y después fijando los ojos anhelantes en el rostro suave de Mildred. Le pasó un brazo por los hombros, se inclinó mucho hacia ella—. ¿Te has mareado, querida?
—No.., no...
—Vamos —miró de nuevo a Jeremías—. Puede regresar, Jer. Vuelva de hoy en ocho días. Me es imposible moverme de aquí en ese tiempo.
Al hablar, como si no hiciera nada, atraía a Mildred hacia sí, de tal modo que casi la tenía fundida en él.
Jeremías subió de nuevo a la avioneta, y cuando ésta se remontó en el aire, Gary miró nuevamente a su esposa.
—¿Vamos, Mildred?
—Sí, sí.
—No necesitamos el auto —dijo él alegremente, sin dar muestras de impaciencia—. Tenemos la cabaña a dos pasos. Te gustará. Estaremos solos, ¿sabes? Nunca deseé en mi cabaña gente extraña —caminaban ya por un estrecho sendero, paralelo al bloque, que era el pueblo al otro extremo—. Por las mañanas, casi al mediodía, me arregla el bungalow una mujer. Como con los obreros en los comedores de la empresa, y no tengo necesidad de personas ajenas en mi intimidad.
—No es un pueblo grande —dijo ella tímidamente, como si quisiera detener el tiempo.
—Es muy bonito. Hubo una pequeña huelga entre los obreros —explicó al tiempo de fundirla más contra sí— y he tenido que venir a calmar los ánimos. Sólo se trataba de un capataz tirano, al que ellos no querían aquí. No tuve más remedio que enviarlo esta mañana a Santa Fe, donde le emplearé en una mina.
—Te ocupas tú de todo...
—Tengo quien lo haga, pero prefiero intervenir por mí mismo —y con suavidad, inclinándose mucho hacia ella, hasta meter su rostro bajo el de Mildred—: Por eso desaparecía tantas veces de Fort-Worth. Tenía mi avioneta en un campo, al final del estado de Texas, y me trasladaba a Nuevo México rápidamente.
Se detuvo ante el bungalow. Ni una frase aludiendo al pasado. Sólo aquello, que no decía nada en realidad. No estaba dispuesto a remover cenizas apagadas, El presente y el futuro era lo único que le interesaba.
—¿Y mi maleta? —preguntó ella de súbito, entrando en la cabaña.
—La trae ahí un chico —se volvió en redondo—. Pasamuchacho. Deja ahi la maleta —metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas—. Toma, Gracias.
El muchacho dejó la maleta en el suelo, junto a un ancho sofá y se fue silbando. Gary encendió una luz azulosa y cerró la puerta.
—¿Qué te parece esto? —preguntó riendo.
Esto era un lugar como el de las mil y una noche. Cojines, divanes, alfombras, tapices por las paredes, muebles rústicos bellamente tallados. Luces indirectas...
Mildred parpadeó:
—Es... es...
No sabia terminar.
El se le acercó por la espalda y le quitó el abrigo.
—Deja... Puedo yo...
—Estás temblando.
Lo estaba.
Sola con él, allí. Era Una inquietud indescriptible y un placer hondo y voluptuoso.
Gary reía quedamente, metiendo la cabeza en su garganta.
—Sabía —dijo al fin—. Sabía... que vendrías...
—Sí.
Le quitaba la chaqueta.
Sus brazos se elevaron, se enredaron en el cuello de Gary. Y sus labios se abrieron para recibir aquellos besos...
—Mildred —exclamó él como enloquecido—. Mildred mía... Yo... yo... te hice sufrir, pero... pero...
—Calla. Calla ahora.
—Es que tengo que decirte...
¿Decirle?
¿Podían decirse algo en aquel instante, que no estuvíera dicho ya?
—Apaga la luz —dijo ella en un susurro—. Me da mucha vergüenza estar aquí contigo. Mucha vergüenza, Gary.
El apagó la luz. Y al volver a deslizarse a su lado, dijo bajísimo:
—¿Así?
—Sí.
—¿Quieres que te hable de por qué fui a Fort-Worth con una certificación matrimonial?
—No.
—¿No?
—Ahora... no.
—Mi tío decía siempre que eras una chica caprichosa. Cuando fui allí y supe que te casabas... ¿No me oyes?
—Sí.
—Estás tan quietecita...
—Es que... es que...
Su voz se ahogaba.
Gary le cerró la boca. Y allí, así, murmuró como un balbuceo:
—Sé lo que es. Lo sé...
Y en la penumbra, en mucho rato, sólo se oyó una vocecilla suave que decía:
—Gary..., soy feliz junto a ti. Soy... soy... muy feliz...
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