VIII
Marga Dayton, muy amiga de Mildred, pasó a verla aquella tarde.
Gray Browne, sin tener más enfrentamientos con ella, salió de viaje en dirección a San Antonio, según dijo su tía, aquel mismo amanecer. Lo que la tía no le dijo a su sobrina, fue que hubo de admitir el dinero que Gary le daba, o exponerse a armar un escándalo. Lo tomó, pues, y pagó algunas deudas que tenían, y lo demás lo dejó para ayudar al presupuesto familiar.
Gary le dijo al marcharse:
—Es difícil reeducar a una mujer, tía Ingrid. Pero yo lo voy a conseguir antes de dejaros tranquilas.
Tía Ingrid, la verdad, no quería que se fuera. No, ya no lo deseaba.
Pero tampoco eso lo dijo.
A las once, inesperadamente, Marga se presentó en el palacete de los Hallivand, deseosa, según dijo, de saber cómo iba Mildred de su enfermedad nerviosa.
—Siéntate, Marga —invitó Mildred en su papel de muchacha enferma, pero dignísima—. Me encuentro algo mejor, pero no en situación de casarme. Jerry y yo hemos decidido atrasar la boda unos meses. Jerry se fue a Montana el otro día, y yo aquí sigo mi cura de reposo...
—Ya sé que tenéis un pariente en casa —apuntó Marga divertida—. Es un tipo estupendo.
Lo que no esperaba Mildred es que los demás supiesen aquel asunto del pariente.
—Sí —admitió cautelosa—. ¿Lo conoces?
—¿Así, pues, tú no sabías que conocíamos a Gary? Claro que sí, mujer. Es de nuestra pandilla.
¿Que decía?
—Se sentó entre nosotros. Nos dijo unas cuantas, lindezas y todas estamos un poco chifladas por él.
Le molestó.
Hondamente.
No pensaba dejarlo así. Al fin y al cabo era su marido, según él decía, y algún día quizá se supiera en la ciudad, y no estaba dispuesta a permitir que él la dejara en ridículo, haciéndose ver y compartiendo la tertulia con sus amigos.
Marga siguió hablando entusiasmada del pariente de su tía, y al final, ya cuando se despedía, dijo con acento confidencial:
—¿Sabes? No lo digas a nadie, pero a mí... —se ruborizó—. Bueno, a ti puedo decírtelo. A mí me gusta mucho, ¿comprendes? Sé que no es ningún personaje, que su profesión es vulgar, pero, según dijo mi padre, que lo conoció en el club y jugó con él varias partidas de billar, es un tipo interesante, con recursos múltiples, y además tiene unas representaciones admirables. Bueno —añadió, ante el pasivo silencio de Mildred—. Me llamarás tonta, pero... es la primera vez que me intereso de veras por un chico. Es tan guapo y tan... tan... varonil.
Mildred seguía muda. Se diría que en aquel instante la privaban del don de la palabra.
—¿Te molesta? —preguntó cortada—. La verdad, yo...
Mildred le puso una mano en el hombro.
—No me molesta, Marga... Lo que no comprendo es cómo puede gustarte un tipo tan extravagante.
—¿Lo dices por la indumentaria? Yo no taso a los hombres por sus ropas, Mildred.
Esta se mordió los labios.
Pensó que en realidad, ella tampoco debiera tasarlos, pero... a Gary Browne, suponiendo que regresara aquel día a la hora de costumbre, cuando regresaba.
Pero Gary no regresó aquel día, ni al siguiente, ni durante toda la semana.
No lo mencionaba. Antes se hubiera dejado matar que mencionar a Gary ante su tía. No obstante, pensaba continuamente qué podría pasarle para estar ausente semana y media.
Pero aquella noche tia Ingrid no podía más, y cuando se retiraron al living después de la comida, hizo un comentario que quemaba sus labios desde varios días antes.
—¿No... volverá?
No era preciso pronunciar nombres. Ambas sabían a quién se referían.
—Ojalá.
—Mildred, ¿quieres que te sea sincera?
No deseaba que fuera sincera. Ya sabía lo que iba a decir. Pero se alzó de hombros con indiferencia aquiescente.
—Lo echo de menos —apuntó la dama—. No lo puedo remediar. Y, ¿sabes otra cosa? Desde que despedimos al mayordomo y a la señorita del comedor y la del teléfono, vivo más tranquila.
—¿No tienes miedo de que hablen?
—No lo harán. Los coloqué en casa de una amiga mía íntima, que sabe todo el asunto.
—Tía Ingrid...
—Sé bien lo que me hago. Pero ahora no iba a hablarte de los criados, sino de míster Browne. ¿Sabes que sale por las noches y juega en el Casino con los grandes caciques? ¿Sabes que en todos los comercios le estiman?
No quería saber nada de aquello. No quería hablar de nada que se relacionara con Gary Browne. Empezaba a perturbarla la presencia de aquel hombre en su casa, y tenía que luchar contra ello fuera comb fuera y costara lo que costara.
Tía Ingrid, eq vista de su mutismo, se despidió, yéndose a su cuarto.
Ella se quedó en el living y oyó, cosa de media hora después, cuando se hallaba enfrascada en sus turbulentos pensamientos, el motor del auto entrando en el parque.
Esperó. Inmutable en apariencia. Terriblemente rígida. Pálida incluso, pero aparentemente serena.
* * *
Gary entró sin hacer ruido. Vio luz por debajo de la puerta del living y se encaminó hacia allí, luego de dejar la visera, el maletín y el portafolios sobre una silla del vestíbulo.
Caminó sin hacer ruido, con su indolencia habitual. Con el pitillo ladeado en la boca, los negros cabellos alborotados y los ojos rutilantes como ascuas.
Empujó la puerta y al verla sentada en una esquina del diván, con las piernas encogidas y las chinelas, como siempre, en el suelo, dijo sin gritar:
—Buenas noches.
—Buenas.
Gary miró en torno.
—¿Ya se retiró tía Ingrid?
—Ya.
No parecía dispuesto a dar explicaciones por aquella semana y media de ausencia. Por lo visto, él podía hacer lo que le acomodara, y ellas tenían que estar allí esperándole.
—Voy a pasar —dijo él riendo, con aquella risa que así, de momento, parecía la de un niño, pero que en seguida se percibía bien adulta—. Vengo cansado. ¿Te molesta que me siente un rato? El que emplee en terminar el cigarrillo.
Mildred se alzó de hombros.
Gary se derrumbó en una butaca frente a ella. Pero, Y no supo cómo hizo, fue esccurriéndose hasta la alfombra y quedó sentado allí, con las piernas a la usanza mora, y con las chinelas femeninas entre los dedos. Tenía que levantar la cabeza para mirar a Mildred, y lo hacía con la mayor naturalidad.
—Supongo que no volvería Jerry —dijo él sin dejar de reír ni de sobar las chinelas.
—Deje usted las chinelas en paz —pidió Mildred secamente— y olvídese de mi prometido.
—Eso no es posible, querida mía. Me refiero, naturalmente, a lo segundo. Al fin y al cabo soy tu marido, aunque no duerma contigo.
—Es usted un grosero.
—¿Porque uso las palabras corrientes del diccionario?
—Porque hace usted mención de cosas que no van a ocurrir.
—¿Estás segura?
—Míster Browne...
—No seas tan solemne, Mildred —susurró él suavemente—. Te aseguro que no te va ese aire de dama ofendida. ¡Eres tan joven y tan bella!
—¿Es eso lo que le dice a Marga Dayton?
Nada más decirlo le pesó. Pero no era posible retirar las palabras dichas con toda ira.
Gary dejó de reír y posó las chinelas en el suelo. Después quitó el pitillo de los labios, y sin dejar de mirarla susurró:
—Se diría que te molesta...
Mildred ya no podía retroceder. Le molestaba, sí. ¿Por qué razón? Cualquiera lo sabía.
Fríamente dijo:
—Es indignante que un hombre que dice estar, casado, comparta, la tertulia de los solteros, y encima le haga la corte a la chica más rica de la ciudad.
Gary no se quedó sentado. No podía. Le divertía aquella situación. ¿Qué le pasaba a Mildred? ¿Qué ocurría con su orgullo, que así se ponía de manifiesto, humillándose a sí mismo?
Puesto en pie, se dejó caer de nuevo con un suspiro, frente a ella, y estiró las piernas sin mucha corrección.
—No sabía que ello te molestara —dijo riendo.
—En absoluto. Me fastidia que un tipo como usted, un vulgar cazadotes, le haga la corte a una chica que no está sobrada de belleza, sólo por salir de su mediocridad.
Gary Browne no se inmutó demasiado. Estiró y encogió las piernas con ademán indolente. Se levantó después, fue hacia el bar, se sirvió una copa y regresó junto a ella, con la copa llena en la mano.
—Te voy a decir una cosa, Mildred. Sólo una, que espero te sirva de lección para el futuro. Eres bella. Fabulosamente bella. Eres joven y los hombres superficiales te codician... Mucho, ¿no es así? Tú lo sabes. Esas cosas siempre las saben las propias mujeres antes que nadie. Marga Dayton no es bella, pero tiene algo de lo que tú careces. Bondad, humanidad, dignidad. Ella no se casaría jamás por dinero. Ella no sería capaz de hacer una comedia. De engañar a un tipo absurdo como Jerry Mitchel. Ya ves, yo no tengo dinero, y según tú te explicas, ella se fijó en mí. Yo sólo me fijo en ella como mujer digna de llevar el mejor marido.
No supo qué decir. Quisiera decir un montón de cosas, pero Gary Browne, despreciativo, no se lo permitió.
Se encaminó a la puerta, tras de depositar la copa vacía en la mesa de centro, y se alejó sin volver la cabeza.
Mildred Hallivand se sintió, no supo por qué razón, menguada y sola. Absurda, dentro de aquella situación a todas luces ridícula.