VII

Llovió al atardecer, y si bien al anochecer no llovía, las calles aún permanecían húmedas.

Mildred, que se hallaba en la terraza, tendida en una extensible, discutía con su tía en aquel instante. Su voz era seca, y a veces alterada, pero las bellas facciones de su rostro guardaban una armonía total. El malhumor, si existía irradiaba de dentro y se detenía en los labios.

—No nos hacía ninguna falta el mayordomo, Mildred —adujo la dama persuasiva—. Lo despedí. E igual hice con la señorita de comedor, que, dicho sea de paso, no hacía nada en absoluto, y la encargada del teléfono. Nos hemos quedado con la cocinera y la doncella.

—Tía Ingrid, esta casa es mía y en ella ordeno y mando yo. Te ruego que busques a los tres criados despedidos y los readmitas de nuevo.

Tía Ingrid no pensaba hacerlo. A decir verdad, se sentía mucho más a gusto en el palacio desde que despidió a los criados inútiles que no hacían más que criticar a sus amos en el cuarto de plancha.

Iba a responder a tal fin, cuando un «Ford», viejo y destartalado, de dos plazas, frenó ante la casa. Tanto Mildred como Ingrid vieron cómo descendía Gary y cómo él mismo abría la verja, y cómo subía al auto de nuevo, lo introducía en el parque, volvía a descender del auto, cerraba la verja y tras de recoger el portafolios y un maletín, se dirigía canturreando hacia la terraza.

Ingrid se apresuró a desaparecer, pero Mildred, dentro de su mayestático orgullo, se quedó donde estaba, fumando y con una pierna cruzada sobre la otra.

Vestía un modelo de tarde que Gary, buen conocedor de la mujer y todas sus habituales costumbres, aunque pareciera lo contrario, calculó de muy alto costo. Calzaba zapatos altos y el cabello, de un castaño claro, lo peinaba hacia arriba, formando un moño, haciendo más madura su expresión.

Bella en verdad. Fabulosamente atractiva, pero Gary, pese a pensarlo así, no expresó nada de cuanto sentía.

—Hola —saludó alegremente—. Uno llega a casa y gusta de ver a la esposa esperándole.

Mildred saltó como si la pincharan.

—No le esperaba.

Por toda respuesta, Gary se sentó a su lado en una hamaca, y sin mediar palabra alguna, sin que ella se percatara de su intención, le asió la fina mano y la apretó cálidamente entre las suyas.

—¿Qué hace usted? ¿Cómo se atreve?

Gary tan tranquilo.

La miraba sonriente. Tenía un rostro moreno y simpático y una boca que al hablar, parecía besar amorosamente.

—Me da gusto tener tu mano entre las mías —dijo bajo—. Mucho gusto.

Ella trató de rescatar su mano. Forcejearon uno y otro, hasta el punto que, en un momento dado, ambos quedaron peligrosamente juntos. Y fue entonces cuando Gary, como si no hiciera nada, besó a Mildred en la mejilla.

—¿Cómo... cómo se atreve?

Gary conocía bien a las mujeres. Supo en aquel instante que a Mildred no la besó jamás hombre alguno. Ni Jerry, por supuesto. Ello le causó cierto asombro. Pero, como si no experimentara tal, como si aquello que hacía careciera de importancia, alzó su mano y la puso en el hombro femenino. Ella se estremeció de pies a cabeza.

Hubo un parpadeo, un balbuceo, y después, Gary, con una habilidad muy natural de su masculinidad, le apoyó la cabeza en el respaldo de la hamaca, y así, cerca de ella como estaba, casi sobre ella, diremos mejor, buscó sus ojos.

—Es usted... es... es...

—Soy un hombre joven, Mildred —dijo Gary, sin apartarse un milímetro—. Un hombre joven que, sin que tú te des cuenta, perturba un poco tu propia juventud.

—Un... un... fanfarrón.

El rió.

Así, sobre sus labios. Sin rozarlos aún. No había en su mirada ni en su postura morbosidad ni deseo, ni siquiera pasión. Pero sí había algo íntimo, hondo, como una necesidad.

Ella le puso las dos manos en el pecho. Intentaba por todos los medios apartarlo de sí, pero Gary aplastó aquellas dos manos entre los bustos de ambos, y como si no hiciera nada, con una suavidad desconcertante en un tipo de hombre como él, buscó sus labios.

Notó el asombro de los labios femeninos y después la ira, y luego... una extraña inmovilidad que causó en él un goce íntimo indescriptible. La estuvo besando un largo rato. La apartaba un poco y buscaba sus ojos, y como ella los mantenía cerrados, Gary volvía a besarla.

Y después, cuando él por tercera vez intentaba besarla de nuevo, Mildred lo empujó y se puso en pie pálida, roja, descompuesta.

—Es usted un... un...

Apretó los labios.

—Un...

Gary la miraba cálidamente, riendo, con esa risa joven del hombre joven sin prejuicios, al que hace gracia el asombro de una mujer y su balbuceo.

—Un...

—Dilo, mujer —exclamó él riendo—. Dilo.

Pero ella no podía decirlo.

Ella echó a correr hacia la casa, con las dos manos apretadas en la boca.

Y Gary se quedó allí, aparentemente tranquilo, encendiendo un cigarrillo y canturreando una cancioncilla de moda.

* * *

No respiraba. No era capaz de tomar aliento.

Tía Ingrid, asombrada, la miraba entre nerviosa y ansiosa.

—¿Puedo saber lo que te ha ocurrido? Estaba en el vestíbulo cuando te vi cruzar éste como un meteoro, y te seguí. Puedes dejar de pasear la estancia y restregarte la boca.

—Me ha besado —gritó Mildred descompuesta, deteniéndose.

Tía Ingrid abrió la suya de un palmo.

—Oh.

—¿Te das cuenta? Dice que no le gusto. ¿Me oyes? Lo dice y, sin embargo...

La dama se aproximó a ella muy despacio, sin dejar de mirarla escrutadoramente.

—Mildred —exclamó bajo—. ¿Qué te pasa? Me asombras, querida. Tú, tan ecuánime, perdiendo los estribos, y además diciendo que.... le gustas. ¿Es que deseas gustarle?

Todo el ímpetu, la rabia, el coraje femenino, se paralizó.

—¿Qué dices?

—Eso te pregunto yo a ti. ¿Es que deseas gustarle? ¿Es que te ofende su indiferencia?

—¡Tía Ingrid!

—Hija —apuntó la dama muy serenamente, divertida en el fondo ante aquella situación absurda—, no soy capaz de comprenderte. Estás muy habituada a que todos los chicos conocidos de Fort-Worth te hagan la. corte. Y de repente llega un tipo estrafalario que dice ser tu marido, y del cual tú no sabes nada, y te perturba así.

—No estoy perturbada —gritó Mildred descompuesta.

—Mejor entonces. Pero ¿sabes? Lo parece.

—Déjame sola, tía. Ingrid —exclamó Mildred, en el paroxismo de la indignación—. Te ruego que me dejes sola. No pienso bajar a comer.

En aquel instante, una voz desde la puerta, dijo:

—Si tú no bajas a comer, entonces yo pediré a Rita que me suba aquí la comida, para comer junto a ti.

Mildred, que tenía la cabeza baja, la levantó vivamente.

La dama a su vez giró en redondo.

Las dos vieron a Gary Browne de pie en el umbral, indolentemente recostado en el marco, con un pitillo ladeado en la comisura izquierda, como un golfillo alegre.

—¿Quieres dejarnos solos un segundo, tía Ingrid?

La dama iba pensando ya que aquel hombre merecía la pena tenerlo en cuenta. Fuera quien fuera, marido o no de Mildred, resultaba francamente viril y enérgico, y, sobre todo, con una dignidad y una escuela dignas de tenerse en cuenta.

Por eso, al hacer el ademán de girar, Mildred gritó descompuesta:

—No te muevas, tía Ingrid.

Gary no tuvo necesidad de decir nada. Miró a la dama, y en sus ojos debió de leer ésta algo especial, porque, sin pronunciar palabra, pasó junto a su sobrina y cruzó el umbral bajo el brazo de Gary.

—Tía Ingrid —llamó Mildred con voz extraña.

La dama siguió adelante, pero antes de salir totalmente, susurró sin volverse:

—Creo que él... tiene algo que decirte, Mildred.

—No quiero oírle. No quiero saber nada. Tendrá que marchar de esta casa inmediatamente, a. menos que... que... os deje yo solos y me marche al fin del mundo, si es que... él no se va.

Gary siguió tan campante. Tía Ingrid hizo caso omiso de las palabras de su sobrina. Empezaba a comprender que en aquella casa hacía falta un hombre como Gary Browne.

Este, una vez desaparecida la dama, con mucha calma, sin salir de su habitual cachaza, cosa que irritaba de modo extremo a la joven cerró la puerta y se quedó apoyado en el marco.

—Ya sé —dijo Gary sin alterarse en absoluto— que no puedes salir de casa. Estás haciendo una cura de reposo. Mal de nervios —se echó a reír con desenfado—. El mal de los ricos, ¿no? La lástima es que tú careces de dólares con que adornarlo. Pero no pensaba hablarte de esto... Al diablo Jerry y el doctor Kelley. Y cuantos te ayudan a llevar una vida estupenda y sin sentido, Mira, chica, yo soy un hombre sensato. Trabajo, como te he dicho ya, muy duramente para vivir con dignidad. Quiso el diablo, porque no pudo ser otro, que me encontrara casado contigo. No soy tipo que olvide sus deberes ni que tenga mujeres tiradas por las ciudades. Estoy casado contigo, y aquí estoy, en la casa que creo me pertenece por mitad. Al menos en ella pienso vivir.

—Está usted en mi alcoba, y no voy a tolerar que me falte al respeto además.

Gary emitió una risita. Más ofensiva aún que los besos que le dio y mucho más hiriente que un torrente de frases.

Pero, además de reír, comentó inalterable:

—No pienses que vengo a besarte de nuevo. No me interesa.

Ella, a su pesar, enrojeció, sintiéndose tan humillada, que no fue capaz de mantenerse firme ante él. Y quedó de espaldas.

—Sería fácil amarte, Mildred —dijo entonces Gary Browne—. Muy fácil. Eres bella y tienes cierta sensibilidad. Tuviste todo cuanto quisiste. Mientras vivió tu tío, él te mantuvo como una princesa, haciendo creer que lo eras, y eso, considero yo, es el error de los humanos. ¿Por qué han de considerar una diosa, a la mujer que es tan sólo un seŕ humano? Otra cosa, Mildred. y ya sabes por mis reacciones, que soy un tipo que cumplo lo que digo. Si sigues en este plan... no tendré más remedio que pregonar a todos tus estúpidos amigos, que soy tu marido, y te obligaré a trasladarte a un apartamento humilde, donde tendrás que hacer nuestra comida y nuestro lecho —giró hacia la puerta—. ¿Entendido? En cambio, si eres buena chica y te portas como un ser humano sensato, no me meteré más contigo —la miró de refilón, casi sin volver la cabeza—. No volveré a besarte. No me interesan tus besos, pero ¿sabes?, descubrí que a ti... te sorprendieron. Ya ves —Mildred apretó los puños, manteniéndose rígida como una estatua—, me di cuenta de que jamás te besó otro hombre. ¿No es eso un poco raro, dado que te ibas a casar el día que yo me presenté aquí con el certificado matrimonial? Sorprendente además en una mujer como tú, bella, y que se dispone a casarse con un hombre que la ama desde su pobre capacidad emocional —y después, como si no dijera nada, añadió—: Te espero abajo, dentro de cinco minutos. En el comedor, presidiendo la mesa, como le corresponde a una señora ama de su casa. Ya lo sabes. Si no bajas dentro de esos cinco minutos —él traspasó el umbral— volveré aquí, y si estás de nuevo en cama, me acostaré contigo.

Mildred giró en redondo, con tal violencia que derribó una silla. Dentro de su indignación, Gary Browne pensó que resultaba bellísima, cuanto más resultaría, pensó también, en su papel de mujer enamorada.

Cerró los ojos. No quería pensarlo. No le convenía...

No esperó que ella dijera nada. Salió, cerró y avanzó por el pasillo hacia el vestíbulo superior con andar indolente, dentro de su pantalón de lana sin raya y la chaqueta de ante, demasiado brillante por los codos.

Cinco minutos después, hermosa como una diosa mitológica, Mildred Hallivand penetraba en el comedor. No hubo comentarios. Gary comía en aquel instante y siguió comiendo tranquilamente. Ella se sentó en su lugar habitual y no comió.