XIV
El juez Freud Casey arrugó la nariz.
Eran las ocho de la mañana. Madrugaba mucho, pero no recibía a nadie hasta las once, hora en que dejaba su despacho.
—No recibo a nadie, Mirna —gruñó—. ¿No lo sabe usted? ¿Por qué há dejado pasar?
—Es una joven muy bella y muy niña, señor. Parece tan fatigada.
El juez Casey se alteró.
—Sí fuera a compadecerme de todas las jóvenes y viejas que vienen a visitarme, no podía dormir tranquilo ni un par de horas.
—Señor.
—¿Dijo cómo se llamaba?
—Sí, señor. Mildred Hallivand.
El juez Casey arrugó de nuevo la nariz.
—Miss Hallivand —deletreó—. Diablo. ¿De qué me suena ese nombre? Cáspita —gritó de súbito, poniéndose en pie—. Pero si es la sobrina de mi mejor amigo, Horst Hallivand. Pásela —se alteró—. Pásela aquí. En seguida. Mirna. ¿Qué le ocurrirá a la joven caprichosa? Por favor, pronto. Cuando me visita a las ocho de la mañana, sus motivos tendrá. ¿Qué haces ahí parada, Mirna?
—Sí, sí, señor.
Este, que la esperaba de pie, exclamó al verla:
—Mildred..., muchacha.
La joven, que no esperaba ser así recibida, levantó vivamente la cabeza.
—¿Me conoce usted?
—No, claro —rió el anciano de setenta años, envuelto en un batín corto y aún con zapatillas—, pero he sido íntimo amigo de tu tío Horst, y puedo asegurarte que muchas veces me habló de ti. Sobre todo la última vez que lo vi. ¿No recuerdas haber recibido una carta mía después de su muerte, Mildred? Fue dirigida a Fort-Worth.
—Se han recibido tantas, señor.
—Siéntate, siéntate. ¿Qué me cuentas? ¿Qué haces? ¿Te ocurre algo?
Mildred se sentó. Necesitaba sentarse para hablar. Fue una noche en blanco en un hotel desconocido, rumiando su dolor y su ansiedad.
El juez Casey se sentó a su vez frente a ella.
—Supongo que desayunarás conmigo —dijo cariñoso—. Mirna nos servirá el desayuno. Con tu permiso, voy a llamarla.
—Por mí no, señor. Ya lo hice en el primer café que encontré abierto a mi paso. Me dijo su doncella que no recibía usted hasta las once. Perdone que haya insistido. Vengo aquí a sabar algo... Le aseguro que de otra forma, y si no fuera porque ese algo me interesa más que nada en el mundo, no me atrevería a molestarle.
—¿Qué dices, criatura? Has de saber que tu tío y yo estudiamos juntos, y luego nos tocó juntos también el servicio militar y más tarde nos vimos alguna vez, y la última vez que nos vimos, de ello ya hace algunos años, nos sentimos los dos terriblemente emocionados. Dime de qué se trata y no pongas esa expresión angustiosa. ¿Qué es lo que te aflije así?
—Conoce usted a Gary Browne.
El juez Casey abrió los ojos de un palmo.
—¿Gary? Claro, estuvo a verme no hace ni un año. Bastante menos. Cuando falleció su tío —y suavemente añadió, como si añorara algo—: Fue también un íntímo amigo mío. El y tu tío, y nos reunimos un día... Lo recuerdo bien. Fue una comida memorable, Mildred, te lo aseguro. Hablamos en serio, en broma y lloramos los tres. Fuimos los mejores amigos del mundo. Nos tocaron varias cosas. Los estudios juntos, a los tres, ¿eh? El servicio militar después, y luego la guerra, o peor aún, varias guerras. Nos buscamos, y recuerdo que en cierta ocasión, hallándonos los tres en el mismo regimiento, un mortero destrozó la pierna de Gary Browne. Recuerdo asimismo que entre Horst y yo lo llevamos como pudimos hasta la cochera, y aunque te parezca, mentira, allí cerrados, aislados de todo el mundo, pasamos dos semanas oyendo delirar a Gary y curando su pierna, y pasando sin comer y sin beber. Lo que nunca nos explicamos los tres, es cómo pudimos resistir hasta que nos encontró el resto del regimiento...
—Señor...
—Oh, perdona. No me doy cuenta de que algo te preocupa. Siempre me ocurre igual cuando evoco nuestra amistad y nuestra unión. Después dejamos de ver a Horst. Falleció tu padre y dejó Santa Fe para trasladarse al condado de Texas. Alguna vez le escribíamos Gary y yo, y nos burlábamos un poco de su vida beatífica, a orillas del río Trinity, en una ciudad de no más de treinta y cinco mil, pero Gary y yo éramos felices aquí y hubiésemos querido tener a Horst con nosotros. Además, sabíamos que Horst no disponía de una fortuna saneada, pues se veía y se deseaba para mantener intocada la tuya, la que dejó su hermano y él administraba. Aquí, Horst se hubiera colocado en las minas de Gary. O en los ferrocarriles, pero Horst no quería ni oír hablar de dejarte sola. Bueno —rió feliz—. Me alegro de verte, pero divagando yo, no te permití a ti decirme lo que venías a decirme.
—Dice usted que Gary Browne estuvo aquí hace cosa de unos meses...
—¿El sobrino? Sí. Se llama igual que su tío. Estuvo aquí, en efecto. Venía por un asunto muy divertido. Y te afectaba a ti. ¿Quieres que te lo refiera? Fue la última broma que nos gastamos los tres, y en la cual los tres intervenimos. Fue durante aquella comida inolvidable, la última que hicimos juntos. Horst empezó a hablar de su sobrina. Creo que tenías tú diecisiete años en aquel entonces, y eras muy bella. No creo que más que ahora, Mildred.
—Gracias, señor. Continúe, por favor, se lo ruego.
—Gary empezó a hablar de su sobrino. La cosa se enredó. Estábamos algo bebidos... Ellos se enzarzaron en una discusión primero; luego bromearon pensando en casaros y más tarde acordaron casaros de mentirijillas. Para ello buscaron mi concurso como juez. Total, que poniendo a Mirna de testigo y a mi chófer, os casamos y lo firmamos los tres. Yo siempre creí que al final de todo habíamos roto el papel, que, por supuesto, carecía de toda validez. Como si ahora tú y yo casáramos a Mirna con él chófer —se echó a reír enternecido—. Debo confesar que los dos se sentían felicísimos pensando que pudiera ser cierto aquel matrimonio. En fin, como sabes, tu tío falleció aquella misma noche de un ataque cardíaco. Yo dejé el estado de Nuevo México al día siguiente, sin saber nada, con destino a Montana. Total, cuando lo supe, tú tío estaba ya en su nicho de Fort-Worth. Gary y yo lloramos juntos. Al cabo de dos años falleció Gary. Estuve a su lado hasta el último momento. Fue algo terrible para mí verse ir a los dos amigos más entrañables que he tenido.
—¿Y... el certificado?
—Ah, sí. Al cabo de algún tiempo, el joven Browne me visitó, mostrándome el documento falso que carecía de toda validez. Yo me eché a reír y se lo referí todo. Charlamos bastante, tomamos unas copas. Pensé que dejaría aquí el papel o lo rompería, y cuando se fue, caí en la cuenta de que, descuidadamente, se lo había llevado. Luego me dije que sin duda lo rompería él o lo quemaría, como así fue, ¿no?
—No, señor.
El juez Casey arrugó la frente, ya de por sí llena de surcos.
—¿No? ¿Qué dices? Si era una broma de tres amigos ociosos, Mildred. ¿Qué es lo que hizo Gary con ese documento sin validez?
—Se presentó en mi casa.
—¿Cómo?
—Yo me casaba aquel día... El se presentó diciendo que era mi marido.
—¡Dios., ese joven está loco!
—Ha sido muy cruel por su parte, señor Casey. Muy cruel, muy despiadado.
En aquel instante, una alta y flaca figura, elegantemente vestida de gris, se personó en el despacho sin previo aviso.
—Gary —exclamó el juez poniéndose en pie—, ¿Qué me dice Mildred?
Gary, muy distinto al hombre desaliñado que. conocía la sobrina del difunto míster Horst, estaba pálido y nervioso, pero dentro de, su nerviosismo había una profunda veneración hacia la joven, a la cual se aproximó sin contestar aún al juez.
Pero éste, presintiendo el juego de Gary, gritó exasperado:
—Te di toda clase de explicaciones. Te dije que era un papel que no servía para nada. Un juego tonto de tres ancianos deseosos de ver felices a dos personas jóvenes queridas de los tres, pero que no guardaba relación alguna con la realidad. Es más, te dije que pensé que el tal papel estaba roto. ¿Por qué, Gary? ¿Por qué un hombre tan sensato como tú, se entretuvo en un juego tan cruel?
—Un poco de calma, Freud, te lo ruego. Me viste casi desde que nací. Estuviste al lado de la cabecera de mis padres, y luego junto a mi tío, para educarme. He corrido por tu casa y trepado por tus rodillas.
Y la confianza que siempre deposité en ti, la destruíste.
—No. Tengo que explicarte.
—A mí ni una palabra —gritó el juez fuera de sí—. Tendrás que explicárselo a ella.
—Escúchame, Mildred. Tienes que escucharme.
—No quiero. Ya sé demasiado.
—Por favor. Aquí no se trata ya de un juego. Lo fue. Hasta cierto punto nada más.
—No quiero saber nada, te digo —susurró ella, a pun to de estallar en sollozos—. Ni eres representante de comercio, ni...
—¿Representante de comercio? —bramó el juez—. ¿Pero qué embuste es ése, Gary? —miró a Mildred con desesperación—. Hija, él no puede ser representante de comercio, porque es el hombre más rico de todo el estado de Nuevo Míxico y de muchos otros estados. Posee minas de plata y oro. Ferrocarriles, flotas en algunos puertos; posesiones en Douglas, en el estado de Arizona.
—Mildred —exclamó Gary atormentado... —perdóname. No podía tolerar que te casases conmigo por... dinero, por la misma causa que ibas a hacerlo con Jerry.
Mildred dio un paso hacia la puerta.
—Mildred —llamó el juez de modo súbitamente severo—. Detente un momento. La cosa no terminó aquí.
—Para mí terminó, juez Casey. Le aseguro que terminó.
—Habéis jugado. Tú, Gary. No sé cuáles son tus intenciones ni me interesan, pero has hecho algo monstruoso. Engañar con un falso papel a una mujer honesta.
—Estoy dispuesto a casarme con ella, Freud —dijo Gary con súbita fuerza—. He corrido como un loco para llegar aquí antes de que se fuera. No me caso por capricho ni por cubrir... una falta. Me caso porque la amo.
—Mientas —dijo Mildred sin gritar, con un desgarramiento que inmovilizó a Gary —. No me amas. No es posible que un hombre engañe a una mujer, amándola.
—Estaba por medio mi fortuna —dijo él, justificándose—. Estoy harto de ver mujeres tras de mí. No tengo complejo de dinero, pero tengo un corazón humano, y lo menos que puede exigir éste, es que le amen por sí mismo, no por la fortuna que lleva en torno. He cometido una falta grave, lo sé. Pero fui a Fort-Worth sólo por el capricho de conocerte. Te quise inmediatamente. Pero tú segutas despreciando al vulgar representante de comercio, y yo dejaría de ser Gary Browne, si, como un cándido, te enumerara toda mi fortuna.
—No necesitas dar explicaciones.
Gary se acercó a ella. Le dijo algo que ni siquiera el juez logró oír.
—Supongo que no habrás confesado a Freud la debilidad de que fuimos víctimas los dos ayer tarde, ya anochecido.
—Eso... no te lo perdonaré a ti, ni me lo perdonaré jamás a mí misma.
—Si no te casas conmigo ahora mismo... aún pareciéndote un rufián indeseable, se lo referiré al juez.
—¡Oh... no!
Y había tal angustia, tal infantilismo en aquellos ojos, que él, lleno de ternura, se inclinó más hacia ella, pidiendo bajísimo:
—Cásate conmigo y después... despréciame si quieres, pero... déjame ganarte de nuevo. Déjame hacerte feliz...
El juez Casey gritó, interponiéndose entre los dos, creyendo quizá que ambos estaban discutiendo:
—Tengo un amigo sacerdote. Los dos sois católicos. Os vamos a casar ahora mismo. Yo respondo de los dos y certificaré quienes sois, y sí falta algún papel, yo mismo lo buscaré.
—No... no...
—Mildred, te lo pido por la memoria de tu tío, que, junto con Gary Browne, fueron mis mejores amigos.
¿Qué podía hacer ella?
¿Acaso podía huir de aquello que era como un deber?
Bajó la cabeza.
Sentía vergüenza, la turbación de ver a Gary tan distinto, y el dolor que suponía haber sido suya.
—Dentro de seis horas todo lo más —dijo el juez Casey severamente— seréis marido y mujer, y la broma, me parece que a los dos os va a costar cara.
—Ella no tiene la culpa, Freud.
Este miró a Mildred con ternura. Le puso una mano en el hombro.
—Dice Gary que no la has tenido, Mildred, pero yo digo que se equivoca. Debiste venir a mí, o telefonearme en aquel mismo instante.
—La publicidad...
—¿Lo ves? El orgullo. Sí, ese orgullo del que tanto se dolía Horst.
—Cásenos y después nosotros arreglaremos lo demás —dijo Gary, bajo—. Tenemos mucho que perdonarnos uno al otro. Lo haremos. Ella conoce mi cariño. Yo sé hasta dónde alcanza el suyos.
—Tú te quedas a mi lado, en mi casa —cortó el juez severamente—, hasta que os podamos casar. Los dos sois católicos, y esto ha de ser un matrimonio entero como vuestras creencias. Tú, Gary —añadió no menos severo—, te irás y volverás al anochecer. Espero que para esa hora todo esté dispuesto. A falta de vuestros tíos, yo ocuparé su lugar, y debo pensar que tanto Gary como Horst estarán regocijándose ahora, desde el cielo, donde sin duda Dios les habrá destinado.