IX

No podía salir, y estaba deseando hacerlo.

Se moría de angustia en el palacete. Ni el parque ni el jardín eran suficientes para calmar su desconcierto o menguarlo, o desaparecerlo.

Por eso, al ver a Gary aparecer en la terraza a las diez de la mañana, se le quedó mirando desafiante.

¿Es que no na salido usted hoy?

—No pienso hacerlo. Todos los meses me tomo unas vacaciones de un día. Las disfruto serenamente dando un paseo por el campo, o bien en casa, tumbado en un sillón. ¿Quieres dar ese paseo conmigo?

Claro que no quería. Y aunque quisiera, ¿de qué servía su deseo si estaba allí amarrada a la fuerza, debido a su mentida enfermedad? Y por otra parte, salir con él suponía una claudicación, y lo que es peor... sí, sí, lo que es peor, una turbación indescriptible, cuya procedencia no era capaz de averiguar.

Gary, ajeno a sus pensamientos, se acercó con aquel andar indolente, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón gris sin raya, demasiado estrecho para su figura, la chaqueta de ante y la camisa a cuadros, y en los ojos aquella chispa de ironía ofensiva.

—¿Vienes o no vienes, Mildred?

—No voy.

Así, con fiereza.

Gary emitió una risita indefinible.

Muy despacio se acercó a ella. Era bastante más alto. En aquel instante. Mildred parecía una pequeña cosa muy bella junto a él. Frágil y femenina ciento por ciento.

Y a él le gustaba. Sí, le gustaba mucho aquella chica, pero intuía que iba a costarle trabajo conquistarla, y, sobre todo, doblegar su orgullo.

Quitó una mano del bolsillo y la puso en el hombro de la joven. Ella quedó paralizada. Lo consideraba atrevido, pero no hasta el extremo de tocarla a plena luz del día, expuesto a que lo vieran las criadas. Giró sobre sí. Con tal violencia, pese a su extremada femineidad, que al hacerlo, se quedó vuelta hacia él, entre la balaustrada de la terraza y el cuerpo masculino. No era posible salir de allí. Por mucho que ella hiciera, a menos de usar la violencia, no le sería posible huir de aquel contacto cada vez más turbador. Aquel hombre tenía no sé qué. Como un halo interior que al irradiar, lo invadía todo.

—Déjeme..., déjeme pasar —pidió con ahogado acento en sus palabras.

Gary continuó inmutable.

Una de sus manos seguía perdida en el bolsillo del pantalón, la otra en el hombro femenino, y sus ojos, tan negros, tan desconcertantes, fijos en los suyos de tal modo, que ella no pudo, no quiso o no supo apartarlos, cerrarlos o evitar los de él.

—¿Qué te pasa? —preguntó quedamente, suave, extraño para ella, que jamas tuvo intimidad con un hombre pese a estar a punto de casarse—. Di, ¿qué te pasa? Estás temblando y apenas si te toco. ¿Sabes lo que pienso, Mildred?

—Deje..., déjeme..., déjeme pasar.

—¿Para qué, si estás a gusto así?

—Le pido... Por favor..., váyase y no vuelva más por Fort-Wort. Se lo suplico...

—¿Tú... suplicando?

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? ¿Por qué ha tenido usted que venir diciendo esa atrocidad? Yo no soy su esposa. Jamás me he casado.

—Olvídate de eso ahora, Mildred. ¿Qué importa el lazo que nos una? Somos un hombre y una mujer, y a mí... ¿sabes? —su voz sonó un poco ronca, pero íntima, como una caricia—. ¿Sabes? ¿Quieres que te lo diga? Me gustaría que fueras más..., más humana. Menos altiva, y sintieras el amor... ¿Cómo sientes tú el amor?

—Le pido...

No la dejaba salir.

Para hacerlo tendría que empujarla, y en aquel momento no era posible que su frágil mano pudiera mover aquel cuerpo de hombre que la dejaba menguada contra la columna de cemento.

—Te imagino muchas veces, Mildred. Es algo que no soy capaz de evitar, y ten presente que soy hombre tenaz y obstinado. Pues con respecto a ti... no puedo. No es que te ame. ¿O te amo y lo ignoro aún? No se puede pasar a tu lado sin... sentir algo por ti. Algo muy fuerte.

Ella estaba a punto de sollozar.

—Por favor...

El hizo caso omiso. No había violencia ni fuerza en su postura o su ademán.

—¿Sabes cómo te imagino? Enamorada... Porque tú... jamás te has enamorado. Yo te imagino sumisita, suave, llena de esa ternura especial que tenéis algunas mujeres. Y soy tan tonto o tan ambicioso, o simplemente tan infantil, que te imagino bajo mis besos, como aquel día... ¿Te acuerdas? Allí, en la penumbra...

—¡Cállese! ¡Cállese!

—Un día me iré —siguió él bajo, inclinando su alta talla casi hasta rozar los labios femeninos, muy temblorosos—. Me iré, sí, un día cualquiera, y no volveré a perturbarte.

—¡No me perturbas!

—¿Estás segura?

—¡Oh, por favor, por favor...!

Pero Gary ya no era capaz de retirarse. No sabía, ella al menos lo ignoraba, qué clase de ansiedad era la suya, pero había algo en la hondura de aquellos ojos.

Por eso, cuando él metió la cabeza bajo la de ella y buscó sus labios, no supo lo que pasó. No quiso, no pudo...

Cerró los ojos, sintió que él corazón le daba un tremendo golpetazo, como sí fuera a partir el pecho.

Gary la estuvo besando mucho tiempo. Y de repente le parecía que el mundo iba a deslizarse de sus pies y que todo daba vueltas en torno, y que aquel hombre que seguía besándola en plena boca, iba a tomarla en sus brazos e iba a llevarla dentro de la casa y ella no iba a poder evitarlo.

* * *

No la llevó.

Nunca supo el tiempo que estuvo allí. Anochecía ya.

Llena de vergüenza, con el rostro púrpura por aquella vergüenza que irradiaba de dentro, quedóse pegada a la columna, con el rostro oculto entre las manos, cuando él suavemente, con la misma suavidad que la besó, la soltó y buscó afanoso sus ojos. No pudo dárselos.

Ocultó el rostro entre las manos, giró sobre si y apoyó, aquellas manos y aquel rostro en la columna de cemento.

Creyó que Gary iba a burlarse de ella, a mofarse de aquellos besos apretados que cayeron sobre sus labios inexpertos una y otra vez. Pero Gary sólo dijo:

—El amor es... más bello que el dinero.

Ella se sintió doblemente ofendida, y, agresiva como loca, sin saber la procedencia de su locura.

Por eso gritó sin poderse contener.

—No le amo. No... nunca le amaré.

Gary emitió una risita. Aquellas risitas suyas provocadoras, o sólo sarcásticas.

—Entonces pensaré que eres una mujer liviana.

Y hablando así, le quitó las manos del rostro y metió de nuevo su cabeza bajo la suya.

—Mildred —susurró allí mismo, bajo su rostro—. Mildred..., eres como una niña. Una niña desvalida que no sabe lo que quiere. Me gusta que seas así, ¿sabes? Me gusta, sí. No hay nada más bello y atrayente en una mujer, que su debilidad.

—No..., no... soy débil.

—Y te estremeces en mis brazos y cierras la boca como si fueras a llorar, y no sabes admitir los besos de un hombre.

—Cá... cállate.

Le tuteaba.

Gary no quiso lanzar un grito de júbilo ni decir nada. Prefirió admitir con naturalidad aquel tuteo.

—Cuando venga Jerry le dirás... ¿No es cierto, Mildred, que le dirás que estás enamorada de otro hombre?

Era ofensivo.

Olvidó los besos, las frases suaves, el acento tenue, aquella turbación suya indoblegable. No quería. Era un desconocido y ella estaba cometiendo la locura de enamorarse de el. Si era como un pordiosero. Si vestía como un joven ultramoderno. Sí...

—Nunca —gritó huyendo de él y apretándose no muy lejos, contra la balaustrada—. Nunca admitiré... admitiré...

—Mildred..., eras tan humana hace un instante...

—Cállese. Cada vez que se acerca a mí me ofende... Me ofende, sí. ¿Es que no se dio cuenta?

—No —dijo él mansamente—. No, Mildred. Pensé, necio de mí, que te gustaban mis besos. Que ibas a renunciar al dinero, que ibas a dar la campanada de decir a todos que el vulgar representante de comercio era... tu marido.

—¡Jamás!

—Y pasarás por la vida sin pena ni gloria —dijo él, con rudeza—, sin conocer el amor. ¿Acaso no te has estremecido bajo mis besos? ¿Acaso no temblabas en mi cuerpo? ¿Qué clase de mujer eres que así te perturbas con la proximidad de un hombre?

—Tú... tú... eres un sádico.

—¿Por sentir el amor? ¿Por demostrarlo? No es que te ame aún, Mildred, como yo pienso amar, como deseo amar. Empiezo a interesarme por ti, pero a mí, ya ves si seré tonto, no me basta la belleza de tu cuerpo. En mi recorrido por la vida, y empecé a recorrerla demasiado pronto... hallé mujeres más bellas que tú. Mucho más, y nunca me enamoré de ninguna. Para mí, el amor es inédito. Sólo ahora, al tenerte en mis brazos, al sentir tu fragilidad, esa debilidad tuya que tienes, pero que te niegas a entregar, pensé que quizá... fueras esa mujer de mi vida que ando buscando desde que sentí los primeros albores de mi virilidad. Pero así... como estás ahora, agresiva y tonta, altiva y desafiante... no me interesas. Soy lo bastante dueño de mí para arrancar de mi pecho las raíces que esto tenga. Pocas y débiles aún. Es tiempo, si, de que las arranque. Después no sería posible. Ahora aún lo es.

Ella quiso decir algo.

Aunque fuera un insulto. Pero Gary se alejaba a grandes zancadas, como si dejara allí, apoyada en la columna, una cosa que ya no le interesaba en ningún sentido.

Y ella llevó los dedos a la boca. Los apretó allí con fuerza, con rabia, con desesperación. Quiso retenerlo, maldecirlo, pero Gary, indiferente al parecer, descendía hacia el pequeño parque, y con aquel andar suyo indolente, despreocupado, enfundado en las ropas vulgares y corrientes, sin planchar, con sus cabellos un poco alborotados, traspasaba la cancela y se perdía en las sombras de la noche, internándose en el centro de la ciudad.

No bajó a comer.

Cerrada en su cuarto, tirada en el lecho, dejó que los sollozos la sacudieran. ¿Por qué lloraba? ¿De rabia? ¿De dolor?

No lo supo nunca.

Cuando su tía, al otro lado de la puerta, cuyo pestillo estaba pasado, le preguntó si no iba a comer, gritó que no. Que no tenía apetito.

Pero aun así, más tarde, ya casi rozando las doce, tía Ingrid dio la vuelta a aquel pestillo y entró.

—Mildred.

Mildred estaba más calmada. Tirada en el lecho, aún vestida, pero sereno el rostro, inmóviles los ojos.

—Mildred —susurró tía Ingrid casi feliz—. Me parece que... vamos a vernos libres de Gary.

¿Qué decía su tía? ¿Quería ella verse libre de aquel hombre? ¿Podría?

Ajena a sus pensamientos, la dama siguió diciendo:

—Estuve este anochecer en casa de Julie Kelley, la esposa del médico, ya sabes. Allí coloqué a los criados que despedí... Ya sabes la amistad que me une a Julie. Me dijo que estaba muy contenta. Que por la ciudad estaba corrida la voz de que Gary se casaba con Marga Dayton.

No..., no quería. ¿Por qué no se callaba su tía de una vez? ¿Por qué no se mordía la lengua?

Pero tía Ingrid, creyendo darle una satisfacción a su sobrina, seguía diciendo:

—Creo que esta tarde, después de las ocho, estuvieron bailando juntos en el Casino, muy amartelados. Me alegraría por ti, Mildred. Así podrías tú casarte con Jerry, y todas las pesadillas se desvanecerían.

¿Qué decía tía Ingrid? ¿Es que estaba loca? ¿Creía ella que iba a permitir que su... marido se casara con Marga?

—Déjame sola —pidió—. Por favor..., déjame sola.

Algo debió intuir la dama en aquella voz juvenil, se diría angustiosa, porque se puso en pie y salió silenciosamente.