V

Gary Browne aparcó su viejo y pequeño «Ford» ante la Casa palacio de los Hallivand y descendió de un salto.

Daba la sensación de ser un joven ágil y deportista. Muy joven, muy de este siglo. Casi un «ye-yé», con su pelo cortado a tijera. sin rapar la nuca, llena ésta de pelusilla. Vestía igual que el día anterior, con la única diferencia de que, por el frío, mucho a aquella hora del anochecer, casi las nueve de la noche, sobre la chaqueta raída vestía una zamarra de piel, abotonada de arriba abajo por medio de una cremallera. Cubría la cabeza con una visera parda y calzaba fuertes botas, nada lustrosas por cierto.

Extrajo una pequeña maleta del auto, el portafolios negro y dos rosas rojas como la sangre. Y con todo ello atravesó el jardín, se metió bajo el porche y pulsó el timbre.

Como si alguien estuviera esperándolo tras la puerta, se abrió ésta. Rita apareció en el umbral.

—Buenas noches, Rita —saludó Gary alegremente—. ¿Quieres hacerte cargo de todo esto y llevarlo a mi cuarto?

Rita titubeó. A decir verdad, aquel joven de ojos brillantes y boca un poco relajada y aires de cómico, le resultaba sumamente simpático. Claro que eso no podía decirlo. No obstante, como tenía órdenes de atenderlo cuando llegara, y ya le había arreglado la habitación, se hizo cargo de la maleta y el portafolios y se disponía también a recoger las flores.

—¡Oh, no! —exclamó Gary alarmado—. Estas las llevo yo —y bajando la voz—: Son para mi esposa.

Rita parpadeó, pero no hizo comentario alguno.

Giró con la maleta y el portafolios, diciendo gravemente:

—Las señoras están en el living.

—¿Por... dónde?.

—Por ahí..., señor.

—Gracias.

Y tranquilamente, sin quitarse la zamarra, como quien entra en su casa después de una jornada tan cansada de trabajo, se dirigió hacia el living con la gorra en una mano y las dos rosas rojas en la otra.

Empujó la puerta.

Se quedó envarado en el umbral, contemplando el cuadro que se ofrecía a sus ojos. Se percató al instante de que allí nadie lo esperaba. Mal hecho. El era el señor de la casa, quisieran ellas reconocerlo o no, y al amo del hogar se le espera en cualquier instante.

La pieza no era muy grande. Era cuadrada, y al fondo la chimenea chisporroteaba, dando al ambiente un confortable calorcillo. Atravesado a un lado de la chimenea, como a medio metro de ésta, un ancho y largo sofá, y tendida en él, vistiendo pantalones negros y un suéter del mismo color, holgado y sin cuello ni mangas, descalza, se hallaba la monería que era Mildred Hallivand. No lejos de ésta un sofá, y en él, sentada. Ingrid Hallivand, con una labor de punto entre los dedos y los lentes cabalgando en la nariz. Al sentir la puerta, las dos figuras femeninas se incorporaron. Ingrid se puso en pie como impelida por un resorte. Mildred se sentó de un salto, y nerviosamente, sin mirar, buscó con los propios pies las chinelas rojas de piel, descalzas, que se hallaban a pocos centímetros, pero que no eran capaces de hallar sus pequeños pies.

Gary entró con aire desenvuelto. Riendo feliz, con la gorra en la mano y diciendo felicísimo:

—¿No me esperabais?

Y como si no hiciera nada, se inclinó hacia el suelo, asió las zapatillas y se las presentó a Mildred a los pies.

Esta, como impulsada por un resorte extraño, recogió los pies. Los metió bajo el cuerpo y se quedó así, mirando desafiante al intruso. Pero éste, tranquilamente, le mostró las dos chinelas.

—¿No las buscabas?

Ingrid, que seguía de pie contemplando el cuadro, no pudo por menos de reconocer que el joven, fuera quien fuese, resultaba de una simpatía conmovedora. Pero en voz alta dijo secamente:

—Lamento mucho que no haya desistido, míster Browne.

Este ignoró su presencia, y, por supuesto, no oyó o no quiso oír su voz. Se hallaba inclinado hacia el sofá y mostraba en una mano las chinelas y en la otra las dos rosas rojas.

—Son para ti, Mildred —dijo suavemente—. Las he arrancado de un rosal, al hacer el recorrido de Dallas hasta aquí.

Mildred, como sugestionada, se hizo cargo de las dos rosas, pero nada más verlas entre sus dedos, las lanzó sobre la chimenea con una furia destructiva.

—Detesto las comedias —dijo—. Las detesto —tomó aliento—. No soy capaz de asimilarlo, míster Browne. Yo creo que para broma pesada ya estuvo bien.

Gary se quitó la zamarra de cuero sin prisa alguna. La dejó sobre el respaldo de un sillón y se acomodó en el mismo.

—Lamento, os digo yo también, que persistáis en vuestra actitud agresiva. Debo también advertiros que soy hombre pacífico. Me gusta el hogar y la tranquilidad del mismo, y si persistís, digo yo, en vuestra actitud agresiva, no tendré más remedio que pedir el divorcio.

Mildred no podía más. La naturalidad de aquel hombre, producía en ella un dolor inenarrable y su sonrisa suave y varonil la sacaba de quicio.

Por eso, airada como estaba, se tiró del sofá, recogió las chinelas como un vendaval, y tras de ponérselas precipitadamente, se dirigió a la puerta.

Gary dio un salto.

Resultaba hermoso como un Apolo y viril como un Patricio. Pese a su vestimenta y al cabello nada corto, con su aspecto «ye-yé», su virilidad provocativa llegaba al máximo, hasta el punto de que las dejó paralizadas a las dos.

De dos zancadas estuvo cubriendo la puerta y ante él, jadeante, hermosa y airada, Mildred Hallivand pidiendo paso.

—No pasarás —cortó Gary fríamente, con una energía que las dejó a las dos desconcertadas—. No soy de los que suplican ai ruegan. Doy órdenes. Siempre las he dado. Y si en esta casa no se me recibe como merezco, por Dios vivo que provoco el mayor escándalo del siglo. ¿Qué tengo yo que perder? Nada. Soy un simple y vulgar representante de comercio. Vivo de mi trabajo y no he venido aquí a aprovecharme de vosotros, ni de mi situación, digamos, privilegiada. Quiero que esto quede bien claro en este instante.

Mildred, delante de él, no se atrevía a pasar a su lado y abrir la puerta. Ingrid miraba al joven con expresión asombrada. Gary, como un reyezuelo, vestido de aquella manera tan moderna, pero tan carente de elegancia, resultaba aplastante con su inconmesurable personalidad.

—Vamos a sentarnos los tres a la mesa —añadió Gary más apaciguado—. No me interesa lo que digáis entre vosotros. Como si decís que soy un mendigo y propagáis por ahí que me tenéis aquí por caridad. Pero dentro de la casa... ¡Oídme bien! Dentro soy el amo, el esposo, el jefe —y muy suavemente, desconcertándolas una vez más, mirando a Mildred con sus ojos negros, insondables—: ¿Quieres volver a tu sofá, querida mía?

Como sugestionada, abrumada por aquella personalidad desconocida que no creía posible en él, la joven giró despacio, pero giró, y regresó calladamente al sofá.

* * *

Gary no hizo ninguna exclamación de satisfacción; Se quedó plantado en la puerta y de súbito murmuró:

—Hace calor aquí. Mucho calor, después de haber comido frío durante cuarenta y ocho horas. ¿Permitís que me quite la chaqueta?

Mildred no pensaba responder. ¡Ya no! Que hiciera lo que quisiera aquel entrometido.

Se hallaba sentada en el borde del sofá y fumaba un cigarrillo con fruición, nerviosamente, inspirando y expeliendo el humo a borbotones.

Fue Ingrid la que dijo un tanto alterada:

—En nuestra casa, los caballeros jamás se quedaron en mangas de camisa.

Gary se quitó la chaqueta y la lanzó sobre la zamarra. Se quedó enfundado en una camisa parda, muy moderna, pero arrugada y nada limpia. Impasible, con un hacer lento, se quitó los gemelos y arremangó las mangas.

—No estoy de visita, tía Ingrid —dijo cortante—. Estoy en mi casa, en la casa de mi mujer.

—¿Está usted loco? —gritó Mildred a punto de estallar.

Gary, en vez de levantar la voz, la bajó, susurrando suavemente, con aquella suavidad que volvió a desconcertar a las dos mujeres.

—Ya te dije, querida Mildred, que soy un ser pacífico, pero si me provocan, por Dios vivo que salto como un energúmeno. Dije que estoy en casa de mi mujer, y mientras lo esté, no voy a usar etiquetas. Quiero deciros algo más. Espero —añadió al tiempo de ir a sentarse frente a las dos mujeres— que lo tengáis muy en cuenta para el futuro, y no os sintáis ofendidas, ¿eh? Yo nunca digo más que verdades. Verdades como templos, y a veces estas verdades lastiman a quien vive de mentiras.

—No estamos díspuestas...

—No, no, tía Ingrid. No te voy a dar vela en este entierro. Por Dios que no. Eres tan sólo la tía de Mildred, y si no estás de acuerdo te vuelves a tu ciudad, donde viviste hasta la muerte de tío Horst.

Las dos mujeres se miraron.

—¿Qué sabe usted de mi hermano?

—¿Qué sé? —rió Gary cachazudo—. Lo que sabe todo el mundo. Que un día hizo un viaje a Santa Fe y se murió allí. ¿Conocen ustedes la causa concreta, de ese viaje? Apuesto a que no.

—Nó —dijeron las dos mujeres a la vez.

Gary se repantigó en la butaca y extrajo una cajetilla. Encendió tranquilamente un cigarrillo, pero como no le agradaba fumar sin beber, sin decir palabra se puso en pie, se aproximó al bar con gran asombro de las dos mujeres, sacó un vaso y una botella de whisky, y con ambas cosas en la mano, se sentó de nuevo frente a ellas.

—Me gusta beber cuando regreso de un viaje —dijo riendo como si tal cosa.

Ni Ingrid ni Mildred se atrevieron a pronunciar palabra. Ya habían comprendido que de nada serviría pronunciarla.

Gary, dentro de aquella naturalidad que ofendía a las dos mujeres, se sirvió whisky y así, solo, sin hielo ni soda, empezó a beberlo.

—Como les iba diciendo —dijo, volviendo al punto de partida—, tío Horst estaba citado en Santa Fe con dos amigos. Dos amigos de la infancia que luego se separaron por sus carreras, y sus profesiones. Pero que un día, no sé por qué, se encontraron y se citaron con el fin de recordar sus buenos tiempos de estudiantes, y de servicio militar. Lo hicieron juntos. ¿Sabían ustedes eso?

—Sabíamos —dijo Mildred secamente— que iba a Santa Fe con mucha urgencia. Supuse que sería por negocios.

—Eso no tiene mucha importancia ya.

—La tiene. ¿Quién es usted que sabe tanto de mi tío?

—Fue nuestro testigo de boda, ¿no? El y Gary Browne. ¿No habéis leído los nombres en el certificado matrimonial?

—No hubo jamás tal matrimonio.

—No pienso discutirlo más —cortó fríamente Gary—. No iba a hablar de eso cuando me senté con el vaso de whisky en la mano. Iba a hablar de mi chaqueta y de las palabras de tía Ingrid... respecto a mí... digamos, falta de elegancia.

—Es intolerable —gritó Mildred, sin poderse contener— lo que le aguantamos a usted.

—Yo les voy a decir algo, puesto que me tratan de usted, voy a seguir su hábito. No es agradable, no es correcto ni familiar, pero ustedes me lo indican. En primer lugar les diré que viven ustedes falsamente. Que se atreven a mencionar la elegancia, o la carencia de. ella en un hombre determinado, en este caso yo, careciendo ustedes de seguridad para el porvenir. Tienen esta casa hipotecada. Ni uno de estos cuadros de buena firma que cuelgan de las paredes, les pertenece. Ni un tapiz, ni ese sofá donde está usted sentada —Mildred, a su pesar, se estremeció y se puso en pie, para caer de. nuevo sentada en él—. Supongo que en esta casa imperará la absurda costumbre de vestirse para comer. Y resulta que comen ustedes una sopa insípida y un huevo a la inglesa. Al menos lo llaman así, pero en letra muy clara es, ni más ni menos que pasado por agua o frito con poco aceite.

—Oiga, no le permito...

—No terminé, señora mía —cortó Gary ásperamente, pero dentro de una cortesía exasperante—. Tienen ustedes deudas. Piensan pagar cuando la niña se case con ese energúmeno blandengue llamado Jerry Mitchel. Un hombre incapaz de hacer feliz a una mujer como ella —la señaló con el dedo enhiesto, sin mirarla siquiera—. No porque moralmente valga más ni menos, sino porque es una mujer bella y podría llegar a ser estupenda, si usted o quizá el tío Horst, o ella misma, no se metiera en la cabeza tanto espíritu de grandeza.

—No estoy dispuesta a oírle ni un minuto más.

Puesta en pie, parecía una soberana. Pero no debió impresinar esto al «ye-yé» lleno de sensatez, ya que, poniéndose también en pie, le puso una mano en el hombro y con gran asombro de Mildred, la empujó suavemente, de nuevo hacia el sofá.

—No terminé, señoras. Aún me queda algo por decir.