XI

Se iniciaba abril.

Mildred descansaba en la terraza, junto a la piscina, en una extensible. Vestía maillot amarillo, contrastando y poniendo de relieve el moreno de su piel, bajo aquel cabello castaño claro y los ojos intensamente azules.

Estaba más bella que nunca. Fumaba un cigarrillo y sus ojos semicerrados parecían negarse a ver la luz del sol.

—Mildred...

Abrió los ojos. Vio a tía Ingrid junto a ella.

—Siéntate, tía.

—Estás aquí, tan inmóvil... —se sentó a su lado—. ¿En qué piensas, Mildred?

¿Lo sabía ella acaso? ¿En qué pensaba siempre, de cuatro meses a aquella parte?

En nada. Huía de sus pensamientos. Como si una laguna inmensa se interpusiera entre su deseo de dilucidar lo que sentía, y los propios sentimientos.

Se alzo de hombros.

—Jerry ha llamado de nuevo.

Ella sacudió la cabeza. Lo hizo con cierta impotencia que no podía evitar aunque quisiera.

—No soy capaz —susurró como vencida— de casarme con él.

—Has devuelto todos los regalos. Mildred. Se originó un... pequeño escándalo.

—¿Y qué quieres que haga? No puedo casarme con él, no le quiero. Antes le toleraba, ahora... ni eso siquiera.

—Pero Gary... no ha vuelto, y ya no creo que vuelva. Cuatro meses sin verle... ¿Sabes? —confesó la tía tímidamente—. Le echo de menos.

—Calla, calla.

—No lo puedo remediar, Mildred. He preguntado en todos los comercios. Sí, no me mires de ese modo censor. No fui capaz de reprimirme. Al fin y al cabo, él pasa... por ser mi pariente. Incluso me he enterado donde suele vivir alguna vez, y he ido a su apartamento.

Una tenue sonrisa curvo los labios de Mildred.

Ella también había ido. Sí, sí. No fue capaz de contenerse. No fue una vez, sino varias veces, en el transcurso de aquellos meses. Pulsó y pulsó el timbre sin ningún resultado. Nadie contesto.

Cerró de nuevo los ojos.

Ingrid seguía diciendo suavemente:

—Yo no sé qué pudimos hacerle a ese chico. La noche que lo despedí estaba tan tranquilo. Amable, casi afectuoso.

No volvió a verlo desde aquella madrugada. ¿Por qué razón? ¿Es que había muerto?

Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza.

—Mildred..., ¿tienes frío?

—No, no.

—No quiero hablarte de esto, Mildred. No, no quisiera, pero no tengo más remedio. La hipoteca vence dentro de seis meses. ¿Te das cuenta? Tendremos que dejar el palacio donde siempre hemos vivido. Donde murieron tus padres, donde tú naciste, donde estuvo el cadáver de tío Horst...

—Calla, calla.

—Has devuelto los regalos, le has dicho a Jerry que no podías casarte con él...

—No soy capaz.

—Yo no ta digo nada al respecto, pero... ¿qué vamos a hacer, Mildred?

—Ya lo he pensado. Trabajaré.

—¿Tú? —se agitó la dama.

—Me iré a Abilene. Es una ciudad pequeña, de unos treinta y tantos mil habitantes. O a Dallas, o a cualquier otro sitio. Tal vez a Santa Fe...

—Oh, no, chiquilla, eso no. Santa Fe está lejos.

La miró fijamente.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? No podemos sostener esta vida. Si no pagamos la hipoteca..., no es posible vivir en un engaño toda la vida.

—Te ibas a casar con Jerry...

—Ya no. Ya no podría.

—Mildred...

—Qué.

Un silencio.

—¿Qué? —temblorosa.

—Me pregunto si..., si... Bueno —se aturdió bajo la mirada joven, tan aturdida como ella—. No sé cómo decirte...

—Dilo, tía Ingrid. ¿Qué más da ya?

—Estás enamorada de... Gary.

—Como jamás pensé estarlo de hombre alguno.

—¡Mildred!

—No me mires así, no soy un monstruo. ¿Sabes? El no parece volver... No volverá. Yo me porté con él grosera y tonta... la última vez que le vi. Fue... fue... —apretó los labios—. Fue... a raíz de... Bueno, aquella madrugada que marchó.

—Mildred, hijita...

—Bajé al living —siguió diciendo, como si desahogar fuera una necesidad—. Le dije... El me dijo... Me dio su tarjeta..., pero no ha vuelto a su apartamento.

Tía Ingrid se estremeció de pies a cabeza.

—No me digas que tú, tú... has ido a ese apartamento. Tú, tan orgtullosa, tan altiva, tan personal...

—He ido —cortó—. Sí —y con fuerza desgarradora—. He ido como cualquier mujer vulgar. He ido a buscarlo...

—¡Oh, Mildred!

—Por eso, cuando regresó Jerry le dije..., le dije... —apretó las manos en los brazos del sillón— le dije que no podía casarme con él. Que los tres meses de reposo me dieron tiempo a reflexionar, que no le amaba lo suficiente...

—Y tú, habituada a tener de todo... vas a prescindir por eso... Por amor...

—Sí.

—Mildred, querida, yo no te digo nada. Nada te puedo decir. Nada quiero decirte. Nunca he tenido la ventura de casarme. No sé por qué, he ido quedándome atrás, y cuando me di cuenta... ya era tarde para hacerlo. Para sentir amor. Pero debe ser bello estar enamorada. Muy bello.

—Muy amargo —dijo Mildred calladamente—. ¿Sabes?, iré a Santa Fe, mañana.

—Mildred..., ¿qué piensas hallar allí?

—Una explicación. Si estoy realmente casada con él...

—Un momento, chiquilla. Un momento, por favor, escúchame. Suponte que no estás casada con él, Que todo fue una farsa de Gary, urdida no sé por qué... Además..., aunque estuvieras realmente casada con Gary Browne..., ¿qué harías? Tú estás habituada a vivir como una reina. No serías capaz de prescindir de tanto, capricho, de tu vida muelle. No podrías casarte con un vulgar representante de comercio.

Mildred se puso en pie.

—Tomaré el avión de esta misma tarde.

—Mildred.

—No me digas nada, tía. Aunque se arme el mayor escándalo del siglo, yo tengo que saber. Es hora que sepa —y emitiendo una amarga sonrisa—. ¿Qué crees que van a tardar en saber en Fort-Worth que estoy arruinada? Lo saben ya dos de cada casa. El resto —se alzó, de hombros— lo sabrá pronto. Ya no nos queda alhaja que vender. ¿De qué vivimos? ¿Crees que es placentera la vida así? Además, yo no puedo permitirme seguir vivlendo de esta manera. Tengo que hacer algo. Ouizá me quede en Santa Fe, y pida allí trabajo. Sé cuatro idiomas. Me será fácil... Si me quedo te llamaré.

Un auto entraba en el parque en aquel instante. Era un viejo «Ford». Tía y sobrina se miraron.

—Mildred —susurró la dama—. Mildred..., viene ahí...

La joven se estremeció de pies a cabeza, pero no dijo nada. Erguida estaba y erguida se quedó, mientras su tía caminaba como un autómata, hacía el hombre estrafalario que se acercaba.

* * *

—Muchacho...

Gary ya no vestía en pantalón de lana gris. Le sustituía un pantalón de dril o algo así, de suave tela color avellana. Una camisa verde muy chillona y una chaqueta sport a cuadros. Calzaba zapatos beige, no muy brillantes.

El cabello menos, largo y la pelusilla del cuello cortada a tijera. Pero seguía siendo flaco y arrogante, y con aquella clase... que nadie podría saber jamás de dónde procedía. Como algo innato, vistiera lo que vistiera y dijera lo que dijera.

—Hola tía Ingrid —saludó Gary, besando a la dama en ambas mejillas, con la mayor naturalidad.

Tía Ingrid estaba emocionada. No podía remediarlo. Como si fuera su hijo y tras un larga ausencia lo recuperara.

—¿Cómo andamos por aquí, tía Ingrid?

Hacía la pregunta a la dama, pero sus ojos, de mirar indolente, se fijaban en el cuerpo enfundado en el maillot, que seguía allí, de pie, paralizado, cerca de la piscina, a pocos metros de ellos, que se hallaban no lejos de un alto seto.

—Creímos que... te había ocurrido algo grave.

—Gracias a Dios, a mí nunca me pasa nada —dijo él, sin dejar de reír, palmeando el hombro de la dama y dejando resbalar su mirada indolente por el cuerpo escultórico de la muda y lejana Mildred—. Esta témporada tuve la representación en otro condado. Llegué muy, lejos. No tienes idea de lo lejos que llegué.

—Voy a prepararte algo de comer.

—Mientras —replicó él con naturalidad, sin ningún entusiasmo—, yo iré a saludar a Mildred.

La dama se alejó en dirección a la casa.

Gary avanzó, riendo, hasta Mildred. Si había emoción en su ser, lo disimulaba bien. Al contrario, parecía irónico y sarcástico.

—Hola, beldad —dijo acercándose.

Mildred sintió vergüenza. De que la viera así, de que él supiera lo que sentía, de que penetrara en su emoción íntima, bataneante en su ser como un trallazo.

Rápidamente tomó el albornoz de felpa corto y se lo puso. Lo ató a la cintura con movimientos automáticos.

—¿Cómo estás, Mildred? —preguntó riendo, al tiempo de alargar la mano.

La joven extendió la suya. Gary se la oprimió apenas. La soltó después.

—Bien —dijo ella quedamente.

—Ya lo veo. Estás... —la miró de arriba a abajo, desde los pies a la cabeza— como un tren, según dicen los chicos de hoy.

—Tú también eres un chico de hoy.

—Pero menos —dijo despreocupado, derrumbándose en una butaca de mimbre—. ¿Permites que encienda un cigarrillo?

No contestó.

Gary lo encendió con mucha calma.

Todo el amor de ella, su entusiasmo, su fe en el porvenir, se convirtió en humo. Aquel hombre, por lo que fuera, no la quería.

—Creí que te encontraría con Jerry.

No le dio la gana de decirle que ya nada había con aquel hombre.

Gary, ajeno a sus pensamientos, añadió:

—¿Sabes? Ahora tardaré más en volver. Tengo las oficinas en Santa Fe. Posiblemente no pueda volver hasta principios del invierno que viene.

Silencio por parte de Mildred.

El la miró insolente.

—¿No te sientas?

—Voy a vestirme...

—Ah.

Lo dijo. No podía dejar su orgullo de mujer, maltratado de aquel modo.

—Estoy citada con Jerry.

El volvió a reír.

Parecía cansado y al mismo tiempo sarcástico.

—Ya no me opongo, ¿sabes? En realidad, tú tienes que arreglar tu vida... económica. Eso es algo primordial para ti.

No pudo callarse. La angustia le roía la garganta.

—¿Y si estuviera dispuesta a prescindir de ella?

—¿De tu vida económica y social?

—Sí.

—¿Por qué?

—Eres ruin...

—Mira, Mildred. Desde la última vez que te vi, pasó mucho tiempo. He tenido horas para reflexionar. No sería capaz de embarcarme en una aventura contigo. Una aventura legal, se entiende. Tú estás habituada a una vida que yo nunca podría darte. Eres muy hermosa, y por ser amado por ti, uno podía dar algo. Pero... estás tan vacía como esa piscina, cuando el puríficador de agua aspira la misma.

—No voy a prescindir de mi vida muelle por ti —arguyó ella casi gritando.

Gary se puso en pie. Sacudió el pantalón con mucha calma.

—Mejor para los dos —dijo amable—. ¿Te importa que me vaya a descansar?

No contestó.

Giró sobre sí y echó a andar.

Mildred pensó que su orgullo de mujer quedaba muy mal parado. Por eso, casi gritando, dijo:

—No me casaría contigo, por nada del mundo.

Gary se volvió apenas.

—Lo sé, monina. Lo sé. Yo no tengo dinero con que adornar tu belleza.

Y siguió su camino tranquilamente.

Mildred no supo lo que hacía. Se quitó el albornoz y se lanzó al agua con desesperación. Las verdes aguas de la piscina, ocultaron el ardor incontenible de sus lágrimas.