XIII
—Mildred...
—Me... me voy...
Se ponía la chaqueta como un autómata. Gary, ante ella, la miraba fijamente. Sabía lo que sentía aquella muchacha, pero sabía también que no sería capaz de pregonar por Fort-Worth que era su esposa.
Sabía, o creía saber, que jamás se amoldaría a un marido vulgar como él.
—Mildred...
No podía mirarlo de frente.
Estaba aturdida, completamente deshecha. ¿A qué había ido allí? ¿A recibir lo que recibió?
Dolía.
Como si algo le arrancaran del pecho. Gary era... era...
—Mildred..., quédate aquí.
¿Allí, sin saber?
No. Al día siguiente, al amanecer, iría a Santa Fe. Averiguaría lo que había de cierto en su matrimonio.
¿Pero servía de algo ya?
—Mildred, no me mires así. No soy un monstruo.
—Tú solo no, Gary —dijo ella amargamente, a punto de llorar—. Los dos. Me siento, me siento...
—Sé lo que sientes.
—No puedes saberlo. Me veo a mí misma... mezquina y baja. ¿Qué somos los seres humanos, Gary? Un puñado de inmunda basura.
—Me hurtas los ojos para decirlo —susurró él, avanzando.
—Me moriria de vergüenza si tuviera que mirarte a los ojos otra vez.
—Por favor...olvídate y piensa...
—¿Que soy tu mujer?
—Que... que...
¿Qué podía decir? De repente se encontró con la boca abierta, impotente para dar una explicación.
—Que...
Ella huyó hacia la puerta. Lo hizo de una forma tal, que Gary no supo o no pudo ir tras ella, detenerla, decirle... Sí, tenía que decírselo todo en aquel instante. Todo. Pero no fue capaz de hacerlo.
—¡Mildred! —llamó con desgarramiento—. Mildred, escucha... Yo te amo.
—De ese modo, Gary —dijo ella con desaliento, abriendo la puerta.
—Aguarda. Deja que te explique. Tengo derecho a darte una explicación.
Ella abrió.
Se quedó menguada en el umbral.
Nunca le pareció a él tan frágil, tan tímida, tan niña.
—Mildred, escucha. Vamos a hacer una cosa... Yo te juro...
—Ya nos nemos dado una explicación. Gary. Ahora... la verdadera... voy a buscarla yo, y me moriré después de vergüenza.
—Ha sido delicioso, Mildred..., ver tu debilidad...
—De la que me siento... me siento... —apretó los labios sensitivos—. Me siento vergonzosamente responsable.
—Aguarda.
Ella no podía.
No era posible permanecer un minuto más allí.
¿Cómo pudo ocurrir?
¿Cómo fue ella tan débil, tan tonta... sin saber si aquel matrimonio suyo era válido o era una superchería del hombre cautivador que conocía demasiado a las mujeres?
Empezó a descender.
Hacía calor. Ella sintió un sofoco en el rostro.
Miró ante sí. Oía la voz de Gary diciendo desde la puerta:
—Aguarda, Mildred. Aguarda.
No quería.
No podía.
Se sentía morir. Ella, ella... tan segura de sí misma, tan reacia para amar, y de repente se enamoraba como una niña de quince años, y... no se reservaba ni su pudor.
Horrorizada llevó los dedos al pelo y los hundió allí, y empezó a descender con más apresuramiento.
Eran las once de la noche. Una hermosa y espléndida noche. Echó a andar por la calle, arrimada a la acera. Cruzó toda la calle e inició otra. No sabía ni dónde ponía los pies.
De súbito oyó una voz tras ella.
—Mildred.
Se detuvo en seco, sin girar.
—Mildred... ¿O no eres tú?
—Soy yo —dijo con ahogado acento.
Marga ya estaba allí.
¿Acaso iba al apartamento de Gary?
No, claro que no. Marga era una muchacha decente, y ella... ella era una, basura.
—Mildred..., qué rara estás.
Mildred echó a andar.
Estaba segura de que, aunque jurara lo que hizo, nadie la creería.
—Mildred... —y Marga la asió por el brazo.
De súbito, Mildred se detuvo. La miró con expresión ausente.
—¿Sabes? —susurró bajo—. Soy la esposa de Gary Browne.
Marga dio un paso atrás.
—¿Cómo? ¿Qué?
—Es largo de contar, Marga. No puedo detenerme ahora —y de repente surgió ante ella una idea obsesiva—. Voy en dirección al aeropuerto.
—Mildred, ¿qué te pasa? ¿Estás segura de lo que dices?
—Sí, puedes... decírselo a todos.
—Pero...
—Ah, y ve a mi casa y dile a tía Ingrid que me marcho cho a Santa Fe. Que me envíe el equipaje mañana. Quizá tarde en volver.
—No te comprendo. Parece que estás muerta.
Estaba peor. Estaba agonizante.
Echó a andar otra vez.
—Mildred...
—No me preguntes nada. Ve a casa y dile a tía Ingrid... que salgo en este instante para Santa Fe. El avión de las once y diez aún puedo alcanzarlo. Tomaré un taxi aquí. Dile, te ruego, que me envíe el equipaje a la estación terminal de Santa Fe. Díselo así, por favor, Marga. Y perdona que... que esté casada con el hombre que tú deseas.
—No pienses en mí —dijo Marga impresionada—. No sé lo que te pasa, pero estás... como muerta, y hablas. No hay nada peor que estar vivo y sentirse muerto, Mildred.
—Sí. No hay... nada peor.
Y sin añadir palabra, se dirigió a la parada de taxis y se perdió en el primero que halló.
* * *
—... Ya sabes todo.
Y Gary Browne tomó aliento, como si de súbito el aire le faltara.
Tía Ingrid lloraba como una niña. Con una congoja hurible que impresionó profundamente a Gary.
—Tenia que hacerlo así... No podía ser de otro modo.
—La has maltratado.
—Yo no sabía que ella llegaría a amarme tanto come yo la amo.
—Gary, ¿qué puedo decirte? Son las doce de la no che. Hace tres cuartos de hora que Mildred viaja hacia Santa Fe. Ya no podrás tomar el avión de esta noche, sino el de mañana a mediodía. La habrás perdido en Santa Fe y quizá no puedas localizarla.
—Voy a viajar en auto toda la noche —gritó Gary, desesperado—. Me quedé anonadado en casa. Tardé algo en reaccionar. Cuando llegué aquí, me encontré a Marga que salía...
—No debiste, Gary. No se juega así con los sentimientos humanos.
—Estaba jugando con los míos, tía Ingrid. Eran débiles al principio, pero arraigados después. Como llagas que nunca curan. Me fui durante cuatro meses, con el firme propósito de olvidarla, pero... no fue posible.
—¿Por qué empezaste? Di, ¿por qué? No tenías derecho... —se dolió— a perturbarla así, a perderla así...
—Escucha, tía Ingrid. Por favor, no desorbitemos las cosas, ni las tergiversemos. Yo encontré aquello en la caja fuerte de mi tío, al fallecer éste. Me. entró curiosidad. Salí de Santa Fe inmediatamente. Me tomé quince días de vacaciones. Pedí a los representantes que me cedieran su puesto. No podía. Tenía que conocer a mi... mi esposa, vaya. ¿Puede un hombre escapar a esa curiosidad? Ya sé que es borrosa y desorbitada, pero yo... soy así. No fui capaz de contenerme.
—La hiciste víctima de tu curiosidad.
—Me ama, tía Ingrid, y eso es lo importante. Saldré de inmediato para Santa Fe. Quizá pueda llegar antes de que ella visite a Freud Casey. Hace seis meses que yo lo visité también, y él me lo explicó todo.
—Evita que ella lo sepa. Si llega a saberlo, nunca, jamás, te perdonará.
—Vine aquí —siguió Gary como si no la oyese—. La conocí... Supe que se casaba. Lo decían todos los periódicos. Me informé, me documenté bien y supe qué clase de matrimonio hacía. Entonces aún no la amaba. Después... fue como un deslumbramiento. Censuré su altivez, pero supe, lo intuí en seguida, que era sólo un barniz, tras el que se ocultaban sus secretos anhelos. Lo único que me importa ahora es que ella me quiera y está dispuesta a vivir de mi sueldo...
—Gary.
—Lo siento, tía Ingrid. Todos los hombres tenemos derecho a conocer la verdad de la mujer que amamos. Juego demasiado en todo esto. No sería capaz de vivir con una mujer que no me quisiera como yo ambiciono.
—No la conoces. La has herido.... va a ser difícil arreglar esto.
—Tú dime que me perdonas, tía Ingrid. Yo tenía que venir a contarlo todo. En realidad, venía a contárselo a ella, y a pedirle que, en tu compañía, nos fuéramos los tres a Santa Fe a arreglar este asunto... Me desespera saber que ella tomó el avión de las once y diez.
—Vete, Gary —dijo tís Ingrid bajísimo, con desalíen to—. No soy yo quien tiene que perdonarte. Es ella. Y la conozco. Te va a costar mucho convencerla.
—Pese a toda.
—Sí, pese a todo. La has herido donde más podía dolerle. No se perdonará haber hecho lo que hizo.
—¡Oh, Dios!
—Vete, Gary. Vete cuanto antes. Viaja toda la noche y llega antes que ella a casa del juez.
Gary la abrazó fuertemente.
—Nunca tuve más familia que mi tio —dijo, emocionado a su pesar—. Te aseguro que siempre eché de menos una madre y unos hermanos. Algo hondo, verdadero. No pienses que soy un sentimental, pero un hombre... tiene anhelos fraternales, por mucho que posea en el mundo. Tío Gary era bueno. Infinitamente bueno conmigo. El me habló de Mildred, pero jamás tomé en cuenta sus palabras. El me decía muchas veces: «Ve a Fort-Worth y conoce a la sobrina de mi amigo.» Siempre me negué. Detesté toda mi vida, desde que fui adulto, la insensatez de la mujer, el orgullo, la falsedad y el capricho. Debí nacer bajo un signo zodiacal demasíado sexuado. No sé... Jamás quise conocerla y cuando la conocí quedé prendado de ella.
—Vete, no me des explicaciones a mí. Déjalas para Mildred. Vas a necesitar de toda tu persuasión, Gary. Al decirle a Marga que era tu esposa, llevaba en las frases más amargura que placer. Ten eso presente. Ella te ama por lo que eres... Ahora ya lo sabes. Haz que te comprenda siendo... lo que realmente eres.
—Deséame suerte, tía Ingrid.
—Te la deseo, hijo. Es la de Mildred...