XII
Estaba allí, inmóvil, desconcertado, con los párpados indolentemente caídos, la vista fija en ella que avanzaba.
Cubría el cuerpo, aún mojado, por el cortó albornoz; sus pies húmedos, pequeños, de finos tobillos, perdidos en chinelas cruzadas con dos tiritas rojas. El cabello atado tras la nuca con una simple cinta.
Bella en verdad, pero aún más que eso, a juicio del hombre trotamundos, poderosa y fabulosamente atractiva y perturbadora.
Se hallaba tras un alto seto. Apoyado en el tronco de un árbol indolentemente, con una mano en el bolsillo del pantalón, arremangando un poco la chaqueta a cuadros, y la otra mano sujetando el cigarrillo que a pequeños intervalos llevaba a los labios. Ella lo vio al iniciar el camino hacia la casa. No tenía otro sendero que la condujera más directamente y hubo de pasar por allí.
Fue a cruzar a su altura. Gary depuso su postura indolente. Se incorporó y la mano que tenía en el bolsillo, salió de éste sin ninguna prisa.
Asióla por la muñeca. Así, sin rabia ni enojo, ni siquiera mucho interés. Pero la detuvo, que era realmente lo que pretendía.
Mildred quedó tensa.
Firme en el suelo, mirándolo entre interrogante y censora.
—Suelta —pidió con ahogado acento—. Suelta...
No lo hizo.
Se diría que en aquel instante era incapaz de dominarse. O que, por el contrario, le agradaba turbarla.
—¿Sabes? Estoy pensando.
Le interesaban sus pensamientos tanto como la vida, pero antes se dejaría matar que descender un peldaño en su ya lastimado orgullo.
—No me... no me... interesan tus pensamientos.
Gary inclinóse mucho. Mantenía la muñeca femenina oprimida entre sus dedos, y como era tan alto, la do minaba con su talla, hasta el extremo de pareoer Mildred una poquita cosa.
—Y te tiembla la voz para decirlo —susurró él quedamente, casi rozando su garganta—. ¿Por qué, Mildred? ¿Quieres que te diga lo que pienso? Si yo tuviera dinero... pregonarías a los cuatro vientos el lazo que nos une. Y me amarías...
—Su... suelta.
—Me gusta tenerte así. No soy provocador, Mildred. Es que estás... muy hermosa. Y nó pienses que soy un sádico... Es que tú me gustas. Llegas hondo, calas muy dentro y hurgas como dueña y señora. Pero ya debes saber que, pese a eso, yo no soy hombre que se deje dominar por una mujér.
—Suelta, te digo.
—¿Quieres? ¿Es cierto que quieres?
No quería.
Sólo tenía deseos de cerrar los ojos. Muy fuerte, y olvidarse de que era ella, de que tenía orgullo, de que aquel hombre, quienquiera que fuese, la perturbaba y la estremecía y la enervaba como jamás hombre alguno lo logró.
El debió adivinarlo, porque dejó de apoyarse en el árbol y se inclinó más hacia ella. Estaba mojada y la felpa, poco a poco, iba demarcando su cuerpo, debido a la humedad.
El tiró de aquella muñeca y Mildred quedó pegada a su pecho.
Alzó los ojos.
Hubo como un aleteo de temor, de ansiedad, de desesperación. Pero Gary no quiso o no supo leer en aquellos ojos.
Un hombre puede ser muy dueño de sí y muy sereno y muy personal, pero en un momento dado no es más que un hombre, y Gary lo era en aquel instante.
Por eso, al encontrar los ojos femeninos, la miró a su vez intensamente.
No quiso pensar en lo que ella sentiría. Ni lo que sentía él. Sabía únicamente, que hacía cerca de cuatro meses que no la veía, y que aquella mujer le interesaba como la vida misma. Pero sabía también que no estaba dominada ni vencida, ni doblegado su indómito orgullo.
Pero eso... ¿qué importaba en aquel momento?
No hubo atropellos, ni sobarbias, ni frases más o menos airadas o apasionantes. No hubo más que una ternura íntima, nacida de súbito.
Y luego fue ella, despacio también, sin alteraciones, como perezosa o llena de temor, quien metió la mano entre ambos pechos y lo empujó suavemente.
Gary quedó allí. Se diría que ansioso, pero de súbito volvió a su postura indolente, encendió un cigarrillo y quedóse inmóvil, mirando al frente con expresión hipnó tica. Nadie sería capaz en aquel momento, de saber lo que pensaba, sentía y maduraba, Gary Browne.
* * *
Permaneció muchas horas en la alcoba, tendida en el lecho, mirando al frente sin ver nada, con el pensamiento paralizado.
Creyó que lo vería al bajar vestida para comer.
Tía Ingrid estaba allí, pero él no.
—Gary se ha ido.
Tía Ingrid no sabía el daño que le hacía. Pero en tu rostro no se reflejó su desesperación interior, ni siquiera ansiedad. Las dominaba. Nadie sabría a costa de cuánto esfuerzo. Pero... las dominaba, sí.
Tía Ingrid siguió diciendo bajo, con desaliento.
—Gary se va a Santa Fe mañana... Dijo que necesitaba arreglar unas cosas... Se ha ido a su apartamento.
Silencio.
La mente batalleante, como un caos.
«Después de darme aquellos besos... ¡Aquellos besos!»
—¿No sales hoy? —preguntó tía Ingrid.
No pensaba salir. No quería que todos leyeran en sus ojos el desconcierto y la angustia.
Pero contra lo que pensaba, se encontró diciendo:
—Sí.
—No regreses tarde.
—No.
Y como un autómata subió a su cuarto, asió el bolso y salió de nuevo.
Atravesó el jardín a paso corto, como si le pesaran los pies o la empujara una inercia desconocida.
«¿Adónde voy?»
Supo adonde iba.
A verío. A decirle que era odioso, que no tenía derecho a inquietarla así... para luego desaparecer de su vida, como si ella fuera una cualquiera.
Sí, tenía que decírselo, y después, al día siguiente, adelantándose a él, iría a Santa Fe y se entrevistaría con míster Casey y sabría al fin, sí, sí, lo sabría, quién era aquel hombre y per qué poseía un certificado matrimonial... en el cual ella figuraba casada con él.
No habría ya nadie capaz de evitarlo. Ni el escándalo ni las murmuraciones, ni su ruina, ni el ansia de salir de aquel terrible atolladero humano.
De súbito sus pensamientos se detuvieron. Se paralizaron como si de pronto un temor convulso se agitara en su cuerpo y en todo su ser.
Anochecía y estaba ante la casa de apartamentos...
Dudó un segundo. Sólo un segundo, y de repente se perdió en el elevador y se encontró en el rellano, ante la puerta color caoba.
Su fino dedo se alzó un segundo. Pulsó aquel timbre. No supo si con fuerza o débilmente. Lo que supo fue que la puerta se abrió inmediatamente y la flaca figura de Gary se cuadró en el umbral.
¿La esperaba?
Nadie sería capaz de adivinarlo.
Le franqueó la entrada.
—Pasa, Mildred, pasa. Estoy haciendo el equipaje. Marcho esta noche.
Ella pasó.
Ya estaba en medio del umbral, y él seguía diciendo: «Pasa, Mildred, pasa.»
Después cerró la puerta y se la quedó mirando. Mildred, al encontrar sus ojos, bajo los suyos. No fue capaz, de sostener aquella intensa mirada de los negros ojos masculinos. Tantas cosas como iba a decirle, y de súbito, ante él, no sabía abrir los labios.
Pero debió de hacer un esfuerzo, porque de repente exclamó con ahogado ardor:
—Te... te... has burlado de mí.
El la miraba. Así, sin dejar de mirarla, blandamente, la empujaba hacia el interior de una salita, sin que ella, aturdida como estaba, se diera apenas cuenta.
—He venido aquí para decírtelo —repetía obstinada—. No tienes derecho a... a...
—¿A besarte, Mildred?
—A perturbarme así.
—¿Te perturbo?
—No tienes derecho y yo no tengo vergüenza al venir aquí...
—Eres una mujer —dijo él de modo raro— y yo un hombre... Los hombres Mildred, se hicieron para las mujeres, y viceversa.
Al hablar la empujaba hacia el canapé. Ella no supo cómo, cayó allí, y de súbito ocultó el rostro entre las manos.
—Voy a decir a todos que eres mi marido —dijo de pronto, como en un estallido sollozante.
—Vamos, vamos, Mildred, serénate. Eres demasiado orgullosa para decir eso. Demasiado, Mildred... No te amoldas tu a pasar sin dinero. A vivir del sueldo de un vulgar representante de comercio. Ten presente que yo no podré mantenerte en tu rango.
—¿Puedes pasar sin mí? —preguntó ella de repente, alzando el rostro.
Gary sabía dominarse, pero en aquel instante no fue capaz. Por muy personal que fuera, por mucha fuerza de voluntad que tuviera, no fue dueño de sí. La asió por los hombros, la echó hacia atrás y quedó inclinado sobre ella.
—Mildred..., eres soberbia, orgullosa. Para ti, los hombres pobres pasan por la vida sin ser notados. Pero tú tienes... tienes... algo que enloquece a uno y lo apasiona y lo llena de ternura.
—Me da vergüenza, sí... Vergüenza que yo... venga aquí a buscarte. Aquí...
—Que no te la dé —dijo él bajísimo, perdiéndose en su hermosa figura—. Que no te la dé, Mildred... Hay algo contra lo que no se puede luchar. Estos sentimientos, que nacen hondos y se desparraman por todo el ser de uno y lo... lo...
La besaba ya.
Ella cerró los ojos.
—Mildred...
—Sí.
—¿Qué nos pasa? ¿Qué vamos a hacer? —y después, bajísimo, sobre sus labios, sin esperar respuesta—: Me gusta que cierres los ojos, Mildred. Me gusta...
Los brazos de Mildred, de aquella muchacha altiva que estuvo a punto de casarse con Jerry Mitchel, se alzaron. Poco a poco, como si los empujara una fuerza superior, y cruzaron la espalda de Gary y luego su cuello, y después los dedos temblorosos se enredaron en el cabalo tan negro y tan alborotado...
—Mildred...
—No soy capaz... No, no lo soy...