XV
Ni una frase en todo el corto trayecto. Ni una alusión a la íntima ceremonia que se había llevado a cabo momentos antes. Eran marido y mujer, y se diría que eran dos extraños.
—Tengo aquí tu equipaje —dijo él, antes de descender del auto, cuando detuvo éste ante la escalinata principal y dos uniformados criados acudían a abrir las portezuelas—. Me lo dio tía Ingrid.
Mildred no respondió.
Pálida y extraña, distinta a la niña tímida que él tuvo en sus brazos en su apartamento, descendió del vehículo sin esperar a que él abriera la puerta.
Gary saltó por el otro lado.
—Es la señora —dijo a sus criados—. Acabo de casarme.
Después asió a Mildred por el brazo e inició el ascenso hacia la entrada.
Mildred, suavemente, se desprendió de su brazo. Caminó erguida a su lado.
—Si quieres ver la casa...
—No. Me imagino cómo es.
—Voy a llamar a tía Ingrid. Desco que venga a reunirse con nosotros.
No contestó. Se diría que tía Ingrid y Fort-Worth y nada de este mundo le interesaba gran cosa.
Atravesó el vestíbulo.
El dijo bajo, alcanzándola:
—¿Quieres que hablemos?
—No —cortante—. Quiero mi ropa, darme, un baño, descansar, y olvidar, si es posible, todo lo ocurrido.
Ya subían ambos las alfombradas escalinatas hacia el piso superior.
—Estamos casados y podemos realizar un viaje a donde tú desees.
—Aprendí a amoldarme a nada. Pensaba trabajar y dejar que el Banco se llevara mi casa —lo miró fijamente, sin parpadear—. ¿Qué puede importarme un viaje?
—Nadie te llevará la casa. Hace mucho tiempo que yo adquirí esa hipoteca.
Se mordió los labios.
Era humillante que ella le hubiese dado tanto... a cambio de tanto, sin saberlo. Humillante ser su mujer y soportar su proximidad, que era... como una loca tentación de la que por todos los medios tendría que escapar.
—Eres... muy generoso.
—Te equivocas. Sólo lo soy por ti.
—Yo... yo...
—No me ofendas. He cometido una insensatez, pero los dos sabemos cómo y cuánto nos queremos.
Era recordar el día antes, el apartamento, la media luz, su agitación cuando sé vio en la escalera y luego en el aeropuerto.
No quería recordar.
El no podía darse cuenta de lo mucho que dolía aquella terrible y pecadora debilidad.
Como ella se hallaba ya en el vestíbulo superior, lujosamente decorado, él subió el último peldaño en su seguimiento.
—Por aquí —dijo, y sin transición—: Nos herimos mutuamente, pero por queremos tanto, podemos olvidar los dos y empezar de nuevo.
—Para tu goce material —dijo, sin poderlo evitar.
El la miró anhelante.
¿Se me puede censurar eso? ¿No gozas tó?
Se cubrió de púrpura su rostro. Giró y quedó de espaldas a él.
Gary dio la vuelta en torno a ella y empujó una puerta.
—Pasa —susurró—. Pasa.
Se encontró en una habitación inmensa. Alcoba y salita, sólo separadas las dos piezas por los muebles. Un sofá curvado y dos enormes butacones frente al ventanal. Todo el suelo cubierto de una gruesa moqueta. Una ancha cama al fondo y un armario tomando toda la fachada, empotrado en ésta.
—Es nuestra alcoba —dijo él con naturalidad—. Son las nueve. Supongo que habrás comido.
—Sí —admitió sin mirar en torno. No quería pensar que aquella intimidad era para ella y para Gary—. Pero no voy a quedarme aquí.
—Yo me iré a la alcoba contigua —dijo él brevemente—. Ya veo que hoy no estamos muy predispuestos a una explicación definitiva. No voy a negar que deseo quedarme a tu lado. Eres mi esposa y ya... ya nos conocemos.
—¡Cállate!
—¿Lo ves?
—Déjame sola —y con un hilo de voz—: Te... te lo suplico.
Se aproximó a ella. Sin que Mildred se percatara de su intención, la empujó suavemente hacia el sofá. Quedé hundida allí, en la esquina. El se sentó a su lado. Le pasó una mano por detrás y otra por delante.
—No —dijo ella ahogadamente—. No quiero.
—Pero lo sientes.
—Quita... Me... me ofendes.
—Quisiera besarte, Mildred —susurró Gary, echándole la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en el respaldo—. Besarte mucho.
Huyó de él, quedó como menguada con las dos manos apoyadas en el brazo de un sillón, haciendo de pilares al derrumbamiento de su cabeza y sus hombros, que parecían ocultárse entre el peso de sus brazos—. Necesito descanso. Pensar. Llorar otra vez o desvanecer el recuerdo de ese terrible llanto.
—Mildred.
—Déjame sola. No sería capaz de besarte en esta instante, ni de permitir tus beses. Y, por favor, no me culpes de ello. Quizá no tengas la culpa. Quizá no, ni yo tampoco, sino este derrumbamiento moral que me destroza.
—Mildred...
Lo miró suplicante y él supo que no era una comedia.
—Te lo ruego, Gary. Te lo suplico por la memoria de nuestros tíos. Yo no tengo carne de pecado, ni me dejo guiar por sensaciones emocionales, ni soy tan material, Tengo que volver a quererte con el alma. No me basta quererte con el cuerpo. Lo nuestro, en un no lejano futuro, se convertiría en un comercio, en una dádiva carnal, y yo me odiaría y luego te odiaría a ti por llevarme por este camino y por sentir la debilidad de dejarme guiar. No, Gary. Si yo estaba dispuesta a vivir con tu sueldo poco o mucho, si dije a Marga que era tu mujer, sin saber realmente si lo era, es que te quería. Con el alma, ¿sabes? No me basta con el cuerpo. No me basta un goce o un placer. Necesito infinitamente más, y ahora ni tú estás para darlo ni yo para recibirlo. Ten un poco de caridad. El que nos hayan casado no cambia las cosas. Los sentimientos los mancillamos los dos. Purifiquémoslos de nuevo y purguemos así un pecado que nunca debimos cometer.
—Debo admirarte.
Ella volvió a gritar.
—No te pido que me admires. Sólo... sólo... que me compadezcas o me comprendas. Ya no tengo orgullo, ¿sabes? No se trata de eso. Es que estoy lastimada. Y necesito curarme sola, o que tu me ayudes en esa cura.
—Y me condenas a mí a la soledad.
—¿Qué quieres? —gritó sacudiendo la hermosa cabeza—. ¿Qué quieres, di? ¿Qué me deje tomar en tus brazos, que me enloquezcas con tus besos, para sentir odio después?
—No, eso no.
—Pues sería asi. Llama a tía Ingrid si lo deseas. Pero esta noche déjame encontrarme a mí misma, déjame pensar. Déjame... sola.
Gary se puso en pie.
No parecía el mismo joven desarrapado de días antes, del día anterior, concretamente. Vestía de gris y si bien sus cabellos seguían siendo un poco descuidados, daban a su persona una expresión de niño grande, suplicante.
—Deja que te bese una vez —susurró, metiendo la cabeza bajo la de ella—. No voy a herirte, Mildred. Sólo rozar tus labios.
Ya lo estaba haciendo. Suavemente, como si la venerara.
Ella se apartó de él y se derrumbó de nuevo en la esquina del sofá. Gary fue tras ella.
Lo empujaba blandamente, cerrando los ojos, palpitante su seno.
—Buenas noches, Mildred. Descansa...
—Sí.
—No te olvides de que te quiero. De que sería capaz de todo... por ti.
—Sí, Gary.
—Y tú...
—Debo quererte también; de otro modo... no estaría casada contigo.
El se alejaba.
Ya estaba en la puerta.
Con aire de niño grande, susurró:
—No querías a Jerry. No lo querías. Yo tenía que apartarte de él y sólo podía hacer de un modo...
—Calla, calla.
—Hasta mañana, Mildred.
—Hasta... mañana.
Y quedó allí, menguadita en el sofá, con los ojos perdidos dentro de sí misma.