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Sabía que cuando salía, lo hacía a las siete de la mañana. Se iba sin desayunar casi siempre, con el portafolios bajo el brazo y el pequeño maletín en la mano.
No fue capaz de dominarse.
Toda la noche diciéndose a sí misma que era una locura, pero a las siete de la mañana se hallaba envuella en una bata y el cabello recién cepillado, pisando los escalones hacia el vestíbulo inferior.
Nadie estaba levantado. El sí.
Oía sus pasos yendo de un lado a otro. Esperó. Allí, de pie en la puerta del living por donde él, al cruzar el vestíbulo con su portafolios y el maletín tenía que pasar. Lo vio avanzar. Iba apagando luces a medida que avanzaba. Apagó la de su cuarto, la del saloncito contiguo al mismo, la del vestíbulo. Su alta figura muy delgada, se desdibujaba en la penumbra.
Se detuvo de súbito al pasar a su altura.
—¿Tú... levantada a estas horas?
—Pasa aquí —dijo ella con fiereza—. Tengo que hablarte.
Tenía sólo veinte años y carecía totalmente de experiencia, porque de haber tenido algunos años más y un poco de experiencia, jamás se hubiese presentado allí, humillándose sin darse cuenta.
Gary, indiferente, pasó y él mismo cerró la puerta. Una tenue luz, partiendo de una lámpara esquinada, apenas si iluminaba la esbelta figura envuelta en la bata íntima, por cuyo bajo borde asomaba el camisón de raso de seda azul celeste.
El la contempló un segundo en silencio. Mudamente, como si aquella aparición fuera algo que no hacía mella, pero la hacía. El sabía cuánto y cómo la hacía. Empezar de broma fue muy fácil. Sentirlo seriamente, muy fácil también. Para él, aquello era de una trascendencia indescriptible, aunque nadie lo notara.
—Tú dirás —dijo riendo despreocupadamente.
Ella no sabía cómo iba a empezar ni lo que iba a decir. Ni por qué estaba allí, vestida de aquella manera, como si aquel hombre que la miraba, fuera su marido, ¿No lo era? ¿No tenía una certificación matrimonial que así lo acreditaba?
—No voy a permitir que mi marido ande cortejando a las chicas de la ciudad.
Así. De sopetón, casi sin tomar aliento.
Gary sólo tenía veintiocho años, pero tantos tenía de vuelo al mismo tiempo. Conocía bien a las mujeres y a aquélla... iba conociéndoja de modo especial.
—Tengo mucho que hacer hoy. Mildred —dijo serena mente—. ¿No será mejor dejar esta conversación para mi regreso?
Ella no podía.
No sabia qué le pasaba. Sólo tenía conocimiento de que una agitación interior infinita, la enardecía. Y de que tenía que decir cuanto pensaba, aunque luego sollozara en su alcoba, por estúpida y débil.
—No voy a tolerar —apretó las manos una contra otra— que me dejes en ridículo.
Gary depositó el maletín en el suelo y el portafolios encima.
Después la miró. De frente, sin parpadear.
—¿No estás diciendo una necedad, Mildred? —preguntó suavemente—. Soy tu marido, en efecto, pero nadie lo sabe, excepto unas pocas personas que no lo van a pregonar por ahí. En segundo lugar, tú no me amas, y siendo así, yo tengo derecho a casarme con una mujer que me quiera.
—Eres mi marido. Lo has dicho, lo demuestras.
Gary dio un paso al frente y luego otro y después más. Hasta quedar casi pegado a ella, que, asustada, empezó a retroceder hasta quedar apoyada en la repisa de la chimenea.
—Una cosa, Mildred. Sólo una cosa. Y todo esto quedará aclarado. ¿Me amas?
Ella abrió los ojos desorbitadamente.
¿Estaba loco?
¿Amarlo? Pero ¿qué se había creído? Una cosa era que él fuera su marido, y otra que ella lo amase. ¿Casarse ella con un hombre sin dinero? ¿Con un vulgar representante de comercio? Estaba loco.
—Di —apremió él—. ¿Me amas?
—No..., claro que no.
—Y me besas.
—Me besas tú. Yo jamás..., jamás...
—Quien no protesta otorga, Mildred. ¿O es que eres una mujer liviana y pretendes tener un marido rico como Jerry, y un amante pobre como yo?
Alzó la mano.
Iba a descargarla en el rostro masculino, pero Gary la asió en el aire y se la apretó con fiereza.
—Eres una tonta infantil —dijo desdeñoso—. Eres una altiva muchacha que no sabe leer en sus sentimientos. No voy a admitir la posibilidad de que seas una mujer, liviana, porque si lo fueras no tendrías tantos escrúpulos y te hubieses dejado besar por tu futuro marido. Y yo sé, porque no soy un niño, que jamás hombre alguno, excepto yo, te besó. Pero oye esto, Mildred. Oyelo bien. Yo no tengo dinero. Yo soy un representante de comercio tan sólo. Gano mucho, pero no para mantener un palacio como éste, ni pagar una hipoteca de muchos miles de dólares. Pero te daré esa felicidad que de tan verdadera e intensa, desvanece a una mujer. Piénsalo bien. Voy a tardar en volver. No me pienso casar con Marga, si eso es lo que tú supones y lo que pretendes evitar. No me gusta. No porque no sea bella, sino porque no es la mujer con personalidad suficiente para enamorarme. A tu lado, yo hubiese sido feliz. ¿Sabes cómo? Es muy sencillo.
—No me interesa saberlo. Lo único que deseo es que no me ponga en ridículo.
—¿Y no te das cuenta de que si todos ignoran que soy tu marido, nada será capaz de ponerte en ridículo? Y ¿sabes? Me extraña que te hayas levantado a las seis de la mañana para cazarme aquí, a mi salida para el trabajo, sólo para decirme una necedad. ¿No has analizado eso? Di. ¿No has pensado en ello?
Lo estaba pensando en aquel instante y se veía a sí misma ridícula. Por eso no supo qué decir. Humillada, bajó los ojos y se quedó inmóvil, arrinconada junto a la repisa de la chimenea.
—Mildred —dijo él más humano—. Sería grato, infinitamente grato, perderse en la ternura de tu cariño. Pero tú deseas un hombre rico. Por nada del mundo te menguarás en lo que tú consideras tu orgullo de mujer. ¿De qué va a servirte casada con Jerry? Yo te aseguro, porque conozco bien a los hombres, que pasarás por la vida del amor sin enterarte de que existe. Eres mucha mujer, sí, debo reconocerlo, para un medio hombre como Jerry.
Silencio. ¿Qué podía decir? ¿Tenía algo que decir?
El, como reflexionando en alta voz, añadió:
—Mi mujer no sólo necesita ser bella, Mildred. Te lo voy a decir, porque antes me interrumpiste. Piensa lo que quieras de mí. He venido aquí en calidad de marido. Tengo una certificación matrimonial que así lo acredita. Pero eso no basta. Hay que amar y sentir ternura y pasión y perder el sentido junto al ser amado. No es posible contigo, porque estás materializada. Yo lo siento, créeme. Mucho, porque eres la mujer que hubiese querido entre todas, y al lado de la cual hubiese, como te dije antes, perdido el sentido. Pero tendrás que cambiar. Tendrás que odiar el dinero de Jerry y adaptarte a un sueldo y vivir de él, y estar esperándome cuando yo regrese a casa, y en vez de comer muchas veces o de salir a pasear, amarnos con locura en cualquier rincón de nuestro hogar, aunque éste sea muy humilde. Eso tiene que sentir la mujer que yo lleve a mi pobre apartamento. Porque lo tengo, ¿sabes? Te voy a dejar la dirección... —depositó en la mesa una tarjeta sin que Mildred se moviera ni dijera nada—. Ahí la tienes. Suelo pasar allí algunas noches y algunos días. Me gusta aquel ambiente sin cuadros costosos, que ya no te pertenecen, sin tapices y sin grandes salones. Me gusta meditar y que a ti te guste mi meditación, pues, aunque no te lo parezca. Mildred, yo no soy hombre superficial. No me tases por mis ropajes ni mis bromas ni mis besos... Debajo de todo eso hay un hombre deseoso de felicidad. Un hombre que desea y exige que se le ame por sí mismo. Eso es todo, Mildred. Cuando te sientas con fuerzas para renunciar a ese falso oropel, ve a verme. Sólo basta que digas que me amas.
—Nunca...
—Va a dolerme —dijo él bajo—, pero no voy a morirme por ello. Nadie se muere por el amor de nadie, Mildred.
—Vete.
—Ya me voy —se acercó a ella muy despacio—. Me gustaría —dijo bajísimo, perturbándola— verte sumisita, como una mujer débil en mis brazos, colgada de mi cuello, buscando tú misma mis labios y diciendome bajo, muy bajo, «te amo, Gary». Ya ves qué fácil. ¿No te parece? Y sentirte temblar de ternura en mi pecho y poder yo acariciar tu cabello y adorarte en silencio, sin decir palabra. A eso aspiro yo, Mildred. Si no es así.
Inesperadamente le asió la mano. Ella no era capaz de decir nada, de rescatarla, de huir de él. Por eso Gary, distinto, con una ternura viva que parecía fluir de lo más blando de su ser, tiró de aquella mano y sintió el cuerpo blando en su pecho.
—Mildred...
—Suelta, suelta... —pidió ella con un hilo de voz.
Gary no la soltó. Buscó sus labios, así como estaba, ladeado sobre ella. La besó largamente, mucho tiempo, sin decir palabra. Y después, sin dejar de besarla, susurró:
—Me amas, Mildred. Va a serte difícil pasar sin mí, pero... aún puede más tu orgullo que mi amor. Y ten cuidado. No vaya a ser que... llegues demasiado tarde a la meta propuesta.
La soltó. Ella quedó temblando, con el pecho oscilante, la mirada inmóvil, perdida en sus pies.
No podía pasar sin aquellos besos... Que Dios la perdonara, pero... no podía. Y al tener tal convicción, sintió vergüenza y como una desquiciada echó a correr, salió del living y siguió escalera arriba. Cuando llegó a su cuarto, apoyó la espalda en la puerta cerrada, susurrando:
—Dios mío. ¡Oh, Dios mío...!
Pero ni por un sólo momento se le ocurrió pensar... en ir a aquel apartamento, cuya tarjeta, sin saber ella misma cómo, aun apretaba entre sus dedos.