IV
Mildred no cesaba de llorar.
No era llorona. Al contrario, tía Ingrid, haciendo memoria, no recordaba haberla visto llorar, excepto cuando la muerte de su tío y tutor, hombre a quien ella quiso como un padre y una madre juntos.
—Mildred, querida —susurró con ternura—. Hemos de afrontar la situación del mejor modo posible. La cosa es grave y llorando no se consigue nada. Tú lo sabes tan bien como yo. Eres inteligente, y además sabes ya que ese hombre, sea quien sea, no está dispuesto a cejar en su empeño. La única forma de echarlo de esta casa es dándole dinero. No lo tenemos, pero ya pensaremos en la forma de conseguirlo.
Mildred se sentó de repente. Limpió de un manotazo las lágrimas que corrían por su semblante y su voz so llozante sonó de súbito firme y segura.
—No quiere dinero, si es eso lo que piensas.
Tía Ingrid abrió mucho los ojos.
—¿Qué dices? ¿Estás segura?
—Segurísima. El lo dijo.
—Del decir al hacer hay un abismo.
—Aquí no hay ni el espacio de un cuarto de milla, tía Ingrid. Al contrario de lo que supones, dice que mantendrá el hogar.
—Eso es absurdo.
—Vete y díselo. Además, jura que dará un escándalo, diciendo a todo el mundo el lazo que nos une, si admito a Jerry en casa.
—¡Oh!
—Yo no me casé nunca —gritó Mildred desesperadamente—. Al menos yo no tengo la menor idea.
—Nunca has estado en Santa Fe.
—Estuve —dijo ella de pronto.
—¿Cuándo?
—Cuando fui a buscar el cadáver de tío Horst.
—Oh —se agitó la dama—. Es verdad. Mucha verdad, y lo extraño es que el certificado coincide con aquella fecha. ¿Qué ocurrió, Mildred? ¿Estás segura de no haberte emborrachado, por ejemplo?
—¡Tía Ingrid!
—Hija, perdona, pero es que yo no veo la forma... ¿No te habrás encontrado con un tipo desaprensivo que te engañó?
—Tía Ingrid, me estás sacando de quicio. Fui a Santa Fe a recoger el cadáver de tío Horst, y no estaba yo en aquel entonces para pensar en hombres. Además, tenía diecisiete años y jamás había tenido trato con hombre alguno. ¿No te recogí a ti allí? ¿No lo recuerdas ya?
—Bueno, será mejor olvidar cómo fue. El caso es que fue, y que salvo exponiéndose a dar un escándalo mayúsculo, que no te interesa ni a ti ni a mí, y mucho menos a Jerry, tendremos que callarnos.
—No estoy dispuesta a permitir que ese hombre viva en esta casa.
La dama hizo un gesto de impotencia.
—Estoy pensando que quizá si lo admitiéramos como es... Suponte que le dices a Jerry que espere un poco, que no te encuentras bien, que no venga por aquí...
—¿Con qué pretexto?
—Siempre los hay para contener a un hombre enamorado y no muy seguro del amor de la mujer que le interesa. Jerry te hará caso, te obedecerá, y tú entretanto puedes convencer a... ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Como el hombre más rico de toda América, pero con esa pinta, como el más desharrapado de cuantos he conocido. Y, además, cínico. Se llama Gary Browne.
—Hay muchos Browne en el país.
—Ciertamente —admitió Mildred saltando del lecho y empezando a pasear de arriba abajo la estancia. De repente, se detuvo—. ¿Qué puedo hacer, tía Ingrid? Ese hombre ya sabe que carecemos de fortuna. No le interesa ésta, al parecer, suponiendo que la poseyéramos. Trabaja como representante de comercio y está muy satisfecho de su empleo. ¿Qué puedo hacer para evitar el escándalo?
—Admitirlo en tu hogar.
—Estás loca, tía Ingrid.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Puedes decírmelo tú? Porque no soy muy psicóloga, pero ya he visto que es un tipo testarudo, terco como un potro, salvaje y dispuesto a fastidiarnos. De cómo te has convertido en su esposa, poco importa. Para deshacer el embrollo haría falta preguntar, y él se apresuraría a dar publicidad. Lo cual, tu lo sabes, no redundaría más que en perjuicio nuestro y de nuestra clase social nada vulgar. No es que Fort-Worth sea una capital imponente, pero sus trescientos y pico mil habitantes te conocen como yo misma, y ya sabes que nuestra fortuna se tambalea, y si se desencadena un escándalo, tú saldrás muy mal parada. Lo que hay que evitar a toda costa es que ese hombre hable. ¿Y cómo conseguirlo? Admitiéndolo en casa, dejando que pase el tiempo y él decida.
—¿Quién? —gritó la joven, a punto de sollozar otra vez.
—El tiempo. Nada hay mejor para aclarar dudas y disipar temores. Aguardemos con calma y adaptémonos a la nueva situación.
—No es mi marido, ni jamás lo reconoceré como tal.
La dama dijo algo que dolió a Mildred tanto como una bofetada, dada la clase de mujer que era, orgullosa y siempre habituada a recibir halagos.
—No parece que a él eso le interese mucho, Mildred.
La joven dio una patada en el suelo.
—Es un memo. Un canalla, un...
—¿Quieres callarte, Mildred? La verdad es que a mí no me gusta Jerry para marido tuyo, pero este fresco me gusta menos. Ya impuse silencio a la servidumbre. Sé que no hablará. Son adictos a ti, más que a mí. Pero discretos en cuanto a esta casa. Voy a correr la voz de que es un pariente mío. ¿Qué te parece?
—Primero le compraras ropa; porque con esa pinta de golfo en vacaciones nos cubrirá de vergüenza.
—Lo intentaré —y sin transición, volviéndose desde la puerta—: ¿Discreción, Mildred? ¿Estás dispuesta a secundar su juego, hasta que nos decidamos tú y yo a ir a Santa Fe?
—Podíamos escribir sin que él se enterara. Sé el nombre del juez que nos casó...
—Por ahora no te lo aconsejo. Yo, en tu lugar, esperaría.
—¿Hasta cuándo?
—Hay que calmarse antes —decidió la dama gravemente— y después, con la mente bien despejada, acordaremos lo que vamos a hacer. ¿Te parece bien? —y sin esperar respuesta—: En cuanto a Jerry, dile que tienes los nervios destrozados, que debes posponer la fecha de la boda. El doctor Kelley, hombre adicto a nuestra casa desde siempre, nos ayudará. Hablaré con él ahora mismo.
—Tía Ingrid...
La dama, que ya iba a salir, se detuvo en seco y giró la cabeza hacia la joven palidísima, que crispaba una mano en el barrote del lecho.
—¿Cómo crees que me casé con él?
La dama suspiró atormentada.
—No lo sé queridita. Eso no soy capaz de averiguarlo. Lo que sí puedo decirte es que, con respecto al certificado no hay lugar a dudas. Es tu firma la estampada al dorso, y lo curioso del caso es que tu tío fue testigo del enlace. ¿Te das cuenta, Mildred? Aún vivía tu tío, mi hermano, cuando la ceremonia tuvo lugar ante el juez Freud Casey.
—¡Oh, Dios mío!
—Ahora descansa un poco. Yo me enfrentaré con él cuando vuelva.
—No volverá hoy —dijo Mildred con desesperación—. Anda vendiendo por la ciudad, y según me dijo, llegará hasta Dallas. Es posible que no regrese hasta mañana, y lo lamentable es que si yo no estoy aquí, pedirá el divorcio, y si hace eso... se desencadenará el escándalo.
—Estarás aquí —decidió la dama—. ¡Qué remedio te queda, si un día quieres aclarar este embrollo!
A las ocho de la noche se presentó Jerry Mitchel en el palacio de los Hallivand.
Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto y bien parecido, pero con expresión ausente. Un hombre sin muchos atractivos, pero las chicas casaderas de la ciudad hacían números por él. Todas querían cazarlo. Se trataba de un hombre muy rico, difícil de casar. Y esto sólo pudo conseguirlo la muy bella y distinguida señorita Mildred Hallivand.
—¿Cómo te sientes, querida?
—Mucho mejor, Jerry. Pero tengo que darte una mala noticia. ¿Quieres sentarte?
—Me abrumas, querida —pasó los dedos por el rubio cabello—. Fue una tragedia lo ocurrido esta mañana. Cuando vi llegar a tu tía a la catedral, donde todos esperábamos, sentí temor por primera vez en mi vida. Que te hubieses muerto o que hubiese tenido un accidente grave el auto que te llevaba a la catedral. El centenar y medio de invitados que esperaban se miraban entre sí, y al ver que pasaban los minutos y tú no aparecías —volvió a pasar los dedos por el cabello, arrastrándolos por el macilento rostro— fue algo terrible, te lo aseguro. Después, antes de venir aquí, tuve que ir con los invitados al restaurante donde pensábamos dar el banquete. Allí les expliqué como pude lo ocurrido. Algunos pensaron y me sugirieron venir a tu casa y casarnos aquí. Pero yo no accedí, porque sabía lo mucho que te ilusionaba vestir de novia.
Tomó aliento, pero como a Mildred no le interesaba que siguiera refiriendo la odisea de algunas horas antes tomó ella la palabra.
—¿Sabes qué dice el doctor Kelley? Que tengo los nervios destrozados. Que mi sistema nervioso no funciona bien, y me indica una cura de reposo.
—¡Oh! —y con desaliento—: ¿Sin casarnos?
—Dice que no puedo casarme en estas condiciones.
—¡Oh!
A Mildred le dio rabia de aquel pasmo y aquella conformidad. Pero tenía tanto dinero Jerry Mitchel y ella estaba tan acostumbrada a vivir bien...
—Por esta razón —añadió tomando aliento— el doctor Kelley considera que debo posponer un mes o dos la boda.
—¡Oh!
—Y asegura, además, que no es conveniente que nos veamos.
—Ah, oh, hum...
—Tú pensabas casarte y hacer un largo, viaje, Jerry —siguió ella persuasiva—. Era un viaje de novios por varios estados. Idaho, Montana y llegar incluso a Washington. ¿Por qué no lo haces soltero, Jerry?
El futuro esposo llevó nuevamente los dedos al rubio cabello y los perdió allí, nervioso.
—Son tres meses de viaje, Mildred —susurró dudoso— y pensaba ir casado. Para mí era una ilusión...
—Lo sé. Pero el doctor Kelley dice que es mejor que no te vea...
—¿Te pongo nerviosa, Mildred querida?
Ella cerró los ojos con fuerza, para abrirlos inmediatamente después.
—Un poco, Jerry —admitió bajo—. Un poco... Al fin y al cabo, eres mi novio y pensaba casarme contigo.
—Me amas mucho, lo sé —susurró él enternecido—. Iré solo. No voy a tener más remedio que emprender el viaje mañana. Prefiero dejar rápidamente Fort-Worth, a saber que estás aquí y no puedo verte.
—Hazlo, Jerry. Será muy conveniente para los dos. En cuanto a los regalos, ¿qué crees tú que es más conveniente? ¿Devolverlos o esperar?
—Esperar, naturalmente. Nos casaremos dentro de tres meses, amor mío.
Mildred volvió a cerrar los ojos.
En medio de todo, de súbito se dio cuenta de que le producía una honda satisfacción saber que tenía tres meses por delante, antes de desposarse con Jerry Mitchel.