II
Abrió una doncella, muy excitada.
Gary, que se hallaba con un hombro apoyado en el quicio de la puerta, al comprobar la excitación de la doncella, murmuró riendo, por todo saludo:
—Apuesto a que andan ustedes todos locos con el acontecimiento.
—¿Qué desea? —preguntó asombrada—. Estamos muy ocupados. No podemos perder tiempo, señor vendedor, si es que usted vende, como supongo.
—No vendo —dijo Gary, tranquilamente—. Al menos en casas particulares, no. Soy representante de comercio y habitúo a vender a ciertas horas del día, antes de que cierren los comercios.
—Hoy se casa la señorita Mildred —dijo la doncella impaciente— y no podemos ocuparnos de visitantes.
—Tengo que ver a la señorita Mildred.
—Oigame —exclamó—, la señorita está vistiéndose para irse a la iglesia. Los invitados están llegando. ¿Quiere dejarme en paz?
—No. Deseo ver a la novia.
La doncella lo miró entre asombrada y aterrada.
—¿A la señorita Mildred? Está usted loco.
—No por cierto. Nunca estuve en un manicomio. Estoy bien cuerdo, se lo aseguro. Y no pienso moverme de aquí, aunque tenga que esperar sentado en la escalera, a que salga la novia.
—Oigame, no estamos hoy para luchar con individuos como usted. Ni puedo pasar aviso a la señora Ingrid.
—¿Tía Ingrid? —preguntó él, divertido—. Dígale, que está aquí Gary Browne.
—No conozco a ningún Gary Browne que sea, amigo de la familia.
—Seguro que no lo soy —y empujándola tranquilamente, pasó al lujoso vestíbulo.
La pobre doncella lanzó un grito ahogado e intentó por todos los medios, sin conseguirlo, echarlo fuera.
Gary miró en torno con satisfacción.
—Bonita casa —dijo riendo—. Aunque esté, hipotecada.
—Oigame...
—Silencio, monina. Vengo a ver a la novia y no habrá fuerza humana que me eche de aquí.
La doncella se sofocó.
—Señor...
—Gary Browne —dijo él sin dejar de mirar en torno con complacencia—. Dígaselo así a su señorita.
—¿Pero no comprende? —trató la doncella de persuadirlo—. La señorita se casa hoy. Dentro de una media hora escasa. Los invitados se hallan ya en la iglesia esperando. No es posible que la señorita le reciba hoy, quien quiera que sea usted.
—Soy el marido de la señorita —dijo Gary, con la mayor desfachatez.
La doncella dio un respingo.
—¿Ehhh?
Gary no pareció enterarse del asombro de la linda fámula.
Añadió al rato, sin dejar de contemplar el bello conjunto de gusto indiscutible, que le rodeaba:
—Dígaselo así.
—¿Está usted loco?
—Por cierto que no. Ya le dije que estoy bien cuerdo.
Una dama muy elegante y muy bien vestida, apareció en lo alto de la escalera.
—¿Qué ocurre, Rita?
La. pobre Rita engulló saliva, mojó los labios con la lengua, tosió y al fin no dijo nada. Pero sus ojos desolbitados, miraban a su ama con desesperación.
En cambio, Gary, nada nervioso, tranquilísimo, con una flema digna de encomio, se acercó presuroso a la escalera por donde descendía tía Ingrid muy presurosa, como presintiendo una tragedia.
—Buenos días, señora Ingrid. Porque supongo que usted lo será, ¿verdad?
La dama, muy seria ante aquel tipo estrafalario, muy mal vestido, murmuró, secamente:
—Lo soy.
. Ya estaba abajo, firme, rígida ante el intruso.
Pero esto tampoco importó mucho a Gary Browne.
—Me llamo Browne, Gary Browne. No me conoce, ¿verdad? —y sin permitirle hablar a la dama—: Perdone que me presente así, de improviso. En realidad no me enteré hasta ayer de que se casaba Mildred... —pronunció el nombre de la joven como si fuera el suyo propio, o, por lo menos, como si le fuera totalmente familiar—. Me hallaba en Abilene cuando leí la prensa. Me dije, Gary, tienes que ir en seguida a Fort-Worth. Y aquí estoy, señora.
La doncella se acercó a su ama diciendo a media voz, temblándole ésta:
—Dice que es el... marido de la señorita Mildred.
Ingrid Hallivand dio un respingo sin poderlo remediar.
—¿Qué? ¿Qué estupidez está diciendo usted? ¿Cómo se atreve a venir aquí con ese cuento el día de la boda de mi sobrina? Rita —gritó—. Dile a Sam que eche fuera a este joven.
Gary empezó a menear la cabeza una y otra vez, tranquilamente.
—Eso sí que no, señora mía. No he dicho ninguna estupidez, ni yo soy un estupido. Puedo justificar lo que digo. ¿Permite usted que me entreviste un instante con Mildred?
Tía Ingrid llevó el pañuelo de encaje a la frente y limpió algo que seguramente era sudor.
—Oigame...
—No, no —apuntó Gary mansamente, señalándola con el dedo enhiesto—. Con usted no voy a discutir. Quiero ver a Mildred y la veré aunque sea en la iglesia, y les aseguro que el escándalo será mayor, si tengo que hacer uso de mi autoridad de marido, en dicho lugar.
—Pero ¿se ha vuelto usted loco? Mi sobrina jamás se casó.
—Le digo que puedo justificarlo. ¿Permite que la vea ahora, o prefiere que detenga la ceremonia en la iglesia?
Ingrid creyó ver en aquellos desconcertantes ojos ne gros una firme amenaza.
Casi sin saber lo que hacía, retrocedió, y cuando iba a subir la escalera, se volvió hacia la asombrada doncella susurrando:
—No diga nada a los criados, Rita, por favor. Sin duda, esto es una equivocación.
Gary pensó que le sentaría muy bien fumar un cigarrillo en aquel instante y lo encendió sin muchos miramientos.
Cuando lo encendía, oyó la voz ahogada de Ingrid Hallivand:
—Pase al saloncito. Avisaré a... Mildred.
Gary contestó apaciblemente.
—Hará usted muy bien, tía Ingrid.
La dama volvió a respingarse, pero, tras lanzar una mirada sobre la figura estrafalaria, decidió subir sin responder.
* * *
No se lo dijo a su sobrina.
No era capaz de hilvanar las ideas. Se acercó a ella cuando la modista daba los últimos toques al traje de novia.
—Mildred...
La joven se volvió rápidamente.
—¿Qué pasa? —preguntó asombrada—. Pareces nerviosa.
—Un joven señor... desea verte.
Mildred arrugó el ceño. La modista se quedó en suspenso, viendo a las dos excitadas mujeres.
—¿Un joven? ¿Y me lo dices ahora, tía Mildred? ¿Sabes qué hora es? La una menos cuarto. Tengo el tiempo justo de ir a la iglesia.
—Lo siento, hijita. Me parece que no vas a tener más remedio que recibirlo.
—Claro que no —protestó Mildred enojadísima—. El día de mi boda, recibiendo a un joven señor. ¿Quién es y qué quiere de mí? Si desea algo para una obra de caridad, dáselo tú. Y si...
—Mildred —cortó la dama con voz temblona—. Temo que tengas que ser tú quien lo reciba. Parece ser que tiene algo grave que decirte.
¿De Jerry?
—No, de él mismo.
—Tía Ingrid —se impacientó Mildred, más enojada aún—. Parece que te has vuelto tonta. ¿Qué me importa a mí lo que pueda decirme un joven señor? Voy a casarme. Y me importa un rábano lo que ese señor...
—Browne —cortó la dama a media voz—. Gary Browne.
Mildred arrugó aún más el ceño:
—No tengo idea de ese nombre. Es la primera vez que lo oigo en mi vida, excepto la compañía Browne de petróleos y ferrocarriles, que todo el mundo conoce en Texas.
—Este es otro Browne —dijo la dama, igualmente a media voz—. No tiene un aspecto muy... —hizo un gesto expresivo con la mano— muy... correcto.
—¿Encima eso?
—Se hace tarde, Mildred —decidió tía Ingrid—, y no tendrás más remedio que recibirlo. Le hice pasar al saloncito de la planta baja. De paso para la iglesia..., será mejor que le veas un instante.
Mildred, airada, recogió la cola de su vestido de novia, giró sobre sí y dijo muy enojada:
—Está bien. Pero no te comprendo, tía Ingrid. No soy capaz de comprenderte. Sabes que me voy a casar, que debiera estar ya en la catedral, y me instas a que oiga a ese señor, que ni siquiera se presenta aquí vestido correctamente, a juzgar por la expresión de tu rostro, al mencionar su aspecto.
Tía Ingrid no respondió. A decir verdad, no se atrevía a pronunciar palabra. Vio a su sobrina salir con aire decidido y desplomóse en una butaca con un fuerte suspiro.
* * *
Mildred entró en la salita y se quedó en la puerta, bella y palpitante, con la cola del modelo de novia recogida en el brazo, mirando atónita al hombre que le hacía perder el tiempo y la obligaba a llegar tarde a su cita con Jerry Mitchel.
Gary Browne ya conocía a Mildred. De vista nada más, la verdad, pero le pareció infinitamente hermosa bajo el modelo de novia.
Tranquilamente, con aquella flema tan suya que Mildred iría conociendo a través de los días, adelantó unos pasos. Ni siquiera se quitó las manos de los bolsillos del pantalón. El cigarrillo que fumaba, sí. Lo depositó en el cenicero a su alcance y avanzó resueltamente.
—Hola, Mildred —saludó como si él la conociera de toda la vida.
—¿Quién es usted? ¿Y quién le autoriza a llamarme por mi nombre de pila?
—Es largo de contar.
—Pues se quedará usted con el cuento, señor...
—Browne.
—Señor Browne. No tengo tiempo para escucharlo. Si usted es un pedigüeño, le ruego que pida ver al mayordomo. Yo me voy a casar ahora mismo. Tengo el novio esperando en la catedral, a los invitados con él.
—Sí, ya sé que pretendías casarte esta mañana.
—¿Cómo que pretendía?
—Porque no lo harás —dijo Gary con la mejor de sus beatíficas sonrisas.
—¿Qué?
—No te agites. Ya sé que eres muchacha de temperamento —dijo Gary suavemente burlón—. Sé muchas cosas de ti. Imagínate las que sabrá un hombre de su esposa.
Mildred, que tenía una butaca a su alcance, hubo de dejarse caer en ella como un fardo.
—¿Qué dice usted? —gritó excitadísima—. Pero ¿qué dice? ¿Ha salido de algún manicomio?
—Estoy cuerdo —y riendo tranquilamente, de pie ante ella, sin sentarse—: No sé por qué han de considerarme loco en esta casa. Me lo llamó la doncella. Creo que se llama Rita, ¿no? —se alzó de hombros—. Me conviene conocer los nombres de las personas con quienes voy a convivir. Sí, Mildred, no me mires así. Eres mi mujer. Estoy casado contigo. No pensarás hacer el papel de bígama con tus veinte años. Y si te empeñas en llegar hasta la catedral, sentiré dar el espectáculo, pero por Dios que lo daré. Sería por mi parte una falta de ética permitir que mi mujer se casara con otro.
—Oigame...
—¿Quieres que te lo demuestre? Tengo aquí —y palpó el bolsillo de la raída chaqueta de ante— el certificado de matrimonio, efectuado en Santa Fe, hace justamente tres años.
—¿Qué dice? —se desesperó ella—. ¿Qué dice? ¿Se ha vuelto loco? ¿Piensa que voy a creer esa sarta de mentiras? Jamás estuve en Santa Fe y jamás me casé con hombre alguno. Mi primera boda pienso efectuarla hoy con Jarry Mitchel.
—Es lo que no me explico —rió Gary apaciblemente burlón, al tiempo de extraer el documento del bolsillo— que te guste esa cara de mono. Dicen que descendemos del ídem... Viendo a Jerry con sus morritos, es posible que yo me lo crea —desplegó el documento—. Aquí tienes. Puedes mirarlo por todas las esquinas. Es correcto. No habrá forma de impugnar una cosa que está dentro de la ley.
—Mildred tuvo que asirlo entre sus dedos temblorosos.
Sus ojos, desorbitados por el asombro, leyeron aquel documento. No cabía lugar a dudas, era legal, totalmente correcto. Hasta su firma estaba estampada abajo, mal hecha, no exacta a la suya sin duda, pero... si no era la misma se le parecía terriblemente.
El documento empezó a temblar entre sus dedos. Gary, ante ella, la miraba sin parpadear.
—Ya lo ves, ¿no? Nos casamos en Santa Fe, ante el juez Freud Casey, el día ocho de julio, hace tres años.
—Está usted loco —gritó Mildred fuera de sí, temblando como una criatura, a causa de la impresión, el temor y el asombro—. Jamás estuve en Santa Fe, y puedo justificarlo.
—Me parece un poco difícil, Mildred.
—No me llame Mildred.
—Eres mi esposa.
—Miente. Miente —gritó ella, descompuesta—. No se por qué lo hace, pero miente usted.
—¿Con este documento a la vista? Lo presentaré donde sea y cuando sea, y por Dios que lo haré hoy mismo si te atreves a salir de casa hacia la catedral.
—Oh, oh, oh...
Y la pobre Mildred Hallivand ocultó el rostro entre las manos y quedó como paralizada.
Gary, muy dueño de sí, muy calmoso, sin salir ni un ápice de su inconmensurable tranquilidad física ni moral, adujo persuasivo:
—Yo mismo enviaré recado a la catedral.
Ella pareció crecerse. Se puso en pie, se tambaleó y gritó excitadísima:
—Usted no tiene nada que hacer aquí. Lárguese cuanto antes. Yo arreglaré eso. Yo diré...
—¿Decir, cuando hay un documento que desmentirá tus palabras? ¿Lo has visto bien? Es un certificado de matrimonio, en regla. No cabe duda alguna. Yo soy tu marido y tú quebrantarías la ley si te casaras hoy nuevamente. Además... ten presente que estoy dispuesto a dar el escándalo. Si quieres salir de este lío airosamente, finge una enfermedad. Vete a la cama y que tu tía dé la explicación que el caso requiere.
—Se ha vuelto usted loco —casi gimió ella—. ¿No se da cuenta de que todo el estado de Texas ha acudido a mi boda?
—Es lo que no me explico —rió Gary apaciblemente—, que una, para casarse, tenga que. roedarse de gente. Ya ves, la primera vez que lo hiciste, nadie se enteró.
—Yo jamás me casé con usted —gritó Mildred desesperada. Y poniéndose en pie, echó a correr nuevamente hacia su cuarto.
Gary Browne ni siquiera se inmutó. Encendió de nuevo un cigarrillo, fumó con fruición y, muy calmoso, se dirigió en seguimiento de Mildred Hallivand.