6

En la penumbra que reinaba en el almacén, los cuatro se miraron con los rostros pálidos por el miedo. Fuera, los monstruos helados continuaban rodeando el edificio. Habían cortado la corriente eléctrica y todo el lugar estaba a oscuras. Los golpes en la puerta principal habían cesado, pero Adam sabía que el siguiente intento sería mucho peor.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Cindy.

—No vamos a salir de aquí andando —dijo Bum—. Eso os lo puedo asegurar, aunque tal vez no necesitemos hacerlo. Justo antes de que vosotros llegaseis, Sally y yo encontramos un par de globos de aire caliente en la parte trasera. Debieron de haber sido utilizados en la Primera Guerra Mundial. Los globos están perfectamente embalados. Apostaría a que aún funcionan, si es que conseguimos llevarlos hasta el terrado para hincharlos.

—Pero esas criaturas no pueden hacernos ningún daño si no nos movemos de aquí —dijo Cindy—. Tal vez deberíamos esperar a que llegase ayuda.

Sally sacudió la cabeza.

—Nadie va a venir a salvarnos. Y, como puedes ver, esas criaturas no tienen ninguna intención de irse. Tarde o temprano lograrán entrar en el almacén.

Adam miró a través de una grieta de la ventana.

—No veo al señor Patton. ¿Qué le habrán hecho?

—Más vale no pensarlo, —dijo Bum—. Venga, llevemos los globos al terrado.

Las cajas donde venían los globos eran enormes. En realidad, había cuatro cajas por globo. La barquilla y las cuerdas estaban embaladas por separado. También estaban los quemadores de boca ancha que, colocados debajo del globo, permiten controlar la altitud. En ese momento, Adam sólo tenía un deseo: meterse en uno de aquellos globos y largarse de allí lo más pronto posible.

Estaba preocupado por su familia: su padre, su madre y su hermana pequeña. Le hubiese gustado llamarles para advertirles de la presencia de los monstruos de hielo y aconsejarles que abandonaran el pueblo, pero las criaturas también habían destruido las líneas telefónicas. Rezó para que no fueran convertidos en monstruos, aunque su hermana se había entrenado a conciencia para ser un monstruo desde que cumpliera los dos años.

Por suerte había una escalera que conducía al terrado. Entre todos consiguieron subir todas las cajas. Y, la suerte siguió acompañándolos porque las paredes exteriores del almacén eran lisas como el papel. Los monstruos de hielo que merodeaban fuera del almacén no podrían trepar por ellas para alcanzar el terrado.

Desde donde se encontraba, Adam miró hacia abajo y comprobó que los monstruos no se daban por vencidos. Bum estaba junto a él mientras inspeccionaba toda la zona. Había aproximadamente diez criaturas heladas fuera del almacén. Pero Adam sospechaba que habría muchas más que en ese momento estarían entrando en el pueblo.

Bum apoyó la mano en el hombro de Adam.

—Sally y yo podemos armar los globos, —dijo—. ¿Por qué no bajáis Cindy y tú al almacén para montar guardia?

—Buena idea, —apuntó Adam.

—Tened a punto vuestros lanzallamas, —le aconsejó Bum.

Adam asintió.

—Trabajad deprisa. Esos monstruos son muy fuertes. Conseguirán entrar en el almacén y lo saben.

Sally trabajaba mejor cuando estaba sola y Cindy se sentía feliz de poder hacer compañía a Adam en el almacén. En realidad, feliz tal vez fuese una palabra muy pobre para describir el estado de ánimo de Cindy en aquellos momentos. Adam la había visto asustada en otras ocasiones, pero nunca de ese modo. No habían podido borrar de sus mentes los gritos del señor Patton cuando la criatura se abalanzó sobre él. No había ni rastro de él.

Cindy caminaba pegada a Adam mientras recorrían los estrechos pasillos del almacén. El tiempo pasaba lentamente.

—Hay demasiados explosivos aquí —concluyó Cindy—. Si esas criaturas consiguen entrar, y los recibimos con los lanzallamas, correremos el riesgo de volar en mil pedazos.

—Debemos tener cuidado, —convino Adam. Señaló hacia lo que parecía ser una caja de cartuchos de dinamita—. ¿Cómo diablos habrá hecho el señor Patton para traer todo este material hasta aquí?

Seguro que este negocio es ilegal.

—Todo es legal en Fantasville, —apuntó Cindy con voz ahogada. Las palabras parecieron atascarse en su garganta al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. Adam la cogió del brazo.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

Ella se llevó una mano a la cabeza.

—No puedo dejar de pensar en Watch. Me gustaría que estuviese aquí, y que viniera con nosotros en los globos.

Adam le palmeó la espalda.

—Yo también pienso en él.

Cindy se enjugó las lágrimas.

—Pensarás que soy una tonta. No suelo llorar. Pero desde que vivo en este pueblo, no gano para sustos.

—Sí. Pero al menos te queda el consuelo de que nunca te aburres —dijo Adam.

Cindy hizo un esfuerzo por sonreír.

—Eso es cierto.

Adam volvió a señalar la caja de dinamita.

—Creo que deberíamos llevarnos unos cuantos cartuchos en el globo. Quizá nos hagan falta.

—¿Para qué? Ya viste que la granada ni siquiera hizo detenerse a la criatura que perseguía al señor Patton.

Adam asintió.

—Lo sé. Pero tengo una corazonada… no puedo explicártelo.

Creo que podrían sernos de utilidad más tarde. —Adam se inclinó y examinó las cajas—. Aquí hay mechas y detonadores. Llevaré algo de esto al terrado. ¿Estarás bien si te quedas sola unos minutos?

Cindy echó una mirada atemorizada a su alrededor.

—No tardes mucho.

Al llegar al terrado, Adam se sintió gratamente sorprendido al ver que Bum y Sally casi habían terminado de montar los globos. En realidad no había muchas partes para ensamblar.

Bum incluso había comenzado a llenar uno de ellos con aire caliente.

El quemador rugía bajo el enorme casquete, mientras Adam se acercaba y dejaba la caja de dinamita en el suelo.

—Unos minutos más y nos largaremos de aquí —aseguró Bum.

—Genial, —exclamó Adam—. Quiero estos explosivos.

Sally alzó la vista. Estaba fijando las cuerdas a la barquilla del globo que despegaría transportando al menos a dos de ellos.

—Cuanto mayor sea la potencia de fuego, mejor, —dijo ella.

—¿Cómo van las cosas por allí abajo? —preguntó Bum.

Antes de que Adam pudiera responderle, escucharon los gritos de Cindy. Adam se dio cuenta de que se había dejado el lanzallamas en el almacén porque necesitaba ambas manos para acarrear la caja de dinamita hasta el terrado. Echó a correr hacia la escalera. Bum y Sally le siguieron, pero Adam les detuvo.

—¡Debéis terminar de montar los globos! —gritó—. ¡Yo salvaré a Cindy!

Adam corrió escaleras abajo. El almacén estaba mucho más oscuro que hacía unos pocos minutos. Vio que el lanzallamas se hallaba al pie de la escalera, justo donde lo había dejado. Del extremo seguía brotando una pequeña llama. No veía a Cindy y tampoco oía ningún ruido.

—¡Cindy! —aulló, al tiempo que recogía el lanzallamas.

A su izquierda, procedente de la puerta trasera, oyó claramente el ruido de cristales rotos.

—¡Adam! —gritó Cindy.

Aliviado al oír su voz, Adam corrió hacia su amiga.

En la parte posterior del almacén, Adam encontró a Cindy protegiendo una puerta que estaba a punto de ser derribada desde el exterior. Tal como temía, los monstruos de hielo estaban doblando hacia atrás las rejas metálicas que protegían puertas y ventanas. Cuatro de ellos se agolpaban en la misma puerta.

Uno de ellos había conseguido pasar la cabeza entre dos rejas y estaba buscando la cerradura.

—¡Dispárale! —gritó Adam.

—¡No puedo! —exclamó Cindy—. ¡Voy a freírlo!

—¡Si no lo haces, ellos te congelarán!

Adam la apartó de su camino y apuntó con el lanzallamas. El hombre de hielo vio que el arma estaba encendida y comenzó a retirar la cabeza. Adam disparó una enorme lengua de fuego pero falló el blanco. El monstruo de hielo había sido más rápido. Sin embargo la madera de la puerta prendió, lo que representaba un problema añadido, ya que ello facilitaría la tarea de las criaturas. Adam cogió la mano de Cindy.

—¡Tenemos que largarnos de aquí! —le dijo.

Los dos echaron a correr hacia la escalera que llevaba al terrado. Justo cuando Cindy pisaba el primer escalón, la puerta trasera estalló en una lluvia de cristales y metal retorcido. Los cuatro monstruos de hielo entraron en el almacén y al precipitarse hacia Adam parecían volar. Adam empujó a Cindy hacia delante.

—¡Sube al terrado! —gritó.

—¡Tú también debes subir! —dijo Cindy.

—Dame un segundo, —le convino Adam.

Cuando Cindy comenzó a subir la escalera, Adam alzó el lanzallamas y oprimió el gatillo con fuerza. El arma escupió un chorro de fuego que obligó a las criaturas a dispersarse. Pero cuando lo hacían, otros dos monstruos irrumpieron en el almacén a través de la puerta en llamas. Adam comprendió que no podría contenerles por mucho tiempo. Retrocedió hasta alcanzar la escalera y comenzó a ascender a toda velocidad.

Ya casi había llegado al terrado cuando notó que una garra helada se cerraba en torno a su tobillo derecho. Adam trastabilló y cayó.

Tendido sobre los escalones cuán largo era, Adam se volvió justo a tiempo para ver a una de aquellas monstruosas criaturas debajo de él.

Unos dedos azules y fríos se aferraban a su tobillo.

La criatura acentuó la presión.

Adam sintió que las uñas se clavaban en su piel. Y vio sangre… su sangre. El fluido rojo le manchó el calcetín blanco.

Adam jadeó y alzó el lanzallamas. Sin embargo no podía disparar al monstruo justo en mitad del rostro, no, a menos que quisiera freírse su propio pie. Durante un segundo no supo qué hacer.

La sangre continuaba goteándole sobre el calcetín.

La criatura comenzó a arrastrarle hacia abajo. Sus ojos brillaban con una gélida luz.

Adam decidió que valía la pena soportar una pequeña quemadura.

Accionó el lanzallamas contra aquel monstruo. Pero apuntó demasiado alto, por encima de la cabeza de la criatura helada y lejos de su pie aprisionado y ensangrentado. El calor que despedía el fuego, sin embargo, fue suficiente para que el monstruo le soltase el pie. No obstante, la criatura se recompuso de inmediato. Una vez más intentó atraparle con su garra de hielo. Pero esta vez Adam estaba preparado.

Le lanzó un chorro de fuego directamente al rostro.

Durante un segundo la cabeza del monstruo se convirtió en una bola de fuego.

Adam oyó un grito extraño. Era un sonido agudo y chirriante, semejante al sonido que un murciélago alienígena pudiera producir en el momento de morir. Tal vez los monstruos de hielo fuesen como vampiros malignos, pensó Adam, que se reproducían absorbiendo la sangre de los seres humanos y reemplazándola con fluido criogénico. El alarido del monstruo atravesó el pecho de Adam y le estremeció el corazón.

Pero el rostro del monstruo no se quemó.

Pareció tornarse borroso. Sus facciones comenzaron a desdibujarse. Como una bola de cera arrojada a un horno encendido.

Los ojos se fundieron con la nariz. La boca se disolvió en la barbilla. Sus poderosas manos intentaron alzarse para recomponer el rostro, pero al entrar en contacto con las llamas también comenzaron a derretirse. Adam contemplaba la espeluznante escena con una mezcla de asombro y terror. La criatura trastabilló hacia atrás y cayó rodando por la escalera.

Aterrizó en el suelo convertida en un bulto amorfo y semiderretido.

Los otros monstruos de hielo se reunieron alrededor de los restos, para contemplar a su compañero.

Y luego alzaron la vista en dirección a Adam. Su mirada era gélida.

Adam sintió unas manos que le cogían por atrás y le arrastraban hacia el terrado.

—¡Estamos listos para despegar! —gritó Sally—. ¡Olvídalos!

—¡Voy! —gritó Adam salvando los últimos escalones.

Una vez en el terrado, en lugar de correr hacia los globos, Adam se volvió hacia la puerta y bloqueó el gatillo del lanzallamas en la posición de máxima potencia. Era una lástima tener que abandonar el arma, pero estaba decidido a nivelar el marcador en venganza por lo que aquellas criaturas le habían hecho a Watch.

Cuando el arma lanzó su poderosa descarga de fuego, Adam la arrojó al almacén por el hueco de la escalera. Las criaturas se dispersaron cuando el lanzallamas cayó junto a lo que quedaba de su compañero. Adam vio entonces la trayectoria que había dibujado la lengua de fuego. En línea recta hacia las municiones que el señor Patton tenía acumuladas en una sección del almacén.

Adam echó a correr hacia uno de los globos.

Escuchó las primeras explosiones en el almacén.

Mientras corría, cojeaba visiblemente.

El tobillo herido se le iba entumeciendo de un modo muy extraño.