Nota del autor

Todo principio tiene su final, o eso decimos cuando buscamos justificar eso que nunca quisimos que acabara.

Revisando mis notas, he comprobado que el primer borrador de lo que después sería Memento mori data de marzo de 2011. Treinta meses después, recién estrenado el verano de 2013, me veo escribiendo con cierto pesar las últimas líneas de Versos, canciones y trocitos de carne. Desde aquella primera hoja en blanco de la trilogía hasta hoy, más de 400 000 palabras se han unido para dar forma a esta historia. Y muchas horas delante de esta pantalla.

No puedo evitar hacer balance y, simplificando mucho, debo reconocer que me he divertido, razón más que suficiente para seguir intentando juntar frases.

Negro sobre blanco.

Antes de avanzar en esta nota, me gustaría resaltar algo que tiene que ver con una frase que un día me dijo Urtzi —el inspector de Homicidios que ha sido mi instructor en este vuelo— y que se me quedó grabada a fuego: «Nuestro trabajo no consiste en descubrir quién es el asesino; nuestra labor es encontrar las pruebas para que el fiscal pueda probarlo». Por ello, en este desenlace he querido reflejar parte de lo que acontece cuando la policía consigue detener a un sospechoso como Augusto Ledesma con, digámoslo así, indicios suficientes como para encerrarlo en prisión y tirar la llave. No pongo en duda el funcionamiento de nuestro sistema judicial, pero lo que acabas de leer en los últimos capítulos está mucho más cerca de la realidad que de la ficción. Sirva esta frase como reconocimiento al trabajo de todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

Aprovecho para confesar que me ha costado mucho enfrentarme a este final; mucho más de lo que podría explicarse desde la razón y muchísimo más de lo que el corazón me pedía. Así, no tuve más remedio que ser honesto con los sentimientos de Augusto y fiarme del instinto de Sancho.

Muchos de vosotros me habéis preguntado si escribiré más partes de esta trilogía en el futuro.

La respuesta es no. Sin embargo, eso no quiere decir que haya enterrado a los personajes que han aparecido en Versos, canciones y trocitos de carne —no podría aunque quisiera—. Por tanto, puede que Ramiro Sancho, Ólafur Olafsson o Gracia Galo protagonicen otra u otras novelas negras. ¿Por qué no? También pudiera ser que viésemos renacer a Carapocha en otro espacio temporal y en una de espías o, quizá, a Erika Lopategui continuando su tarea. ¿Quién sabe? La literatura es una varita mágica cargada de tinta con la que se pueden hacer realidad los sueños de alguna mente perversa; incluso, vete tú a saber, cabría la posibilidad de que la sangre de Augusto Ledesma alimente algunas páginas más. O no.

Lo que sí puedo adelantarte, estimada lectora o lector, es que lo que ya me revolotea por la cabeza nada tiene que ver con el pasado; más bien con el futuro. Pero… ¿vas a fiarte de mí después de habernos conocido? Yo no lo haría, porque, normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es.

No quiero despedirme sin dejar patente que nada de esto habría sido posible sin tu complicidad, y nada se hará realidad sin tu calor, pues un libro no es más que un montón de letras si no tiene a nadie que las lea.

Hoy, día 24 de junio de 2013, quiero dar las gracias de corazón a todas las personas que me han acompañado y avituallado durante este largo viaje.

De todas ellas debo y quiero destacar a Urtzi, el alma de Sancho y mi soporte en todo lo relacionado con la investigación y otros aspectos menos confesables por escrito. Estoy en deuda contigo y lo peor es que lo sabes, cabrón.

A Lorenzo Silva, maestro, por regalarme este prólogo haciendo que, solo por las primeras páginas de este libro, ya merezca la pena pagar.

También quiero recordar a algunos compañeros escritores que he sentido muy cerca en este desembarco en el mundo de las letras: Ramón Palomar, Dolores Redondo, Juan Gómez Jurado, Gabri Ródenas, Bruno Nievas, Esteban Navarro y Benito Olmo.

Con muchísimo cariño me gustaría mencionar a todos los que habéis hecho que esta trilogía llegue a más lectores. Y, dando por hecho que me voy a olvidar de algunos nombres, pido disculpas por anticipado a los que falten.

En el universo virtual: @LAKYlibros, @almaprendida, @abrirunlibro, @mientrasleo, @leyendoenelbus, @lachurri, @robersuarezj, @spalacios213, @Marina_Ort, @jcarlosvilorio, @carlosJG, @Atram_sinprisa, @Omeucartafol, @NoraBosco1, @DMArzal, @Cristina_Roes, @dsmona, @elplacerdeleer, @hakkuma, @Shhhhhh_, @Lectoradetot, @loslibrosyyo, @confergil, @revista_kritica, @CarSor1985, @Entremislibrosyo, @Adivinaquienlee, @LidiaCasado76, @Delectoralector y @estantesllenos. Yolanda Españó, Verónica Cabrera, Angelines Belmonte, Vicky Gil, Juan Pedro Martín, Juan Carlos Llanos, Eva María Martín, Ramón Caro y todos los que me habéis escrito alguna vez para compartir conmigo vuestras impresiones.

En el mundo irreal: mis padres, mi hermano Javi, mi suegra Luisa, mi prima Marta, Javier San Martín, Óscar Alonso, Keko, Raquel Martín, Al Bote, Daniel Rivera, Matías Fraile, Verónica Candanedo, Luis Requena, Katerina Yarotskaya, Miguel del Nogal, Carlos de Francisco, Toño Cela, Ángeles López, Roberto Pablo, Rebeca García Cortés, Carles Francino, Michael Robinson, Diego Zarzosa, John Carlin, Juan Cruz, Jon Sistiaga, Enrique Bunbury, Vetusta Morla, Love of Lesbian, librería Oletvm, Casa del Libro de Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, restaurante Milagros, Paco Dvt y Luis del Zero Café y muy especialmente a todo el equipo de Suma de Letras, a mi hermana Mar y a mis colegas de toda la vida.

A mi hijo Hugo, al que he robado unas cuantas horas de juegos por aporrear estas teclas.

A Olga, la razón, mi alimento y mi guarida. Mi chica.

Y para concluir este prolijo apartado de agradecimientos, una petición dirigida a quienes han sido elegidos para velar por la cultura de este país: protejan lo que fue, es y será de todos.

Hasta pronto, amigos.

César Pérez Gellida