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La luna en un rincón
Residencia de Magda Voosen
Ámsterdam (Holanda)
27 de agosto de 2011, a las 03:31
Tiene que salir cuanto antes de esa horrible habitación, pero algo le impide incorporarse de la cama. Mira a su alrededor. La escasa luz que se cuela por debajo de la puerta tiene una tonalidad cerosa, como desgastada, y es premonitoria de un acontecer del pasado. Solo entonces se percata de que todo su entorno vuelve a estar impregnado por ese olor acre que no es sino la esencia de la crueldad y la cobardía.
Las paredes se estrechan y el techo se deforma como si todo estuviera fabricado con algún material pegajoso y elástico.
El sueño se repite.
Escucha otro disparo que precede a un silencio perturbador. Quiere aprovechar la coyuntura para gritar con todas sus fuerzas, pero o no le sale la voz o no logra escucharse.
Una ráfaga corta y otra dosis de calma.
La secuencia acústica lleva repitiéndose desde hace horas, y sabe que solo es cuestión de tiempo.
Siente tanto miedo que su cerebro trata de engañarla y le advierte de que solo se trata de un sueño. Lo paradójico es que ella se niega a despertar.
Necesita ver su cara.
Todo empieza a derretirse lentamente justo en el momento en el que advierte que está hundiéndose en el colchón como absorbida por alguna confortable viscosidad. No opone resistencia, pero inhala con fuerza antes de terminar siendo engullida.
Flota.
Allí no hay sonido alguno, y el hedor ha desaparecido. Sabe perfectamente dónde está aunque no se atreva a abrir los ojos. Ya ha estado allí muchas veces anteriormente; demasiadas.
Suelta el aire. Al respirar, percibe que el ambiente está muy cargado, impregnado de humedad. Le duelen las rodillas, los hombros y las muñecas.
Escucha el chirriar de una escalera metálica, unos pasos que se acercan y las voces de siempre. Su tono es único. Ya llegan. El tintineo de unas llaves precede a la última escena.
El pánico se hace incontrolable. Sabe lo que va a pasar, pero es la única forma de volver a ver a sus seres queridos; para ellos, fue su último recuerdo. Además, busca otra oportunidad para tratar de reconocerle.
Necesita ver su cara.
Se arrepiente de haber metido las narices donde no debía, de haberlo averiguado a pesar de que no sepa qué es lo que sabe en verdad. Jamás consigue recordar esa parte. Los temblores empiezan siempre por las piernas cuando se anticipa a la secuencia final.
No merece la pena morir. No así. No después de todo. Le gustaría pedir clemencia, pero sabe que sería inútil. Ahora, percibe el olor de su propio sudor, pero ya nada importa en el momento en que la puerta se abre. Tal y como esperaba, las voces entran. Hablan entre ellos. Son solo murmullos, pero no le hace falta escuchar para entender lo que están diciendo. Sus siluetas se diferencian con facilidad: uno de ellos es bastante más bajo, algo más grueso, y su tono es exultante.
El otro es más corpulento, pero se mueve con dificultad; su tono es más recio y sosegado, pero ajado al mismo tiempo, como corrompido en sí mismo.
La conversación se repite.
—No debiste entrometerte, mujer —dice la voz calmada en un inglés académico—. Lo que crees haber descubierto lleva pasando desde que el mundo es mundo. El primer hombre que mató a un semejante lo hizo con un arma que fabricó otro hombre. Sin embargo, no podemos permitirnos que trascienda. Tu Gobierno no puede enterarse de que alguien está robándole parte del pastel.
Ella busca y encuentra el coraje suficiente para elevar la cabeza y mirarle directamente a los ojos.
Sus rasgos faciales conforman un rostro informe, desordenado. Nunca consigue clasificarlo y, mucho menos, reconocerlo.
—Déjate de discursos, tenemos mucho que hacer ahí fuera —reprocha la voz animosa al desconocido.
Ella le mira y reconoce las facciones del jefe de seguridad del Cuerpo del Drina. A él sí le reconoce. Es el encargado de ejecutar las órdenes de Mladic, de limpiar Srebrenica, el que ha orquestado el asesinato de miles de hombres, de cientos de mujeres, de decenas de ancianos y niños. Es Vujadin Popovic.
—Toma, hazlo con esta —dice el serbio—. Al general le hubiera encantado hacerlo él mismo, pero no puede acercarse a la zona. Le gustará saber que tú te has encargado de eliminar su problema.
—Nuestro problema —corrigió.
Ella se anticipa al sonido que emite la corredera al cargar.
En ese momento, se ve a sí misma moviendo los labios, pero sigue sin poder escuchar su propia voz. Solo puede oír al hombre que va a dispararle.
Necesita ver su cara.
—Nuestro mundo solo se rige por una única verdad. Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. Y lo que parecerá aquí es que has sido solamente una anónima víctima más. Una cifra más —concretó.
Aprieta los párpados. Sabe que el trance apenas dura unas milésimas de segundo.
Entonces, vuelve a ver a los suyos.
Sonríe.
Desaparecen.
Magda se despertó antes de que sonara el disparo. Estaba tumbada de costado con las piernas encogidas y completamente empapada en sudor, como todas las noches que tenía aquella pesadilla. No quería moverse, y buscó huir con la mirada a través de la ventana.
La luna estaba arrinconada, como ella.
—Erika —pronunció.