Tan solo sé que hay más luz de lo habitual

Calle Jacob van Lennepkade Ámsterdam

31 de julio de 2011, a las 19:45

Se podía oler la carga eléctrica en el aire y un silencio perturbador era la banda sonora de esa imagen congelada a perpetuidad en su retina.

A ella le encantaban esos días que amanecían totalmente despejados y terminaban con una tormenta de mil demonios. Era como despertarse en el cielo y acostarse en el infierno. Claro, que, para tempestad, la que se estaba formando en su cabeza. Daría cualquier cosa por que descargara de una vez por todas, con toda su furia y devastación. Comprobó que el té estaba demasiado caliente y se entretuvo metiendo y sacando la bolsita mientras observaba cómo el agua se iba tiñendo de un rojo cada vez más intenso.

Magda Voosen vivía en un apartamento alquilado de pequeñas dimensiones situado en la parte este de la ciudad. Tras la muerte de Marteen, decidió vender la casa del casco antiguo, mucho más grande y repleta de recuerdos a los que no quería enfrentarse. Hacía ya ocho años de eso, y no pasaba un solo día desde que tomó la decisión en el que no se alegrara de haberse mudado. La libertad espiritual y el dinero le permitían sufragar sus viajes, y ya eran más los meses que pasaba fuera de Ámsterdam que los que permanecía en la ciudad. Lo cierto era que Magda se sentía feliz viviendo en la que algunos llamaban la Venecia del norte, aunque jamás entendió por qué Venecia no había sido bautizada como el Ámsterdam del sur. Desde luego, como ciudad, Venecia no le llegaba a la altura de los canales; ni siquiera durante el Carnaval, sostenía Magda. Conservaba algunas amistades del entorno de Marteen, pero eran demasiado elitistas y cada vez le costaba más tragarse sus estériles conversaciones políticas y los últimos chismorreos de sociedad. Los veía a todos ellos muy desgastados para la edad que tenían, que era más o menos la suya, a pesar de que Magda no sabía con certeza qué día había venido al mundo. Ni dónde.

Probó el té y acomodó el cojín en la silla de la terraza que daba al canal. Se sentó a esperar como quien aguarda a que empiece el primer acto de una ópera que ha visto decenas de veces. Los dueños de las embarcaciones más lujosas se afanaban para cubrirlas antes de que cayeran las primeras gotas.

Otras muchas permanecían a la intemperie, como mandaba la tradición transmitida de generación en generación por aquellas tierras. Un grupo de jóvenes en bicicleta pedaleaba con fuerza y daba voces. Se les veía felices, como ella hasta hacía un mes y medio. Más concretamente, desde el pasado 14 de mayo, cuando la caprichosa fortuna hizo que leyera ese apellido en el periódico de Belgrado.

La mayoría de las personas cree que la existencia de una persona abarca desde el día en que uno nace hasta el momento en el que muere.

Magda Voosen no podía estar completamente de acuerdo, ella tenía el convencimiento de que las fechas de nacimiento y muerte de una persona estaban directamente relacionadas con la memoria.

Opinaba, por tanto, que uno nace en el preciso instante que es capaz de recordar y muere cuando su cerebro deja de acumular más recuerdos. Según su teoría, la fecha de nacimiento de Magda era el 24 de octubre de 1995. Así pues, aún no había cumplido los dieciséis y, durante ese período concreto de su existencia, había evolucionado desde la más obsoleta dependencia a la independencia más absoluta.

Cuando nació en aquel hospital de Zúrich, calcularon que podía tener entre treinta y treinta y cinco años, aunque sus facciones poco corrientes hacían que pareciera más joven. Su historial presentaba varios traslados desde el día en que la dejaron indocumentada y más muerta que viva a la puerta de otro hospital en Szeged, al sur de Hungría. Desde allí, la trasladaron a Budapest, donde muy poco pudieron hacer por la anónima paciente que permanecía en coma profundo desde su llegada. No contaban con los medios necesarios para volver a intervenirla, y el doctor Pataki decidió recurrir a su colega, el doctor Voosen —por aquel entonces, jefe del Departamento de Neurocirugía del Hospital Universitario de Zúrich—. A Marteen Voosen no le resultó nada sencillo que le autorizaran el traslado de una paciente por la que no se podían reclamar los gastos de hospitalización a ningún país. No obstante, no habría llegado a ser uno de los especialistas más reputados del planeta si fuera un hombre que se rindiese sin pelear. En la primera revisión ocular a la paciente, el doctor Voosen advirtió una pequeña placa metálica en el hueso occipital, signo evidente de que le había sido practicada una craneotomía[32]; rudimentaria, sí, pero con bastante éxito a tenor del resultado. Dedujo que el cirujano que se la practicó lo hizo con la intención de reducir la presión hidrostática en el interior de la cavidad craneal, provocada por la sangre acumulada en el cerebro. La reparación del tejido óseo estaba incompleta y exigía una craneoplastia, pero ese no era el mayor de los problemas. Tras someterla a numerosas pruebas y analizar los resultados, la comisión consultora llegó a una conclusión unánime: debían intervenir de nuevo a la paciente para limpiar el tejido cerebral que había resultado dañado por el disparo. La buena noticia —la única, pero determinante— era que el recorrido de la bala solo había afectado al hemisferio izquierdo, por lo que no se habían producido daños irreversibles. La operación conllevaba un elevado riesgo de muerte cerebral, aunque sensiblemente inferior a la posibilidad de recuperación poscomatosa. La intervención se prolongó durante más de diez horas y, a pesar de estar satisfecho por la forma en que se había desarrollado, Marteen Voosen prefirió ser prudente y esperar. Tres días después, los resultados del escáner fueron bastante esperanzadores, con un importante crecimiento de la actividad neuronal. Solo una semana más tarde llegó la noticia: la paciente había despertado del coma y era capaz de mover los dedos de pies y manos. Animados por tal evolución, una enfermera católica propuso que debían encontrarle un nombre, y fue ella misma quien propuso el de Madeleine por el papel que tuvo en la resurrección de Jesucristo. A Marteen le gustaba más el de Magdalena; así, pronto todo el personal de la planta ya la conocía como Magda.

A partir de entonces, se inició para ella un largo camino de rehabilitación dirigido principalmente a recuperar las facultades más perjudicadas, localizadas en el hemisferio derecho del cerebro: la verbal y la motriz. Dos años después, los progresos en ambos campos eran sorprendentes, ya podía valerse por sí misma —caminar y alimentarse— y era capaz de comunicarse en inglés y francés. No obstante, no se produjo avance alguno en la recuperación de la memoria a largo plazo; los únicos recuerdos a los que podía acceder eran los generados a partir del instante en el que despertó en aquella cama de hospital. Las investigaciones sobre sus orígenes habían sido del todo infructuosas y, sin la capacidad para recordar su pasado, el futuro de Magda era poco halagüeño.

Por lo demás, su aspecto físico era muy saludable e, incluso, había vuelto a sentirse atractiva dejándose una media melena que le tapaba las cicatrices de la cabeza. En realidad, había aprendido a convivir con ellas; concretamente, con la que tenía localizada justo en la vertical del ojo izquierdo, por detrás de la línea de nacimiento del cabello. Precisamente en ese sitio, la bala había encontrado su vía de escape. Magda se lo palpaba y masajeaba con regularidad, era una especie de manía que no podía ni quería evitar; aquel bulto era como la puerta a un pasado con muchas zonas sombrías.

Por su parte, el doctor Voosen llevaba dilatando varios meses el alta de la paciente en contra de la dirección operativa del hospital, pero sabía perfectamente que eso no era más que un parche temporal. Las consultas que realizó a los especialistas en la materia eran coincidentes: si volvía a recuperar la memoria, cosa poco probable, no sería en el corto plazo. La relación «tan especial» que había surgido entre médico y paciente ya era del dominio público, así que Marteen maquinó una alternativa: aceptar el puesto que le habían ofrecido de jefe del servicio neurológico del St. Mary’s Hospital, en Ámsterdam, con la condición de que ellos costearan el final del tratamiento de Magda. A principios de 1998, se trasladaron a Holanda y contrajeron matrimonio a finales de 1999, tomando así el apellido Voosen. Siempre volcado en conseguir su recuperación total, Marteen no escatimó recursos para seguir avanzando y, realmente, lo logró, excepto en el campo de la recuperación de la memoria; ahí seguía sin progresar. A pesar de ello, Magda perdió el interés por mirar hacia atrás desde que se casaron, y su marido solo quería mirar hacia delante. De esta forma, ambos decidieron eliminar la incógnita del pasado de la ecuación presente.

Tres años después, en una prueba de esterilidad a la que se sometió Marteen tras los continuos fracasos para dejar embarazada a Magda, le descubrieron un cáncer de testículo que se había extendido a la vejiga. Consiguieron frenar el avance de la enfermedad en un principio, pero la metástasis se agravó inesperadamente durante el verano de 2003 y falleció antes de acabar el año.

Así, ocho años después de haberse encontrado con pie y medio en el mundo de los muertos, Magda estaba totalmente recuperada y absolutamente sola. No se le ocurrió otra forma de afrontar su nueva situación que huyendo de ella y, a los seis meses, hizo su primer gran viaje recorriendo todo el sudeste asiático. Luego, se empeñó en conocer detalladamente Sudamérica, África y Australia, buscando inconscientemente un lugar en el que echar raíces. En los últimos años, había decidido alternar destinos lejanos con lugares más cercanos de la vieja Europa y, de esa forma, no hacía mucho que se había animado a visitar los Balcanes, sin saber muy bien por qué.

Nada más llegar, empezó a experimentar emociones inéditas que la asaltaban de forma espontánea y sin ninguna explicación lógica. Era como si sufriera continuos y prolongados déjà vu como respuesta a determinados estímulos: un olor que percibía en un restaurante, una canción que sonaba en la radio de un coche, un paisaje desde la ventana de un tren, un sabor en el paladar o, simplemente, un edificio derruido. Todo era tan cotidianamente desconocido para ella que no se percató de los sórdidos lazos que la unían a esas tierras hasta el pasado 14 de mayo, día en el que la caprichosa fortuna hizo que leyera aquel apellido en el periódico local: Lopategui.

Fue como si, en su interior, se encendiera una linterna a la que le fallaban las pilas y que alumbraba intermitentemente en una oscuridad por la que transitaba sin saber muy bien adónde ir.

Necesitaba ajustar el enfoque, y decidió investigar tirando del único hilo que no se rompía cuando lo tensaba. Así, llegó hasta Moscú tras un viaje en el que encontró más luces que sombras y, posteriormente, al norte de España, donde un fogonazo directo a los ojos la deslumbró por completo. Entonces, pudo verlo todo sin entender nada y, sumida en un profundo estado de shock, regresó a su casa en Ámsterdam con una única y desconcertante certeza: ese no era su verdadero hogar.

Las primeras gotas empezaban a caer rebotando estrepitosamente contra el pavimento adoquinado.

Magda hizo un gran esfuerzo por contener el llanto, pero fue en vano.

Cuando probó el té, ya estaba helado.